Cocorococ, mi gallinita negra,
ponía sus huevos para los caballeros.
Para ellos venían aquí cada día
para ver con sus ojos
los huevos que mi gallinita negra ponía.
Los cinco días siguientes los pasamos haciendo el amor en cuanto podíamos. Algunas mañanas, intentábamos valerosamente trabajar antes de sucumbir a lo inevitable. Otras, comenzábamos a besarnos y a desvestirnos en el momento en que cerraba la puerta detrás de él.
Durante aquellos cinco días aprendí más sobre el funcionamiento de nuestros cuerpos y nuestros corazones que en un año encuadernando textos eróticos. Descubrí cosas que aquellos libros no podían enseñarme, pensados para escandalizar y excitar. Aprendí que mi amante comenzaría suave y vulnerable entre mis manos, pero que en cuestión de segundos era capaz de crecer y erguirse bajo mi presión, como enfurecido por la fuerza de mis dedos. Conocí partes ocultas del cuerpo, los delicados bordes de las zonas más evidentemente sensibles: la piel que recubría el interior del muslo, suave y tersa, o la que se ocultaba detrás de la oreja, junto al nacimiento del cabello, o entre el lóbulo de la oreja y las patillas, o el pliegue bajo el pecho, o la fractura en la base de la espalda. Aprendí que es posible relajar y tensar los músculos al mismo tiempo. Aprendí, mientras mi amante temblaba de placer cuando le hundía la lengua en lo más profundo de su oreja, o en otro lado, que no sólo las mujeres disfrutan al ser penetradas. Aprendí que la bolsa que guarda las joyas de los hombres no está fija, sino que se llena y se vacía, asciende y desciende en función de mis caricias y de los secretos del cuerpo. Aprendí que siempre hay un nuevo lugar para explorar con la lengua o para recorrer con los dedos. Aprendí que las bocas, que comenzaban secas por los nervios y la ansiedad, pronto liberaban sus fluidos, al igual que los orificios inferiores, todos listos para ser bebidos. Aprendí que los ojos de mi amante me decepcionaban, puesto que cuando se acercaba al límite era como si se retirase de las ventanas de su rostro hacia el interior de su ser, a pesar de que su espíritu nunca estaba tan cerca de mí como en aquellos momentos. Aprendí que el placer no sólo era una explosión final, sino también una lenta destilación durante el proceso de hacer el amor, que se adhería a lo que tocaba y entretejía largos y brillantes hilos entre mis caderas, mi ombligo y mis pechos, como una tela de araña hecha de amor.
También aprendí a mantener los ojos abiertos (¿por qué en los libros siempre tenían los ojos cerrados?), ya fuera pegada a su piel u observándole separada de su cuerpo. Porque cuando me sentaba apoyada en los codos o me volvía para ver mejor las acciones de mi amante comprendía que no sólo a los hombres les gusta mirar. Pero también aprendí que los hombres poseen una mejor vista, como cuando Din se alejaba un poco hacia atrás y observaba y sonreía, con las manos en mis caderas para controlar los movimientos, y luego me miraba a los ojos y me transmitía la imagen de lo que había visto. O cuando colocaba una vela entre mis piernas y se quedaba observando y sonriendo, y finalmente descubrí cuál era mi mejor ángulo.
Y los libros tampoco me habían advertido de que cuanto más hiciéramos todo aquello, más fuerte sería mi necesidad de decirle que lo amaba, y yo me preguntaba si él sentiría la misma necesidad, aunque de alguna forma sospechaba que no. En los libros siempre eran los hombres quienes lo decían primero, y siempre antes, para llevar a sus víctimas dubitativas al lecho, nunca después. Aunque me sentí capaz de desafiar las enseñanzas de los libros, sabía que no podía, que no debía decirlo primero yo.
Sylvia necesitó mi ayuda cada noche durante aquellos cinco días. Me iba bien, ya que era por las noches, lejos del trabajo, cuando me costaba reconciliar la vergüenza que aguijoneaba mi piel con el deseo de bailar y correr eufórica y llena de satisfacción. Me sentaba en la bañera y limpiaba mi piel culpable y cansada con agua helada, víctima de un sentimiento desgarrador: quería deshacerme de su rastro tanto como deseaba conservar su olor el mayor tiempo posible.
El sexto día era domingo, por lo que la encuadernadora estaba cerrada. Pero el séptimo día, Din no vino a trabajar.
Me senté en medio de la habitación vacía durante horas, primero nerviosa por la espera, luego por la confusión, la ira y, por momentos, el alivio. Esperaba inmóvil, como si cualquier movimiento pudiese echar por tierra el frágil e improvisado recipiente que contenía todas estas nuevas sensaciones, y dispersar su recuerdo para siempre. Intenté ordenar el taller mientras esperaba, como si pudiese establecer un orden en lo que hasta hacía poco era un templo del placer. O un tocador del vicio, aún no estaba segura.
Vagaba por la cocina, donde Pansy preparaba la colada, cuando escuchamos ruidos en el salón. Sylvia había extendido completamente la mesa e intentaba arrastrarla hasta la ventana.
—También voy a intercambiar el piano y la biblioteca. ¿Te gustan los pañuelos que colgué por todas partes? Creo que dan cierta frescura a la habitación, ¿no crees, Dora?
Me encogí de hombros, sin dejar de mirar cómo se debatía con la mesa.
—¿Piensas ayudarme o vas a quedarte de pie mirándome? Si no me ayudas, lo haré yo sola.
Me acerqué a la mesa, pero cuando me disponía a coger uno de los bordes, Sylvia le dio un potente empujón, con todo el peso de su ira, y la desplazó hasta su destino.
—¿Ves como no necesito tu ayuda? —dijo.
Entonces regresé nuevamente al taller e intenté centrarme en el trabajo. Con la ausencia de Jack, no había avanzado mucho con las cajas que llegaron tras la muerte de Peter. Cogí una pila de manuscritos, pero no quería desarmarlos y preparar el telar. Si hacía eso, no conseguiría sacarme a Din de la cabeza. Tendría que pedirle a Pansy que me ayudase con el cosido si Din volvía. Me entretuve frente a un papel con algunas ilustraciones, deseando que el día avanzara más rápido y viviéndolo como entre una densa neblina.
Mi necesidad de Din era tan fuerte como la de Peter con el láudano.
Como el dolor de no haber podido trascender la saciedad inmediata que exigían aquellos turcos lujuriosos. La necesidad implicaba estremecimiento, lo que me gratificaba frente a las damas que se pavoneaban en Lambeth, o a las ancianas respetables de Ivy Street. ¿Hasta qué punto eran libres? ¿Y Knightley, Glidewell, Diprose o los demás? ¿Eran libertinos? Sentía que Din y yo éramos los únicos verdaderos libertinos de la sociedad londinense. Las conversaciones que aún no habíamos tenido, las partes de su cuerpo que todavía no había besado, volcarnos el uno sobre el otro y languidecer entre los olores, los sabores, el calor de los cuerpos. Anhelaba la forma en que pronunciaba mi nombre: Dorra. Dowra. Dourra. Imposible trascribirlo. Se recostaba en el «Do» y se entretenía en la erre, pronunciada largamente, con los labios bien fruncidos, como jamás podría hacerlo un inglés. «Dooarra…». Al pronunciarlo, sentía completamente mi nombre en su boca. Allí mi nombre estaba como en casa, se regodeaba en la cama de su lengua, en un lugar nuevo y excitante. Allí se sentía a salvo. «Dooarra». Din, mi amado Din.
Necesitaba distraerme con el trabajo antes de sucumbir a una fiebre cerebral. Había un par de manuscritos ya cosidos, listos para el acabado. Pero me quedaba poca piel, y no podía enviar a Jack a las curtidurías. Tendría que ir yo misma, aunque eso sería otro día. ¿Y si Din aparecía y yo me había ido? Hurgando en el cajón de los retazos de terciopelo para aplicar en alguna encuadernación, encontré el trozo de la piel especial de Diprose que había guardado. Ya era tarde para devolverlo, y además Diprose nunca sabría que me lo había quedado. No tenía nada mejor que hacer, todo parecía superfluo y sin sentido en momentos como éste, así que pensé que lo mejor era jugar un rato. Tomé las medidas del retazo, lo corté en un rectángulo perfecto y preparé un elegante punto de libro para mi hija.
¿Y ahora qué? Libros, no. Tampoco coser. Decidí ocuparme del anagrama de la inscripción de Diprose. Estudié la cuadrícula y escribí las letras, primero en orden alfabético y luego al azar:
a, a, a, b, c, c, d, e, f, h, i, i, i, m, n, o, o, p, r, r, r, s, u
n, c, o, a, r, b, c, s, d, u, h, i, m, a, i, o, p, e, r, i, a, r, f
Encontré enseguida las palabras barón y horas al igual que farsa, mira, ropa, arpón y opio. Todas parecían apropiadas, pero no necesitaba palabras de cuatro o cinco letras: según la cuadrícula, había una palabra de dos letras, seguida de una de seis, una de ocho y, finalmente, una de siete letras.
Las palabras de dos letras eran fáciles: es, no, en, de, mi, un… Creía recordar que el tipo que había utilizado al inicio de la frase era una d, pero no estaba segura. Al no haber usado mayúsculas, no sabía con qué letra comenzaba el texto.
Las palabras de seis letras eran: nombre, firmar, sufrir, buenos, pobres, pernos, cubrir, hombre, broche, hembra, mísera…
Las de siete letras: impúber, embrión, imponer, sombría, miseria…
Las de ocho letras: cofradía, ímprobas, academia, horrendo…
Pero también encontré soir y horreur, y me pregunté si no estaría escrito en francés. Y cuando descubrí a priori y primus, pensé que quizá se tratase de latín.
Para resumir, no tenía ni idea. Comencé a dudar de mi memoria: ¿realmente el espacio estaba donde yo recordaba? ¿Había utilizado la a tres veces, o sólo dos? ¿No habría escrito más de una e?
Me di por vencida.
Cogí mi libro de cuentas, que prometía ser una distracción más sensata, y me ocupé de los números del negocio.
Sabía que las ganancias de la encuadernadora eran importantes, pero no había imaginado que llegaran a setenta libras. Era suficiente incluso para comprar una nueva guillotina. Pero tenía cosas más importantes en las cuales gastar el dinero, así que seguiría engrasando y afilando la vieja guillotina. Aparté una cantidad para los ahorros de Lucinda, desconté los salarios de Din y de Pansy. Luego separé el equivalente de un mes de salario de Jack, después doblé la cantidad y finalmente añadí tres libras más, que guardé en un sobre para entregárselo a Lizzie.
Jack, mi querido Jack. Jack el calavera. Me detuve a mirar el lugar donde solía sentarse cada día, y sentí el hormigueo del amor, un amor puro y sincero, correspondido o no, y también el deseo verdadero y sucio. Y entonces comprendí a Jack, y supe que no era distinto de Din y de mí, que compartíamos nuestro sentimiento de felicidad y vergüenza, de éxtasis y culpa, y la sensación de ser diferentes del resto del mundo, de que nadie podría amarnos como necesitábamos ser amados. Pensé en todos los hombres que avanzaban por la vida con sus deseos más elevados y más oscuros, sus pensamientos más nobles y más bajos, y me pregunté si no seríamos todos un único ser.
Aquella noche, Sylvia se sentó a la mesa recién cambiada de lugar y se puso a escribir una lista, murmurando para sí misma.
—Primero Valentine. Luego deberé buscar a Aubrey. Sí, Aubrey lo sabrá. Y Theodore, por supuesto, si acepta hablar conmigo. Podría enviar una carta a Charles, pero quizá tome demasiado tiempo. Dora, felicítame por mi iniciativa —me dijo finalmente—. Voy a interrogarlos a todos, y a descubrir los pecados de Jossie. Sin duda tiene una amante en París, o alguna concubina en África. ¿Dónde pasó su cumpleaños el año pasado? Seguramente con su querida en una casa de citas.
—¿Y crees que van a decírtelo? ¿Los otros Nobles Salvajes?
—Por supuesto que me lo dirán. Me lo dirán todo. Me contarán…
—¿Qué? —interrumpí.
—¿Qué? —preguntó a su vez, sin comprender.
—Los Nobles Salvajes. ¿Qué es lo que te dirán?
—Lo que necesite saber.
—¿Que es…?
—¡Dora! Si puedo probar que hubo adulterio en primera instancia, o bigamia, incesto, crueldad, deserción, violación o sodomía, podré pedir el divorcio. Comenzaré con el adulterio. No será complicado. El incesto está descartado, gracias a Dios, al igual que la violación y la sodomía. —Fruncí el ceño desconcertada, pero Sylvia no lo notó—. La bigamia siempre es una posibilidad en aquellas regiones paganas que frecuenta. Y la crueldad, mmmm…
—¿Y la deserción?
—Siendo estrictos, fui yo quien lo abandoné. Pero eso es un detalle. De todas formas, deben pasar dos años antes de que sea considerado deserción.
—¿Y qué derechos te dará todo esto sobre tus propiedades?
—Al menos podré heredar y legar, por lo que la herencia de mi padre quedará en mis manos. Además de lo que pueda ganar en el futuro. No es que esté pensando en trabajar. En fin, queda la crueldad… ¡Maldición! ¿No parece muy prometedor, no crees?
—Siempre puedes alegar que tiene razón, y que cometiste adulterio, para poder divorciarte.
—Pero imagina la vergüenza, Dora…
—¿Es menos vergonzoso que te haya degradado así? —Estudió la posibilidad un momento—. Pensándolo mejor —continué—, quizá no te estoy aconsejando bien. Si se divorciara de ti basándose en el adulterio, se quedaría con la custodia de Nathaniel.
—Nunca la pediría. Odia al niño.
—¿Estás segura? ¿Ni siquiera para lastimarte?
—Le detesta, Dora.
—No tanto como te detesta a ti.
—¡Asquerosa mujerzuela! ¡Cuidado con lo que dices!
En ese momento un pensamiento doloroso atravesó mi mente, y me pregunté cómo no me había dado cuenta antes. No tenía razón para creer a esta mujer, tampoco a Din. Él me había contado muchas cosas de las soirées de Sylvia y sus damas, y yo había querido confiar en él cuando afirmaba que nunca lo había tocado «de esa manera». Pero la excesiva ofuscación de Sylvia ante las acusaciones de sir Jocelyn sólo conseguía aumentar mis sospechas, y me hacían sonrojarme de ira, no de celos. ¿Sería cierto que Nathaniel no era el hijo de sir Jocelyn, después de todo? ¿Era acaso posible que Nathaniel fuera hijo de Din?
Me volví a un lado intentando recuperar el aliento, mientras Sylvia seguía escribiendo a mi lado. ¿Se había relacionado con Din de aquella forma? ¿Lo había poseído? ¡Cómo pude estar tan ciega! ¿Cómo pude ignorar una posibilidad tan horrenda? Clavé en Sylvia una mirada cargada de desconfianza y resentimiento. Me sentía ofendida, y no sabía qué hacer al respecto. Tenía un impulso urgente de golpearla.
¿Había llevado en su seno al hijo de Din durante nueve meses? ¿Había disfrutado de lo que me pertenecía? ¿Había estado con él antes que yo?
Quería preguntarle si había abusado de hombres de color indefensos, si había montado una verga negra y si se había impregnado con su semilla de color. Me sentía a punto de estallar.
La observé mientras escribía, a esta mujer que supuestamente trabajaba para obtener la libertad de la raza más explotada sobre la tierra, que luego convertía a los negros en sus propios esclavos. En sus esclavos sexuales. Ella y su contradictorio sir Jocelyn formaban, al fin, una pareja perfecta.
En ese momento, Nathaniel se despertó en el piso de arriba y se puso a llorar.
—Dora, ¿puedes ir a verle? Estoy un poco cansada…
Yo sólo quería gritarle: «¿Qué le has hecho a Din?». Pero para evitarme una acción precipitada me dirigí velozmente en busca de Nathaniel y lo recosté contra a mi hombro. Me coloqué bajo la luz de la luna, intentando distinguir el color de su piel, pero de noche todo son sombras y grises.
—¿Tú eres el bebé de mi Din? —dije arrullándolo—. ¿Eres mi pequeño Din? Qué barullo estás haciendo… ¿Qué ha hecho Din por aquí? ¿Quieres que te cante? Din-din-din-da-din-dindin…
Así brotó una cancioncita, que latía en mi corazón, y pronto el niño se quedó en silencio pero despierto, mirando fijamente las sombras dibujadas en la habitación por la luz de la luna.
—Din-din-da-dindin…
Jack, Din y yo estábamos dando un verdadero curso magistral de trasgresión. Debí haber escrito en el anuncio al que respondió Pansy que quienes caminaban por el camino recto de la vida se abstuviesen. ¿Tan tortuoso era el camino que llevaba hacia los Damage? Las calles del barrio parecían tan rectas como las de una ciudad romana, y sin duda en una de sus casas se vivían todas las perversiones que habían llevado a Roma a la ruina.
A la mañana siguiente no fui al taller en todo el día. Sabía que no podría enfrentarme con Din, si es que estaba, pero tampoco podía pasar otro día sin él. Maldito sea. ¿Acaso compartía mi deseo por él con las damas de la sociedad?
Quería que este día fuese menos penoso. Cogí el dinero de Lizzie y un poco más para comprar pieles y lo guardé bajo mi falda. Tras pensarlo un instante, decidí llevarme conmigo el punto de libro de Lucinda. Fui hasta la tienda de ultramarinos y encargué cuatro envíos de comida semanales para Lizzie, que equivalían a un mes de salario de Jack. Luego fui hasta el río y le di el otro mes de salario a Lizzie en efectivo, con la inútil súplica de que no se lo gastase todo en ginebra. Finalmente, una vez más caminé hacia Bermondsey y sus curtidurías.
Esta vez no fui a «Pieles selectas y ropa de cuero», sino a la tienda de Felix Stephens. Era un comercio más pequeño, con sólo un puñado de clientes, y esperé junto a una pila de cueros a que llegase mi turno. Me dije que era curioso que una mujer fuera al mismo tiempo invisible y provocadora. Finalmente ganó la visibilidad, y un hombre se me acercó para ver qué necesitaba.
—He venido a pagar la cuenta del señor Peter Damage —contesté.
Me condujo hacia una oficina en la parte trasera del local. El hombre me indicó una silla y pasó al otro lado del escritorio. Cogió dos grandes libros de contabilidad. Revisó primero uno, luego el otro. No se apresuró; era una persona calmada pero eficiente, lo que me agradó. Después giró ambos libros hacia mí y me enseñó en cada uno las diferentes compras y fechas, señaló los importes escritos en tinta roja y los sumó para obtener el total.
—Puede pagar la mitad y el resto al cinco por ciento de interés, o un cuarto al siete por ciento. Usted decide. ¿Cómo prefiere?
—Quisiera pagarlo todo ahora, por favor —respondí, entregándole el dinero.
El hombre pareció sorprendido, pero luego contó feliz el dinero, anotó PAGADO en ambos libros y guardó el dinero en la caja fuerte.
—También quería pedirle si podía analizar esto —le dije y le entregué el punto de libro.
—¿Qué es esto?
—No lo sé. Por eso necesito un ojo experto.
Lo estudió y acarició con cierto desdén.
—Es un trabajo chapucero, eso seguro —dijo con severidad—. Mire estas marcas… Sin duda, lo ha hecho un aficionado.
—Pensé que era una vena…
—No. Esta línea sí es una vena, lo que demuestra que no desangraron al animal en el momento de matarlo. Debió de quedar así bastante tiempo, porque la sangre llegó a pudrirse en las venas.
—Entonces quizá lo encontraron ya muerto por causas naturales, y alguien pensó que la piel quedaría bonita en un libro.
—Puede ser… De todos modos, tuvo tiempo de pudrirse. Hay que quitar la piel y curtirla inmediatamente después de matar al animal, sobre todo en climas cálidos.
—¿Cómo se curte la piel?
El hombre se relajó, saboreando la posibilidad de mostrar sus conocimientos.
—La piel que usted compra ya ha sido salada, en seco o en salmuera. Pero la salmuera es cara, y para salar en seco se necesita mucha piel. Supongo que ésta la han puesto a secar. Es la forma tradicional, aunque es un método impredecible, desigual e incontrolable. Debe de haberse secado sobre piedras, por las manchas. El que lo hizo es un tacaño, sin duda. Lo sorprendente es que haya encontrado algo así: estas pieles se usan en los países pobres, porque nadie en su sano juicio pagaría algo así por aquí. Curtir pieles es un trabajo duro, señora. Es cierto, piénselo, no es fácil secar una piel para que no se pudra y a la vez dejarla suave y flexible. Este curtido es horrible, y quien lo haya realizado debería abandonar el oficio. Si lo piensa, cosas como ésta arruinan la reputación de la industria…
—Perdone que lo moleste con esto —dije—. No sé ni por qué se lo muestro, es que nunca había visto algo así. Le pregunté a mi proveedor, pero no quiso decirme de dónde era. Al principio creí que podía ser algún tipo de piel de cerdo…
—En eso tiene razón, porque la piel de cerdo curtida es de muy mala calidad. Pero no es cerdo. —Cogió la lupa—. Mire, los folículos no están distribuidos en el característico dibujo triangular, y no atraviesan la piel, como los agujeros de los pelos. No, no es cerdo.
—Además los folículos están distribuidos al azar, así que tampoco es piel de cabra —añadí—. Ni es lo suficientemente gruesa para ser de vaca, ni aceitosa como la de foca. Pero eso puede ser por el mal curtido, eso no se me había ocurrido antes de que usted lo mencionara.
—Tampoco es piel de foca.
—¿De cordero?
—Puede ser. Qué manera de malgastar un cordero, arruinándolo en el curtido.
—¿No podría ser de ciervo?
—No creo. Mire lo irregulares que son las vetas. Es como un rompecabezas. Déjemelo, me gustan los rompecabezas.
—Lo siento, no puedo dejárselo. Pero le agradezco su tiempo. Ya que estoy aquí, ¿podría comprar un poco de cuero de Marruecos? Le pagaré ahora, no quiero abrir una cuenta de crédito.
Entonces me ayudó a escoger unas pieles, y finalmente me llevé cuatro cueros de buena calidad, que enrolló y ató con firmeza. Le agradecí su ayuda y amabilidad, aunque de lo que realmente estaba agradecía era de poder abandonar aquellas malditas calles de Bermondsey y su hedor ácido.
Cuando regresé a casa aquella tarde me puse a limpiar la piel y a cortar los cartones para varios libros. Ya no podía permitirme ponerme nerviosa antes del proceso de acabado, así que comencé a martillar el lomo de una versión particularmente repugnante de Venus, maestra de escuela. En ese instante, Sylvia entró en el taller. Me había olvidado de cerrar la puerta con llave.
—Ven, Dora, trabajas demasiado. Creo que se impone otro ponche caliente.
—No, Sylvia, hoy no estoy de humor. ¡No, espera…! —Pero ya era tarde. Sylvia había cogido un libro de una de las cajas y lo estaba abriendo—. ¡No, Sylvia! ¡Por favor!
—Dora —me respondió sosteniendo el libro en una mano y mirándome fijamente a los ojos—, no me trates como a una niña. Conozco todos los libros de Jossie.
Entonces hubiera querido gritarle: «¡Igual que lo sabes todo de mi Din, bruja!». Sylvia volvió a concentrar su atención en el libro, lo abrió con cuidado y lanzó una exclamación antes de cerrarlo de golpe. Se derrumbó en la silla de Din junto al telar, agitando las páginas del manuscrito como si fuesen un abanico.
—Creí que los conocía todos. La esposa de un médico debe aprender a perdonar muchas cosas. Supongo que estos libros no son muy diferentes de los de anatomía, ¿no?
—En efecto, sir Jocelyn posee una gran colección de anatomías —dije. ¿Era posible que esta mujer se hubiese acostado con mi Din? Parecía tan remilgada… No podía creerlo—. Hubiera querido que Peter los viese —añadí intentando desviar mis pensamientos de la curiosa pareja—. Peter encuadernó grandes tratados de anatomía, como los de Galeno y Bourgery.
Podía ver las estanterías de sir Jocelyn todavía frente a mí.
—Jossie ama sus libros. Y me ama a mí también, Dora.
—Por supuesto, Sylvia —la conforté.
Ella no podía haberlo hecho. Aquí había algo raro.
Sylvia se abrazaba y apretaba sus hombros como imaginando las caricias de su esposo.
—Siempre le gustaron mis hombros, y mi espalda…
Recordaba el título del libro de anatomía más valioso de sir Jocelyn: De humani corporis fabrica libri septum, de Vesalio.
—Extraño sus besos, Dora. Extraño ser amada.
Algo daba vueltas sin parar en mi cabeza. Vesalio… Anatomía… ¿Qué era? ¿O se trataba simplemente de Din?
—¿Cómo logras soportar la ausencia, Dora?
¿La ausencia de quién? ¿De Peter? ¿O de Din? ¿De qué estaba hablando? ¿No estábamos conversando sobre anatomía?
Y de repente, la niebla se alzó en mí. Corrí hacia el banco donde estaba el trozo de papel con mis garabatos sobre el anagrama de Diprose. De humani corporis fabrica. Encajaba a la perfección.
—¡Y las cosas que me decía cuando me tocaba! Podría haber sido poeta…
Sentí como si una mano invisible me estrangulase mientras intentaba descubrir qué pasaba. ¿No se serían las tapas para un libro de anatomía?
De humani corporis fabrica.
—La peau de ma femme —dijo suavemente Sylvia, y se me heló la sangre.
—¿Cómo dices?
—La peau de ma femme —repitió.
Yo recordaba aquellas palabras de unas cartas que había encuadernado, escritas por Glidewell. Unas cartas de Glidewell a Knightley.
De humani corporis fabrica. Literalmente, el tejido del cuerpo humano. Cuerpos. El mío, el de Din, el de Sylvia. Intenté concentrarme en la traducción del latín, pero ya sabía lo bastante de cómo funcionaba la mente de aquellos caballeros como para saltarme cuestiones de precisión y lógica. Sabía qué significaba la inscripción respecto de la encuadernación. Me volví hacia Sylvia y con delicadeza le dije:
—Háblame de la peau de ma femme.
«No me hables de Din ahora —pensé—. Algo más horrible aún está a punto de suceder».
—Mis hombros, Dora. Te lo estaba diciendo. Jossie los besaba y decía que ninguna mujer tenía una piel como la mía. Mi piel no tenía parangón. Incluso le escribía a Valentine sobre la suavidad de mi piel: este papel holandés, diría, es tan suave como la peau de ma femme. Este perfume huele como la peau de ma femme. Estos pétalos de rosa son delicados como la peau de ma femme…
—Una piel tan valorada… —murmuré.
La comprensión era algo doloroso. Mis sospechas respecto de Din y de Sylvia eran sólo eso: sospechas. Pero en este caso, estaba ante algo menos dudoso sobre su marido, algo que sabía que era cierto. De humani corporis fabrica.
—¡Y cómo me besaba! —rió tontamente—. Y me decía, Dora, me decía que querría encuadernar el mejor libro de poesía con la piel de mis hombros después de mi muerte, para no tener que separarse nunca de su suavidad. ¡No separarse nunca! Él no quería que nos separáramos nunca, Dora. ¿Dora?
De humani corporis fabrica.
La resistencia que me había sostenido hasta ahora había desaparecido de repente, y finalmente me desmoroné.
—¡Dora! —oí que gritaba Sylvia—. ¡Dora!
Los sollozos surgieron como arcadas de mi cuerpo, y me tambaleé y caí sobre los brazos extendidos de una Sylvia horrorizada. Me abrazó, pero sus delgados brazos ofrecían poco refugio, y además existía la posibilidad de que hubieran abrazado a Din tiempo atrás. Lo que yo necesitaba eran los brazos de mi madre, y mis sollozos carecían de lágrimas. La cena me subió hasta la garganta, mi cuerpo se rebeló contra mí y contra el mundo al que me encontraba irremediablemente encadenada.
De humani corporis fabrica.
Me separé de Sylvia y, temblando de ira y dolor, cogí el libro que ella había dejado a un lado y lo lancé contra la pared, como si representase a todos aquellos libros innobles de los que yo había sido responsable. Me puse de pie y me volví a sentar, tirándome del pelo y de las sienes como intentando encontrar una salida.
—¡Dora! —oí que gritaba Sylvia otra vez.
La veía como detrás de un velo. Trató de cogerme de nuevo, pero yo no podía soportarla a ella ni a mí ni un minuto más. Quería bañarme, frotarme con el cepillo más duro de pies a cabeza, aunque ya no habría agua hasta mañana por la mañana. De todas formas, sabía que nunca volvería a sentirme limpia, no hasta no haber desgarrado cada centímetro de piel de mi pecaminoso cuerpo.
Entonces, por entre los ecos de mi mente trastornada, distinguí unos golpes lejanos y fui arrancada de las profundidades de mi miseria hacia el presente y la conciencia de que alguien llamaba a la puerta de la encuadernadora. Lancé a Sylvia una mirada de animal aterrorizado y la vi ponerse de pie para abrir. Fui más rápida que ella, y finalmente yo abrí la puerta.
Din estaba de pie frente a mí, como en un sueño lejano. Parecía excitado. Comenzó a hablarme, pero hablaba tan rápido que no lograba comprenderlo.
—Dora… Seño'a Damage… —dijo, sin estar seguro de cómo dirigirse a la amante abandonada.
Debí haberle contado que Sylvia estaba conmigo, para burlarme de él. «¿A quién prefieres, Din?». Sacudí la cabeza, como hacía para expulsar el agua de mis oídos después de nadar cuando era una niña, en Hastings, pero esta vez no sirvió de nada. Seguía sin entenderle, parecía hablar detrás de un vidrio, o desde otro mundo, o desde otra realidad.
—Está sucediendo, ahora. Ha estallado la guerra en mi país. Tengo que…
Entonces sus palabras resonaron fuerte en mis oídos, como si el agua hubiera partido, como si el cristal se hubiera roto, como si el sueño se hubiera terminado.
—Tengo que… —repitió.
—¡Irte! —le grité, como completando la frase en su lugar—. ¡Vete ya!
Su rostro se difuminó por un instante, y luego volvió a aclararse.
—¡Vete! —volví a gritar—. ¿Una guerra? ¡Ya tengo suficiente sangre en las manos!
Él seguía de pie, inmóvil. Me estaba cuestionando, y yo no aceptaba que me cuestionaran. Quise poder desaparecer, pero su presencia me hacía sentir aún más real. Necesitaba que se alejase de mí para poder desvanecerme junto a él.
—¡Por favor, déjame sola!
De humani corporis fabrica. Fabricado con piel humana.
«¿Nos follaste a las dos por el precio de una?», quería gritarle.
Cerré la puerta contra su pie, contra su brazo y su rostro, y noté la resistencia de su cuerpo hasta que el pestillo encontró el agujero, cerré con llave y comprendí al fin que se había ido. Pero no se llevó consigo el odio que sentía por mí misma. Me dirigí hacia la botella de gotas negras que había en el aparador, y pronto ya no supe si Sylvia seguía allí, mirándome, o si se había ido con sus miserias.