15

El viernes es un día especial,

el mejor o el peor de los siete por igual.

La cantidad de trabajo disminuía a medida que nos acercábamos a Navidad. Pronto nos quedaron muy pocos libros para encuadernar en cuero, con la excepción, por supuesto, de los catálogos fotográficos, que continuaban apilados contra la pared, como una Torre de Babel que se burlaba de mí en lenguas que no podía y no quería comprender. No había logrado victoria alguna frente a Diprose, ni siquiera me había pagado, y me preguntaba hasta dónde debería llegar mi desesperación para rendirme a sus encargos. Hasta entonces creía que este trabajo nos salvaría, que me estaba comportando como una buena esposa, pero la verdad es que comenzaba a preguntarme si era mejor que una prostituta. Me sentía como el fantasma de Holywell Street, atrapada en sombríos laberintos de vicio y suciedad, incapaz de encontrar el camino hacia la luz del sol.

Comencé a preocuparme seriamente cuando volvió a aparecer el señor Skinner, quien sin más que un «muchas gracias» se llevó todos nuestros ahorros, y nos dejó sin nada con que comprar comida, sin mencionar la posibilidad de algún gasto navideño. Llevé una minúscula bolsa de polvo de oro a Edwin Nightingale, quien la aceptó a cambio de mis deudas pero no me dio ni un penique. En el taller no podía controlar mi mal humor, hablaba con rudeza a Jack y Din, y gritaba a Pansy.

—Sabes cuántas horas debes trabajar —reprendí un día a Din—. Son menos que Jack y, aun así, no cumples.

—Lo sé.

—¿Por qué te vas más temprano los viernes?

—Tengo otros asuntos que atendé.

—¿Cuáles?

—No puedo deci'le.

Pero sí podía, pensé. Y de todas maneras, yo ya lo sabía. Otros asuntos… Tenía que encontrar una manera de hacerle confesar.

—Din… a veces, cuando llegas… —¿Cómo decir esto con tacto?—. Parece… como si alguien te hubiese lastimado. Llegas lleno de moretones y…

¡Santo Dios, qué buena elección de palabras!

—Sí, seño'a, los tíos como yo también tienen cardenales, pero es más difícil de ver —dijo, y siguió trabajando.

Me había apresurado demasiado.

—¿Entonces, adónde vas los viernes, Din? ¿Cuáles son tus otros asuntos? —Así no llegaría a ningún lado, conque añadí—: ¿O te avergüenzas de ello?

No respondió.

—¿Estás contento aquí, en la encuadernadora?

—¿Contento, seño'a?

Ya no podía detenerme.

—¿No te alcanza con nosotros, que tienes que ocuparte de «otros asuntos»? —Él continuaba impávido—. ¡Es eso! ¡Estás avergonzado de nosotros, entonces! ¿Somos demasiado bochornosos para ti, Din?

—¿Bocho'nosos, seño'a?

—¿Es demasiado vergonzante para ti trabajar en esto? —Yo seguía sin saber si él conocía la verdadera naturaleza de nuestro trabajo, pero la ira me empujaba a continuar. Din no reaccionaba, lo que me provocó aún más. Era yo la avergonzada aquí—. ¿Y, además, trabajar para una mujer?

Levantó la vista de su mesa de trabajo y me miró.

—¿Vergüenza? No hay de qué avergonza'se aquí. Usted dirige un negocio respetable, seño'a.

—¡No te burles de mí!

—No me burlo —dijo inclinando la cabeza y cerrando un ojo, como para analizarme mejor con el que quedaba abierto. Parecía divertirse—. Respetable —repitió—. Del latín respicere, mirar atrás. Observar. Contemplar. —Ahora sonreía abiertamente, y yo estaba muy confundida—. La respetabilidad es cómo la ven a usted los demás. Yo sólo sé cómo la veo yo, no cómo la ven los demás. Y para mí, seño'a, usted es alguien respetable.

Sus palabras me dejaron sin aliento, y quedé petrificada, sin poder volver a lo que había dicho ni continuar con lo que quería decir. Finalmente, respondí:

—Entonces no te preocupa que yo no te considere respetable. ¿Acaso no te miro yo también?

Se hizo un silencio tangible, como el intervalo entre una campanada y otra cuando el reloj da la hora. Si las palabras eran sólo vestidos sobre nuestro verdadero ser, el silencio era desnudez, y yo estaba temblando. Pero no me atreví a permitir que su mirada me calentase, aunque sabía que así sería. Era capaz de avivar fuegos incontrolables en mi interior y consumirme en su calor. No. ¿Cómo se atrevía a contemplarme? ¿Cómo se atrevía a ponerme en ridículo, a burlarse de mí, a jugar conmigo, a desvestirme? Yo era su patrona. Él era mi esclavo.

Puesto que Din era incapaz de decirme adónde iba, lo que tenía que hacer era seguirle. Así lo sabría y podría someterlo. Ahora pienso que eso era lo que yo más quería entonces: tener poder sobre él. Porque sobre los extraños sentimientos que me provocaba, yo no tenía dominio alguno.

Tenía tiempo para llevar a cabo mi plan, vista la escasez de encargos provenientes de Holywell Street. No obstante, necesitaba cierta organización, por lo que salí a Ivy Street y, preparando la persecución de Din, llamé a la puerta de la señora Eeles. Abrió rápidamente, pero su desilusión fue evidente al descubrir que se trataba de la prostituta de Ivy Street. Al verme, se escondió por completo detrás de la puerta, aunque no la cerró, como para indicarme que continuase.

—Señora Eeles —dije al vacío—, le pido perdón por tener que abordarla con un asunto tan sensible, pero me he enterado de que ha muerto un conocido de mi esposo…

No había imaginado que resistiría tan poco. Asomó la cabeza por la abertura de la puerta para mostrarme cómo fruncía el ceño de preocupación.

—Pobre muchacha… ¿Le conocía bien?

—Bastante bien, sí. Aunque no vengo a solicitar su piedad. Es su viuda quien me preocupa. Ella y sus dieciocho hijos.

—¡Dieciocho! —Ahora hizo aparecer su mano levantada hacia el cielo—. ¡El Señor da, y sin embargo también quita! ¡Que Él bendiga a los pobres niños!

—El funeral es el viernes, y…

—¿Necesita ropa adecuada?

—Lamentablemente, sí. Necesito un manto, y el velo que le di a cambio de la renta el pasado diciembre. Será sólo por una noche, a partir de las cinco de la tarde del viernes. Se lo devolveré limpio cuando regrese.

Vi que calculaba las horas en su mente, y esperé que considerase que no valía la pena enviar a Billy para que me siguiera. No sabía dónde podría perderle de camino a las curtidurías.

Entró en su casa un momento y me dejó frente a la puerta. No necesitaba volverme para saber que toda Ivy Street me estaba observando. Al fin, su mano asomó por la puerta, sosteniendo un bulto negro de crespón y lana. Lo cogí e hice una reverencia, aunque ella no podía verme.

—Le estoy muy agradecida, señora Eeles. Gracias, de verdad.

—Y aquí tiene unos guantes —dijo por sorpresa, ofreciéndome con la otra mano un par de coquetos guantes negros.

Esperaba que apareciese una tercera mano con un camafeo de azabache, y una cuarta con unas cintas, pero me conformaba con lo que tenía, así que regresé al taller.

Las horas que pasé junto a Din en la encuadernadora aquel viernes fueron extremadamente tensas. Temblaba sin cesar ante la idea de lo que me proponía hacer aquella noche, pensando en cómo me justificaría de ser descubierta. Pero la realidad era que mis temblores se debían a otra cosa: comenzaba a sospechar que mis deseos de tocarlo no tenían nada que ver con la curiosidad, sino con una compulsión surgida de lo más profundo de mí y que amenazaba con guiar mis manos sin intermediación de mi cerebro. Cada vez que le alcanzaba un pliego o cualquier objeto, todo lo que podía hacer era cerrar con fuerza los puños al soltarlo, como si quisiera golpear el aire en lugar de sentir el contacto de la punta de sus dedos.

Mientras luchaba conmigo misma en el trabajo, intentaba convencerme de que eso eran extrañas fantasías producto de nuestras diferencias innatas e irreconciliables. La literatura de la que me proveía Diprose sostenía que los hombres de color desean a las mujeres blancas porque representan todo lo que no pueden poseer. El argumento inverso implicaría que yo sólo le deseaba porque era negro. Lady Knightley y sus damas eran suficiente prueba de ello. No, los libros no me eran de ayuda en este caso. El único libro que mostraba el deseo de las mujeres blancas por un negro era El turco lujurioso, pero en este caso se trataba de un turco, no africano, y además dey, y tan prodigiosamente dotado que, al parecer, ninguna mujer iniciada a la sexualidad de forma brutal mediante tal herramienta podía resistirse, una vez que el dolor se transformaba en placer. Por lo tanto, de poco me servía como guía. En ningún lado encontraría un libro que me ayudase: este tema no era de los más habituales en los anaqueles de las bibliotecas públicas. «Ilusiones del amor, Dora —me dije—. Un deseo injustificable, Dora».

Delante de todos, anuncié a Jack que saldría más temprano de la encuadernadora, que él debería cerrar y que esperaba que se marchase a la hora convenida. A las cinco menos cuarto entré en casa y me puse el largo manto negro, el velo y los guantes de la señora Eeles. Me calcé las botas y comprobé que su calamitoso estado era más evidente que nunca: los dedos de mis pies estaban completamente a la vista, y la suela gastada no era más gruesa que un papel de periódico. Entonces cogí deprisa las botas marrones de debajo de la cama, intentando persuadirme de que era mejor tambalearme en tacones que congelarme los pies. Ajusté bien los lazos y me despedí de Pansy y Lucinda, sin dejar de escuchar qué sucedía detrás de la puerta, en la encuadernadora. Pude sentir la sombra de Din cuando pasó junto a la casa al marcharse.

No veía al fisgón de Billy por ningún lado, y cuando llegué al puente de Waterloo ya sabía que nadie me estaba siguiendo, lo que me permitió concentrarme en ir detrás de Din a una distancia prudente y estar atenta a la dirección que tomábamos, ya que estaba claro que no era la de las curtidurías. Además, el tiempo comenzaba a preocuparme: el crespón y el agua no se llevan bien: el tejido elástico y apretado se arrugaría bajo la lluvia y el velo quedaría completamente arruinado, al igual que mis planes y el placer de la señora Eeles.

Pero había otra cosa que me inquietaba: eran incontables las veces que había cruzado este puente observando las puntas de mis botas asomando y desapareciendo bajo el dobladillo de mi falda, deseando tener unas botas nuevas que mantuvieran mis pies secos y cálidos. Ahora por fin las tenía, y su eficiente taconeo gratificaba mi espíritu tanto como lastimaba mis pies, que pronto estuvieron en carne viva.

Al llegar al Strand, Din levantó el brazo para parar un autobús con un cartel que indicaba «BOW y STRATFORD», así que aceleré el paso para poder subir antes de que partiese. Temía no llevar el importe exacto en mi bolsa y llamar la atención al pagar. También me preguntaba dónde me sentaría: con este manto, no en el piso de arriba, pero si me sentaba dentro corría el riesgo de encontrarme cara a cara con el hombre al que estaba siguiendo.

No pude oír lo que Din dijo al conductor cuando pagó, pero al pasar el torniquete le vi subir al piso de arriba a grandes pasos, con lo que podría instalarme cómodamente dentro.

—Lo mismo que él —susurré al conductor ofreciéndole un chelín.

—¿Qué dice? —gritó.

—Lo mismo que él —repetí—. Bajo en el mismo lugar que aquel hombre.

—¿El negro? —gritó.

—Sí —siseé—. Por favor, rápido.

Cuando por fin cogió mi moneda, avancé entre las rodillas de oficinistas con sombreros de bombín que regresaban a sus casas para sentarme en un lugar desde donde pudiera ver el movimiento de las piernas de Din por entre los tablones del techo. En cuanto se pusiese de pie, yo lo sabría.

Los otros pasajeros me observaban como si fuera una carterista, pero luego recordé que siempre miraban así a las mujeres que llevaban velo. La imposibilidad de verles los ojos les hacía creer que ellas tampoco veían los suyos. Les perdoné su insolencia. Después de todo, no había mucho más que ver en aquella gris tarde de viernes que los extraños con quienes se comparte un espacio más pequeño que el trastero de mi casa. La niebla no permitía ver casi nada, salvo las formas que aparecían bajo el reflejo amarillento de las lámparas de gas, por lo que pasé el trayecto con un ojo vigilando a Din y el otro a posibles ladronzuelos. Unos oficinistas bajaban, otros montaban.

Por fin, las piernas de Din se enderezaron. Se había puesto de pie, y era mi señal para abandonar el autobús.

—Disculpe, disculpe —iba diciendo—. Usted perdone…

Cuando llegué frente a los frágiles peldaños, aunque el autobús todavía estaba en movimiento, tuve que saltar para no perder el equilibrio, pero aterricé sobre un tacón desacostumbradamente alto, y un poste de luz salvó mi caída. ¿Dónde estaba Din? Lo reconocí justo antes de que doblase por una esquina, y me apresuré tras él. Ni siquiera pensaba en la insensatez de correr por los adoquines con un manto largo y botas elegantes, a lo largo de calles donde lo mejor con lo que podía tropezarme era la basura. El disfraz era eficiente porque no se parecía a ninguna de las prendas que solía llevar, pero también atraía las miradas.

Le perdí de vista una o dos veces en las zonas oscuras entre una farola y otra, pero siempre oía su silbido, y cuando no era eso, eran dos mujeres de brazos cruzados frente a algún comercio que gritaban «¡Lávate la boca, tío Tom!» las que me permitían ponerme a la par de su zancada, que nunca disminuía. Un golfillo fue tras él un momento cantando «Negro, negro, macaco», luego desvió su atención hacia un perrito y se dedicó a atormentarlo. A veces alguien le saludaba con un gesto, y algunos con más confianza.

—¡Dandi Din! —le dijo un negro más viejo con barba gris, dándole una palmada en la espalda.

Nunca antes había visto tantas personas diferentes: había más negros, más indios, más orientales y muchas más mujeres que en cualquiera de los lugares que conocía.

Entonces Din avanzó por una calle empedrada que se bifurcaba frente a una taberna. Le observé desaparecer por las escaleras que descendían frente a la puerta principal. No podía seguirle sola. Estaba petrificada, y de repente llamaba la atención.

Intenté pretender que esperaba a alguien. Ajusté el manto sobre mis hombros, sintiendo el frío. Todavía no podía volver a casa, no sin haber descubierto algo. No estaba segura de que acusarle de ir a una taberna fuese suficiente.

Pero cuando comenzaba a ponerme nerviosa, la cabeza de Din apareció por la abertura de las escaleras.

—¿Viene o no, mujé? —Salió de las escaleras y caminó hacia mí con los brazos abiertos—. ¿Ha venido hasta aquí para perde'se la fiesta? No puedo dejar a una dama sola.

—¿Cómo demonios supiste que era yo?

—La reconocería en cualquier lado por su manera de andá, incluso con esas ridículas botas.

Me cogió firmemente del brazo y yo me encogí ante su contacto, pero luego me relajé al sentir la tibieza y la solidez de sus dedos, reconfortantes como un vaso de leche tibia con brandy.

—¿Dónde estamos?

—En Whitechapel —respondió—. Venga dentro.

—¿Puedo?

—No es bueno, no. Estuve a punto de encararme con usted todo el viaje, pero ya no estoy enfadado. Es usted muy incauta; si la dejara aquí ahora, estaría mue'ta a mi regreso.

Bajamos las empinadas escaleras de madera, Din me cogía del brazo por encima del codo y yo me sostenía las faldas con las dos manos. Entramos en un sótano.

—Lo mejor será que se deje el velo puesto —susurró.

En la habitación había unas diez personas. La mayoría, aunque no todos, eran del mismo color que mi escolta. Dos pertenecían al sexo débil, aunque no sabía si era una definición correcta para dos mujeres cuya piel era más oscura que la de Din. Sin duda, sir Jocelyn tendría algo que decir al respecto. Din me encontró una silla para mí entre las sombras del fondo de la habitación, donde me dejó antes de alejarse. Saludó con un gesto a algunos de los presentes, palmeó con calidez los hombros de otros y cruzó algunas frases con otros tantos. A veces, cuando hablaba con alguien, hacía un gesto en mi dirección y su interlocutor me observaba asintiendo.

Estaba mucho más nerviosa que cuando le seguía en la calle. A pesar del frío, tenía las manos húmedas bajo los guantes, igual que las axilas. Nadie parecía prestarme demasiada atención, pero una de las mujeres sostenía un bebé en el regazo, y el niño no dejaba de mirarme. Me alegraba de haberme puesto el velo, y me preguntaba si Din me protegería en caso de que alguien exigiera que me quitase el disfraz. Esperaba el momento en que comenzarían las peleas.

—Bueno, volvamos a nuestros asuntos —dijo un hombre alto con sombrero rojo, refiriéndose a la interrupción que provocó nuestra llegada.

Rápidamente comenzó la discusión, y la atmósfera de la habitación era tan seria como la de un funeral. La mayoría de lo que se decía se me escapaba por completo. Se citaban aquí y allá nombres de lugares y personas. Algunos los había oído antes, otros me eran totalmente extraños. Alguien mencionó a Freddie: Freddie Douglass. Harpers Ferry. John Brown. La conversación subió de tono. Hubo gritos y puñetazos en las mesas. Pero esto no era el deporte de los broncos curtidores. ¿De qué se trataba? ¿Alguna hermandad diabólica? ¿Una secta satánica?

—Carolina del Sur va a separarse. Tenemos que atacar allí.

—Nuestros hombres están en Misisipi —dijo un hombre blanco, pequeño y desaliñado—. Toda nuestra gente está allí. Carolina del Sur no es una buena idea, es imposible.

—Carolina del Sur es el lugar adecuado. Nuestro hombre es Barnwell Rhett, no Davis. Sería un error perdernos aquello.

—Sería un error intentarlo. Misisipi también se sublevará, créeme. Apoyamos a Davis.

—Él dice que no lo hará. Se opone por principios.

La mitad de los presentes se abatió sobre el orador.

—¿Y en la práctica, idiota?

—Pero ¿podéis creerlo?

—Tú mira levantarse a Misisipi. Mira y espera.

La discusión no amainó cuando el patrón trajo una bandeja con cervezas que distribuyó entre los invitados. Algunos cogieron sus vasos con un saludo y una sonrisa que él les devolvía. El hombre del sombrero rojo le ignoró, y a las cervezas también. El patrón se quedó un momento escuchando la discusión y luego salió, aparentemente indiferente, o acostumbrado, a la tensión en aumento. Habría pelea, de eso estaba segura.

—Tiene razón —dijo el hombre blanco—. Se está intensificando, y nosotros también debemos intensificarnos. Hay que atacar cuando el hierro aún está caliente. Cuando el presidente aún está fresco.

—Te equivocas. Todavía es demasiado peligroso. Tendríamos que haberlo controlado antes. Se hará grande demasiado pronto…

—Y aún más grande si Misisipi se suma.

—Cuanto más grande, mejor.

—¡Entonces controladlo!

—No nos atrevemos…

—Sol está en lo cie'to, pero por razones equivocadas —intervino de repente Din. Se puso de pie y en la habitación se escucharon murmullos. Din. El corazón me latía deprisa y sentía cómo el miedo elevaba mi temperatura. ¿Cuál era su rol en todo esto? ¿Era uno más, un líder o una víctima?—. Vamos a por Davies, pero no le matamos. Davies es el hombre más importante del sur, y no podemos permitirnos manchá nuestras manos de sangre en este momento. Hay que volvé al plan de julio.

Se le notaba el acento más que nunca. Jamás le había escuchado hablar así. Hizo un gesto como para sentarse, pero no se lo permitieron.

—¡Has cambiado de discurso, pequeño Din! ¿Qué te sucede?

—Nada —dijo mirando a su acusador—. Sólo creo… que nos equivocamos al utilizar la violencia.

Yo estaba sorprendida por la autoridad de Din. Nadie hasta el momento había suscitado tales reacciones. El ruido era ensordecedor: algunos abucheaban, otros pitaban o se exclamaban sorprendidos, e incluso hubo algunos vítores por parte de otros.

—¿Equivocados con la violencia? ¿Escucháis lo que dice Din? ¡Un error usar la violencia!

Din comenzó a hablar nuevamente, en voz baja pero firme:

—Secuestradle y mantenedle prisionero. Poned al país de rodillas. Reclamad un rescate por él.

—¡Tú sí que sabes, Din! —gritó alguien desde una esquina.

—Hacedle probar el cautiverio, y matadle si no cumplen nuestras exigencias —continuó Din.

—¡Matadle! ¡Matadle! —gritó otro entre el barullo.

—¡Callaos todos! —Din estaba de pie en medio del caos—. Tomamos lo que nos corresponde, sin matá. Mordemos, sin matá. Golpeamos, sin matá. ¿Por qué? —Comenzó a hacerse un silencio a su alrededor. Era sin duda un gran orador—. Porque queremos ganá tiempo. Tiempo para llevar nuestras exigencias al Senado, y tiempo para que las consideren. Ya hay demasiada sangre en nuestras manos —dijo, y añadió rápidamente—: Yo lo sé más que nadie.

—¡Din, tú has aullado pidiendo sangre desde que te uniste a nosotros! —dijo el hombre a quien llamaban Sol. Tenía un rostro amigable; parecía cansado y viejo, pero a mí ya me caía bien—. ¿Qué ha cambiado, hermano?

—¿Que qué ha cambiado? Lo que ha cambiado es que ahora sé que soy un guerrero. Todos lo somos aquí, y no podremos pelear si estamos mue'tos. No voy a arriesgarme a que me ahorquen sin juicio. Ni soñando. El día que me arriesgue a ser ahorcado será el día que sabré que soy ciudadano de Estados Unidos y se me garantiza un juicio justo.

—Eres un cobarde, Din, un gallina.

—Te equivocas conmigo, Adam, de verdad te equivocas. ¿Recuerdas Nueva Orleáns? Era una misión casi suicida, pero la acepté. No temo morir ni por mi gente ni por mi país, si considero que es lo que debe hace'se. Las cosas han cambiado, y tú también te lo hueles. Jefferson Davis nos es más útil vivo que mue'to. Y no me malinterpretes: si quisiera, lo atravesaría con mi cuchillo, como podría matar a cualquier capullo que sostenga la esclavitud hasta el final, aunque implique la destrucción de la nación. Pero si voy a comandar el equipo de secuestradores, y sois vosotros quienes me habéis elegido, daré a aquel hombre la mejor comida y los mejores vinos tres veces al día o más, le trataré como a un rey africano, o como a un dios africano, si con ello puedo garantizar la libertá de todos los negros, en cualquier circunstancia.

—Nosotros te elegimos para secuestrarle, Din, no para que decidas —dijo el hombre del sombrero rojo rodeado de cabezas que asentían—. ¡Si queremos que le mates, pues le matas! ¿Qué ablandó tus ideas, muchacho?

Yo temblaba con tanta fuerza que seguramente todo el mundo veía cómo se movía el velo, aunque en realidad nadie se interesaba por mí. Compartía la habitación con un grupo de renegados fugitivos, en una esquina insignificante de un barrio cualquiera de Londres y, sin embargo, de lo que aquí se discutía era el derrocamiento de una institución centenaria como la esclavitud. El secreto que estaba buscando para asegurarme la lealtad de Din resultaba ser mucho más grande, horrible y noble de lo que jamás hubiera imaginado.

Din comenzó a perder terreno.

—¿Qué es lo que te ha hecho cambiar de idea? ¿Has estado viendo a demasiadas mujeres bonitas?

La gente estalló en carcajadas, y algunos me miraron directamente.

—Ella no tiene nada que ver con esto —dijo Din.

—Pero fuiste tú quien la trajo, Din. ¿Pediste autorización? Nadie trae gente aquí sin preguntar antes. ¿Y tú quién eres, preciosa? —El del sombrero rojo se dirigía a mí—. Ponte de pie, déjanos ver tu linda carita.

Hubo más risas, y yo deseé poder mirar a Din a los ojos para saber qué hacer.

—Déjala tranquila, Jon-Jo —ordenó Din.

—¿Vas a obligarme?

—Sí. La mujer no dará problemas. Ninguno. Ya tiene suficientes secretos oscuros de los que preocuparse. No me será difícil mantenerla callá.

—Asegúrate de que así sea, hermano. Personalmente.

—No te preocupes, eso haré.

Me lanzó una mirada, y al fin la atención se desvió de nosotros, por lo que pude volver a respirar, al igual que Din, vista su expresión. Comenzó a morderse las uñas y la conversación tomó otro rumbo, pero ya no volvió a mirarme.

Me concentré en escuchar durante el resto de la velada, y aprendí mucho. Aprendí que una cosa era dejar América si eras negro, pero otra muy distinta era intentar regresar. También escuché los pros y los contras de la ruta A (Cunard, el Gran Oeste y transporte de tercera clase hasta Ellis Island) frente a la ruta B (barco de mercancías, contrabando y viaje en las bodegas). También se habló de obtención de fondos, de coordinación, de las diferentes maneras de hacer llegar los mensajes a las familias de cuáqueros que vivían cerca de la residencia de Davis y les ofrecían su apoyo. Sólo escuchando con atención podía olvidarme de mi situación. Poco a poco mis temblores se fueron calmando, al igual que el ambiente de la reunión. Al final Din se acercó a mí y me ofreció acompañarme de regreso a casa.

—¿No vienes a las curtidurías, Din? —le preguntó alguien, pero él negó con la cabeza.

Subimos juntos las escaleras, conscientes de que dejábamos atrás cierta emoción, y salimos a la oscuridad de la noche.

—No me lleves a casa, tú vas en otra dirección.

—¿Y qué? Usted va hacia Lambeth. Yo sobreviviré al viaje, pero usted quizá no.

La verdad es que estaba agradecida, ya que no era un trayecto seguro para mí. Además, sabía que le debía una explicación respecto de mi presencia, y poco a poco las respuestas fueron llegando, y, con ellas, la convicción de que mi interés justificaba mi trasgresión. No sabía nada, y quería conocer todos los cómo, cuándo y por qué de la presencia de Din en aquel oscuro sótano de Whitechapel.

Así que durante el largo viaje hasta Lambeth Din me contó las numerosas insurrecciones de esclavos en que había participado y que habían fracasado, y me habló de lo difícil que era coordinar las sublevaciones a lo largo del país. Para lograr una revolución generalizada era necesaria una cantidad importante de insurgentes. Ni siquiera las mayores sublevaciones, como la de Gabriel en 1800, o la de Southampton en 1831, habían sido lo suficientemente grandes. Quizás habían despertado las conciencias ante el sufrimiento de los esclavos, pero sólo consiguieron aumentar el miedo que despertaban los negros. También me habló de John Brown, un hombre blanco que pocos años atrás casi había conseguido vencer tras robar cien mil fusiles de un arsenal en Harpers Ferry, Virginia, con el objetivo de descender hacia el sur y armar a todos los esclavos que encontrase. Pero fue derrotado.

—¿Por qué? Debe de haber millones como tú, Din. Suficiente para varios ejércitos.

—¿Usted sabe lo que la esclavitud hace a los hombres, seño'a? Vosotros creéis que los esclavos están siempre dispuestos a rebelarse, observando y esperando el momento de alzarse en a'mas y vencé. Pero hace tanto tiempo que la libertad no existe que la gente le tiene miedo. La esclavitud hace dependientes a los hombres. Es como si les obligaran a tomar una droga, una droga que mantiene a la gente tranquila y le hace olvidá su dignidad. Y cuando no se tiene dignidá, no se tiene nada por lo que pelear. No habrá una gran rebelión, sólo gente que consigue escapar aquí y allá. Nadie puede hacer que un hombre deje el opio cuando el doctor se ha asegurado su adicción; sólo puede destruir todo el opio y ayudar al adicto a encontrá algo mejor.

—¿Y por qué estáis planeando secuestrar a alguien? —pregunté.

—Considérelo una nueva estrategia. Es radical, y no es sencillo. ¿Se imagina a los blancos permitiendo que Jefferson Davis se convierta en mártir, que muera a manos de los negros?

—Ellos dijeron que habías cambiado de parecer, que antes querías matarle.

—Así fue durante un tiempo. Pero ahora ya no estoy seguro. —Se calló un momento, y yo no sabía qué decir. Un fuerte sentimiento hacia él recorría todo mi cuerpo, pidiendo a gritos algo de reciprocidad—. De esta fo'ma, América estará obligada a escucharnos y a rescribir la ley.

—¿En serio crees eso?

—Sí. Y no. Nada es seguro cuando has sido un esclavo. Pero no durará mucho más tiempo. Puedo sentir en mis huesos que la guerra es inminente, aunque a veces me pregunto si alguna vez comenzará. Le prometo que moriré intentándolo, seño'a.

—Te creo. Aunque espero que no mueras.

Me quedé pensativa, consciente de que mis palabras banales eran incapaces de reflejar toda la verdad.

—Para eso vivo, seño'a. Cuando mi mamá murió, ya no me quedaba nada por vivir, salvo la libertá de mi gente y sus hijos. Es la razón de mi vida. Es mi forma de amar.

Amor. Al fin habíamos llegado. Dijo la palabra mágica. Intenté sondearle con dulzura.

—No comprendo… ¿Cómo es tu forma de amar?

—¿El amor no es sacrificio? ¿No renunciamos a todo para probar a nuestros seres queridos que les amamos? Mi madre renunció a su libertad por mí, y yo renuncié a mi posibilidad de ser libre por ella. Sólo conozco el amor por lo que perdemos por él.

Me sentía perdida: comenzaba a comprender lo que quería de este hombre y que nunca conseguiría siquiera la mitad. No estaba convencida de merecerlo.

Al final, yo me sentía demasiado cansada para seguir preguntando, y Din ya había hablado bastante. No sentamos en silencio en el autobús que nos llevó de vuelta a casa, casi sin mirarnos. Todavía llevaba el velo puesto; era más fácil así. Después de todo, supuestamente regresaba de un funeral, y si quedaba algo de mi buena reputación en el barrio, desaparecería en el momento en que me viesen a estas horas de la madrugada en público con un hombre de color. Pero él también me protegía, manteniéndome a salvo de los borrachos, las miradas lascivas, los policías y los mendigos. Ni por un momento me sentí insegura con él.

Me llevé el dedo índice a los labios cuando pasamos frente al número dos de Ivy Street, y decidí entrar por la puerta del taller para intentar no despertar a nadie. Cogí la llave de debajo de mi falda para abrir el cerrojo, con la cabeza repleta de todo lo que había aprendido de Din, cuando descubrí que la puerta no estaba cerrada con llave. ¿Cuánto tiempo llevaba abierta? ¿Y por qué?

Empujé la puerta con los dedos y esperé en el umbral hasta que mis ojos se habituaran a la penumbra. Din pasó a mi lado y encendió una vela.

No había nadie.

¿Se le habría olvidado cerrar a Jack? Difícil, era un muchacho muy responsable. ¿Entonces, qué? ¿Quién? ¿Había alguien escondido, en alguna parte? Avanzamos por el taller, más tranquilos a medida que comprobábamos que no había nadie bajo los bancos, o en la caseta, y que nada parecía revuelto en las mesas, ni en las prensas, ni en las cajas. El delantal de Jack estaba colgado y faltaba su abrigo. Y lo más importante, la nueva y pesada puerta que separaba el taller de la casa estaba cerrada con llave, y la única copia colgaba bajo mi falda.

Cogí la llave, abrí la puerta y me deslicé en la cocina con la vela en la mano. A través de la abertura que daba al salón se veía el fuego menguante que iluminaba con su llama roja a Peter, dormido en su sillón. Subí de puntillas de pie para verificar que Lucinda dormía en su habitación. Volví a bajar para descubrir a Din esperando junto a la nueva puerta, dudaba de si el peligro potencial de la situación justificaba que entrase en mi casa por primera vez. Le hice una señal para que regresara a la encuadernadora.

—¿Desea que me quede? —me susurró una vez que estuvimos en el taller—. Dormiré aquí, en el piso.

—Sí, por favor, pero no porque tenga miedo, sino porque no quiero que vayas hasta tu pensión a estas horas de la noche —respondí mientras cerraba la puerta de la calle.

—Puedo defenderme solo.

—Pero prefiero que no tengas que hacerlo. Intenta alejarte del peligro siempre que puedas.

Hubiera querido preguntarle si aquello le resultaba imposible. En cambio, regresé a la casa en busca de unas mantas y se las entregué desde la puerta del taller.

—No será muy cómodo —le dije.

—He dormido en peores situaciones.

—Tendré que encerrarte aquí, pero toma la llave de la calle, por si necesitas salir.

Decidí no molestar a Peter, pero aticé el fuego para mantener el calor. En pocas horas estaría de nuevo levantada, y entonces le llevaría a la cama. Era lo mejor, sobre todo estando tan agitada a causa de los eventos de la noche: las revelaciones del sótano de Whitechapel, el misterio de la puerta abierta, la presencia de Din durmiendo tan cerca de mí. Dormí en mi lado de la cama, con las manos entre los muslos.

Como de costumbre, me levanté a las cinco de la mañana para comenzar con las tareas hasta que llegase Pansy. Peter seguía en su sillón y el fuego estaba casi apagado. Al coger la manta que le cubría las rodillas para arroparle bien descubrí que tenía las piernas frías y rosadas como el mármol, como si la manta no le diese calor. Le miré el rostro. Tenía la boca y los ojos abiertos, como una cabeza de cerdo en una carnicería.

—Peter… —dije con severidad, como si fuera un niño que estuviese jugando conmigo—. ¡Peter!

No sabía cuándo le había dejado su espíritu. Quizá si lo hubiera examinado bien antes de irme a la cama habría podido hacer algo para salvarle. Cogí sus manos sin vida, que al fin ya no le causaban más dolor, y las estrujé una y otra vez como si fueran fuelles, como si, a través de ellas pudiera insuflar nueva vida en Peter, igual que haría con un fuego moribundo.