Mientras caminaba por Charing Cross,
vi a un hombre negro sobre un corcel negro.
La gente me dijo que era el rey Carlos I,
¡y creí que el corazón me estallaría!
Al día siguiente, cuando Din y yo apenas habíamos comenzado nuestra mañana de trabajo, nos llegaron desde el salón los ruidos de una disputa. Al abrir la gruesa puerta de madera, me encontré a Pansy y a Sylvia en plena discusión, con Lucinda de pie entre ellas aferrando a Mossie.
—Yo no soy su esclava, no señora. Yo trabajo para usted, ¿no, señora? No para ella. Hago lo que puedo para ayudarla. Paso las horas tratando de animarla, de arreglarla, de echarle una mano, pero no voy a hacérselo todo como su maldita doncella, señora. El anuncio decía que era para coser y plegar, y cuidar de un enfermo y una niña… Pero no de una pija y su bebé. Lo siento, señora, de verdad. Trato de hacer las cosas bien. ¿Quiere que me vaya? Lo siento. No me molestaría cuidar del bebé.
Miré a Sylvia. Tenía el rostro limpio, y los cabellos perfectos e inmaculados bajo el sombrero que llevaba la primera noche. Sus formas perfectas revelaban que había vuelto a ponerse corsé. Mientras se calzaba sus guantes de seda blancos, me lanzó una mirada bajo el ala de su sombrero. No había duda, aquella mujer estaba lista para que la mirasen de nuevo: casi parecía la de antes.
—Apenas fueron cinco minutos para prepararme, esta niña es una exagerada —dijo Sylvia, y luego añadió más amablemente—: Voy a ver a Jocelyn. Sólo le pedí que cuidara de Nathaniel durante la mañana. Por supuesto, volveré para su próxima comida. Si tiene hambre, puede darle una papilla. Es todo lo que pedí, no me mires así, Dora.
—¿Vas a ver a Jocelyn? ¿Te aceptará de nuevo?
—Tu insolencia es innecesaria. Necesita verme. Debe de echarme de menos, lamentando su actitud, y estará desesperado por tener noticias mías y de su hijo. Le diré que la ictericia ha desaparecido, y que la piel de su hijo es tan clara como la suya.
—Entonces llévate a Nathaniel para probarlo.
—No seas ridícula, sería un estorbo. Tengo que poder hablarle con lucidez, y mostrarle sin trabas que he recuperado mi figura. Además, hacerle esperar aumentará su curiosidad.
Hice una pausa, y finalmente le aseguré que Pansy cuidaría de Nathaniel durante el día.
—Sólo será por la mañana —dije a Pansy para tranquilizarla—. Esta tarde podré ayudarte, cuando haya terminado con algunos asuntos. El señor Diprose vendrá esta mañana —Pansy asintió. Luego fui hasta donde guardábamos el dinero de la casa y cogí media corona—. Aquí tienes. —Le entregué la moneda a Sylvia—. Con lo hermosa que estás, lo mejor será que cojas un taxi. —Le di un beso y le susurré al oído—: Buena suerte.
Sylvia miró la moneda, murmuró un agradecimiento y besó a Nathaniel en la frente. Se acomodó los cabellos con su mano enguantada y salió de la casa.
—Nadie te pide que te vayas, Pansy —aclaré—. Y ni se te ocurra pensarlo. Te necesito, y me aseguraré de que te sientas bien mientras estés conmigo. ¿Por qué no te llevas a Lucinda y Nathaniel a comprar un sorbete? —Le di unos peniques—. Incluso quizás haya algunas verduras de primavera en el mercado. Ve a tomar un poco el aire.
Al despedirme en la puerta de la casa vi un viejo carro que entraba en la calle. Cerré la puerta, me arreglé el cabello y me ajusté la gorra, y luego me apresuré a entrar en el taller y cerrar la puerta detrás de mí.
Diprose parecía más elegante y descarado que de costumbre, a pesar de su particular forma de caminar.
—Dígale al negro que se vaya —fue lo primero que me dijo, sotto voce.
—Buen día a usted también, señor Diprose —respondí antes de ir a ver a Din y decirle que podía tomarse la mañana libre.
Le observamos mientras colgaba su delantal y se iba. Cerré la puerta detrás de él, y simulé verificar que la puerta que daba a la casa estuviese bien cerrada. Entonces cogí la caja fuerte de debajo del banco de grabado, la abrí, desenvolví las tapas del libro y lo puse sobre el banco.
Desde luego, no se trataba de la mejor encuadernación de mi vida. El dibujo era demasiado simple, y la piel, no lo suficientemente especial para carecer de ornamentos. Aun así, Diprose actuaba de forma ceremoniosa. Extrajo el manuscrito de la bolsa de muselina y se aseguró de que estuviese siempre cerrado, por lo que yo sólo podía ver el lomo y las guardas, de pergamino jaspeado.
Fijamos el libro a la cobertura. Era un trabajo minucioso, por lo que nuestras manos trabajaban cerca, tirando de allí y atando cordeles por aquí, pero sólo me recordaba la falta de intimidad con este hombre que me había traído un gran bienestar económico y muy poca felicidad verdadera. También podía sentir en el aire la estela de la presencia de Din, quien hacía poco me había ayudado a encolar una piel. Terminado, el libro se veía remarcablemente bien, e incluso bajo ciertos ángulos de luz la piel era hermosa, agradable y daban ganas de acariciarla.
Diprose hurgó en su bolsillo y extrajo una larga y fina tira de metal, como una regla, con un pequeño cuadrado cortado en el centro.
—Para terminar, necesito que grabe una inscripción. Tiene que estar aquí —dijo. Abrió el libro por detrás y señaló la delgada tira de piel doblada hacia dentro en la base de la contratapa, justo debajo de la guarda—. Déjeme ver… —Hurgó entre mis tipos—. Necesito su tipografía más pequeña, en minúsculas. —Cogió uno e intentó pasarlo a través del cuadrado en el metal—. Ésta será perfecta, calza justo. Necesito que grabe una inscripción, pero no debe saber lo que dice.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?
—Dibujará una cuadrícula en el cuero según las instrucciones que voy a darle, y entonces yo le diré qué letra debe ir en cada lugar una a una. El metal cubrirá las palabras, por lo que usted sólo podrá ver la letra en la que está trabajando.
—Pero podré comprender lo que dice según el orden de las letras.
—Las letras las grabará al azar, no en el orden de las palabras.
—Usted disculpe, señor Diprose, pero es imposible alinear bien las letras de esa forma. La posición de las letras no la determina una cuadrícula, sino que la calculo a ojo, en función de las otras.
—Señora Damage, impossible n'est pas français —intentó persuadirme—. Mis otros encuadernadores aceptan estas condiciones, así que no me complique las cosas, por favor. Desde luego que acepto una inevitable pérdida estética. Vamos, muchacha, es la única manera.
Así fue cómo, contra mi voluntad, dibujé una cuadrícula de veintiséis cuadrados idénticos en el tamaño elegido. Diprose sostenía la tira de metal sobre la cuadrícula, dejando a la vista sólo un cuadrado a la vez (primero en el medio, luego cerca del principio, luego al final y así, sin orden específico) e indicándome qué letra debía grabar en cada cuadrado. Cuando terminamos aquella etapa, quedaba todavía el dorado.
Era una empresa curiosa, y su complejidad me divertía. Quería poder decirle a Diprose que su pequeña inscripción vulgar no me interesaba en absoluto, pero mientras más avanzábamos, más intrigada estaba. Qué ironía que todo este proceso sólo consiguiese llamar la atención sobre aquello que intentaba ocultar.
En lugar de volver a colocarlos en su lugar, fui dejando a un lado los tipos a medida que los utilizaba, para limpiarlos más tarde. Anoté en mi mente cuántas veces había utilizado cada letra. Me dije que cuando Diprose se hubiese ido, intentaría descifrar la frase. A mí no me engañaría.
Finalmente terminamos. Me dolía la espalda a causa del esfuerzo, y lo mismo le sucedía al señor Diprose. Me estiré y me incliné hacia delante para aliviarme, mientras él intentaba hacer lo mismo, sosteniendo su cintura y haciendo muecas. Intentaba acomodar algo en la parte trasera de sus pantalones. Desvié la mirada.
—Es esta maldita faja que debo llevar —explicó—. A veces me roza…
—¿Una faja?
—Sin ella sería un invalide. Tengo los huesos blandos, huesos que se doblan. Ya la llevaba cuando trabajé por primera vez en París, a los veinte años. Allí conocí a sir Jocelyn. Es un buen artilugio, de acero y piel, pero me causa terribles dolores. No me quejo, vincit qui se vincit. —Sacó pecho y dejó caer los brazos—. Así está mucho mejor. —Respirando profundamente, volvió a ocuparse del libro—. Muy a mi pesar, estoy encantado. Se ha superado a sí misma, y me siento orgulloso de usted. Hoy es un día especialmente maravilloso.
Colocó el libro con la misma parsimonia en la bolsa de muselina y volvió a hurgar en sus bolsillos para sacar tres brillantes soberanos y una corona.
—Gardez la monnaie. Y ahora, deme los retazos, por favor…
Yo estaba obnubilada por las monedas, que brillaban como tres soles y una luna en la palma de mi mano, y su orden de quedarme con el cambio todavía sonaba en mis oídos.
—¿Señora Damage? ¿Los retazos?
Dejé las monedas sobre el banco y vacié el contenido de la bolsa de retazos. Entre Diprose y yo recuperamos los restos de su piel. Yo no tenía una bolsa vacía donde meterlos, pero Diprose parecía contento de guardarlos en los bolsillos de su pantalón, su abrigo y su chaleco.
—Se preguntará para qué quiero esto —dijo, a la defensiva—. Le di la única piel de ese tipo que tenía, y quizá quiera conseguir más, según la acogida que tenga la encuadernación. Que pase un buen día, señora Damage. Au revoir.
Levantó su sombrero y, cuando estaba a punto de salir, pareció recordar algo. Se inclinó con rigidez hacia mí, una rigidez que ahora sabía que se debía a su faja, y yo acerqué mi oreja a su boca.
—Ésta ha sido una de nuestras operaciones más delicadas. Cuente a una sola persona lo que ha estado haciendo, y sir Jocelyn no dudará en realizar él mismo otra operación «delicada» con su hija epiléptica.
Y entonces se fue.
Caminé por la casa, deseando no haber enviado a Pansy fuera con Lucinda, para poder controlarla. Intenté distraerme en el taller, escribiendo las letras de los tipos que había utilizado antes de limpiarlos y guardarlos. Supongo que estaba enojada por haber sido excluida de aquel texto al mismo tiempo que se solicitaban mis habilidades para realizarlo. Anoté que había utilizado las letras a, i y r tres veces, c y o dos veces, y que las que había usado una sola vez eran b, d, e, f, b, m, n, p, s y u. También anoté que la cuadrícula tenía treinta y seis espacios: dos letras, seguidas por un espacio, luego seis letras, otro espacio, ocho letras, espacio y siete letras. Si hubiera estado realmente enfadada, podría haber resuelto el anagrama en el momento, pero preferí guardar la actividad para más adelante.
Un rato después Pansy apareció en la puerta de entrada con Lucinda y Nathaniel.
—¡Mamá, mamá! —gritó Lucinda saltándome encima—. ¡Vimos un espectáculo de títeres! ¡Vimos un espectáculo de títeres!
—Bueno, no exactamente, Lou —dijo Pansy—. Les vimos llegar, ¿no? Vinimos a ver si podíamos ir al espectáculo, que ya comienza, pero necesitamos unos peniques más, y me preguntaba si no sería mucho pedir, señora…
Miré a mi preciosa hija y me pregunté si podría soportar nuevamente no tenerla a mi lado otra vez. Ignoraba la seriedad de la amenaza, pero no podía desilusionar su carita feliz.
—Claro que no, Pansy —dije, y fui a buscar el dinero. Cogí media corona y la puse sobre la palma de su mano—. Llévala también a comprar una patata asada, hace mucho que no come una. Y compra también algo rico para la cena: unos pies de cordero, o algunas ostras, o anguilas estofadas. —De pronto la miré fijamente y le pregunté—: ¿Estás segura de poder con todo, Pansy? Estaría encantada de ayudarte esta tarde con Nathaniel.
—No, señora, estamos bien. Es que me puse nerviosa cuando ella comenzó a darme todas esas órdenes. Gracias de todos modos. Es mejor poder sacarlos a tomar el aire y que se diviertan un poco.
Volví a besar a Lucinda.
—Pásalo bien, cariño. Escucha bien la historia para que puedas contármela más tarde. —Luego volví a dirigirme a Pansy, en voz baja—: No le quites los ojos de encima, ¿vale?
Las saludé, desde la puerta mientras se alejaban. El reloj dio las doce, y pude distinguir a Din que caminaba hacia ellas y hacia mí sonriendo y también saludando. Se detuvo a intercambiar unas palabras con Pansy, e hizo aparecer una flor detrás de su espalda, que ofreció a Lucinda. Hizo unas cosquillas en el ombligo a Nathaniel, se despidió de ellos y continuó con su renquera hacia el taller. Me metí dentro antes de que llegase, no quería hablarle. Le escuché entrando al taller por la puerta de la calle.
Aunque la casa estaba en silencio, me sentía incómoda. Acumulaba cansancio, mucho cansancio: los esfuerzos del último año se dejaban ver, junto con el dolor por la muerte de Peter, y encima ahora las luchas entre mi corazón y mi cabeza. Me senté en el sillón Windsor y cerré los ojos. Por un instante odié a Din. Le oía en el taller, preparando el telar, pero, cuando comenzó a coser, todo quedó tranquilo otra vez. Podría haberme dormido.
En cambio, abrí la puerta del taller y entré ruidosamente, avanzando hacia la silla junto a Din, donde solía sentarme a coser a su lado los primeros días.
—Siento que el señor Diprose siempre sea tan desagradable contigo, Din —le dije.
Se encogió de hombros, giró el telar hacia él para no tener que pasar delante de mí para trabajar y se puso a desarmar la estructura.
—Me vigila constantemente. Por eso te seguí a Whitechapel: me presionó para que averiguara algo sobre ti, algo con lo que asegurarme tu lealtad.
—No necesita hacerlo, seño'a —respondió, antes de agregar—: tiene mi lealtad asegurada…
—No me refiero al control de la Sociedad de Damas.
—Yo tampoco.
Nos quedamos los dos en silencio, y Din intentó retomar el ritmo pasándome un viejo manuscrito que estaba en el telar. Lo cogí y lo puse en la mesa junto a mí, y luego ajusté la cuerda al telar. No sabía por qué hacía aquel trabajo, sólo sabía que ya no me sentía cansada, y que necesitaba distraerme con algo. Su mano cogió la mía, pero yo seguía enrollando la cuerda, así que me la rodeó con la suya y acompañó su movimiento durante unos instantes. Al final no pude soportarlo más y retiré la mano, y junto con ella vino su brazo, que me rodeó y nos quedamos frente a frente. Nos besamos, y me atrajo hacia él con su mano libre, mientras que con la otra me cogía por la nuca, sin soltar la cuerda. Por fin, pude sentir su olor de cerca.
Sin esperarlo, mis ojos se llenaron de lágrimas que cayeron por mis mejillas, y él las besó una a una, antes de volver a mi boca, a mi cuello, a mi pecho. Olvidé a Peter en su tumba, a Lucinda y a Pansy y a Nathaniel que paseaban en la calle, a Sylvia y a Jocelyn, e incluso a mí misma. Y de repente recordé.
—¡Detente!
Me puse de pie tan rápido que la silla cayó hacia atrás. No me detuve a ver su rostro. Quité el telar de mi camino y corrí a la puerta, busqué la llave que colgaba de mi cintura, la puse en la cerradura y la giré. Entonces corrí de nuevo junto a él, que se puso de pie para recibirme, y volvimos a besarnos.
Besó mis labios, mi rostro, mi oreja, y caminó en silencio hasta quedar a mi espalda, sin separar los labios de mi piel: con cuidado me desabotonó el vestido, y lo dejó caer de mis hombros mientras los besaba. Me volví para desabrochar la camisa. Estaba manchada en varios lugares y olía a cerveza, a sudor, a setos. Me quitó la camisola.
Con los dedos, tracé los contornos de la piel de su pecho. Le besé la herida del cuello, que casi había desaparecido, aunque descubrí nuevas cicatrices en sus brazos y en un hombro. Presioné mi cuerpo contra el suyo y deslicé mis manos por su espalda. Sentí algo con los dedos. Un surco. No podía quitar los dedos de allí. Era un surco largo, suave, y no pude evitar recorrerlo. Alcé la cabeza y le miré a los ojos. Lo giré, y él volvió la cabeza para seguir mirándome. Tenía profundos verdugos, como las marcas de la rueda de un carruaje en el barro, a lo largo de toda la espalda y los muslos.
—No se te ocurra tenerme lástima —dijo con severidad—. Míralo, míralo bien. Pero luego vuelve conmigo. Si no, paremos ahora.
Intenté concentrarme, pero lo que había visto seguía en mi cabeza y yo me debatía pensando en dónde podía tocarlo, dónde no, y cómo demostrarle que no me importaba. Me besó y presionó su cuerpo contra mis caderas, primero en un costado, luego en el centro. Todo mi calor parecía concentrarse en ese punto. Mi mente luchaba por recuperar el control, y fue mi cuerpo el que perdió la batalla. Estaba sintiendo demasiado. Temía que Din fuese más de lo que podía soportar. Mi respiración se entrecortaba a causa de la tensión que dominaba mi cuerpo y amenazaba con asfixiarme por completo. Tuve que cortarlo de raíz antes de que me devorase. Así, en lugar de sentir demasiado, tomé la decisión de no sentir nada.
Y de repente recordé lo que había aprendido durante el último año, diciéndome que el duro trabajo no había sido en vano. Levanté la cabeza y le mordí la oreja, según lo que había visto en mis lecturas. Mordí con fuerza.
—¡Ay! —gritó Din.
Me eché hacia delante, incliné la cabeza hacia el suelo, flexioné la espalda, pero aparentemente lo había comprendido todo mal. Intenté recordar la frase de El turco lujurioso. Era algo sobre «un delirio delicioso». Dejé de arquear la espalda y comencé a retorcerme debajo de él, hasta que volví a levantar el rostro en busca de su oreja. Nuestras cabezas chocaron, y sentí que las sienes me latían.
—¿Dónde estoy? —pregunté con inocencia, temblando ligeramente, y tras lanzar dos o tres suspiros exclamé un crítico—: ¡Oh!, ¡oh!
Y eso fue todo. Hasta allí llegaban mis recuerdos.
Din me separó de él, y por primera vez pude ver la obra maestra de la naturaleza, sólo que parecía estar marchitándose. No había leído nada sobre aquello, sólo libros que hablaban de columnas, herramientas y brochetas.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó.
—Sí —respondí—. ¿Y tú?
—Dora, mírame.
Pero no podía sostener su mirada. La farsa que había montado me avergonzaba más que el acto real.
—¿Qué sucede? ¿Te he malinterpretado? —preguntó.
—No —dije en voz baja y me senté deprisa; acerqué las rodillas a mi pecho como una niña pequeña, esperando a que el miedo desapareciese. Había leído demasiadas fantasías para poder sentir otra cosa en ese momento que mi propia falsedad—. Tengo miedo.
—Yo también.
—Pero no como yo…
No podía hablarle de las sensaciones que había vivido con mi esposo, luego de las cuales Peter había expresado tal repulsión que nunca más se me había acercado, salvo tras frotarme vigorosamente con bicarbonato y fenol. Temía que lo que había experimentado años atrás estuviese emparentado con las grandes explosiones, aquellas impresionantes erupciones orgásmicas sobre las que había leído en cientos de libros eróticos, que me habían enseñado muchas cosas extraordinarias, además de cómo comportarse con un hombre en el momento del «trajín», o como se llame.
Pero creo que Din lo había comprendido.
—No tienes por qué hace'te esto —me dijo.
—Lo siento —susurré.
—Y no te disculpes.
Sin embargo, me sentía culpable. Me arrepentía de mi comportamiento.
—Lo siento.
—Déjame ayuda'te —dijo, y me recostó de espaldas—. No te muevas. No debes moverte. Sólo cuando no puedas evitarlo, pero no antes. Si tardas toda la vida, bien. Si llega en un instante, también. Pero no debes moverte hasta que lo necesites.
—Tengo miedo, Din. No soy Sylvia…
—Y me alegro. Yo sé dónde está mi corazón.
Y así fue como esperé a que el movimiento se impusiera a mí, y resultó tan involuntario como violento, e infinitamente más placentero que lo que conocía. No tengo palabras para nombrar lo que hicimos: no eran los abrazos castos de las novelas románticas, ni los chirridos disonantes de los trabajos de Diprose. Era algo poderoso y lírico a la vez, y lo hicimos sin nombrarlo y sin palabras, sin las frases altisonantes de El turco lujurioso, hasta bien entrada la tarde, entre papeles y retazos de cuero. Entonces supe que nunca más podría separar el olor de la encuadernadora del olor de Din y lo que habíamos hecho ese día.
—Quisiera poder conservar esta sensación para siempre —dije suspirando en sus brazos.
—¿Aprisionarías al amor?
—No. Es que estoy más acostumbrada que tú a la seguridad, y le otorgo un mayor valor. Si lo único que tuviéramos en el mundo fuese un trozo de tela, tú lo atravesarías con un mástil para usarlo como vela y recorrer los océanos. ¿Qué haría yo? Probablemente la cogería por las puntas y me cubriría con ella para protegerme.
—No te creo —me dijo besándome y haciéndome temblar de nuevo. Quería pedirle que parase y que no parase nunca, que se fuera y que se quedara para siempre conmigo—. Porque tú, Dora Damage, no eres más que una forajida, como yo.
—No, no lo soy.
—Y sin emba'go te he visto batallando con fiereza allí fuera, en el mundo exterior.
—Sólo porque quiero tener seguridad. La seguridad es algo desconocido para ti.
—Para mí sí, pero se la deseo a mis hijos, y a los hijos de mis hijos.
—Y aun así creo que tienes razón en ignorarla. Te admiro, Din.
—No, no es cierto. Te doy lástima.
—No. Bueno, no siempre. Además, estoy aprendiendo a evitarlo.
—Entonces admiro tu aplicación en el aprendizaje. Quizá seas una forajida, pero muy educada.
No pude evitar reír.
—Estás hablando de ti.
—Enfréntate a ello, Dora. Y asúmelo. Eres una luchado'a, aunque no lo sepas. Incluso te ganas la vida fuera de la ley.
—No es así. Sólo cambié unas reglas por otras. Y curiosamente, ambas las dictó la misma gente. Espero que nunca conozcas a sir Jocelyn Knightley. Temo que él sí se considera un forajido.
—Me gustaría el desafío. Convertirse en un forajido es la mejor respuesta que conozco a la tiranía. Lo considero entonces un hermano. He oído que tú le llamas libe'tino. ¿Qué es un libe'tino, sino alguien que se ha liberado de la esclavitud?
—Le das demasiado crédito, Din —lancé—. Me temo que él te creería una curiosidad científica.
—¿Y qué piensa de ti?
—No preguntes, te lo ruego —contesté, sabiendo que la respuesta era bastante simple, y probablemente más precisa de lo que yo sospechaba. Probablemente me considerase poco más que una puta—. Dame una zurra —dije en cambio, sorprendiéndome de mí misma a medida que las palabras brotaban a mi boca.
—¿Cómo?
—Dame una zurra —repetí—. Toma… —Me puse de pie sin preguntarme ni por un segundo si estaba exponiendo mi mejor perfil y descolgué el suavizador de la pared—. Utiliza el lado del cuero, no el esmerilado —añadí mientras me acomodaba boca abajo sobre su regazo. Ya era tarde para preocuparme por mis tiernas nalgas.
—No quiero lastimarte, Dora.
—Hazlo. Quiero saber qué se siente.
Me golpeó con el suavizador, y yo me reí.
—Más fuerte —le dije.
Levantó el suavizador y lo dejó caer contra mi piel.
—¡Ay! —chillé, encogiendo mi vientre contra su regazo.
—¿Te ha dolido?
—¡Sí!
—Lo siento.
Frotó la palma de su mano contra mis muslos y besó mi trasero con dulzura.
—No lo sientas, yo te lo pedí.
—Tienes un culo pe'fecto —dijo tiernamente, aunque su acento le hacía parecer gracioso—. ¿Quieres que te golpee de nuevo?
—No —respondí volviéndome para besarle el rostro. Imaginé que mi cara estaría más enrojecida que mi trasero. Me sentía una atrevida, pero era lo apropiado en aquel momento. En más de un sentido lo necesitaba, combinando las sensaciones y el castigo en un mismo acto, respondiendo a la vez al deseo y a la culpa. Estaba de luto, traicionaba a mi esposo, y merecía sufrir. Cogí el suavizador de sus manos, lo dejé en el suelo junto a nosotros y atrapé sus extremidades con las mías—. Es que… estaba en los libros. Sentía curiosidad.
—Esos hombres deberían darte lástima —dijo Din con seriedad—. ¿Por qué creen que es peligroso ver a un hombre negro con una mujer blanca? ¿Por qué es eso más terrible que un hombre de cincuenta años con una niña de diez? ¿O que una mujer con un carnero? Porque lo ven como una inversión del orden natural, un mal equilibrio de poder. Blancos sobre negros, hombres sobre mujeres… Eso es lo correcto. Entonces, un hombre negro con una mujer blanca lo invie'te todo, molesta.
—¿Estás diciendo que lo que ellos buscan son sensaciones? ¿La emoción de lo que es posible?
—Exacto.
—Como yo con el suavizador.
—Igual que tú. Porque ellos nunca pierden la dignidad, y saben que si los tratasen como a nosotros, buscarían venganza. Saben lo que nos han hecho, y temen que si conseguimos algo de poder, vayamos en busca de armas para acabar con ellos.
—¡Y eso es exactamente lo que dijiste que querías hacer!
—Lo que debía hacer, no lo que quería. Yo quiero vivir en paz. No existen las revoluciones pacíficas, Dora.
—En eso tienes razón —asentí.
Estaba comenzando a comprender que nuestro amor tendría un precio muy elevado, aunque sentía que valía la pena. ¿Qué habrían pensado Adán y Eva de su castigo, tras probar los frutos del árbol del conocimiento? Yo sólo recordaba la ira y la indignación del Todopoderoso. Nunca nos habían dicho si sus primeras creaciones pensaron que había valido la pena. ¿Sería yo una Eva blanca y él mi Adán negro, o se trataba de la serpiente que acechaba en el árbol? Miré a mi alrededor y advertí un sentimiento que se hacía fuerte en mí, en contradicción con la tibieza del abrazo de Din. Habíamos cometido un pecado terrible, habíamos roto todos los tabúes sociales, religiosos y morales, y aun así mi vergüenza se confundía con una maravillosa sensación de gloria. Me pregunté cómo era posible que algo tan malo resultara tan bueno. O mejor dicho, ¿cómo algo tan delicioso podía ser tan malo?
—¿Y no quieres vengarte? —pregunté.
Comenzaba a temblar de frío. Din se quedó en silencio por primera vez.
—¿Un poquito de venganza? —insistí. Sus labios se movieron, le tembló el mentón. Entonces me quedé inmóvil—: ¿No… es por eso… que estamos aquí?
—¿Qué?
—¿Tú y yo?
—Oh, no, Dora. No…
Me senté de golpe y me separé de él.
—¡Sí! ¡Sí! ¡Eres un ser horrible! ¡Vete! ¡Aléjate de mí!
Cogí la camisola para ocultar mi desnudez.
—¡Dora, escúchame! Allá, en mi tierra, los hombres hablaban de las mujeres blancas de una forma que me hacía arder los oídos. Y me avergüenza decirlo, pero yo participaba, incluso con más ímpetu que otros.
Me cogió las manos, y la camisola se interponía entre nosotros.
—¡No quiero oírte! ¡Violador! ¿Cómo pudiste? ¡Quisiera escupirte a la cara! —En realidad, lo que quería era vomitar y arrancarle los ojos al mismo tiempo—. ¿Estuvo bien tu triunfo? ¿Tu venganza?
Liberé la camisola y me la puse, y busqué el vestido con la mirada.
—Dora, Dora… Calla. Dame una oportunidad. Déjame terminar. Lo que acabamos de hacer no tiene nada que ver con el triunfo, o con la venganza. Yo no soy como ellos, ni soy el mismo hombre que vivía en mi tierra, ni soy uno de los personajes de tus libros. He visto incontables cuerpos: los cuerpos de mis amigos, estrangulados, con la espalda abierta a latigazos, los miembros mutilados, las venas vaciándose y las arterias chorreando su sangre en el suelo, destrozados hasta casi perder la vida, hasta el punto en que cualquiera rogaría a su espíritu que deje de luchar y le abandone de una vez. Pero su alma decidía quedarse, y su cuerpo se recuperaba junto a ella. La vida es tenaz, y es una maravilla. El alma ama al cuerpo, y si amas lo uno, no puedes evitar amar lo otro. Mataría a quien ha matado a los que amo, sea blanco o negro. ¡Pero no le haría daño a nadie, del color que sea, sólo porque es de un color en particular! ¿Me estás escuchando, Dora?
Me sumergí entre sus brazos, con el vestido todavía desabotonado en la espalda.
—¿Me has escuchado, Dora?
—Sí.
Le creía, y tenía razón. La tarde que habíamos pasado juntos no tenía nada que ver con el poder ni la trasgresión. Al contrario, era un momento de cura y perdón. Brillábamos en la oscuridad. Haber hecho el amor nos había embellecido.
—Odi et amo —dijo, y me dio la vuelta para poder abotonarme el vestido.
—¿Odio y amo? —pregunté.
—«Odio y amo: tal vez preguntes por qué lo hago. No lo sé, pero siento que es así y sufro».
—¿Ovidio?
—Catulo. ¿Por qué hacer el amor, si no es en el espíritu del amor? —Me sentó junto a él en el suelo. Todavía estaba desnudo—. El sexo es la cosa más preciosa que tenemos, y nunca, nunca lo confundiré con el odio. Estás temblando, Dora. Lo siento.
—No, soy yo la que lo siente. No sé qué hemos hecho aquí hoy, pero sí sé que me asusta. Siento que te conozco tanto, y al mismo tiempo no logro comprenderte. Dos seres humanos se encontraron aquí hoy, no sólo una mujer blanca y un hombre negro. Simplemente resulta que eres negro, y que yo soy blanca.
—Y resulta que estás de luto por tu esposo —dijo Din, y me besó la punta de la nariz—. Yo soy negro, Dora, y eso me define mucho más de lo que el color de tu piel jamás podrá definirte a ti. Soy negro, y debo luchar para que se me reconozca y se me acepte, y por la libertad de mi país.
—Pero es eso lo que no comprendo. No es tu país. Te llevaron allí por la fuerza, o al menos eso hicieron con tus antepasados.
—Es donde nací.
Giró sobre su espalda y puso los brazos detrás de la cabeza. Quería besarle las axilas y acurrucarme a su lado como un gato. Amaba su desnudez. Ya no tenía miedo de su cuerpo, sólo de las reglas que nos rodeaban.
—¿Y qué? —pregunté—. ¡No tiene por qué ser la tierra de tu vida! Aquí eres libre. ¿Acaso te quedarías junto a una madre que te torturase? No, te irías, y encontrarías a otra persona que te amase. ¿Por qué quedarte en tu tierra natal, si todo lo que ha hecho es abusar de ti?
—Estoy ligado a mi pasado, y al pasado de mi raza.
—Lo que tienes es una responsabilidad ante tu futuro, y ante el futuro de tu raza.
—Que sigue en cautiverio en mi país. Dime, Dora, ¿qué es lo opuesto a ser esclavo?
—Ser libre.
—¿En serio? Quizá. Pero también puede ser dueño. Dueño de sí mismo, quiero decir. ¿O se trata de la misma cosa?
Ser dueño de sí mismo. Pensé en los libros de nuestras vidas, la elección que san Bartolomé presentaba a nuestras almas el día de su nacimiento. La libertad implica responsabilidades: estamos obligados a escribir nuestros libros.
Entonces escuchamos ruidos en el salón, diferentes de los que hubieran hecho Pansy y los niños al regresar de un espectáculo de títeres. Apoyé un dedo en los labios de Din, y él lo atrapó y le dio un beso. Luego se puso de pie y se vistió rápidamente. Le observé mientras se dirigía hacia la puerta, levantaba la mano y se zambullía en la noche y en el silencio de la nieve, en la que no debíamos dejar huellas.
Cerré con llave y abrí la puerta que comunicaba con la casa para regresar a mi vida. Me froté los ojos, me arreglé el pelo y el vestido y me disculpé por haberme quedado dormida en el taller.
Sylvia estaba recostada en uno de los brazos del sillón. Nathaniel descansaba en sus brazos, ocupado chupando de su pecho. Tenía el vestido desabotonado en la espalda, recogido y arrugado hasta la cintura, el borde del corsé le presionaba los pechos y le pellizcaba la piel enrojecida.
Pansy y Lucinda la miraban de pie.
—¿Puedo irme, señora? Iba a quedarme a ayudar a lady Knightley, pero ahora que usted esta aquí…
—Sí, Pansy, puedes irte. Gracias, cariño.
Lucinda fue hasta la cocina y trajo un vaso de agua para Sylvia, quien levantó la cabeza y observó el vaso desconcertada antes de beberlo de un solo trago.
—Gracias, cariño —dijo en voz baja, palmeando el hombro de Lucinda, quien se quedó inclinada sobre el sillón, casi arrodillada, observando cómo Sylvia daba de mamar a Nathaniel y esperando poder serle útil.
Subí las escaleras y cogí un par de pañuelos limpios del armario. Volví al salón y se los ofrecí a Sylvia, quien los apretó con fuerza en su puño. Me senté en una silla junto a ella y esperé a que comenzase a hablar.
—No voy a llorar —dijo solemne—. Voy a ser como tú, Dora. Además, estoy demasiado cansada para llorar.
—¿Jocelyn estaba en casa?
—No. Pero Buncie me dejó entrar, a pesar de que «su amo» le había ordenado específicamente que no lo hiciera. ¡Su amo! Le dije que no tenía ningún amo, sino que yo era su ama, y que regresaría a casa. Ella se inclinó con respeto, pero insistió en que su empleador era sir Jocelyn y que… bueno, tú ya me entiendes. Me dejó pasar, lo que, supongo, iba más allá de sus atribuciones. Espero que no la despidan por eso. Primero fui hasta mi tocador, que estaba vacío. Completamente vacío, salvo algunos muebles que nunca me habían gustado. Lo mismo con el cuarto del niño. No estaba la cuna, ni los lazos, ni la mecedora, ni los juguetes. Y mi habitación… Todo estaba guardado en cajas. «¿Piensa enviar a alguien a por ellas, señora?», me preguntó Buncie. «¿Cómo podría? —le respondí—. No tengo a quién enviar. Deberás intentar que sir Jocelyn encuentre en su corazón el deseo de enviármelas». Le di tu dirección. Dora, ha hecho desaparecer de la casa cualquier rastro mío o del bebé. Y para insultarme todavía más, utiliza la habitación del niño para guardar su equipaje y organizar su expedición. Va a partir al río Zambeze. No estaba planeado, no me había dicho nada mientras estuve embarazada. Lleva meses organizar un viaje así. Meses…
—¿Piensa divorciarse? —le pregunté.
—¡Dora, eres tan moderna! ¡No seas ridícula!
—Bueno, podría… Sólo necesita argumentar que hubo adulterio.
—¿Y qué si lo hace? Se quedará con toda mi fortuna. Él no aportó ni un penique a nuestro matrimonio. ¿Quién sabe qué caprichos tendrá? Podría darme algo, o nada en absoluto. Ni siquiera tengo lo suficiente para pagar y recuperar mis posesiones. Ahora todo le pertenece. Buncie me trató como a una loca. Él le dijo a todo el mundo que había perdido la razón. Buncie creía que estaba hospitalizada. Parece ser que dijo a mis amistades y a todos sus colegas que el bebé nació deforme, y que aquello me enloqueció y tuvo que llevarme al hospital. Por eso todos me dieron la espalda antes de venir aquí.
—Entonces, es evidente que no desea divorciarse —dije.
—¿Por qué lo dices?
—El divorcio no se concede si la esposa está loca.
—¿Intentas animarme? Porque si es así, no lo estás consiguiendo. —Se sonó la nariz con uno de los pañuelos—. Dora, es como si jamás hubiera vivido en esa casa; no hay rastro alguno de mí. Todo pertenece a un hombre soltero, dedicado exclusivamente a las más altas esferas de la ciencia y los estudios antropológicos. Y a sus libros.
Hubiera querido añadir que sus libros difícilmente podrían entrar en alguna de las dos categorías.