19

El negrito juguetón

una teta chupó,

tu padre es un cornudo,

tu madre me lo contó.

Ni Pizzy ni Diprose vinieron nunca. Me pregunté si lo sabrían y les daba igual, o si por una vez había escapado a la atención de los espías de Eeles. De todas formas, tampoco me importaba demasiado.

Sylvia (ahora la llamaba así) pasó su primera semana en Ivy Street viviendo alternativamente en el pasado y en el futuro. El momento presente y las necesidades inmediatas de su niño, más allá de amamantarle, estaban muy lejos de ella. Ya producía suficiente leche, y parecía encontrar cierta satisfacción en el cuidado del bebé, aunque sus pesados suspiros solían perturbar las siestas de Nathaniel, satisfecho de leche. No mencionó ni una sola vez a mi Peter, ni se le ocurrió pensar que yo podría necesitar algo de paz y consuelo en este momento de luto. No le interesaba lo que hacía yo todo el día en el taller, ni volver a ver a Din. De hecho, no parecía siquiera recordar que él trabajaba para mí. Sólo pensaba en ella.

Se preocupaba mucho por la ropa de Nathaniel, e insistía en vestirlo bien: las prendas del niño llenaban una de las maletas. Tenía una gorra de franela para prevenir las inflamaciones de los ojos, una amplia selección de combinaciones de batista y baberos mullidos, bordados o decorados con cintas de muselina y satén, y zapatitos de lana. Luego estaban las servilletas rusas, los pañales de franela, que debían ser lavados aparte por cuestiones de higiene, y finalmente las compresas ensangrentadas de Sylvia mientras sanaban sus heridas de parto, lo que significaba que Pansy se pasaba casi todo el día lavando ropa. Además, Sylvia insistía en que Pansy almidonara la ropa de Nathaniel no sólo con el almidón de patata sino que le hacía calentarlo en una cacerola con bórax y cera hasta que gelatinizaba, sumergir la ropa en la mezcla y no plancharla hasta que estuviera seca, lo cual aumentaba considerablemente su carga de trabajo. Le dije a Pansy que podía llevar la ropa a Agatha Marrow para que la lavara, y así lo hizo, pero al regresar, no subió, como yo solía, para doblarlo todo y meterlo en el ropero y los cajones. En cambio, llevó la colada a la cocina y ventiló sábanas y telas frente al fuego, verificando que no hubiera piojos o liendres. Al final, decidí que, como no teníamos problemas de dinero, podíamos contratar a una lavandera que viniese a casa, aunque costara dos chelines por día, sin contar el costo de hervir agua y el jabón extra.

Aun así no podía evitar sentir lástima por Sylvia. No debía de haber sido fácil pasar de ser parte de los más ricos a formar parte de la clase media más baja. Había sido educada para no ser más que un hermoso apéndice en el brazo de un aristócrata, inútil pero decorativa, y no era culpa suya si nadie le había enseñado cómo sobrevivir en circunstancias como ésas.

Me necesitaba cada noche a su lado para volcar en mí sus últimos lamentos, que pasaron rápidamente del llanto a la furia. Repasaba su niñez y su noviazgo con Jocelyn; se lamentaba de su dolor y diseñaba estrategias para recuperarle; cualquier cosa menos explicar la razón de su expulsión, que tanta curiosidad me provocaba, a pesar de mis esfuerzos para llevarla al tema con disimulo. La aproximación directa ya había fracasado la noche que llegó a mi casa.

—¿No es precioso? —comenzó a decir un día—. ¿No le parece que es un niño exquisito? —Y su melancólica reflexión se convirtió de repente en cólera—: ¡Cómo se atreve! ¡Monstruo! ¡Está siempre rodeado de mujeres africanas desnudas con pechos flojos y entrepiernas sangrantes, y ni siquiera se ocupó de mí durante el parto, cuando yo llevaba una camisa de noche, una combinación y una mañanita! ¿Qué quería, que también me pusiera el corsé? Me administró el cloroformo, y luego se fue a su club a jugar al backgammon y comer ciervo asado. —Por un momento se perdió en sus pensamientos, que vaya a saber por dónde la llevaban, y finalmente dijo—: ¡Charles Darwin le administró el cloroformo a su esposa y se quedó con ella! ¡Y Charles Dickens! ¡La reina Victoria usó cloroformo cuando tuvo a Leopold y Beatrice…! ¿Dónde estaba Albert?

—Al menos a usted le dieron cloroformo… —murmuré.

—Supongo que estar casada con un médico procura ciertas ventajas. Podría haber elegido a alguno de los amigos de mis hermanos, pero me aburrían. Hombres putrefactos con mansiones en ruinas, militares, o peor aún, hombres de negocios. No quise a ninguno de ellos. Jocelyn me dijo que yo irradiaba demasiada luz para las vidas grises que ellos me ofrecían. Quizá no tuviera la alcurnia que exigía mi padre, pero le amaba.

—¿Alcurnia?

—Yo soy hija de un conde, Dora. Papá me dijo que debía pensar en mi futuro, pero yo nunca había deseado nada. Yo aportaría dinero a nuestro matrimonio, ¿por qué preocuparme si Jocelyn no reunía las cinco mil libras al año que quería papá? Jocelyn tenía un proyecto creíble a medias, una loca empresa de futuro, que despejó a medias las dudas de papá. Por supuesto, no hizo nada de aquello. Yo creo que a mi padre en el fondo le cae bien su caprichoso yerno. Su interés por la ciencia le habría situado más bien en la clase media alta que en la alta, pero a papá le encantaba su sentido de la aventura, y cuando obtuvo su título de nobleza por sus logros en la India, estaba tremendamente orgulloso. Además, no podía culpar a Jossie por preferir el clima extranjero. Incluso fueron juntos a Birmania a cazar tigres. Jocelyn mató dos y papá ninguno, pero Jossie le ofreció uno de los suyos y, en el barco de regreso, papá terminó por aceptar cuando le pidió mi mano. Solían bromear diciendo que me había cambiado por una piel de tigre, y Jossie respondía que me había sacado barata.

Yo la escuchaba, aunque era insoportablemente aburrido. Lo único que me mantenía bajo control era el amor de Lucinda por el pequeño Nathaniel, y también por Sylvia, con su belleza marchita, su sufrimiento y sus suspiros. Lucinda ayudaba en todo lo que podía: le llevaba de beber cuando estaba dando el pecho, cuidaba del niño mientras Sylvia se bañaba, ayudaba a Sylvia a bañar al bebé, y fue la responsable de la primera sonrisa que cruzó el rostro de aquella mujer desde que la habían echado de casa. Yo me sentaba y la escuchaba, más atenta siempre a los juegos encantadores de una niña feliz y su muñeca viviente en la manta, a nuestros pies.

—¿Así que tiene una nueva inquilina? —murmuró Din una mañana mientras ajustaba una cuerda en el telar.

—¿Has visto a lady Sylvia? —pregunté.

—Ajá —confirmó.

Lo observé intrigada mientras preparaba las cizallas y verificaba la punta del punzón. Luego, como si no estuviésemos hablando, y como si yo no estuviese escuchándolo, dijo en voz baja:

—Pero de dama no tiene mucho…

—¡Din! —le regañé, con tono de advertencia y al mismo tiempo incitándole a continuar—. ¿Hay algo que quieras decirme?

—Mmmm. Puede ser…

Me senté en la silla junto a él y me puse a frotar el punzón contra el cuero para afilarlo. Nuestras miradas se cruzaban, las desviábamos y reíamos tontamente, hasta que al fin habló:

—¿Ya le he contao que me hacían posar con lanzas, no?

—Sí.

—¿Y hacer lo del guerre'o zulú, no?

—Sí.

—Pues a la dama le gustan las lanzas.

—¿Le gustan las lanzas? —Había visto las imágenes del armamento del turco lujurioso, y no estaba segura de querer que Din continuase—. ¿Qué quieres decir?

—Usté verá, ella tenía la fantasía de ser la mujé blanca capturada por los salvajes. Se arrojaba al suelo y se quedaba allí, tirando de su vestido, así. —Se abrió el cuello de la camisa, dejó al descubierto su torso y yo no pude evitar desviar la mirada—. Y me decía: «¡No, no, no, no me mate!».

—¿Pero qué le hacías?

—¡Nada! Eso es lo que no tenía sentido. Me explicaba todo y me ordenaba: «¡Tú te pones aquí, encima de mí, y me apuntas con la lanza, así, y haz como si quisieras matarme!». Yo no quería hace'lo, me sentía un idiota. Pero lo hice, y ella dale que dale: «¡Oh, no, no, el negro me está matando! ¡Socorro! ¡Socorro!».

—Din, ¿no te estás burlando de mí? —Negó con la cabeza—. ¿De verdad? ¡Pero qué historia increíble! Sylvia… ella… ¿En serio?

—¡Sí, ella, en serio!

Din asentía.

—¡Qué indigno! —exclamé—. ¡Es humillante! Es… ¡Es escalofriante! ¡Y escandaloso!

—¿A que sí?

La asombrosa historia siguió flotando entre nosotros mientras Din cogía el punzón de mis manos para comprobar la punta. Y allí estaba otra vez, cogiéndome por sorpresa, la necesidad de tocarle, de que me tocase… ¿Era esto lo que Sylvia había sentido? ¿Me convertía en una mujer indigna por ello? Sin duda era algo de lo que avergonzarse, pues estaba de luto. Pero era cada vez más intenso, y este hombre comenzaba a gustarme mucho.

—Podría visitarla hoy, pero con un arma de verdad —dijo con malicia mientras blandía el punzón y hacía gestos en dirección de la puerta.

—Me temo que sus apetitos son menos frívolos estos días… —le reñí.

Din asintió solemne.

—¿Hay un bebé en la casa, no?

—Sí. No sé muy bien qué hacer, ni si se trata de una mujer ridícula o una víctima de las circunstancias.

—O ambas.

—Quizá tengas razón, Din. ¿No es curioso que aquellos a quienes envidiábamos hace poco puedan pasar a darnos pena tan deprisa?

Pero yo no era como Sylvia, y para mí la compañía de Din significaba tanto como mi deseo por él, y ambos sentimientos se intensificaban el uno al otro.

—Y a hacer el ridículo —añadió resignado.

—Y a hacer el ridículo, Din —reconocí.

Nos interrumpieron unos golpes en la puerta que comunicaba con la casa.

—¡Dora! —llamó Sylvia.

—¡Santo Dios! —le susurré a Din—. ¿Estás listo para volver a verla?

—Como siempre —dijo con indiferencia.

—¿Qué sucede, Sylvia? —respondí mientras abría la puerta.

—¿Podrías decirme la fecha de hoy, por favor?

Abrí por completo la puerta y dije:

—Es nueve de febrero. ¿Por qué?

—Los Pryseman pronto volverán de Escocia.

Esperaba que advirtiese la presencia de Din y me preguntaba cómo iba a reaccionar. Pero ella siguió hablando, indiferente:

—¡Qué mal momento para mi confinamiento! ¡Justo ahora que la gente regresa de la temporada de caza! Tengo que estar perfectamente de salud cuando comience la nueva temporada…

Ahora miraba a Din, pero su expresión no cambió ni un ápice. Entonces se giró sobre sus talones y desapareció en el interior de la casa.

—No tiene por qué preocuparse —le dije a Din con ironía mientras volvía a cerrar la puerta—. Seguramente, lo único que hace durante la temporada es hablar de cosas triviales con personas que en realidad no le caen bien. Mañana la llevaré conmigo al mercado para que no pierda la práctica.

—Usted es una mujer malvada… —contestó Din.

—Y tú un hombre malvado, por todo lo que cuentas sobre ella. Ni siquiera te reconoció, Din.

Se limitó a encogerse de hombros.

—Quizá necesite que le refresquen la memoria. Pero por desgracia no tengo a mano pieles de animales ni lanzas —dijo finalmente—. Y qué diablos, yo he dejado las mías en Virginia —añadió.

—Qué desconsiderado por tu parte, Din.

Él volvió a su trabajo, pero yo no quería regresar al mío. Quería que este momento durara más, así que encontré una pregunta que hacerle:

—Dime, Din, ¿por qué te llaman Din? ¿Es tu verdadero nombre? ¿O decías la verdad cuando me contaste que eran unas iniciales? ¿Qué significaban?

—Divertido, Inteligente y Negro, claro. O Desviado, Idiota y Negro. O Duro, Irascible y Negro.

—En serio, Din.

—Sí, es en serio; está escrito en mis papele'. DIN[8] son las siglas en inglés de «Cuidado: negro inteligente».

—¿De verdad?

Din rió.

—O puedo deci'le que es una palabra mandinga, de mi pueblo de África Occidental.

—¿Qué significa?

—No significa ná. Pero cada vez que me escapaba decían: «¿A dinde se ha ido?».

No pude evitar reír.

—Siempre consigues escaparte.

—Además, Dora, dígame: ¿Qué es un «din»?

—Un ruido.

—Ya ve, un ruido. Verá, he tenido muchos nombres. Primero el de nacimiento. Luego, el amo Lucas me lo cambió dos vece'. Y están los que te ponen los otros blancos. A otros esclavos les cambiaban el nombre hasta treinta o cuarenta veces. Y mientras, también les llaman Vergüenza, Odio y cosas así. He oído a un amo gritar en los algodonales: «¡Mierda, ve a buscar a Estiércol!», y les llamaban así durante cinco años. Din representa el ruido en tu cabeza de todos los nombres que has tenido sonando a la vez. Yo pondré a mis hijos nombres raros, inesperados, nombres de flores o algo así. Si es un niño será alto, así que le llamaré Delfinio. Y si es una niña pequeña y guapa, Margarita.

—¿Y si la niña es alta?

—La llamaré Dora.

Los dos estallamos en carcajadas al mismo tiempo, y sin esperármelo sentí que mis ojos se llenaban de lágrimas, aunque no de sufrimiento sino de alegría, y tuve que morderme el labio regañándome por tamaña falta de decoro. Te quiero, Din, decía mi corazón. No, no es cierto, decía mi cabeza. Y yo me limitaba a disfrutar esta nueva e inesperada amistad, que aliviaba un poco la relación que tenía con la mujer vacía de mi casa.

—Todos pensamos que Jocelyn se había vuelto loco cuando regresó del continente pidiendo que le sirviesen sus comidas en los horarios más inesperados, como en el extranjero —exclamó Sylvia durante la cena—. ¡Pero deberías ver el tiempo que ganas, Dora! Cenas a mediodía, y al caer la noche sólo comes un tentempié…

En este punto me levanté y fui a la encuadernadora. Sus palabras me siguieron hasta allí, pues levantaba la voz a medida que me alejaba.

—¡Y por si esto fuera poco, tú todavía sirves la comida à la russe! ¿No sabes que ahora todo el mundo cena à la française?

Pero yo tenía la cabeza ocupada en Din, así que dejé de escucharla. Un poco más tarde llamó a la puerta del taller.

—¿Dora, cariño, puedo interrumpirte un momento? —Como no le respondí, añadió—: Me preguntaba si querrías tomar una taza de té conmigo, o algo más fuerte…

—¿Más fuerte? —pregunté.

Esa propuesta no me desagradaba. Abrí la puerta. Estaba de pie frente a mí, encogiéndose de hombros y con una sonrisa dibujada en el rostro.

—No sé, ¿qué tienes?

Parecía casi insegura. No tenía intención alguna de desaprovechar esta oferta de compañía de una Sylvia dócil.

—¿Qué tal una franela caliente? —propuse.

—¡Una franela caliente! ¡Tiene buena pinta! —dijo, aplaudiendo—. ¿Qué es una franela caliente, Dora?

—Mi madre se la preparaba a mi padre. Lleva cerveza, ginebra, huevos, azúcar y nuez moscada. Pero como somos encuadernadores, le ponemos sólo las yemas de los huevos, así queda más sustanciosa.

—¡Qué repugnante! —chilló Sylvia—. Pero será perfecta.

Comencé a quitarme el delantal de Jack.

—Mi padre siempre le decía a mi madre: «Sólo quiero un poco, sólo un poco», pero luego se lo bebía todo.

—¿Y cuánto vendría a ser un poco? —preguntó Sylvia.

—Ya verás —respondí mientras me dirigía a la cocina.

No quedaban yemas de huevo, porque hacía bastante tiempo que no preparaba fijador. Cogí unos huevos de la canasta y le pedí a Sylvia que los separase mientras iba a la encuadernadora a buscar una jarra de cerveza. Cuando regresé, Sylvia estaba en la misma posición en la que la había dejado.

—¿Qué estás haciendo? —pregunté.

—Ya separé los huevos.

Y así era: los había dispuesto todos en un perfecto círculo para que las cáscaras no se tocaran entre sí.

—Perdona, Sylvia. Lo que quise decir es que separaras las claras de las yemas.

—¿Y cómo se supone que debo hacerlo? —preguntó.

Cogí dos cuencos y le hice una demostración. Y mientras terminábamos con el resto de los huevos, y añadíamos el azúcar, la cerveza, la ginebra y las especias, me di cuenta de que ambas disfrutábamos de la compañía de la otra. Los primeros sorbos le hicieron balbucear y hacer muecas, pero se lo bebió sorprendentemente deprisa, y el alcohol la ablandó un poco. Pronto estuvo suspirando, lloriqueando y torturándose de nuevo. Aun así conseguí encontrar algún vestigio de simpatía por ella dentro de mí, pero su imagen rogándole a Din que la humillara se instaló en mi cabeza, y dividió mis emociones.

—¡Seguramente Jossie aún está enamorado de mí, Dora! —se lamentaba mientras jugaba con su vaso vacío y con la espuma—. ¡Y yo también lo amo!

«Vale, quizá sea cierto —quise decir—, pero le amas como amaste a la lanza que sostenía Din, como una víctima ama a un villano. Y él también te ama de la misma manera, aunque al revés. Te ama como el Imperio británico ama a sus conquistas, y mira lo que sucede cuando se revelan, cuando reaccionan». Eso es lo que quería decirle. «Mira a los irlandeses, o a los indios. Así es como te ama él».

No pude evitar preguntarme si también era así como yo amaba a Din.

—¿Qué pensará de mí? ¡Mírame! ¡Condenada a vivir en… en… una pocilga!

—Supongo que sabes que estamos en la parte más respetable de Lambeth —le dije, esperando que mis palabras alejasen la imagen de la lanza y sus pechos blancos, así como mis propios deseos por aquel hombre.

Peter se revolvería en su tumba si oyese sus palabras. Y en el acto me di cuenta de que era la tumba que había pagado esta mujer.

—¡Y tan cerca de las prostitutas! —dijo temblando.

—No hay prostitutas en Ivy Street, lady Knightley —contesté secamente.

—¡Oh, mírate, Dora! —lanzó—. Jocelyn se horrorizará cuando sepa que tuve que venir aquí. ¡Mira tu vestido gris! ¿No tienes algo más alegre que ponerte? ¿Qué fue de aquel vestido negro que te regalamos? Me deprimes…

Pensé en el vestido de seda marrón guardado en el trastero, en lo ridícula que me había sentido al ponérmelo, en cómo me había sentido una dama. Me sonrojé, avergonzada de mí misma.

—Sylvia —dije en voz baja—, hemos pasado una velada agradable. Te ruego que no la arruines.

Así fue como volvió a hundirse en sus pensamientos, y yo en los míos, pero había demasiados con el nombre de Din escrito, por lo que volví al trabajo.

Aquellos días Din se quedaba hasta tarde, como si supiese que le necesitaba cerca, a causa de la ausencia de Jack y la presencia de Sylvia. Acostumbrado a no poder entrar en la casa para evitar a Peter, Din seguía sin atravesar la pesada puerta de madera del taller, por lo que no volvió a cruzarse con Sylvia. Él era mi único alivio y escapatoria cuando entraba en la encuadernadora huyendo de Sylvia. Nuestros días se dividían en intensos ratos de charla y largos momentos de silencio, los cuales parecían más fáciles para él, pero para mí eran el punto de partida de interminables discusiones entre mi cabeza y mi corazón.

Seguía yéndose más temprano los viernes, pero ahora me pedía permiso, como una forma de cortesía, y por supuesto yo se lo daba. De vez en cuando aparecía por las mañanas con heridas en el rostro, o con un ojo tan cerrado que no podía distinguir mi expresión preocupada, o con arañazos en las espinillas que delataban las manchas de sangre que aparecían poco a poco en sus ya manchados pantalones.

«Din. Din. Te amo, Din. No, nunca lo confesaré». Pero las palabras surgían de mi corazón y acechaban en los rincones de mi boca, como desafiándome a tragármelas o a escupirlas. Todo menos decirlas. Din…

—Sé lo que hiciste anoche, Din —le dije una mañana, aunque en voz muy baja. Estaba limpiando un pincel para encolar un cuero, y no lo miré. Cuando vi que no reaccionaba, añadí—: Es allí donde pensé que irías cuando te seguí a Whitechapel.

—Es aún más imprudente de lo que creía —contestó al fin, cuando la lucha por asegurar el telar fue demasiado para él—. ¿Quería ir para ver cómo un grupo de hombres se arrancan la piel y se aplastan la cabeza?

—¿Por qué lo haces? —pregunté sumergiendo el pincel en la cola.

Se encogió desafiante de hombros.

—¿Por qué no?

—¿No es un poco inhumano, Din?

Cerró los ojos y suspiró.

—Puede ser…

—¿No te rebaja al nivel de los perros, osos o gallos?

—¿Por qué le interesa tanto seño'a? ¿No sabe ya de sobra que los hombres son inhumanos? —preguntó, irguiéndose en la silla más de lo que le permitían las heridas, clavando su ojo bueno en mí.

Tragué saliva y dejé el cuero en el banco. Nunca antes habíamos conversado acerca de la particular especialidad de Encuadernaciones Damage. Prefería ignorar que él lo sabía.

Intentó continuar trabajando en el telar, pero vi que le costaba.

—Venga Din, ayúdame aquí. Te será más fácil. ¿Puedes sostener el cuero? Ojalá Jack estuviera aquí…

—¿Lo extraña, seño'a? —preguntó, poniéndose de pie y acercándose hacia el banco.

—Sí, Din. Le tenía mucho aprecio.

Sostuvo las dos puntas opuestas de la piel color verde oliva, como ya había hecho antes. Yo estaba cerca de su cuello, y vi la gravedad de sus heridas de la noche anterior. Le habría propuesto vendarlas, pero temía la intimidad. Busqué algo más que decir para expresar mi tristeza por la ausencia de Jack, pero ahora que estábamos tan cerca el uno del otro, las palabras ya no venían a mí.

Mientras encolaba, Din respondió en cierto sentido a mi pregunta:

—Seño'a, a veces me hace falta senti'me menos que humano. Pero también me hace sentir más humano. Me recuerda lo que tenemos y podemos perdé.

—¿Y necesitas que te lo recuerden, Din? —dije en voz baja, sin alzar la mirada.

—Quizá todos lo necesitemos.

—Quizá —respondí, y sus afirmaciones me recordaron las fotografías de las cajas, y me puse a pensar en otras cosas como para demostrarle que su presencia no me afectaba tanto—. ¿Crees que ellos… quiero decir, los Nobles Salvajes —ya no había escapatoria—, quizá necesiten que les recuerden… quizá necesitan esto —señalé las cajas con el pincel—, estas fotografías, estas palabras, esta violencia, para poder sentirse más humanos?

—O menos…

—O menos, es cierto. Creo que comienzo a comprenderte, Din.

—En las peleas también hay jóvenes aristócratas —añadió.

—¿Van a veros? ¿A apostar?

—A peleá. Un muchacho que se llama Smith-Pemberton, recién salido del internado de Eton. O un tal Gallinforth, que se está entrenando para ser oficial del ejército. ¿Le dicen algo esos nombres, seño'a?

—¡No te creo! —dije, aunque sí le creía.

Era incapaz de levantar la vista del cuero.

—Todos tenemos nuestros demonios. El dinero no vale nada cuando estás destrozándole el cráneo a alguien en las peleas de los barrios del este. Hacer esto sería imposible en los barrios del oeste, ¿no cree? Le sorprendería la gente que va por allí. Conozco a pocos hombres que no necesiten golpear a alguien de vez en cuando.

—¿Pero los curtidores no ven suficiente sangre cada día, en el trabajo?

Se encogió de hombros y sonrió.

—¿Y no lo hacen por dinero? —insistí.

—No.

—¿Y tú lo haces porque… porque los demás son blancos?

—No todos son blancos. El color no importa cuando estás cubie'to de sangre de la cabeza a los pies. Aunque como soy negro, se nota menos si estoy sangrando.

—No estoy segura de que eso sea una ventaja…

—La sangre les muestra lo fuertes que son. Si no ven sangre, se sienten débiles. Siempre y cuando se pueda soportá el dolor, no hay que dejar que vean cuánto sangras.

Comenzaba a sentirme sin fuerzas. Primero pensé que se debía a esta conversación sobre sangre, pero Din se estaba inclinando ligeramente hacia mí, y en mi mente nuestras mejillas se rozaban, y yo me alejaba, y luego me inclinaba hacia él otra vez, aunque ahora más despacio, y el vello de nuestros cuerpos se erizaba antes de que nuestra piel entrase en contacto con la del otro, y movíamos un poco la cabeza para aumentar la sensación de hormigueo. Mis labios se topaban con su nariz y la besaban, y mis pestañas se movían al ritmo de mis párpados como una mariposa sobre su frente. Clavaba mi mirada en sus ojos oscuros, inspeccionando las viejas cicatrices de su rostro sólido como la piedra pero cálido, tan cálido y vivo, con su herida abierta, igual que su boca, hacia la cual me deslizaba inexorablemente, pero me sostenía de sus enormes dientes, que devoraban mis labios, y yo me aferraba a ellos, pero seguía deslizándome y ahogándome e intentando respirar, y mi pecho empujaba en busca de aire, empujaba y se lanzaba hacia él, hinchándose y encogiéndose, expandiéndose y debilitándose, y sus manos me sostenían, y Din era el pilar que me sujetaba, la columna que me daba fuerza, pero él también se deslizaba, cayendo y cayendo. Miraba hacia abajo y le veía subiendo por mi pierna, mis faldas se levantaban, y él se erguía y sus manos rodeaban mis pantorrillas, mis rodillas, mis muslos, y él seguía subiendo, y yo no podía ver su rostro hundido en mi piel, subiendo, y quería caer sobre él pero no lo hacía porque estaba bien así, con su lengua marcando el ritmo de los latidos dentro de mí, y entonces sus dedos reiniciaron su avance mientras su boca chupaba, y yo me humedecía y me hinchaba, y debía cogerme del banco para sostenerme allí, en el borde, lo máximo posible, y mi mano atrapaba algo, y no sabía qué era…

Entonces vi el pincel bañado en la cola fría, y el cuero que ya estaba completamente encolado, desde hacía bastante rato, y vi a Din, que me observaba de forma extraña, y supe que ya no podía retenerlo más en mi mesa.

Una voz que no se parecía a la mía dijo: «Gracias, Din», y él regresó, sin saber nada, a su telar.

El señor Diprose pasó por la encuadernadora aquella tarde. Le hice entrar rápidamente en el taller y cerré la puerta detrás de él.

—Din, ¿serías tan amable de ir a comprar más hilo? Aquí tienes algo de dinero.

Pensé frenéticamente en lo que diría: desde luego, había descubierto un terrible secreto que garantizaría la fidelidad de Din, pero bajo ningún concepto lo compartiría con Charles Diprose. Me preparé para defenderme, a mí y a Din, una vez más.

Pero aquello ya no le interesaba. Estaba nervioso, y parecía ansioso por exponer sus asuntos cuanto antes, a pesar de llevar consigo tan sólo dos cosas: un trozo de cuero y una bolsa de muselina que contenía un manuscrito recientemente plegado y cosido.

Regardez —dijo con pompa mientras me mostraba pavoneándose lo que traía—. Quizás éste sea el trabajo más importante de su vida. Puede parecerle modesto, pero se le pagará muy bien.

Pasé un dedo por el cuero. Era bastante áspero y casi transparente en algunos lugares, como un pergamino rugoso. Sentí curiosidad. La piel no era especialmente bella, pero por mi cabeza desfilaban tigres y dotes junto a sir Jocelyn y el conde armados con fusiles.

—Debe llevar el escudo de Les Sauvages Nobles y Nocturnus, sin título —me explicó.

Era un trabajo para sir Jocelyn.

—¿Lo quiere decorado con oro o en relieve? —pregunté.

La piel parecía indicada para un Noble Salvaje, y me pregunté si sería de elefante o de algún otro animal salvaje cazado en un safari.

—Con oro.

—¿Qué piel es?

—No puedo decirle de qué animal se trata, ni de qué país viene —respondió—. Para mí todas son iguales, pero si quiere darle un nombre, podríamos llamarla «Piel Imperial». ¿Qué le parece? —dijo, y soltó una risilla pringosa.

—¿Lo quiere teñido o natural?

Au naturel, sin duda. Pero hay otra cosa, Dora. Usted no trabajará propiamente con el libro.

—No comprendo…

—Tengo el libro aquí, en esta bolsa, pero no estoy autorizado a dejárselo. Debe tomar las medidas del manuscrito ahora, delante de mí, y trabajar la encuadernación sin él.

—¿Pero cómo haré el acabado?

—Ése es su problema. Dentro de una semana regresaré con el manuscrito, y entonces podrá coserlo en mi presencia.

No respondí nada, ocupada en mis frenéticos pensamientos. Esto daba un nuevo enfoque a la encuadernación, sin precedentes. Estrictamente hablando, sería un revestimiento, no una encuadernación, puesto que tendríamos que dejar los cordones sueltos para coserlo después del acabado. Era algo retorcido, pero no imposible: requeriría destreza e ingenio. Hubiera querido que Jack estuviese aquí para ayudarme, y me pregunté si Diprose estaría al tanto de su arresto.

Como si me hubiese leído la mente, Diprose dijo:

—Dora, también necesito estar seguro de que sólo usted trabajará en este libro. No es trabajo para un aprendiz, sino un encargo confidencial, exclusivamente para usted. Ni siquiera debe trabajar en él en presencia de otros. Debe ser en cachette

No tenía otra opción que aceptar. Bajo la supervisión de Diprose, guardé la piel en la caja fuerte y la cerré, y luego le acompañé hasta la calle.

—Hay tres guineas para usted en esto —dijo Diprose en voz baja, subiendo al carruaje.

¿Tres guineas? No estaba segura de si se burlaba de mí. Levanté una ceja en su dirección. ¿Tres guineas? Lo había dicho en un hilo de voz, pero noté el viento que transportaba sus palabras hacia todas las ventanas abiertas de la calle. Estaba anonadada. Si esto era lo que hombres como Knightley pagaban por un libro así, ¿cuánto estaría cobrándole Diprose?

Tres guineas.

«Sí, soy la puta de sir Jocelyn, ¿no lo sabía?».

«¿De verdad? Yo soy Patience Bishop».

«Y éste es mi chulo, el señor Charles Diprose».

«¿Puedo ofrecerle un poco de leche de cabra, señor Diprose? Está recién ordeñada, y es más dulce que un bebé».

«Le maldigo, Charles Diprose, a usted y a su dinero repugnante. Y al resto de vosotros, con vuestros infames ojos y oídos. Virtus post nummos. Ya no estoy orgullosa de la virtud y el vicio, ni me avergüenza ni me impresiona. ¿Acaso insistir en la virtud no es un vicio más? Deseo que os quedéis todos sordos y ciegos a causa de vuestra propia suciedad, si no lo estáis ya».

Más adelantada la semana, mientras limpiaba las lámparas de aceite en la encuadernadora para comenzar con el nuevo encargo, la puerta se abrió. Ya era de noche, por lo que no había pensado en cerrarla con llave. Sylvia se deslizó al interior del taller en silencio.

—¿Necesitas algo? —pregunté.

Se me acercó con cautela. Aunque llevaba puesto el desaseado delantal de Jack, no me miró con desdén ni con reprobación. Parecía, de alguna manera, tímida.

—Te he traído una taza de té —dijo—. De hecho, quería pedirte disculpas, Dora. Debes pensar que soy una cerda horrorosa. Llevo más de un mes aquí, y todo lo que he hecho es lamentarme por mi mala suerte.

—Has estado bastante preocupada, Sylvia —la consolé—. No tiene importancia.

—Pero nunca me he preocupado por ti, ni por tu trabajo. Tu esposo ha muerto, tu aprendiz se ha ido… Debe de ser muy difícil.

—Voy tirando —dije—. Por el bien de Lucinda.

—Háblame del esclavo, el Dun ese.

—Se llama Din.

—¡Qué tonta soy! ¡No sé dónde tengo la cabeza! Dora, me siento tan mal por ello… Sabíamos que estábamos abusando cuando te pedimos que lo admitieses en tu taller, pero no tenía idea de lo cerca que tendrías que estar de él. ¿Te da miedo a veces? Pareces tan valiente…

—Es un buen hombre. Es callado, y se porta bien.

—Sí, pero una nunca sabe en qué andan pensando. Debes tener cuidado, y no quedarte sola con él. No me gustaría tener que cruzarme con él.

—¿Cruzarte? Pero si lo viste aquí mismo, el otro día.

—¿De verdad? He estado muy distraída últimamente, Dora. Me olvido de las cosas.

—Y ya le habías visto antes. ¿O tampoco lo recuerdas?

—¿Cómo dices? ¿Dónde le he visto?

—Él me contó que fuiste a buscarle a Limehouse, a la dirección que había dejado a la sirvienta de lady Grenville.

—¡Claro que no! ¡Qué idea tan ridícula! —Nos quedamos mirándonos como intentando leernos la mente. Entonces de repente dijo—: ¡Envié a Buncie por él! Con una carabina, por supuesto. Yo nunca haría un viaje tan peligroso, así que envié a Buncie. Es una buena chica. ¿Acaso él creyó que era yo?

—Eso parece —dije, mordiéndome el labio.

¿Debería mencionar las veladas en Berkeley Square?

—¿Es más bien fornido, o es delgado?

Pensé que quizá Sylvia tenía un montón de esclavos y trataba de averiguar cuál era por su aspecto físico.

—De todas maneras —continuó— hablaré con la sociedad para que se lo lleven de aquí.

—En serio, Sylvia, él no molesta.

—¡Dora, quizá pienses que estás a salvo gracias a tus facciones poco elegantes y tu ropa gris, pero a esta gente no le importa si tienes la peste o has perdido la nariz por la sífilis! —Se cubrió el rostro con las manos y estalló en lágrimas—. ¡Ay, mi querido esposo! ¿En qué estaría pensando? ¡Como si yo fuese a traicionarle, a traicionar a la naturaleza! Como si yo pudiera acostarme con un… con un hombre de «color».

—¿Qué estás diciendo? No te comprendo, Sylvia.

—¡Me acusó de tener un romance! ¡Dijo que tenía que haber sido así! Con un… con un… ¡hombre de color! Que Dios sabe que oportunidades no me faltaron, bajo el auspicio de lo que llamó mi «horrible sociedad»… Que su hijo, su pequeño Nathaniel, es un… —En este punto la voz de lady Knightley alcanzó los más altos tonos agudos—: ¡Un mestizo!

—¿Lo es?

—¡Lo es! O al menos eso es lo que dice Jossie. Dijo que es… que tiene… un color poco común. Yo protesté, le dije que simplemente tiene las mejillas bronceadas de su padre. Sus colegas dijeron que era ictericia. Pero no, Jocelyn no estaba contento. Dijo que su cráneo se había soldado mucho más rápido que el cráneo de un blanco, y que era una señal de raza negroide, que tiene la frente más amplia y sin embargo es menos inteligente. También dijo otras cosas, que no recuerdo. Salvo que no podía demostrarlas, y la falta de pruebas lo estaba volviendo loco, entonces se encerró en su escritorio para encontrar la respuesta en sus libros y anotaciones, hasta que finalmente me echó de casa. —Su pecho se sacudió y comenzó a sollozar—. Yo sostuve mi inocencia. Siempre he sido honesta y fiel a mi esposo adorado. ¡Le dije que mi alma es blanca y pura, como la del niño!

—Cálmate, Sylvia, no te lo tomes tan a pecho. No es la primera teoría monstruosa que he oído de parte de sir Jocelyn. Tú lo sabes mejor que él, lo sabes en tu corazón y en tus actos.

Procuré recordar si había algo raro en el color de la piel de Nathaniel. Tenía un color precioso, como una tarta recién horneada. Nada fuera de lo común.

La sospecha intentó abrirse camino en mi mente, pero la descarté antes de que pudiese instalarse. Din me lo habría dicho. ¿O no? La idea trató de entrar de nuevo en mi mente a pesar de mi negativa; logré mantenerla a raya.

Sylvia dejó caer las manos sobre el banco y se puso a jugar con las herramientas, como intentando distraerse.

—¿Esto es lo que utilizas para hacer los dibujos? —preguntó, sorbiendo.

Asentí con cautela. Sopesaba una herramienta con una mano, pasando un dedo por la punta de hierro. Luego cogió un molde en forma de rosa, uno de lágrima, y uno que yo utilizaba para las alas de los ángeles. Finalmente, sus manos se detuvieron en un molde más grande y pesado.

—Creí que habías devuelto el escudo de armas de la sociedad.

Esperé a que lo estudiara con más profundidad, y cuando por fin se dio cuenta dio un grito y suspiró profundamente.

—¿Qué sabes de ese blasón? —pregunté.

Les Sauvages Nobles —dijo en un susurro.

—¿Quiénes son, Sylvia? —insistí.

Quizás al fin esta mujer me sería de alguna ayuda, a pesar de lo que le hubiera hecho a mi Din.

—Es un club. Un club privado. Comenzó como un pequeño círculo en la Sociedad Científica, aunque ahora incluye a otras personas que piensan igual. Se encuentran para cenar todos los lunes por la noche en algún despacho, o en la residencia de alguno de ellos, incluso a veces en Berkeley Square.

—Lord Glidewell es uno de ellos, ¿no?

—Desde luego. ¿Le conoces? Su familia posee plantaciones en las Indias Occidentales, son dueños de varias acciones de la Compañía de las Indias Orientales y tienen una mansión en Hampshire.

—¿Y de qué hablan?

—De todo un poco, por lo general bastante aburrido. Sobre la especialización de sus esfuerzos científicos y creativos, o de teorías que podrían o no ser aceptadas por círculos más amplios. Debo confesar que nunca se me confiaron mayores detalles sobre sus actividades, pero tampoco demostré demasiado interés.

—¿Cuáles son sus actividades?

—Bueno, no se reúnen a jugar a las cartas, si a eso te refieres —me lanzó.

Estuve a punto de decirle que yo no le había pedido que viniese a vivir conmigo, ni a ella ni a su hijo negro, pero preferí instigarla a que continuase.

—Creen que soy un poco crítica, como las esposas de los otros. Incluso los pobres sirvientes desaprueban sus encuentros de los lunes. Más de un sirviente de Valentine, lord Glidewell quiero decir, ha entregado su renuncia el martes por la mañana y se ha despedido esa misma tarde sin esperar referencias. Nunca logra que se queden.

—¿Qué más sabes de ellos?

—Ay, mi pequeña Dora… Ellos no significan prácticamente nada para mí. Ya habrás visto cómo ridiculizan a los grupos antiesclavitud, o a cualquiera que sea antialgo. Una noche oí un fragmento de su conversación, y aún me queman los oídos con el recuerdo. Estaban hablando del futuro enlace de Herberta, la hija de Aubrey, con un príncipe rumano, o un conde bávaro, ya no lo recuerdo, y se preguntaban cuán al este era demasiado al este para aceptar un yerno. Luego se pusieron a hablar de razas occidentales, y pude distinguir perfectamente a Jossie cuando dijo: «Lamentablemente, mi esposa es negrófila. Dadle un negro y lo preferirá siempre a un yanqui», a lo que Ruthven replicó: «Mejor un negro africano que un católico irlandés». Todos rieron, Dora. Todos.

Me puse otra vez a frotar las lámparas con vigor, sonrojada.

—¿Increíble, no? —añadió desanimada, creyendo leer mis pensamientos sobre su esposo.

Y si lo pensaba un poco, estaba en lo cierto. He aquí un hombre cuya fascinación por África y la India era tanto profesional como personal, y cuyas experiencias científicas le llevaban a calibrar, estudiar e intentar catalogar a los africanos y otras razas. Pero también era un hombre que había leído El turco lujurioso, había ido a los baños turcos y era más salvaje que noble, en cuanto a sus ideas sobre razas y sexualidad.

—Pero Jossie no es el peor de ellos —continuó Sylvia—. Siempre he pensado que los Nobles Salvajes forman un club basado en compartir el conocimiento de… ¿Cómo decirlo? De la crueldad. Me cuesta decir esto, pero creo que mi esposo y sus contemporáneos tienen cierta maldad que necesita manifestarse de alguna forma. Dora, debo confesar que con el tiempo he terminado agradeciendo sus infernales y salvajes noches de los lunes, con sus excesos de vicio, porque me devolvían a mi esposo los martes por la mañana lleno de un júbilo y una ligereza más dulces que el azúcar.

Las pesadillas que me azotaron cuando al fin conseguí dormir aquella noche podrían haber salido perfectamente de los libros que había encuadernado. En la primera de ellas, yo avanzaba ante una hilera de partes de cuerpos femeninos conservados en grandes tarros con alcohol, buscando mi corazón. Cuando al fin lo encontré, descubrí que le habían dado un mordisco, y que a cada lado había uno de los órganos castrados del dey en El turco lujurioso. Cogí mi corazón mordido y corrí por un pasillo hasta una habitación verde, donde lord Glidewell, vestido sólo con unos pantalones de piel ajustados, estaba de pie sobre su escritorio, bajo un lazo. Pero no era lord Glidewell, sino sir Jocelyn. Me preguntó muy educadamente si me molestaría jugar a su juego favorito, el de «cortar la cuerda», y me pidió que le pusiera mi corazón en la boca. Yo hice lo que me pedía, aunque con dificultad, porque mi corazón era muy grande y su boca demasiado pequeña. Sin embargo, conseguí asfixiarlo bien. Me dio un cuchillo, y yo debía cortar la cuerda en el momento de la eyaculación.

Me desperté horrorizada mientras él se sacudía y sufría sobre mi cabeza, con los dientes castañeteando sobre mi corazón. Me quedé con la vista fija en la oscuridad del trastero, reteniendo mi respiración agitada para no despertar a los demás, sin saber si al final lo había matado o le había salvado la vida.

A la mañana siguiente me instalé en la caseta de dorado para preparar el «revestimiento» del particular encargo de Diprose. Su orden de trabajar en él lejos de la presencia de los demás me venía bien, ya que mantenía tanto mi cuerpo como mi espíritu alejados de Din durante el día. No sería fácil atar los cordeles al cartón: tendría que utilizar dos cartulinas, una gruesa y una fina, en lugar de un simple cartoné. La cartulina era más flexible y menos duradera, pero de esta manera podría encolar los cordeles entre las dos cartulinas para realizar el acabado. Era casi una bendición poder preocuparme por otra cosa que no fuera Din.

No fue complicado de preparar, pero encontré la piel curiosamente poco manejable. Era demasiado rígida, y no era sencillo estirarla ni encolarla. O la habían curtido mal, lo que era difícil de creer dada la usual calidad de los materiales que me traía Diprose, o efectivamente se trataba de la piel de algún animal exótico. Pasé los dedos por encima; poseía una extraña belleza, y la luz jugaba cautivadora sobre su superficie desigual. Tuve que encolarla varias veces.

El domingo no trabajé durante el día, aunque cuando todo el mundo estuvo dormido yo comencé el proceso de acabado. Era sencillo, sólo el escudo de los Nobles Salvajes y el seudónimo latino de Knightley, pero la piel no respondía bien al calor y la albúmina, y tuve que trabajar hasta tarde para conseguir un acabado decente. Estaba cansada, y preocupada porque me parecía que iba a resfriarme, o a coger una gripe. También sentía un escozor en la boca del estómago. No era por lo que había comido, o dejado de comer, y la sensación era como de hambre.

Las campanas de la iglesia dieron las tres cuando por fin terminé. Envolví las cubiertas en un trozo de terciopelo rojo y lo guardé todo en la caja fuerte. Limpié los restos de la piel. Un jirón en particular llamó mi atención y lo guardé en un cajón de mi escritorio, pensando en utilizarlo para fabricar un punto de libro para Lucinda. El resto de la piel terminó en la bolsa de retazos. Barrí el suelo, apagué las velas y cerré con llave.

Entonces pude identificar lo que sentía. Ya lo había sentido antes, en Navidad. Me sentía sola. Necesitaba compañía, amabilidad y honestidad. Necesitaba a Din.