17

He visto un barco en el mar,

que navegaba hacia aquí,

el barco venía cargado,

de mil cosas para ti:

había golosinas en la cabina,

y manzanas en la bodega;

las velas eran de seda,

y los mástiles de plata fina…

La Navidad nos cogió desprevenidos tras la muerte de Peter. Era sólo un nuevo problema que añadir a la despensa vacía, la preocupación por Jack, las amenazas de Skinner, las tareas del hogar, las batallas para conseguir encender el fuego en las mañanas heladas, la colada con agua casi helada y los fríos dedos del dolor y la pena que se aferraban a mi corazón y le impedían sentir cualquier cosa. Me pregunté si no debería recomenzar el trabajo en la encuadernadora, aunque no fuese más para pagar la cuenta navideña del carnicero, pero la verdad es que no había mucho que hacer, lo cual no dejaba de ser preocupante. A menudo pensaba en devolver el viejo velo a la señora Eeles, pero lo posponía por temor a que me pidiera que le pagase no sólo la renta de ese mes, sino los dos meses anteriores que el velo me había pagado. Sin duda, ella tendría serias objeciones a que yo regresase al trabajo, pues me correspondía guardar el luto durante un año y un mes. Cuando un hombre perdía a su esposa el luto duraba un mes, ya que se suponía que debía regresar a su trabajo. ¿Pero qué pasaba si una viuda tenía que hacer lo mismo?

Pero no podía evitar a la señora Eeles para siempre, y en Nochebuena llamó a mi puerta con falsa preocupación y una gélida sonrisa, para saber cómo me iban las cosas.

—Bien, gracias —respondí. No quería invitarla a pasar, pero hacía mucho frío fuera—. Señora Eeles, debo devolverle el velo que me prestó —dije rápido, con la intención de dárselo de una vez y enviarla de regreso a su casa antes de que se pusiera cómoda.

—No se preocupe, cariño —respondió indiferente mientras se abría camino hacia la casa—. Siempre viene bien tener un velo de más.

Mientras cerraba la puerta detrás de ella, escuchamos el ruido de un carruaje que entraba en Ivy Street. El coche de sir Jocelyn se acercó hasta nosotras cubierto de escarcha y se detuvo frente a la encuadernadora. Knightley no iba dentro, pero el conductor comenzó a descargar una caja para té, y otra, y una tercera y una cuarta, entretanto yo le abría la puerta del taller.

—Disculpe, señora Eeles, no esperaba ninguna entrega.

Se cruzó de brazos mientras yo buscaba la llave entre mi falda.

—¿Libros? —le pregunté al muchacho, que se encogió de hombros.

—Al menos no este paquete… —respondió sacando una caja grande y estrecha.

—¿Pero…? —comenzó a decir la señora Eeles, avanzando hacia nosotros claramente inquieta—. Esto no es… no puede ser… ¿no es un corsé? —preguntó, casi en un chillido.

—¡Un corsé! No, no es posible —exclamé, aunque no podía negar que por el paquete lo parecía.

Además, en la caja ponía «Corsés finos» sobre el dibujo de una mujer de espaldas, con el cabello recogido, que admiraba en un espejo el elegante reflejo de su figura, en el que sobresalía su poderosa delantera. Debajo del dibujo decía «Higiénicos y cómodos».

—¡Un corsé! —repitió la señora Eeles horrorizada—. ¡Nunca he visto nada semejante!

—Pero yo no lo quiero, señora Eeles —protesté—. No lo quiero —dije al muchacho—. De verdad. —Y para contraatacar su reproche añadí—: Si es un corsé, ¿usted no lo querría, señora Eeles? Puedo dárselo a cambio del alquiler…

La nariz de la señora Eeles se frunció ligeramente al inclinarse para inspeccionar la caja de cerca.

—¿Es un corsé de luto? —preguntó.

—¿Existen los corsés de luto?

—Eso he leído. Son negros con ribetes de satén. Incluso los puntos son de seda negra. Deben de ser dignos de verse.

—Será eso entonces, ya que todo el mundo sabe que estoy de luto.

Abrí la caja con cuidado. Por desgracia para ambas, se trataba de un simple corsé color marfil, con un corpiño rígido adornado con encaje lavanda. Cerré de nuevo la caja deprisa.

—Mejor deme el dinero —lanzó la señora Eeles—. Espero los últimos dos meses de alquiler para Navidad —terminó de decir por encima del hombro alejándose por la calle helada.

Mientras el muchacho subía al carruaje y desaparecía, me dije que al menos me darían un buen dinero por él en la casa de empeños. Acomodé las cajas en la encuadernadora, esperando que su contenido me fuera un poco más útil. Quité los clavos de la primera caja con el pico de un martillo y levanté la tapa. No quería encontrar un horrible catálogo. Metí una mano dentro y removí el relleno de paja, casi sin osar mirar. Mi mano alcanzó una botella primero, y luego otra, y otras más. Eran ocho en total: seis de buen vino y dos de oporto. Entre las botellas había un bulto grande y tibio envuelto en una tela de cáñamo. Aparté el cáñamo y el papel parafinado. Era una oca asada. La consideración de mi benefactor le había llevado a tener en cuenta todos los detalles: una oca así jamás hubiera cabido en mi horno. Además estaba rellena.

La otra caja contenía un jamón, un queso stilton en un bote de barro, un cheddar curado de corteza amarilla, unas gordas pasas de uvas moscatel, un tarro de higos en almíbar, una caja de dátiles con miel rellenos de almendras, una lata de limones, naranjas, piñas y ciruelas confitadas y algunas peras, manzanas, uvas y granadas frescas.

Un paquete llevaba escrito: «Para Lucinda». Lo coloqué con cuidado en el suelo. También había varias bolsas marrones de bromuro para ella.

Sobre una botella de whisky de malta ponía: «Para el excelente aprendiz maestro Jack Tapster».

En un gorro nuevo con cintas azules decía: «Para la sirvienta que sabe hacer de todo, Pansy Smith».

No había nada para Din, pero eso no me sorprendía.

Para mí había un suntuoso vestido de seda marrón como el caramelo y como mis botas. Tenía unas enaguas color crema y una rosa negra en el centro, a la altura del busto, las mangas plisadas y bordadas de encaje.

También había una pequeña caja de cartón sin etiqueta, presumiblemente también para mí, cuyo contenido no hubiera sido capaz de reconocer seis meses atrás. Gracias a mi rápida educación en aquellos asuntos, descubrí en pocos minutos que aquellos objetos tenían una función anticonceptiva. Quizá las palabras Ballons baudruches grabadas en la caja hubieran revelado el contenido a un francés, quien de todas formas hubiese necesitado menos ayuda que yo para reconocerlos. Nunca antes había visto uno, puesto que costaban más de una libra la pieza y sólo se conseguían mediante contactos. Me sentía ultrajada. Tener relaciones sexuales durante el duelo era tan malo, o peor aún, que el adulterio. Jamás sería infiel a la memoria de Peter. Sin duda, eran unos Nobles Salvajes.

Finalmente había un libro, encuadernado por el gran Zaehnsdorf en cuero de Marruecos color aguamarina, con guardas jaspeadas. El título era Historia de los pájaros británicos, indígenas y migratorios, de William MacGillivray. Sobre una de las guardas llevaba una inscripción:

Para la señora Damage,

una gran y rara especie,

con gran respeto en estas Navidades,

Valentine G.

Corrí en busca de Pansy y Lucinda para mostrarles la escena: era como si las navidades de alguna mansión de Londres hubiesen pasado a visitar el suelo del taller.

—¡Por el amor de…! —dijo Pansy cuando le di su gorro.

—Y esto es para ti, Lou… —y le alcancé su paquete.

—¿Para mí? ¿De parte de quién?

Pero yo no podía responderle. Al abrir el paquete, descubrió un juego de té para muñecas, con tetera, cafetera, jarrito para la leche, azucarera y cuatro tazas y platos, todo pintado con violetas y nomeolvides.

—¡Mossie tiene que tomar té! —dijo casi sin aliento a causa de la alegría, y corrió a buscar a su muñeca.

Al regresar, la invitó con alegría a tomar un té, y juntas se sirvieron y bebieron e iniciaron una educada conversación, similar al monólogo que me había dedicado lady Knightley.

Pansy estaba frente al espejo probándose su gorro, y yo me ocupé de la caja siguiente. Como había temido y esperado, estaba llena de manuscritos sin encuadernar. Hubiera querido que Jack estuviera junto a mí para estudiar su contenido antes que yo. Cogí el primer manuscrito y lo abrí. Era razonablemente inofensivo, al igual que los siguientes. También había tres Biblias y una carta de Bennett Pizzy pidiéndome más álbumes y diarios femeninos: «Sus tonterías superfluas han demostrado ser irresistibles para las damas y sus esposos», había escrito.

Aparentemente, Damage había vuelto a abrir y regresaba a la normalidad, si es que esto podía considerarse normal. De nuevo pensé en este mundo absurdo en que me encontraba metida, un mundo donde mis empleadores me compraban la ropa de luto a sabiendas de que tendría que seguir trabajando, un mundo donde mis vecinos esperaban que me comportase como una viuda, pero sabían que iba a comportarme como un viudo. Todo era, como siempre, una cuestión de visibilidad de la mujer. Yo caminaría por las calles como una mujer en mi vestido de luto, pero en casa, detrás de la puerta cerrada, trabajaría como un hombre.

Contra uno de los lados de la caja había un gran sobre de papel manila. Rompí el sello y hurgué en el interior, donde encontré unos papeles, muchos, del tamaño de la palma de mi mano, escritos en tinta negra sobre blanco. Llevaban la inscripción «Banco de Inglaterra» en una tipografía elaborada en el centro, y un dibujo de Britania en la esquina superior izquierda. Prometían pagar al portador la suma de cinco libras. Nunca antes había visto papel moneda: parecía tan irreal como las fotografías que llegaban al taller, o tan real. Ochenta billetes. Cuatrocientas libras.

Cogí el libro de contabilidad y sumé lo que se me debía. Estaba todo allí, en pago por el trabajo que había hecho para Diprose y como anticipo, al menos, de esta nueva caja. Pagaría mis deudas con Skinner y Blades por completo. Era una fortuna.

Primero fui a casa de la señora Eeles y le entregué tres billetes con un «Feliz Navidad» y una sonrisa dulce como el azúcar, y no me di la vuelta para mirar su expresión mientras me alejaba por Ivy Street. Luego fui a la casa de empeños para recuperar mi anillo de casada y preguntar dónde podía encontrar a los señores Blades y Skinner. Las dos horas siguientes las pasé entre licorerías y juzgados de delitos menores, tabernas y casas de subastas, llamando a todo tipo de puertas e interrogando a todo tipo de personas desesperadas y perseguidas hasta que di con Skinner, quien se ofreció a cobrarme en el acto, por lo que fuimos en busca de un notario, y aunque era Nochebuena, al fin hallamos uno decente y terminamos para siempre con aquel asunto intercambiando mis preciosos papeles por un garabato de su pluma.

Tenía los pies pesados, pero el espíritu ligero, cuando Din pasó aquella noche para ver cómo me iba y cuándo planeaba reabrir la encuadernadora. Aquella noche le invité a una copa en la taberna de la esquina. Después de todo, era Nochebuena, y las personas respetables tenían derecho a beber sin manchar su reputación, incluso si se trataba de una viuda de luto. Nos acomodamos entre esposos y esposas, oficinistas y comerciantes, en medio del barullo de los pedidos de bebidas y los ruegos de «Límpiate la boca, estamos en Nochebuena», y nos pusimos a beber mientras yo meditaba mi extraña suerte.

—Ven a cenar con Lucinda y conmigo mañana, Din —le propuse mientras me acompañaba de vuelta a casa.

Las fiestas me habían sensibilizado: los coros de villancicos con sus lámparas negras, las bandas musicales engalanadas con hojas de acebo, abeto y laurel, de muérdago que anunciaban a gritos su mercancía, las multitudes entrando en pollerías, carnicerías, tiendas de ultramarinos, los vendedores ambulantes de patos y ocas raquíticos aún vivos, pero casi muertos, que picoteaban el barro en busca de comida… Tenía la fuerte necesidad de pasar el día con la gente que me importaba. Compré medio penique de muérdago y me detuve en un comercio de juguetes a un penique para comprar un puñado de soldados de hojalata, varios pares de guantes tejidos de colores y una armónica. En otro lugar compré una caja de pinturas y pinceles y un mono que levantaba los brazos y las piernas cuando se le apretaba la base.

Din me dijo que tenía otros planes, aunque salvo pasar el día con las personas del sótano de Whitechapel, o comiendo carne asada en el asilo de pobres, no podía imaginarme de qué podía tratarse. Le mandé de regreso a su casa con un trozo de oca, un poco de jamón y queso, una botella de vino y fruta. También le di unos guantes y la armónica que había comprado.

—Y esto —le dije al poner un sobre en el bolsillo de su chaqueta—. Tu bonificación de Navidad.

—Gracias, seño'a —contestó, y se dio media vuelta para irse.

—¿No vas a besarme bajo el muérdago? —pregunté, forzando mi acento barriobajero.

Una ramita pendía dócil de mi mano.

Din cogió la ramita, la puso sobre mi cabeza y me dio un besito en la mejilla.

—Que tengas una feliz Navidad —le dije—. Y comunica a tus amigos mis buenos deseos —añadí mientras se alejaba, y él, de espaldas, alzó una mano en señal de despedida.

Estamos obligados a ser felices en Navidad, sea o no cierto. La gente nos exhorta a ello varias veces por minuto, y puesto que yo soy una buena chica, y que siempre hago lo que me dicen, considero una insolencia desafiarles. Aunque yo tampoco había renunciado, a causa de mi viudez, a la necesidad de estar contenta: demasiada compasión es igual que demasiada lluvia.

Y al fin me encontraba en una casa cálida, repleta de delicias inesperadas. Pansy había llevado a Lucinda a la cama, acomodando a Mossie contra su pecho. Entregué a Pansy los soldados de hojalata y varios pares de guantes y la envié a su casa con su nuevo gorro, otro sobre con dinero y algunas vituallas de las cajas. Entonces vagué por el salón, sola, y pensé varias veces en ir al taller y comenzar con los manuscritos recién llegados, por simple costumbre, o por tener algo que hacer.

Intenté consolarme diciéndome que mi sensación de soledad era normal tras la reciente pérdida del esposo. Pero yo sabía que no extrañaba a Peter en absoluto. Sentía una ausencia diferente: era más rica de lo que jamás había soñado, y sin embargo me encontraba sola y vacía por dentro. No era un dolor conocido.

Pensé en Din, en cómo conseguí que me diera un beso, y en lo casto que había sido. Estaba avergonzada; nuestras mentes nos ocultan cosas incluso a nosotros mismos. ¿Les había resultado tan evidente a los habitantes de Holywell Street? ¿Cómo se habían dado cuenta si yo me lo negaba a mí misma? Pero ahora ya no tenía la excusa de la preocupación por la supervivencia para dejar de lado mis sentimientos, ni del hombre enfermo en el sillón Windsor de mi salón que necesitaba mis cuidados, y ya no podía seguir ignorando a Din.

Decidí que debía ponerme a trabajar, aunque sólo fuese para dejar de lado estas revelaciones que me quemaban por dentro como fuegos artificiales. Fui a buscar los nuevos paquetes, intentando no mirar el telar donde él se sentaba, pero no pude contenerme. Recorrí la madera con la punta de los dedos, y cogí una aguja. Intenté recordar las palabras amables que intercambiamos aquí. Lo deseaba: ahora que tenía el vientre lleno, lo único que quería era llenarlo aún más, si bien el hambre era distinto.

Me alejé del telar, cogí un manuscrito del paquete y lo estudié para decidir cómo trabajarlo. Una vez más, era algo repugnante. Repugnante, aunque profundamente triste. Resultaba paradójico que aquella literatura describiese las cosas más íntimas que podían realizarse con otra persona (o personas), en los términos menos humanos posibles. En aquellos libros no había personas, sino partes del cuerpo. Las historias no hablaban de la unión con el otro, sino de fantasías individuales, de satisfacciones personales. No eran generosas, ni libres de espíritu, ni integradoras, sino que buscaban excluir, disminuir y dominar. No había placer en ellas, a menos que fuese negado a algunos en la misma proporción en que era disfrutado por otros. Y puesto que mi existencia estaba fundada en la complicidad con quienes producían estos textos, no tenía muchas esperanzas de satisfacer mi vida emocional. Sólo se puede tener la mitad de lo que se desea, diría mi madre. Y si la seguridad financiera era la mitad que me tocaba en suerte, debía deshacerme de mis sentimientos.

La mañana siguiente, mientras sonaban las campanas de la iglesia y las calles se llenaban de parroquianos mejor vestidos que de costumbre, me puse mi nuevo vestido marrón a pesar de que me quedaba un año antes de poder vestirme de medio luto en público. No me probaría el corsé; el vestido era suficiente novedad para un día. Traté de llegar con las manos a la espalda, por encima del hombro y rodeando la cintura, hasta que pude ajustar los cierres para ver qué tal me quedaba. Quité la manta que cubría el espejo, y aunque apenas podía distinguir mi reflejo detrás del polvo, fue suficiente para hacerme gritar alarmada.

—¿Qué sucede, mamá? —vino corriendo Lucinda, con una taza de té de juguete en una mano y Mossie en la otra—. ¡Estás preciosa, mamá! ¡Preciosa! ¡Déjame ayudarte!

¿Preciosa? ¿Así me veía? Enseñaba el cuello, los hombros y todo el camino hasta el nacimiento de mis minúsculos pechos. Quizá las mujeres de la aristocracia lucían todas las noches un espléndido décolleté como éste, incluso en presencia de hombres, pero yo nunca me había sentido tan desnuda. ¿Preciosa? Más bien flaca y huesuda, como un pollo triste y viejo.

—Mamá, mira qué ampollas tienes en las manos —dijo Lucinda. La delicadeza del vestido ponía en evidencia las imperfecciones que ocultaban otras prendas—. Estás encorvada. Ahora sí, echa los hombros hacia atrás, como las verdaderas damas. Deberías llevarlo siempre. ¡Pareces tres metros más alta!

Cogí el abanico de plumas moradas y negras y lo sostuve frente a mi nariz, apenas mostrando los ojos, y con el otro brazo intenté cubrir mi cuello y mis pechos, aunque con aquella postura sólo conseguía sugerir aún más mi desnudez. Intenté concentrar mi mirada en el vestido, ignorando la carne que sobresalía. Por la forma en que caía, estaba hecho para ser llevado sobre un corsé, pero incluso sin corsé tenía que reconocer que realzaba mi cintura.

Volví a cubrir el espejo con la manta y pasé frente a la ventana, desde donde pude ver a la gente camino de la iglesia. No eran los rostros habituales de Ivy Street, sino desconocidos que venían para cambiar de costumbres en los días festivos, o para visitar a sus familias. Mi mirada se detuvo en un grupo de caballeros que esperaban a sus parejas, más lentas. Algunos fumaban, y todos iban orgullosos e incómodos en sus trajes de fiesta, rígidos y poco acostumbrados, y en cierto sentido, no tan caballeros. Uno de ellos, alto y apuesto, que caminaba en un extremo del grupo, me vio, y yo no bajé los ojos. Sentía que podía quedarme así para siempre, hasta que me di cuenta de que alguien podría detenerse y seguir la mirada de aquel hombre, descubrirme y juzgarme como una descarada. Me alejé rápido de la ventana y regresé junto a Lucinda, pero aún sentía aquellos ojos clavados en mí.

Ya no esperaba a que mi vida comenzase, pensé justo antes de empezar a aborrecerme por completo. Vaya mujer de luto. Solté las ataduras del vestido en mi espalda y grité a Lucinda para que me ayudase, y no pude relajarme hasta que el vestido cayó en mis tobillos. Cogí mi camisola y mi vestido negro y me deslicé en ellos, como en mi nueva vieja piel. Me recogí el cabello y me puse el velo y mis viejas botas. Aferré la mano de Lucinda y salimos de la casa para unirnos a la procesión de parroquianos.

Canté los himnos con entusiasmo, como si el volumen pudiese aplacar mi confusión interior. Escuché con atención el sermón de Navidad, asentí ante los pedidos de caridad y descansé la mirada en las ramas verdes que adornaban los arcos, ventanas y salientes de la iglesia, como si me ofreciesen un lugar donde enterrar mi conciencia. Apenas noté que al desear una feliz Navidad a la señora Eeles y a Billy, a Nora Negley y su esposo, a Patience Bishop y a sus dos hijos, sus nueras y nietos y a Agatha Marlow y a su numerosa parentela, todos me miraban con frialdad y los labios fruncidos. Nada me parecía normal. No había reconocido el rostro que me devolvió el espejo aquella mañana. No dejaba de preguntarme quién era aquella terrible mujer que deshonraba a su sexo y traicionaba a su difunto esposo y a su hija enferma, abandonando su rol de refugio, de bálsamo, de ángel del hogar. Yo, que había sido una esposa obediente, ahora era una mujer de negocios. Pero mi negocio era ilegal, inmoral e irrespetuoso ante las mujeres, por lo que cualquier sensación de libertad que pudiera sentir al ganarme el pan era anulada con habilidad por las trampas pergeñadas por los obsceniteurs, pues su conocimiento de la enfermedad de Lucinda y de mi ambigua situación me ataba inexorablemente a ellos. Al menos ya no necesitaba encontrar una forma de garantizar la lealtad de Din conmigo y con ellos, aunque no era un descubrimiento que quisiera compartir.

Además, no sería una dama ni que me vistiera como tal a instancias de la gente más rica de Londres. No me avergonzaba coquetear con un extraño paseando por Waterloo en la mañana de Navidad, sin contar con que me sentía atraída por un misterioso y negro ex esclavo. Los Nobles Salvajes debían de divertirse bastante a mis expensas, como si fuese una Galatea de pacotilla. Sabía muy bien que en circunstancias normales ninguno de aquellos aristócratas me prestaría atención ni por una fracción de segundo… ¿Por qué Knightley y Glidewell se interesaban tanto por mí y por vestirme a su gusto? Yo estaba tan alejada de las mujeres que aquellos hombres frecuentaban como de las estepas africanas, y era mucho menos interesante. La idea de aquello en lo que me había transformado al ponerme el vestido me horrorizaba.

Pero mientras cantaba celebrando el nacimiento de nuestro Salvador, decidí que no me dejaría vencer por lo que también me daba de comer. Debemos buscar la resurrección, no la muerte, recordé, aunque eso no se lo diría a la señora Eeles.

No me apresuré en regresar a casa tras el servicio religioso. En un día sagrado como éste, más que nunca sentía que mi casa era un templo de perdición, vicio y vanidad. Savonarola se habría escandalizado allí dentro: no sólo por los paquetes de libros que tapizaban las paredes, sino también por el vestido, el corsé, las cosas caras esparcidas por todas las habitaciones mientras decidía dónde meterlas. Savonarola había quemado todo, libros y obras de arte, pero también espejos, cosméticos, vestidos… finalmente, él también terminó en la hoguera. Quemar para ser quemado: lo que pensamos y las decisiones que tomamos vuelven a nosotros de forma inimaginable.

Lucinda y yo calentamos la oca rellena, asamos unas patatas, hervimos unas zanahorias y chirivías y abrimos una botella de vino en un intento de comida de Navidad. Nuestro hogar era cálido y en muchos sentidos seguro, mucho más alegre que las últimas Navidades a pesar de la muerte de nuestro pobre Peter. No pudimos evitar reírnos cuando le conté a Lucinda nuestra primera Navidad en Ivy Street: Patience Bishop había enviudado hacía poco y comimos con ella carne y buñuelos, y Nora Negley había bebido demasiada ginebra y no paraba de cantar villancicos, y la señora Eeles había besado a Peter bajo el muérdago. Lucinda rió tanto que le dio hipo, así que le serví un poco de vino en su tacita de juego de té y le dejé tomar unos traguitos. Nos hicimos cosquillas y nos adormilamos cantando canciones navideñas hasta que la llevé a su cama mientras afirmaba que era la mejor Navidad de su vida y que esperaba que el fantasma de su papá no la escuchara decir eso desde el cementerio.

Tirado sobre la cama, el vestido marrón se burlaba de mí. «Pequeña mujerzuela», me decía mientras lo doblaba y lo dejaba encima de la otomana, en el espacio que había dejado mi velo. «¿Te crees una dama, verdad? ¿Acaso piensas que ahora que no puedes acercarte a Holywell Street ni salir de tu taller y tu casa podrás usarme en algún momento?».

Cuando la casa estuvo en silencio, me quedé sola con mi vacío, que sólo podía llenar una persona, y con mi compulsión por el trabajo para no sentirlo. Bajé al taller, encendí una vela solitaria y trabajé hasta la medianoche.

El día siguiente trajo su habitual procesión de barrenderos, aguadores, tenderos, carteros, carboneros y lampareros en busca de sus regalos navideños, y me sentí agradecida de poder satisfacerles a todos. El día 27, tras el almuerzo, mientras Pansy y Din estaban ocupados trabajando nuevamente, dejé a Lucinda jugando en el salón, me puse el chal y el velo y por fin me fui a ver a la madre de Jack.

Sin dirigir una sola mirada a los pares de ojos que me observaban pasar detrás de ventanas y cortinas, me dirigí hacia el nordeste, en dirección al río. Me pregunté si Din habría tomado este camino cuando le envié a buscar noticias de Jack el día de la muerte de Peter. Intenté pensar en mi difunto esposo, pero mis pensamientos se desviaban sin cesar hacia Din: Din caminando por estas calles, Din besándome en la mejilla… Finalmente llegué al número trece de Howley Place, como debía de haber hecho Din, y volví a ver aquellas pequeñas casas con paredes rotas y desconocidas a tal punto que era difícil saber cuál había sido su color original. Había varios indigentes sentados frente a las casas, en las calles. La puerta de Lizzie estaba abierta a pesar del frío, así que la llamé a gritos.

De entre las sombras surgió una mujer delgada y marchita, como un hilo de polvo levantado por la brisa. Tenía los ojos hundidos y tristes, y todo en ella era exiguo.

—Me preguntaba cuándo vendría —dijo mientras yo me quitaba el velo. Sólo cuando hablaba se notaba que no tenía dientes, ya que nunca sonreía—. Tendría que haber ido yo a hablarle. Pero he estado ocupada con los pequeños, y con eso de que Jack se ha ido y nos hemos quedado sin su dinero. No podía contárselo al moreno, a pesar de lo que Jack dice de él. Tampoco podía ir hasta allí.

—No importa, Lizzie, lamento no haber podido venir antes. No es que no estuviera preocupada, lo estaba y mucho, pero no he tenido ni un minuto con el asunto de la súbita muerte de Peter y…

—Lo siento de verdad.

—Gracias. Me extrañó que Jack no fuera al entierro. ¿Tiene problemas?

—Entre, se lo contaré todo.

Me llevó dentro, hacia una habitación donde casi no quedaba enlucido en las paredes y que olía a madera podrida, humedad y deterioro. Desde las escaleras nos observaban una docena de ojos brillantes rodeados de caritas sucias, la mayoría no más grandes que la de Lucinda, aunque yo sabía que algunos de los chicos tenían más años que ella. Había una sola silla en la habitación, junto con dos taburetes de tres patas.

—Siéntese —me dijo Lizzie.

—Usted coja la silla, Lizzie. Parece cansada.

Finalmente las dos nos quedamos de pie. El suelo estaba tan desnivelado a causa de las paredes que se derrumbaban, que me sentía como un marino en alta mar.

—Cuénteme, Lizzie.

—Ni siquiera nosotros lo supimos al principio. Tendría que haberlo visto. Tendría que haberme dado cuenta. Menos mal que Dan ya no está aquí… él lo habría enderezado. Dan le hubiera matado, se lo digo yo. Supongo que debo estar agradecida.

—¿Por qué le habría matado? ¿Qué ha hecho?

—Fue aquella noche, cuando salió de su casa. Le arrestaron, justo frente a la puerta.

—¿De qué le acusan?

—Vaya, señora Damage, eso es lo terrible.

—¿Le han metido en prisión por eso, sea lo que sea?

—Todavía no ha ido a juicio, pero no tiene oportunidad alguna. Me dijeron que le van a caer diez años.

—¿Le molestaría decirme por qué?

Lizzie suspiró profundamente, como si lo que estaba a punto de contar pudiese matarla, y poco a poco levantó el dedo medio de la mano izquierda, que flexionó hacia arriba y comenzó a mover arriba y abajo. Entonces lo supe, sin duda, y todos estos años de ignorancia se llenaron de sentido.

Peccatum illud horribile, inter Christianos non nominandum, como había leído en tantos textos.

—¡Diez años!

—Diez años. Y podría haber sido peor. ¡Hace un año lo habrían ahorcado! —exclamó levantando la voz y moviendo las manos como las gastadas alas de un ángel, como si con el gesto pudiese tocar a su creador, y con el grito, conseguir que la escuchase.

—No, Lizzie, no lo habrían ahorcado, se lo prometo.

Le cogí los brazos, los bajé, y llevé sus manos contra mi pecho.

—Es lo que me dijo el navajero —afirmó.

—¿Quién?

—El afilador de cuchillos —respondió, como si aquello probara la verdad.

—Lizzie, en teoría, tiene razón. El año pasado anularon la pena de muerte para ese… crimen. Pero no han ahorcado a nadie por ello desde 1830. Créame, algo sé al respecto: está todo en los libros —dije, y me apresuré a añadir—: Quiero decir, en los libros que Peter solía encuadernar, cuando él y Jack trabajaban para el Parlamento. No se llene la cabeza con esas cosas. Diez años es mucho mejor que la horca, consuélese con eso, Lizzie.

Finalmente la senté en la silla y paseé la mirada por la miseria que nos rodeaba en busca de algo con qué cubrirla.

—¿Qué necesita? —le pregunté, pero sabía que no había una verdadera respuesta a mi pregunta.

Lizzie estaba más allá de las lágrimas, atontada e incapaz de reaccionar.

—¿Puedo ir a visitarlo, Lizzie? ¿Dónde lo tienen?

Lizzie negó con la cabeza.

—Ha dicho que no quiere visitas.

—Le traeré su salario la próxima semana —dije en voz baja, y luego le di la mano y me preparé para salir.

Tres niñitos con el cabello del mismo color que Jack se pusieron en mi camino.

—¿Va a traer a Jack de regreso? —me preguntó uno de ellos.

—Ya quisiera yo, pequeño —respondí.

—Mamá le necesita —dijo otro.

—Y me debe dinero —exclamó el tercero.

—¡Salid de aquí, vosotros! —gritó Lizzie en su último acto antes de desplomarse hacia atrás el respaldo de la silla como si estuviera muerta—. Id a buscar algo de ginebra, si queréis ayudar —oí que murmuraba miserablemente como una vela agonizante mientras salía.

Me maldije a mí misma durante todo el trayecto de regreso por no haberme dado cuenta antes. Desde que conocía a Jack había preferido no leer los indicios: la falta de interés por tener novia, la vergüenza frente a gran parte de la literatura con la que trabajábamos, la falta de amigos… Y al igual que cuando se enviuda comienzan a verse velos y vestidos negros por todas partes, los vi de repente en todos lados, y comprendí lo que había estado ignorando: los muchachos con sus uniformes de marinero en el Strand, los mensajeros de Holywell Street… todos afeminados. Maricones. Invertidos. Perros de presa. Sodomitas.

¿Me disgustaba aquello? Un año atrás lo habría hecho. Un año atrás no habría luchado tanto por comprender. Mi pequeño Jack. Era un muchacho adorable, de gran corazón. Jack, y su furtiva, su pequeña vida secreta. No, no me disgustaba. Me avergonzaba reconocerlo, pero en cierto sentido me sentía aliviada: aliviada porque su arresto la noche que Peter había pasado a mejor vida fuera sólo una coincidencia. Quizá Peter lo había visto cuando le arrestaron, quizás había oído los cargos que se presentaban contra su aprendiz. Peter habría estado más que disgustado, le habría amargado la vida. Posiblemente fue aquello lo que le dio el empujón final, lo que le envió hacia su última botella de láudano y su último viaje en busca de su Creador. No me sorprendería lo más mínimo.

Y junto al rostro ultrajado de Peter, también imaginé a Lizzie, aplastada por lo que sentía como una traición, preguntándose una y otra vez qué había hecho para merecer tal insulto: madre, rechazo tu sexo, y para mí elijo el mío.

Yo conocí a Dan, el padre de Jack, al principio, cuando firmaron el contrato de aprendiz, poco antes de que desapareciera una noche tras una pelea en la que robó diez libras. Algunos dijeron que volvió al mar. Otros, que tenía una segunda esposa en Glasgow, donde vivía. Recuerdo que se movía lenta y pesadamente, como alguien que lleva acumulando rencor desde que su madre le dejó de dar el pecho. Antes de caer en la bebida había sido herrero; un hombre tosco, que azotaba al pequeño Jack con una vara de hierro y le amenazaba con marcarlo con hierros calientes, desesperado ante su delgado y frágil muchacho, quien no mostraba interés por seguir los pasos de su padre en la herrería. Jack era el único miembro de su familia que sabía leer, y había aprendido solo, con los periódicos que recogía en las calles. Dan tardó un tiempo en comprender que no conseguiría endurecer a su hijo a golpes y que así terminaría por matarlo, y lentamente sus aspiraciones y las de Lizzie comenzaron a crecer respecto de Jack y su capacidad de lectura. Poco a poco fueron incentivando a su hijo a leer, ahorrando para pagarle una mínima educación. Una noche, llegó a casa orgulloso con dos libros que había birlado a alguien en la taberna para su muchacho. Uno era el Prometeo liberado de Shelley (si Dan hubiera sabido que se trataba de poesía, jamás se lo hubiera dado), y el otro el Informe de los Comisarios Metropolitanos sobre la locura de 1844, que no le enseñaron a Jack nada que no hubiera aprendido ya en su vida junto al río, pero que aumentaron su confianza en sus aptitudes intelectuales. Recuerdo que, cuando finalmente firmó el contrato de aprendiz en Encuadernaciones Damage, pensé que Lizzie estaría henchida de orgullo. Jack no tendría que trabajar en los depósitos de carbón, ni en el río; Jack era la gran esperanza de la familia.

Pobre muchacho. Era un milagro que hubiera sobrevivido todo aquel tiempo en Lambeth.