18

Adiós, mi bebé.

Cuando era una dama,

mi bebé no lloraba.

Ahora estoy lejos.

Pero ahora mi bebé está llorando

y nadie lo cuida,

porque no hay nadie que le esté cuidando,

llora mi bebé y temo por su vida.

Al regresar de casa de Lizzie había una mujer, o más bien debería decir una dama, esperándome frente a mi puerta. Ya casi era de noche, pero vi en la penumbra que llevaba un gorro que sobresalía de su cabeza como una cuchara, adornado con plumas, que le daba aspecto de pollito asomando del huevo. Llevaba debajo una larga cofia color crema, y sobre los hombros una capa tres cuartos gris oscura de cachemira fina. Bajo la capa tenía puesto un chal de encaje blanco, y sostenía un bulto envuelto en puntillas y seda. Tenía una expresión más nerviosa y la frente más arrugada que la primera vez que la había visto, pero sin ninguna duda se trataba de lady Knightley; una estrella caída del cielo y preocupada por cómo lograría regresar allí arriba.

No pareció reconocerme, y siguió de pie, inmóvil, con la mirada fija y varias maletas de cuero a sus pies. Me dije que no debía de haber llamado a la puerta, ya que si no Pansy la habría hecho pasar. Entonces el bulto de encaje que lady Knightley llevaba en brazos comenzó a llorar, y supe que tenía que sacarla de la calle y ponerla a cubierto cuanto antes.

—¡Lady Knightley, qué placer! Por favor, entre…

Pero ella no se movió, y el llanto iba en aumento.

—Venga conmigo…

La niebla y la oscuridad eran demasiado densas como para que la señora Eeles pudiese vernos desde su ventana, pero pronto oiría los gritos y enviaría a Billy a Holywell Street o, peor aún, a Berkeley Square. Sin embargo, ella no se movía, y yo comencé a sentir pánico.

—Por favor, rápido, venga conmigo —dije, y le cogí el brazo con más fuerza de la que hubiese deseado, lo que le hizo dar un salto y pasar junto a mí como un rayo al interior de la casa.

Les llevé a ella y a su bulto llorón lejos de las ventanas, hacia la cocina, donde Pansy preparaba crepes. Traje el sillón Windsor del salón y esperé a que lady Knightley se sentase con cautela en él. Lentamente, como si no estuviese acostumbrada a ello, fue soltando los metros de tela que envolvían al bebé. Tenía el rostro morado. Ya libre de sus ataduras, lo sostuvo con los brazos estirados observándolo llorar. Yo no sabía si me lo estaba ofreciendo o qué, pero por su expresión parecía totalmente agotada, y eso siempre era peligroso para un bebé. Lucinda se encogió detrás de mi falda.

Vi que los labios de lady Knightley articulaban algo que no comprendí, y luego ella gritó más fuerte que el bebé:

—¡Por el amor de Dios, cójalo!

Eso hice, y lo acuné en mis brazos hasta que se calmó por un momento.

—¿Qué le sucede? —pregunté—. ¿Tiene hambre?

—¿Cómo puedo saberlo? —me gritó, y el niño comenzó a llorar nuevamente.

Con cuidado le puse la punta del dedo meñique en la boca. El bebé lo chupó con fruición por un instante, y luego se apartó con rabia y frustración y chilló con más fuerza que antes. Apretaba los párpados y los puños con furia y abría mucho la boca, tensando la lengua en cada grito entrecortado por jadeos. Me pregunté cómo un ser podía venir al mundo con tanta potencia en la voz.

—Tenga, dele esto.

Salida de no sabía dónde, Pansy sostenía un cuenco lleno de miga de pan mojada en leche.

—No he tenido tiempo de calentarlo, pero no importa. Sosténgalo.

Me acomodé en el viejo taburete y sostuve al bebé todo lo derecho que pude, mientras Pansy le daba con cuidado la papilla con una cuchara. Lucinda no se perdía detalle. Al principio el niño la rechazaba, pero finalmente un poco de papilla entró en su boca, aunque la mayor parte le caía por las mejillas hasta el babero de algodón fino. Levanté la mirada hacia lady Knightley, a la que nada parecía importarle. Tenía la cabeza apoyada en el brazo, y no podía verle el rostro.

—Esto no es bueno para el niño —le dije a Pansy—. ¿Qué come normalmente, lady Knightley?

Lady Knightley me dirigió una mirada vacía.

—¿Cómo?

—El bebé. ¿Qué le da de comer?

—¿Y me pregunta a mí? Pregunte a Fátima.

—¿Fátima?

—¡Fátima! —casi gritó, pero el esfuerzo era demasiado—. La nodriza… —susurró.

—¿Dónde está? No había nadie con usted, lady Knightley.

—No. Se ha ido. Lejos. Ella no vendría aquí. No al… —Las palabras eran una losa para ella—. No… al sur… del río. No… a un lugar desconocido. Se fue. No sé dónde está.

—A su estómago no le gustará esto, señora —me dijo Pansy sin dejar de dar papilla al niño—. Necesita mamar, si no tendrá cólicos. Bueno, ya lo verá ella misma en sus pañales.

El bebé no comió demasiado, pero pronto cerró los ojos y me regaló la deliciosa sensación de tener un bebé durmiéndose en mis brazos.

—Dios te bendiga —dije, y le di un beso en la frente fruncida.

Su piel era suave y tersa, como la de quien aún no ha vivido la vida.

Lucinda lo acarició nerviosamente, y su cabeza se apoyó hacia atrás contra mi brazo. Tenía los ojos y la boca entreabiertos, y su respiración se hizo más lenta y pesada.

—¿Cómo se llama? —pregunté.

—Nathaniel —respondió lady Knightley sin interés y sin mirarnos ni a mí ni a él.

—¿Cuánto tiene?

—Una semana.

—Es hermoso —musité, pero el silencio se impuso sobre mi comentario, y nos sentamos en la fría cocina mientras la noche caía sobre nosotras.

Esperaba que lady Knightley dijese algo que pudiera explicar su presencia aquí y darme algún indicio de si querría quedarse a cenar. Pansy, Dios guarde su alma, comprendió que la necesitaba y se quedó junto a mí.

—¿Ha venido… de visita, lady Knightley? —pregunté al fin.

—¡Maldita sea su impertinencia! —gritó de repente—. ¿Cómo se atreve a interrogarme? He venido a quedarme aquí.

—¿Aquí? ¿Por qué?

—¡No me desobedezca, Dora! —volvió a gritar, aunque la orden era más bien una súplica. Su tiranía sólo se originaba en sus dudas; no había razones para temerle—. No, usted también. ¡Maldita sea! ¡Malditos seáis todos! He pasado el día entero dando vueltas con ese espantoso cochero riéndose de mí, desde Mayfair hasta Belgravia, por Chelsea, por Kensington. He ido a ver a la baronesa Temple, a lady Montgomery, a Honora Wilson, a Marion FitzAlan-Hamilton y a todas las damas de la sociedad, pero sir Jocelyn las ha puesto contra mí. Así que ahora vengo a usted. No puede rechazarme, sería el insulto máximo.

—No la estoy rechazando, lady Knightley. Sólo estoy sorprendida. No esperaba que… No creo que usted esté bien aquí. Quizá se ha equivocado. Seguramente hay otro lugar al que puede ir.

—¿Se está regodeando con mi sufrimiento? No estaré mal aquí. Ojalá lady Grenville estuviera todavía con nosotros… Ella no me habría rechazado. ¡No le importaba lo que dijera la gente!

—Yo tampoco la rechazo, lady Knightley —dije con dulzura—. Intentaremos que pase la noche lo más cómodamente posible.

—Le prepararé una cama, señora.

—Gracias, Pansy. Lo mejor será que cambies las sábanas de mi cama, yo dormiré en el trastero.

—Muy bien, señora.

No podía creer lo que estaba sucediendo: no era posible que fuésemos la última esperanza de una mujer tan bien relacionada como lady Knightley. Además, seguramente pronto llamarían a la puerta, y Pizzy, Diprose y sus hombres aparecerían para llevársela.

—Papá me advirtió que no me casase con un hombre sin residencia en el campo —sollozó como si no estuviésemos allí—. Allí habría estado a salvo mientras todo esto estallaba. Nunca he tenido donde retirarme cuando termina la temporada.

—¿Y su padre, lady Knightley? ¿No puede acudir a su padre?

Me preguntaba en qué lío estaría metida.

—¡Santo Dios, no! Lo comprometería demasiado. Igual que a mis hermanos. ¡Todo el mundo me da la espalda! Nunca habría venido aquí por gusto, Dora, pero ¿dónde más podía ir?

—Lady Knightley, si no le molesta que le pregunte: ¿por qué todo el mundo le da la espalda?

—¿Por qué? ¡Ya quisiera saberlo yo! ¡Jocelyn les ha dicho que estoy loca, y que no deben juntarse conmigo!

—Pero ¿por qué razones él haría…?

—No lo sé —dijo en voz alta y con hastío. Su mal genio reaparecía cuando no lloraba. Entonces volvió a cambiar el tono y preguntó—: ¿No le molesta, no? —Vi en su rostro que era una pregunta sincera—. No será por mucho tiempo —añadió, y yo sabía que tenía razón, ya que Diprose y Pizzy seguramente estaban a la vuelta de la esquina—. Es un berrinche de Jocelyn, y sin duda pronto me suplicará que regrese. ¿Acaso no estamos unidos por los sacramentos del matrimonio? Yo valgo mucho… ¡Le he dado un hijo! Pronto volveré a mi lugar, a su lado, y entonces la recompensaremos muy bien por sus favores, Dora, y de más está decirlo, por su discreción.

Nos sumimos de nuevo en el silencio. Se hacía tarde, Lucinda necesitaba cenar e irse a la cama, y Nathaniel se removía en mis brazos.

—Lady Knightley —me aventuré—. ¿Qué haremos respecto de la comida del bebé?

Pero ella paseaba la mirada a su alrededor ligeramente aturdida.

—Qué original —murmuró—. La fresquera está en el mismo lugar que la alacena, y la despensa también sirve de estantería… ¡y sólo tiene un fregadero para todo!

Tras analizar en profundidad la cocina, se puso de pie y se dirigió al salón.

—¡Y el salón es a la vez comedor! —La oí decir desde la otra habitación—. Vaya, tiene un piano.

Comenzó a tocar los acordes de apertura del Adagio en mi mayor de Schubert.

—¡Oh!, hay que afinarlo…

Al fin decidí qué haría a continuación, por muy difícil que resultara:

—Pansy… —dije cuando pasó a mi lado cargando una pila de sábanas.

—¿Sí, señora?

—¿Podrías sostener al niño un momento?

Dejó las sabanas en un rincón de la cocina y cogió a Nathaniel. Cruzamos una larga mirada, como preguntándonos qué sucedía aquí y qué podíamos hacer al respecto.

—No estaré fuera mucho rato, cariño.

Coloqué algunas crepes en un paño de cocina limpio y le di un par más a Lucinda. Luego me envolví en mi chal y dejé atrás los acordes de Schubert para adentrarme en el gélido aire de la noche. Crucé la calle y llamé a la puerta de enfrente. Nora Negley gritó desde el dentro: «¡Ya voy!», y la cabra baló en la cocina. El cerrojo hizo un ruido y la puerta se abrió con un golpe seco.

—Ah —dijo sorprendida. Entonces su gesto se torció de disgusto y preguntó—: ¿Qué quieres?

—Disculpa que te moleste, Nora, pero tengo una visita inesperada, con un bebé recién nacido, y necesito algo de leche. Me preguntaba si…

Y mientras extendía los brazos con las crepes humeantes en el aire frío, me cerró la puerta en las narices. Dejé caer las crepes al suelo. Regresé a casa y me acerqué a Pansy, que estaba arrullando al niño en la cocina.

—Nora no quiere darnos leche.

—Lástima.

—¿Qué podemos hacer, Pansy? —Volvimos a mirarnos—. ¿Conoces a alguna nodriza por aquí?

Pansy reflexionaba.

—Hay una no lejos de aquí, pero ya tiene muchos niños, no sé si aceptará otro. ¿Quiere que vaya ahora?

—Por favor. —Cogí a Nathaniel de sus brazos y me puse a acunarlo lo mejor que pude—. Llévate mi chal, Pansy. Hace mucho frío fuera.

Pansy lo cogió de mis hombros, me apretó los brazos para tranquilizarme, se envolvió en el chal y salió hacia la noche de Lambeth.

Lady Knightley regresó a la cocina, indiferente al niño que tenía en brazos.

—¡Santo Dios, qué frío hace aquí! ¿Cómo puede vivir con esta corriente?

Se sentó de nuevo en el sillón Windsor y nos quedamos esperando a que alguna de las dos dijese algo.

De repente, la compostura que con tantos problemas estaba conservando desapareció por completo: dejó caer la cabeza y los hombros sobre su regazo y se puso a llorar. Parecía como si se fuese a arrojarse al suelo y quedarse allí. Gracias a Dios, pensé, Pansy limpiaba bien el suelo. Unas semanas atrás, se habría derrumbado sobre polvo, grasa e insectos. Me senté a observarla mientras lloraba como su bebé. Sabía que pronto las molestias del niño se convertirían en una explosión de rabia, y rezaba para que el llanto de su madre no acelerase el proceso. Ella lloró y lloró, y las lágrimas que caían sobre la seda de su vestido formaban manchas de humedad.

—Es algo triste, lady Knightley —dije en voz queda—, pero no debe rendirse.

Ella lloró un poco más, luego sorbió ruidosamente y después volvió a llorar. Poco a poco los sollozos se calmaron, suspiró, se puso de pie y vagó un rato por la cocina. Se sentó otra vez, me miró con unos ojos que en toda su vida habían mostrado preocupación alguna, y me descubrí sintiendo lástima por aquella pobre mujer que no sabía cómo convivir con el dolor.

—¡Es tan injusto, tan injusto! —chilló—. Él… Jocelyn… Dijo que… ¡No puedo repetirlo!

—No es necesario que lo haga.

Se encogió de hombros y volvió a sorberse la nariz.

—¡Me envió un mensaje esta mañana diciéndome que debía irme y que no regresara nunca más! El niño tiene sólo una semana. ¡Debería haberme quedado en cama un mes entero, sin salir de casa, ni hacer esfuerzos, tomando mis comidas en bandeja! Y ahora estoy en la calle, no tengo adonde ir.

—Pero ahora está aquí —dije con voz amable, aunque dudaba de que éste fuera el mejor lugar para ella.

—Sí —repuso con tristeza—. Dora, esto es demasiado para mí.

Francamente, también era demasiado para mí este mundo donde los lazos de sangre eran más finos que un hilo, y donde aquellos que abrían sus corazones a esclavos de otro continente tenían poco tiempo para ocuparse de los seres más cercanos, aunque fueran una madre y su bebé recién nacido. ¿Estaría exagerando? Quizá jugaba con Jocelyn, y en realidad no había acudido a sus damas, sino que al primer indicio de sus malas intenciones se había dirigido al lugar más bajo imaginable (es decir, Lambeth) para comprobar cuánto tardaba en venir corriendo hasta ella. Me estaba utilizando, estaba segura. No podía evitar ser incrédula.

Oímos que la puerta de casa se abría y se cerraba, y dos grupos de pasos se acercaban a nosotras. Pansy había traído a una mujer con ella. No se trataba de la rústica esposa de un pescadero, ni de una sirvienta de existencia difícil, ni de una mujer gruesa y maternal como la esposa de un panadero. Iba bien arreglada y parecía eficiente, como una enfermera, con el ceño algo fruncido y un ligero gesto de preocupación, como esas mujeres que visitan las misiones.

—Es tarde, ¿sabe? —fue lo primero que dijo.

—Lo siento —respondí.

—Aún no he terminado con los niños, y si no estoy de regreso en media hora no podré descansar esta noche.

—Gracias por venir, señora…

—Masters. Bess Masters —dijo, mirándonos a lady Knightley y a mí como preguntándose cuál de las dos necesitaba su ayuda.

Comencé a explicarle la situación y a hacer gestos señalando a lady Knightley y al niño que sostenía en brazos. La señora Masters tenía una expresión de duda permanente en el rostro; yo esperaba que desapareciera con las explicaciones, pero no fue así.

—Estoy terriblemente ocupada. A estas alturas del año tengo muchos bebés, y debo regresar pronto a ocuparme de ellos. No estoy segura de poder aceptar a uno más.

—Es sólo por esta noche.

—De hecho, Dora, no lo sabemos con certeza…

La voz de lady Knightley había recuperado su tono autoritario, entre el aburrimiento y la ira. La miré sorprendida.

—Me quedo aquí hasta que venga a por mí —dijo simplemente, como si aquello lo explicase todo.

—Y por supuesto, usted pagará muy bien a la señora Masters —añadí, pero ella bajó la vista sobre su regazo.

—No llevo dinero. Más adelante, Jocelyn podrá pagarle. Le pagará bien, pero más adelante.

—No. Estoy demasiado ocupada —dijo la señora Masters.

—Por favor —rogó lady Knightley con un hilo de voz.

—Pronto tendrá el dinero —insistí, pero lady Knightley seguía sin levantar la mirada—. ¿No es cierto, lady Knightley? Dígaselo.

Más que nunca deseaba que fuese cierto, ya que me daba cuenta de que era posible que sir Jocelyn nunca la reclamase, sin importar lo inocente que fuera.

—Yo puedo pagarlo —anuncié finalmente.

—¿No me ha oído? Tengo demasiadas bocas que alimentar.

—¿Entonces qué podemos hacer? —pregunté.

—¿Cuánto tiempo tiene el niño?

—Siete días.

—¿Y no le ha dado nada de su propia leche? —preguntó a lady Knightley.

Ella negó con la cabeza.

—¿Está vendada?

Asintió.

—Quizá podamos ponerla en marcha… —Ninguna de nosotras comprendió a qué se refería la señora Masters, ni siquiera cuando dijo—: Déjeme echar un vistazo.

Se puso de pie, y le hizo un gesto para que la imitase.

—No comprendo… —dijo lady Knightley.

—Tengo que ver su piel, cariño, para ver si esos pechos tienen alguna esperanza.

—¡No lo haré! ¡Pero qué idea más ridícula!

—Pues mejor será que quiera, o el mocosillo se va a morir de hambre.

Bess Masters, Pansy, Lucinda y yo clavamos los ojos en lady Knightley, quien nos observaba ofendida y desesperada. Todas sabíamos que su decisión dejaría las cosas claras.

Entonces, cuando se puso de pie e hizo un gesto a Pansy para que le ayudase con los botones, lazos y cierres que Buncie le había ajustado aquella misma mañana, supe que había mentido al afirmar que Jocelyn la encontraría pronto, y que había dicho la verdad cuando sostuvo que no tenía otro lugar adonde ir. Todas mis dudas y mi confusión respecto a ella desaparecieron en el acto: definitivamente, debíamos ayudarle.

Se comportó con gran dignidad mientras le quitábamos el vendaje, aunque gritó cuando la señora Masters le cogió los pezones entre los dedos y se puso a pellizcarlos. Seis meses atrás yo habría mirado a otro lado, al suelo o al techo, como hacía ella. Pero ya había visto tantos pares de pechos que no me quedaba nada del decoro o la curiosidad que hubieran desviado mi mirada. Pude ver lo difícil que era para ella, y me apresuré a ayudarla a vestirse una vez que terminó la tortura. No paraba de temblar, y tenía el vello de su piel color marfil erizado por el frío y lo indigno de la situación.

—Perfecto. Aquí hay buena leche. Es una lástima que te hayas vendado, pero haz lo que te digo y tendrás ríos de leche. Frótate los pechos cada hora. Frótalos, pellízcalos y pásales un cepillo suave durante diez minutos. Haz que el niño chupe, y déjale chupar a placer, aunque no pare nunca. Y si llora porque no saca nada, apártalo, dale un poco de leche en una cucharilla y ponlo a chupar de nuevo, luego dale un poco más con la cucharilla y vuelta a empezar. —Lady Knightley asentía, pero yo sabía que me necesitaría para recordar esto—. Tengo unas hierbas aquí… —continuó la señora Masters sacando una bolsa con hojas secas que distribuyó sobre la cocina—. Aquí tengo hinojo, cardo, borraja… Y eso son alholvas.

Pasé un dedo por las semillas en forma de pirámide. Olían a sirope.

—¡Puaj! Jocelyn me las trajo de la India. A él le encanta.

—Yo las conseguí a través de una familia india que vive aquí cerca. Y cerveza. Bebe litros de deliciosa cerveza. Es increíble lo que consigue. Pero hagas lo que hagas, no comas nada preparado con salvia. Y nada de cebollas durante una o dos semanas. En diez días, estarás funcionando sin ayuda. —Luego se volvió hacia mí y me dijo—: Déjala llorar todo lo que quiera, ayuda a que salga la leche. Y va a llorar cubos enteros de lágrimas…

En aquel instante comenzaron los llantos, pero eran los de Nathaniel. Se lo ofrecí a la señora Masters, quien propuso intentarlo: metió un dedo en la boca del niño para que comenzase a chupar y lo llevó hasta lady Knightley, a quien abrió nuevamente el vestido. Le pasó el niño sin quitarle el dedo de la boca, y con la mano libre pellizcó y estrujó el pezón hasta que estuvo rígido y erecto como la punta de un puro. Lo sostuvo entre los nudillos de la mano que chupaba el niño, quitó el dedo índice de su boca y le puso el pezón en su lugar. Nathaniel abrió los ojos sorprendido y apartó la cabeza, pero la señora Masters le guió de nuevo hasta que volvió a coger el pezón y empezó a chupar con fuerza.

—¿Cuándo comió por última vez?

—Hace unas dos horas, un poco de pan con leche.

—Bien. Entonces está en buena forma. Mírenle, ya sabe cómo hacerlo.

—Me duele —se quejó lady Knightley.

—Y dolerá —respondió la señora Masters—. Pero también dolería ver a tu niño enfermo por no tomar la leche adecuada. Llora cuanto quieras, ayuda a la leche a salir.

Lacrimosa, pensé. Lágrimas. Y leche.

—Mejor será que me vaya. Ya me está llegando la leche y tengo cuatro bocas que me esperan. Pero os daré algo antes de irme para que paséis la noche. Pansy, cariño, sé buena y tráeme un poco de agua caliente y un vaso.

Cuando se los trajo, calentó el vaso en el agua caliente, se desabotonó rápidamente la camisa, apoyó el pezón contra el borde del vaso y la leche comenzó a salir como si hubiese abierto una válvula. El vaso se empañó con la leche y el vapor de agua, y cuando estuvo casi lleno y el flujo de leche se había calmado, retiró el vaso y se abrochó los botones con una mano, limpiándose las gotas con la camisa.

—Mirad esto —dijo con orgullo, y al ver cómo se regodeaba pensé que iba a bebérselo—. No hay nada mejor sobre la tierra. Cuando se haya tomado ésta podéis darle leche de cabra, si queréis; no la necesitará más de una semana. Usad esta leche antes de medianoche, o se pondrá mala. Entre eso y las hierbas, serán dos chelines y seis peniques. ¿Qué os parece?

En cuanto le di el dinero regresó con las bocas hambrientas que la esperaban. Casi podía oír los gritos que la recibirían al llegar a su calle.

Se estaba haciendo tarde, y yo aún tenía cosas que arreglar. Le di algunas monedas a Pansy, aunque no tenía que pagarle hasta fines de enero, y la envié a su casa. Luego me dirigí a la cocina para liberar a lady Knightley de su niño, que volvía a llorar.

Nathaniel parecía amargamente decepcionado por las reservas de su madre, quien tenía algunas gotas de sangre en el vestido. Llevé al niño al salón y jugué un poco con él antes de recostarlo sobre una manta junto a la chimenea, lo cual lo tranquilizó un poco. El bebé miraba azorado las llamas danzantes del fuego mientras Lucinda lo acariciaba a su lado. Regresé a la cocina, donde lady Knightley seguía sentada en la misma posición en que la había dejado.

—Ahora venga conmigo, vamos arriba. —Me siguió mientras avanzaba con una vela en la mano hasta la habitación que Pansy había ventilado—. Usted dormirá aquí. Déjeme arreglar esto… —hice un gesto con la mano— …mañana.

Lady Knightley miraba extrañada la habitación.

—¡Pero qué gustos tan particulares tiene! —dijo en voz baja—. ¡Y tiene tan pocos armarios! ¡Vaya, qué inteligente! —añadió corriendo la tela que había atado a través de la habitación entre la pared y la chimenea y revelando las clavijas y los ganchos de donde colgaban mis pocas ropas en la oscuridad. Su sorpresa casi le hizo olvidar su suerte—. ¡Pero qué ingenioso! ¿Dónde arregla sus vestidos?

—¿Acaso no había notado que mis vestidos no estaban hechos con los kilómetros de tela que llevaban los suyos?

No mencioné el vestido de seda marrón guardado en la otomana, al pie de la cama.

—¡Y mire! ¡No hay velos en la cama! ¿Cómo se protege de las corrientes de aire? ¡En esta casa hay muchas más corrientes que en Berkeley Square, y aun así no tiene cortinas!

Fui hasta la cómoda y abrí el cajón inferior; todavía conservaba aquí algunas camisas de Peter. Las cogí y las metí en el cajón del medio, y luego saqué el cajón inferior y lo coloqué encima de la cómoda.

—Nathaniel dormirá aquí.

Miró el cajón fijamente, sin comprender al principio. Luego, a medida que mi propuesta cobraba sentido para ella, protestó:

—Pero ¿y el hollín? ¿Y el polvo? ¿No tiene una cuna con cortinas, o un cobertor limpio? Esto es repugnante… —Sus ojos se llenaron de lágrimas, y parecía que iba a derrumbarse en cualquier momento—. ¡Nathaniel tenía una cunita preciosa! Estaba decorada con flores amarillas y encajes color crema. ¡Y mi cochecito! ¡Venía de Francia!

«Pero aquí estás en Lambeth, cariño, donde las madres llevan a sus bebés en brazos y los hacen dormir en un cajón, aunque si los bebés tienen suerte, reciben un poco más de amor que en otros lados», pensé. No siempre, pero a veces sí.

La observé secarse las lágrimas con las mangas del vestido, luego la ayudé a quitárselo para que se pusiera uno de mis camisones.

—Tendrá que hacer algo con esto —dijo quitándose la combinación y una compresa ensangrentada de entre las piernas—. Por favor, tome ésta y tráigame una limpia.

Doblé la compresa y la puse en el orinal para llevarla abajo. Luego cogí una toallita del armario, la doblé y se la ofrecí. Cuando estuvo lista, la envolví en una manta y la llevé al rellano.

—¿Dónde está el cuarto de baño? —preguntó.

Debí de mirarla inexpresiva, porque me repitió la pregunta.

—Hay un grifo en el depósito de carbón —respondí finalmente—, y un orinal bajo la cama. Si necesita agua caliente, pídasela a Pansy, pero no los lunes, por favor, porque es el día de la colada.

Bajamos las escaleras, les serví a ella y a Lucinda un bol de sopa y unas crepes y nos sentamos a comer en silencio, observando el crepitar del fuego y a Lucinda, que arrullaba a Nathaniel. Pero el niño no tardó en ponerse a llorar de nuevo, así que lo levanté y lo apoyé contra mi hombro para frotarle la espalda. Lucinda se acercó y le acarició sus escasos cabellos.

—Quizás habría que darle de comer otra vez —dije con dulzura.

—No puedo soportarlo más, Dora —lanzó lady Knightley—, no importa lo que haya dicho aquella horrible mujer. Sea buena y tráigame una tetina y una botella de la farmacia, y eso bastará.

Me limité a sentarme y a observarla. El bebé se debatía contra mi hombro, intentando chupar primero la piel de mi cuello y luego sus propios puños. Era demasiado.

—¡Tráigamelo ahora, o deberé azotarla!

Me puse de pie y escuché mis palabras que surgían como un grito a pesar mío:

—¡Puede azotarme todo lo que quiera, pero alimentará a este niño con sus tetas!

Le entregué a Nathaniel, fui a la cocina, cogí el vaso de leche materna de la estantería y busqué una cucharilla limpia. Me preocupaba saber qué me había llevado a gritarle así a alguien de su condición social, pero mi enojo era todavía profundo. Cuando volví junto a ella, tenía la cabeza gacha y las lágrimas caían de la punta de su nariz, pero se había bajado el camisón y Nathaniel estaba mamando relativamente satisfecho y en silencio. Esperé a que comenzara a llorar de nuevo, y le di el resto de la leche con la cuchara mientras lady Knightley lo sostenía. Luego preparé un poco de té con alholva para ella, que se lo bebió obediente a pesar del horrible sabor, y ambas comprendimos que la balanza del poder había cambiado a mi favor, y que así se quedaría mientras viviese bajo mi techo.