Oye, muchacho,
la vela se ha apagado,
y mi joven sirvienta se ha marchado;
ensilla al puerco,
pon la brida al perro
y tráela a mi lado.
Mis ojos llorosos nunca la hubieran visto si no hubiese dejado hervir la leche otra vez. El olor era tan horrible que pensé que valía la pena dejar entrar un poco del hedor y el frío de Londres para compensar, así que fui a la ventana del salón, quité las macetas del alféizar y la abrí. Entonces la vi, con su pequeña carita de granuja, toda piel y huesos, en el marco de la puerta, tan sucia como la entrada misma, que no había limpiado en semanas. No llevaba abrigo, chal, ni siquiera una bufanda, y tenía la piel ajada y gris.
—Buenos días —le dije medio ahogada con el polvo que cayó sobre mí al abrir la ventana.
—Muy buenos —respondió—. Vengo por el empleo.
—¿El empleo? —Los eventos del día anterior me habían hecho olvidarlo por completo—. ¡Ah, el empleo!
Aquella pobre criatura apenas parecía mayor que Lucinda, pero supuse que tendría unos quince años. Se enderezó rápidamente, como un rastrillo al pisarlo, y yo corrí el cerrojo de la puerta para dejarla entrar. Se quedó de pie en el felpudo mientras cerraba la puerta detrás de ella.
—Mejor sígueme a la cocina —dije moviendo la mano frente a mi nariz—. Disculpa por el olor. Olvidé hervir la leche de ayer. Estoy algo ocupada, así que si no te molesta, te haré algunas preguntas mientras trabajo.
Ella avanzó hasta el otro lado de la cocina y se detuvo frente a la puerta que daba al salón, observándome mientras escurría un trapo para limpiar las estanterías. Frotaba con una mano, y con la otra lancé una sartén hacia el rincón donde las arañas y los escarabajos estaban ganando la partida.
—Bueno, ya está limpio para poder preparar el desayuno. ¿Cómo te llamas, cariño?
—Pansy.
—Pansy. Es un bonito nombre.
No respondió, pero me observó mientras yo me afanaba en la cocina. Poco acostumbrada a tener testigos a estas horas de la mañana, me puse a murmurar para mí misma como una mujer olvidadiza:
—Dónde estará el… aquí está… Hay que poner agua en… no debo olvidar el…
Como siempre, en un abrir y cerrar de ojos puse a hervir el agua, la ropa en remojo, barrí el piso y conseguí intimidar un poco a los insectos. Pensé en ir a despertar a Lucinda, pero supe que lo hacía para calmarme y no por su bien.
—Disculpe, señora, pero quería saber si me daba el trabajo o no…
—Lo siento, Pansy, pero tendrás que esperar hasta que ponga en marcha la casa. Aún es temprano, cariño, y anoche me acosté terriblemente tarde —dije vertiendo el agua humeante sobre las hojas del té.
—Sí, señora, disculpe, señora, pero es que tengo que irme, si no voy a llegar tarde al turno de día. Por eso le pregunto.
—¿El turno de día? ¿Dónde?
—En Remy. Tengo que irme, y ya llegaré tarde.
En ese momento vi a Lucinda de pie detrás de Pansy, con Mossie en brazos, que observaba a nuestra visita. Sus cabellos estaban revueltos e iba descalza.
—Buenos días, preciosa.
Me puse en cuclillas y extendí los brazos en su dirección. Lucinda se acercó, me dio un beso y después se fue a jugar al salón.
—Bien, entonces intentaré hacer esto rápido. ¿Tienes alguna referencia? —pregunté mientras untaba mantequilla en el pan para Lucinda y le servía un poco de leche.
Pansy negó con la cabeza.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el taller de Remy?
—Seis meses. Tres meses en el turno de noche, y ahora en el de día.
—¿Es tu primer empleo?
Negó con la cabeza.
—No. Antes estaba en Lambard.
También lo conocía: era un encuadernador industrial bastante importante, más grande que Remy & Rangorski.
—¿Hacías Biblias?
Asintió. Silbé entre los dientes mientras colocaba el desayuno de Lucinda en la mesa. Todo el mundo sabía que los fabricantes de Biblias pagaban mal y te trataban peor. Pensé que un mundo donde los blancos predicaban la Biblia a personas libres y encadenadas en América, en las colonias y por todos los imperios, era un mundo muy curioso. Quizá dijeran que la esclavitud estaba mal, o decidieran hacer oídos sordos, pero para colocar una Biblia en las manos de un pagano se servían del trabajo esclavo en sus países. Recordaba bien que Frederick Douglass tenía algo que decir al respecto.
—Come, Lucinda. Aquí tienes tu pan y tu leche. —Me volví hacia Pansy—. ¿Qué es lo que hacías allí?
—Al principio, el turno de día. Luego, día y noche.
—¿Los dos?
—En Navidad. En Navidad hacen trabajar los dos turnos. O cuando lo necesitan.
—¿Qué hacías para ellos?
—Ah. Cosía.
—¿Y en Remy?
—Cosía.
—¿Por qué te fuiste?
—Tenía que irme, señora. Habían comprado nuevas máquinas de coser, y yo no sabía usarlas.
—¿Por qué no te dieron referencias?
—No quisieron dármelas. Dijeron que a una niña podían pagarle menos que a una mujer, así que tuve que irme.
—¿Qué quisieron decir con eso? Tú eres una niña, Pansy.
Pansy removía el suelo con la punta del pie, y su rodilla apuntaba hacia dentro tras su piel transparente. Parecía una niñita indefensa. Se mordió el labio, sin dejar de mirar al suelo. Se había sonrojado.
—Dijeron que no era una niña. Lo que pasa, señora, es que me metí en un lío.
Alcé las cejas.
—No fue culpa mía, señora, y no le causaré problemas a usted. No soy así, lo prometo. No fue culpa mía, y fue la primera vez, y si hubiera sido más fuerte no les habría dejado acercarse, señora.
Las dos bajamos la mirada al mismo tiempo y advertimos que Lucinda estaba junto a nosotras. Le ofrecía su plato a Pansy. Había cortado su pan por la mitad y lo había sumergido en leche.
—¿Para mí? Eres muy amable…
—Mamá todavía no te ofreció un té, y me parecía que tenías frío —le dijo Lucinda, mirándome a mí.
—Tengo frío, es cierto, cariño. Dios te bendiga, pero cómetelo tú. Ya me apañaré yo más tarde.
Mi cabeza me decía que esta muchacha llevaba «mujerzuela» escrito por todo el cuerpo, pero Lucinda me estaba obligando a escuchar a mi corazón. Todas las preguntas que pensaba hacerle (si tenía antecedentes, si había tenido problemas con la policía, si había robado alguna vez) se desvanecían antes de llegar a mis labios. Mi hija había confiado en ella al instante, y eso valía más que cualquier referencia. Comencé a preparar el desayuno de Peter, y puse otra taza para Pansy.
—¿Entonces qué te sucedió? —le pregunté.
—Me hicieron trabajar en el turno de noche. Las muchachas respetables no lo aceptaban, pero a mí no me creyeron cuando me negué, porque sabían que necesitaba el dinero, con mi mamá muerta y diez bocas en casa. Él era operario de la alzadora, y me forzó a hacerlo, y me dejó preñada, pero yo se lo dije al capataz, y él me llamó mentirosa, y dijo que su tía sabía cómo ocuparse, si sabe lo que quiero decir, y me llevó con ella, y estuve sangrando durante un mes, y tenía que pagar al doctor. Pero ya no sangro más, y me dijo que ya no iba a sangrar nunca más, porque ya no puedo tener bebés, y que debía estar agradecida de no tener más bocas que alimentar. No le digo esto sólo para que sepa que no le voy a causar problemas. No es bonito que la gente piense que eres así, y que los doctores vengan y te busquen enfermedades y tal, y Sally y Gracie también, y las mujeres del piso de arriba, como si ser una mujerzuela fuera contagioso.
—¿Fue entonces cuando te fuiste?
—No, señora. Pero a ellos no les gustan las provocadoras. Nunca más me pidieron que hiciera el turno de noche, pero yo necesitaba el dinero, así que comencé por las noches en Remy. Doce horas en Lambard y ocho en Remy. Hasta que me dijeron que querían remplazarme. Eso me dijeron. Igual era el momento flojo del año. Siempre es lo mismo, de marzo a julio. Ahora estoy en Remy.
—¿Cuánto te pagan?
—Ocho chelines a la semana. Me pagarían doce si supiera utilizar sus máquinas.
Le serví una taza de té y le corté un trozo de pastel. Mientras comía llevé su bandeja a Peter, y cuando regresé se lo conté todo: cómo funcionaba el taller, la enfermedad de Peter, Lucinda, Jack, Din, y los términos del empleo. No olvidé nada, salvo la verdadera naturaleza del trabajo que realizábamos en el taller. Le indiqué claramente el trabajo que pretendía que hiciera, y que podía renunciar hoy mismo a Remy & Rangorski si quería.
Pansy se encogió de hombros y dijo con la boca llena:
—De todas formas, si no estoy ahora ya habré perdido mi puesto.
Habría podido poner a Pansy a trabajar de inmediato en tantas cosas que me costaba decidir cuál sería la mejor. Finalmente concluí que lo más indicado era comenzar allí, en la cocina. A pesar de ser el centro de operaciones tanto de la casa como del taller, era bastante miserable, pero me preguntaba cómo sería en comparación el lugar donde vivía Pansy. Le mostré de dónde salía el agua y le expliqué a qué horas la daban, cómo funcionaba la cocina y dónde guardaba las sales y los jabones, y luego me fui al taller a trabajar. Por una vez, estaba sola: Din había ido a devolver un poco de polvo de oro a Edwin Nightingale, y Jack estaba distribuyendo nuestra tarjeta de visita a lo largo del Strand.
Entre tanta literatura ofensiva, Diprose todavía me enviaba de vez en cuando alguna Biblia, o un libro de plegarias, o una novela de sir Walter Scott, así que pude ocuparme en algo diferente. Elegí la Biblia, para imaginarme por un momento que eran otros tiempos, cuando yo aún era inocente. La encuadernación sería de un tono azul satinado, así que comencé a preparar las telas de colores y los hilos de oro. Tenía el proyecto de trazar escenas del Cantar de los Cantares y rodearlas con una elaborada cenefa de animales, pájaros y frutas. Abrí la primera página y me puse a leer.
Cantar de los Cantares:
Soy morena, pero hermosa,
oh hijas de Jerusalén.
Como las tiendas de Cedar,
como las cortinas de Salomón.
No reparéis en que soy morena,
porque he sido tostada por el sol.
Unos fuertes golpes en la puerta de entrada interrumpieron mi lectura. Al abrir descubrí a Bennett Pizzy de pie frente a mí, notablemente bien recuperado de los problemas y esfuerzos del día anterior. A ambos lados aparecieron dos hombres gruesos y magullados que no reconocí de la razzia de anoche. Entraron sin preguntarme, y yo me alegré al ver que todos notaban el olor del taller.
—¿Quién es ella?
—Señor Pizzy, es un gusto verle tan pronto después de nuestro último y encantador encuentro.
—¿Quién es ella?
—Pansy, señor Pizzy.
—¿Pansy qué?
—Pansy «todavía no lo sé».
—¿De dónde viene?
—No lo sé.
—¿Familia?
—No lo sé. Madre muerta, diez hermanos, creo.
—¿Padre?
—No lo sé. Usted realmente debería…
—¿Edad?
—No lo sé.
—¿Anterior empleo?
Hice una pausa.
—No lo sé —dije al fin.
—¿Usted no hace preguntas antes de contratar a alguien? —preguntó con dureza—. ¿Acaso no tiene sentido de la responsabilidad? ¡Si no lo hace por usted misma, hágalo al menos por el señor Diprose, o por sir Jocelyn Knightley! ¿Ha perdido la razón? ¿Le ha preguntado siquiera si sabe leer?
—Por supuesto que no sabe —exclamé. Le miré a los ojos, desafiante—. Pregúntele usted mismo —dije en voz baja, y descorrí la cortina que daba a la cocina.
Ya menos resuelto, como si no estuviese preparado para ello, Pizzy atravesó la cocina seguido de sus rechonchos amigos. Pansy estaba a cuatro patas bajo la chimenea, y el hollín le había ennegrecido el rostro y el cuello. Se arrodilló al verles acercarse, y me lanzó una mirada en busca de consuelo.
—¿Eres Pansy, cierto? —preguntó Pizzy.
Ella asintió, y sus ojos de avellana brillaban muy abiertos, como los de un gato asustado bajo un manto de polvo.
—Disculpe, señor Pizzy —intervine—, pero quizá será mejor que yo le explique quién es usted antes.
Pizzy asintió.
—Pansy, cariño, estos caballeros son clientes del taller. No vienen de Remy, ni de Lambard ni de ningún lugar como ésos. Sólo quieren hacerte algunas preguntas sobre ti, para saber quién está ayudando en el taller donde traen sus libros.
—¿Apellido?
—Smith.
—¿Dirección?
—En el número seis de Granby Street, último piso.
—¿Cuántos sois?
—Trece.
—¿Quiénes?
—Mi tía Grace y el tío Raymond, Dougie, su huésped… déjeme ver… Baz, Sally, y Alfie, y Hettie, Pearl, Willie, Frank, Ellie y Sukie.
—Hermanos y hermanas —le dije a Pizzy.
—No, no todos —explicó Pansy—. Sally es la esposa de mi hermano Baz, y Alfie es su bebé.
—¿Y vivís todos juntos? ¿En pisos diferentes?
—No, en un solo piso, en tres habitaciones. En el piso de abajo hay doce personas.
—¿Dónde trabajabas antes?
—En Remy.
—¿Por qué te fuiste?
—Porque vi el anuncio en la ventana.
—¿El anuncio? —Pizzy me miró incrédulo—. ¿Qué decía el anuncio?
—Que buscaban una muchacha para coser y plegar y cuidar niños e inválidos y… y hacer las tareas.
Pizzy no dejaba de mirarme. Conseguí sostenerle la mirada, pero no pude borrar el terror de mi rostro.
—Gracias, señorita Smith. Buenos días —dijo con gran delicadeza alzando su sombrero.
Avanzó hacia el taller y chascó los dedos, y entonces sus hombres me cogieron por los brazos y me arrastraron detrás de él. Me arrojaron al suelo y uno de ellos me sostuvo los brazos en la espalda. Por el rabillo del ojo vi que Pizzy buscaba un trozo de cuerda en el bolsillo de su abrigo. Se puso de rodillas, me arrancó la gorra y me tiró del pelo para levantar mi cabeza del suelo.
—Me dijiste que no sabía leer —me susurró al oído. Uno de sus hombres cogió la cuerda y me ató las muñecas—. Maldita mujerzuela, me dijiste que no sabía leer. ¿En qué más me has mentido?
Intenté liberar mi cabeza, pero era imposible, y tenía la garganta tan estirada que no podía articular palabra alguna, sólo un chillido agudo y distante. Pizzy se puso de pie, y las puntas de sus brillantes botas de cuero comenzaron a patearme en las costillas, en el estómago, las caderas, y cada patada me arrancó gritos como si fuesen puñaladas. Entonces tiró de mi cabeza hacia arriba, y el pecho y la espalda me dolían a causa de la tensión, y supe que estaba esperando a que no pudiese más, para lanzar mi cabeza contra las maderas del suelo cubiertas de serrín.
Pero en ese momento escuchamos una voz queda junto a nosotros, que decía:
—De hecho, señor, ella dice la verdad. No sé leer.
Por el rabillo del ojo pude ver a Pansy, que se estremecía como esperando el golpe que caería sobre ella.
—Fue mi hermano Baz quien me leyó el anuncio —continuó rápidamente, aunque intimidada—. Yo conocía «se busca», porque ya lo había visto en carteles sobre mi papá. —Pizzy me soltó los cabellos con calma—. Vivimos a la vuelta de la esquina del anuncio, así que Baz aceptó venir y leerlo para mí. Puede preguntarle si quiere. Está en el mercado vendiendo castañas. Un tío alto, con una cicatriz en la cara y los brazos todos tatuados, cerca del teatro Vic.
Pizzy estaba de pie más tieso que una estaca, con los puños cerrados a los lados del cuerpo. Casi me daba pena verle: a los hombres no les gusta que los atrapen haciendo cosas malas, sobre todo si se las hacen a una mujer, y si los descubre una mujer. Increíblemente, me encontré pensando en cómo facilitarle las cosas. Nuestras madres nos han dado una educación impecable para ser buenas anfitrionas. También conocemos la cólera de un hombre que ha sido puesto en evidencia, por lo general mucho peor que un simple enojo, así que no era raro temer lo que vendría a continuación.
Uno de los hombres desató la cuerda, y yo pude apoyarme con las manos para ponerme de pie. El dolor en el costado era insoportable.
—¿Puedo ofrecerles un té, caballeros? —pregunté con la mayor calma posible.
El tercer hombre recogió mi gorra y me la dio. Levanté los brazos para ponérmela, pero sentí que mis costados se desgarraban con el movimiento y casi me desmayé del dolor.
—No, no será necesario —respondió por fin Pizzy con un hilo de voz. Luego, en un tono más firme—: Bill, Patrick, esperadme fuera. Pansy, tú también puedes irte.
Sin atreverse a mirarme, Pansy se dio media vuelta y regresó a la cocina, asegurándose de cerrar bien la cortina tras de sí.
Pizzy tampoco podía mirarme, lo que no dejaba de producirme cierta satisfacción.
—Espero no haberla lastimado demasiado, señora Damage —dijo mirando el banco, no a mí—. Pero déjeme decirle que no fue sin una buena razón. En un negocio como el nuestro, nunca se es lo bastante cuidadoso, y esto debe servirle de advertencia.
—Creo que ya he tenido suficientes, señor Pizzy —dije.
—¿Dónde está el macaco?
—Fuera, haciendo recados.
—Él y Pansy están bajo su responsabilidad, señora Damage, como cualquiera al que le venga en gana contratar. Y si alguno de ellos cuenta algo sobre los negocios de Encuadernaciones Damage, la consideraremos a usted responsable. Me han ordenado que le diga una vez más que si no encuentra una forma de asegurarse la lealtad del macaco, deberá deshacerse de él cuanto antes. ¿Ya lo ha hecho?
Negué miserablemente con la cabeza.
—Quizás usted pueda darme alguna idea sobre qué hacer al respecto.
—No es tan difícil, señora Damage —dijo Pizzy irritado—. Vosotras las mujeres tenéis trucos. Encuentre un punto débil, un secreto, algo con qué hacerle chantaje. Utilice sus encantos. Y si es inmune a ellos, use todos los medios necesarios. Un poco de espionaje, algún subterfugio…
Y mientras hablaba salió a la calle, donde Bill y Patrick le esperaban a ambos lados del carruaje. Subió al coche, abotonándose el abrigo al mismo tiempo, y entonces se volvió y dijo con indiferencia:
—Y haga algo con esa cortina, Dora. No es bueno que la servidumbre pueda escuchar sus conversaciones privadas.
No pensaba moverme de la puerta hasta estar segura de que él y sus hombres habían abandonado Ivy Street. Quería correr hacia Lucinda y abrazarla, asegurarme de que estuviese a salvo, pero no antes de comprobar de que el carruaje había desaparecido.
Sin embargo, antes de abandonar la calle el carruaje se detuvo, y uno de los dos hombres, el que me había alcanzado la gorra, bajó, llamó a la puerta de la señora Eeles y, cuando ella salió, puso algo en sus manos. Luego acarició los cabellos del pequeño Billy, buscó en su bolsillo y le dio algo a él también.
En ese momento comprendí que la vieja garza me había estado espiando todo este tiempo. Ella era su vigía, y aquel miserable Billy debía de ser el mensajero que informaba en Holywell Street sobre todo el que entraba y salía de Encuadernaciones Damage. Ahora estaba claro cómo sabían tantas cosas de nosotros, de la llegada de Pansy y de vaya Dios a saber qué más. Todo, sin duda. Billy… ¿Quién lo hubiera dicho? Pero él no era responsable, sólo ella: al menos yo había ofrecido al muchacho, sin quererlo, la posibilidad de salir de su casa. Me consolé pensando en aquel niño huérfano, con el rostro torcido y las gafas rotas, corriendo para escapar de la Casa de la Muerte, sin duda perseguido por el fantasma de su madre muerta a toda velocidad. En cierta forma, me agradaba poder ser de alguna ayuda.
Y entonces pude ver, a mi alrededor, la desintegración de mi lugar en la comunidad. Hasta ahora había intentado ignorar los detalles: Lucinda ya no jugaba en la calle con otros niños, la gente había dejado de llamar a mi puerta con una barra de pan o una canasta de huevos para ofrecer, yo tampoco iba a golpear las puertas de los demás como solía hacerlo, e incluso los vecinos de Ivy Street habían comenzado a ignorarme en la calle. Me pregunté qué habrían oído decir a la señora Eeles, o a Agatha Marrow, o a algún otro, y qué sabían sobre mi trabajo en el taller, o incluso sobre el tipo de libros que yo encuadernaba.
Intenté verme a mí misma a distancia, preguntándome qué pensaría yo de mí: una mujer joven, con un esposo inválido, que recibía visitas regulares de caballeros bien vestidos y cuyo bienestar había crecido notablemente. No era que hiciese ostentación (nunca me había puesto los pañuelos de seda, o las botas, ni utilizado la sombrilla o el abanico de plumas), pero el hermoso abrigo azul de Lucinda no había pasado desapercibido. Y si lo que le había sucedido a Pansy era cierto, ninguna mujer decente podría permitirse tratar conmigo, aunque sólo fuese por puro instinto de conservación.
Al cerrar la puerta descubrí a Pansy espiando detrás de la cortina que daba a la cocina. Cuando vio que estábamos solas, corrió la cortina y entró en el taller. En la mano llevaba una cataplasma de pan y agua tibia en una toalla humedecida.
—¿Se encuentra bien? Déjeme que la mire.
Me levanté la ropa y Pansy colocó la toalla sobre mis heridas.
—Quizá debería ver al doctor para que le coloque unas sanguijuelas. Con media docena bastará. Mire el estado en que se encuentra…
Me limpió la nariz con un pañuelo, y vi que sangraba.
—Nada de doctores, Pansy.
—¿No? No la culpo. —Me untó las heridas más grandes con ungüento y me vendó las más graves. Tenía una gran sonrisa dibujada en el rostro—. Supe que usted era buena, desde que vi el perejil en sus macetas, señora.
—¿Perejil? No sabía que tenía perejil…
—Mi mamá siempre decía: «Donde manda la mujer, el perejil suele crecer».
Antes de que Pansy terminase conmigo regresó Jack, tras haber entregado todas nuestras tarjetas de visita.
—¡Caray, señora Damage! ¿Qué le ha sucedido?
Cuando se le conté, agachó la cabeza, ofuscado.
—Tendría que haber estado aquí, señora Damage. Usted me necesita para protegerla en un trabajo como éste. No debería volver a quedarse sola sin un hombre, señora Damage.
La calavera tatuada en su brazo me hacía muecas, como asintiendo mientras Jack golpeaba la mesa con el puño. A pesar de su constante amabilidad, tenía suficiente fuerza y maldad en los brazos huesudos.
—No, Jack —protesté—. No volverá a suceder. Y Jack, te presento a Pansy. Trabajará con nosotros a partir de ahora, y también me ayudará con la casa. Viene de Remy.
—Buenos días.
—Buenos días.
Al ver que vacilaban el uno frente al otro nerviosamente, pensé que podrían ser hermanos: ambos tenían el cuerpo quebradizo y huesudo, pero, por dentro, eran como pájaros heridos que necesitaban una atención y cuidados que jamás habían tenido.
El otro pájaro herido, Din, no regresó aquel día, ni al día siguiente, lo que consiguió preocuparme. ¿Acaso Diprose hablaba en serio cuando insinuó capturarlo y enviarlo de vuelta a América? ¿Habría sido asesinado por algún racista, o por una banda de muchachos en algún callejón del barrio? ¿Lady Knightley y sus lujuriosas damas lo habrían violado hasta matarle? Pero esto era difícil de creer, pues ella ya debía de andar por los ocho meses de embarazo, y la idea provocó una triste risa en mi garganta.
Al menos, pensé, si Din no regresaba, tenía a Pansy para coser y plegar en su lugar.
Sin embargo, la utilidad de Pansy en la casa resultó tan evidente al cabo de la primera semana con nosotros que comencé a dudar si alguna vez se acercaría al taller. Me consiguió un cubo de pintura barata y se concentró en eliminar la podredumbre y el hollín de nuestra lúgubre cocina. Frotó con jabón las manchas de cera y grasa que había en todas las superficies y restregó con agua fría hasta eliminarlas por completo. Limpió el horno y la chimenea, pulió el acero con jabón de baño y parafina y restregó los hierros con grafito. Además, declaró la guerra a los insectos limpiando el suelo con ácido fénico y rellenando los huecos de la pared y las grietas del suelo con cemento. El cemento se lo dieron los trabajadores que excavaban nuevas alcantarillas en la calle. Yo la había observado, temerosa, mientras se acercaba a ellos, pero por la forma en que los hombres le obedecieron, nadie hubiera podido afirmar que aquella muchacha había sido recientemente victima de la lujuria masculina.
Pansy me limpiaba las heridas cada día, me frotaba los cardenales, y zurció mis delantales, mis mandiles y mi vestido de flores. Envolvió un trozo de carbón caliente en papel de embalar y lo restregó por las manchas de cera, y preparó una mezcla de greda de batán y aguarrás para limpiar las manchas más persistentes de grasa y aceite de lámpara. Lucinda la observaba embelesada y le preguntaba sin parar qué estaba haciendo.
Finalmente, también nos introdujo en los placeres de la buena comida casera, preparada con amor. Gracias a que tenía amigos en los mejores puestos del mercado de New Cut, pronto empezó a preparar desayunos con huevos, tocino, riñones y champiñones, y cenas de pescado, arroz y huevo duro, o de pescado asado con patatas, o una deliciosa lengua de res. Yo, que creía que los pobres no sabían cocinar y se contentaban con un poco de pan duro y carne fría, aunque la sopa no era difícil de preparar, disfruté de sus deliciosos platos con cierta culpabilidad, preguntándome qué comería el resto de su familia en su casa, y maravillada por lo poco que tardaba en prepararla.
Pero ni siquiera Pansy pudo reducir el ritmo de lavado a una vez por semana, aunque sí dio nueva vida a mi ropa blanca. Cortó las sábanas de mi cama por la mitad, y se apañó para que Peter tuviese un pijama limpio cada dos días y Lucinda y yo, uno cada semana. También mandó llamar a un carpintero que remplazara la frágil cortina que separaba el taller de la casa por una puerta. El carpintero vino de inmediato (Pansy tenía un poder especial para conseguir que la gente hiciese lo que ella quería) con sus herramientas y varias planchas de madera y se quedó martillando, serrando y encolando hasta bien entrada la noche. Supuse que los Nobles Salvajes y Holywell Street estarían al tanto de su venida, pero yo me limitaba a obedecer sus instrucciones. También me aseguré de que la puerta tuviese un cerrojo fuerte, y sólo una llave, que guardé atada a mi cintura, bajo mis faldas.
Pansy también restregó las rejas con grafito y blanqueó los peldaños de la entrada; Jack silbó de admiración cuando, al llegar una mañana, descubrió que nuestro establecimiento se veía nuevamente respetable.
—¡Si lo supieran, señora! ¡Si lo supieran!
—¿Estás diciendo que aquí somos unos hipócritas? —pregunté, y él me guiñó el ojo provocativamente.
—No, señora Damage. Jamás.
Din regresó el domingo por la mañana, una semana y cuatro días después de haber desaparecido. Debería haberme enojado con él: un verdadero patrón hubiese golpeado la mesa, exigido una explicación y demandado una compensación por su ausencia. Pero en cambio yo quería abrazarlo, asegurarme de que estuviera bien, que no le hubiese sucedido nada malo, que no hubiera tenido un accidente, y expresar mi alivio al ver que Diprose no le había deportado. Entonces, atrapada entre el deber y el querer, no hice nada más que recibirle con educación, entregarle los manuscritos de unas Biblias para preparar y deslizarme al interior de nuestra casa para arreglarme el pelo bajo la gorra.
—¿Quién es ese tío, señora? —me preguntó Pansy en voz baja mientras quitaba el polvo de las barandillas—. El tío de color…
—Su llama Din, Pansy. Din Nelson. Me ayuda con el cosido y esas cosas.
—¿Americano?
—Sí. Era esclavo, y la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud lo trajo aquí. Ellas me pidieron que le diera un empleo.
—Le conozco.
—¿De verdad? ¿De dónde?
—No estoy segura. Me resulta familiar, pero no puedo recordar de dónde. No importa, ya me vendrá.
No pude sino preguntarme a cuántos hombres de color conocía Pansy. Yo conocía a tan pocos que era imposible que confundiera sus rostros. Pero Peter interrumpió nuestros pensamientos: reía en su sillón canturreando para sí «Había una vez un negro de Tobago, que vivía de arroz, gachas y sagú…», luego se sumió en un estado de absoluta alegría que le impidió terminar la cancioncilla.
A media mañana sentía que mi frío recibimiento y la posterior huida no habían sido precisamente educados con Din. Para intentar enmendar mi actitud fui hasta su telar y le pregunté:
—Espero que hayas arreglado tus asuntos durante tu ausencia.
—Gracias, seño'a, así fue. Espero que mi ausencia no os haya causado problemas en la encuadernadora.
—¿Encuadernadora? Qué expresión más interesante…
Din se encogió de hombros.
—Así las llamamos en mi país.
—Encuadernadora… —murmuré—. Me gusta. Siempre pensé que «taller» era más bien funcional, y «estudio» demasiado pretencioso. Encuadernadora. Qué sencillo. Como panadería, o cervecería. A partir de ahora, la llamaré así. Gracias, Din.
—Un placé, seño'a.
Le observé mientras sus dedos se movían por el telar, preguntándome otra vez qué se sentiría al tocar aquella piel. Intenté persuadirme de que se trataba de pura curiosidad intelectual, igual que preguntarse cómo sería dormir sobre heno. Reflexionaba a menudo sobre eso, pero nunca lo llevaría a la práctica.
—Señora Damage, nos estamos quedando sin cartón. ¿Quiere que vaya a Dicker's y compre un poco? —preguntó Jack.
—Por supuesto —respondí, rebuscando unas monedas en el cajón.
—No se preocupe, ahora ya le dan crédito —me dijo.
—¿De verdad? Qué buena noticia.
Jack se quitó el delantal y salió, y en aquel momento me di cuenta de que necesitaba que alguien me ayudara a sostener el cuero para encolarlo.
—¿Din, te molestaría dejar lo que estés haciendo para echarme una mano con el cuero?
—Claro que no, seño'a.
Se acercó al banco y cogió las esquinas opuestas del cuero mientras yo distribuía la cola. Era importante que el cuero no resbalase, para no manchar el otro lado. Din tenía la cabeza inclinada, como despreocupado, y para mí era insoportable.
Sentía su olor, a humo y a tierra. No a tierra mugrienta, sino a la tierra del bosque, dulce y húmeda, como la fragancia que se aloja entre el musgo y las cortezas de los árboles, o entre las cortezas y los troncos. Su olor, mezclado con el aroma polvoriento del cuero y el serrín, me atraía. Quería aspirarlo, hundir mi nariz en la carne de Din e inspirar ruidosamente.
En cambio, contuve el aliento. ¿La mitad de lo que deseaba? No, hacía exactamente lo contrario de lo que quería. Y noté que él también contenía su aliento, que me respondía, que me olía, y sentí cómo se agitaba mi interior y mis anhelos secretos salían como vapor ardiente y se lanzaban contra él sin mí, puesto que yo me mantenía rígida e inmóvil.
—Din, por favor, repíteme la cita de los Amores de Ovidio. No consigo recordarla.
—«Sufre y resiste, porque algún día tu dolor te será benéfico».
—«Sufre y resiste…» —me repetí a mí misma, en voz baja—. ¿Ésa es tu filosofía particular?
Advertí que sonreía, aunque no alcé el rostro para mirarle, temiendo la cercanía del suyo.
—Y vaya que lo es, seño'a. Es mi lema preferido. Porque habla de esperanza. Usted verá: antes, cuando mi gente era esclava, no había esperanzas. En su lugar, había que guarda la esperanza para el reino de Dios que supuestamente esperaba luego de la mue'te. Ya conoce la cantinela: seremos acompañados por grupos de ángeles, sobre carros alados. Era la única esperanza que teníamos, y había que creerla pa' no desesperá. ¿Cómo se puede vivir sin esperanza? Pero yo ya no creo en aquello…
—¿Por qué no? —pregunté, y el calor subía por mi cuerpo a causa del fuego de sus ojos mientras hablaba.
—Porque estoy comenzando a creé en otra cosa. Estoy comenzando a creé que puede haber esperanza en esta vida. Veo signos en cada esquina de que se acerca el fin de la esclavitud. Más que nunca tengo esperanzas de que el reino de Dios puede estar aquí, y que hoy las cosas pueden cambiá para siempre. Pero hay que reconocer que a un niño puede parece'le extraño el cristianismo cuando viene de un lugar donde dicen que la esclavitud es la «voluntad de Dios».
Se rió y continuó hablando, pero yo ya había dejado de escucharle y me limitaba a seguir la música de su voz, aunque el cuero ya estaba lo suficientemente encolado, y ya no podía retenerle frente a mí, pero no sabía cómo decírselo.
Así que siguió su razonamiento, hasta que en un momento se calló y quedamos en silencio.
—Gracias, Din —dije al fin, liberando la presión sobre el cuero y sin osar mirarle mientras regresaba a su telar.
Aquella tarde, Pansy se acercó para hablarme.
—Ya lo recuerdo. Ya sé dónde le he visto antes. Es un peleador, señora.
—¿Un peleador?
—Sí. En las curtidurías. Una vez acompañó a casa a Baz, todo cortado y sangrando. No podía ni caminar. Fue él quien le trajo de vuelta.
—¿De vuelta de dónde, Pansy?
—Son una pandilla de peleadores. Todos. Se juntan en las curtidurías los fines de semana. Bueno, antes iban a los depósitos de la curtiduría, ahora se encuentran en una nave en algún lado. O en la calle.
—¿Quién las organiza? ¿Son peleas por dinero?
—No, nada de eso. Sólo se golpean entre ellos sin sentido.
—¿Por qué? ¿Es un deporte?
Pansy se encogió de hombros.
—Los que comenzaron fueron los curtidores. Ahora van todos. Soldados de los cuarteles, vendedores del mercado… Los más toscos y fornidos. Y la verdad es que se dan fuerte.
—¿Con los puños?
—La mayoría. Pero a veces se desafían con las herramientas de curtir. Lo que más le gusta a Baz es el azote de tiras de cuero, cuando el cuero está tirante. También usan varas de metal. O peor. Los curtidores utilizan de todo: tienen unos ganchos de tres púas, y todos llevan pinchos y cuchillos. Pero no siempre, porque si no se matarían. Una vez Baz tuvo que pelear con un irlandés enorme, un ablandador.
—¿Ablandador?
—Su trabajo es ablandar el cuero a golpes. ¿Sabe qué usan para golpear el cuero?
Negué con la cabeza.
—Una maza increíble con dos cabezas. Baz estuvo un mes sin poder caminar. Aquella noche le dieron con el látigo.
—¿Con el látigo?
—Sí. Tienen a un tío con un látigo de cuero bien largo que les azota si las cosas se les van de las manos, antes de que alguien termine muerto de verdad. Cuando te dan con el látigo, lo mejor es pasar inadvertido durante un tiempo.
—¿Me estás diciendo que Din participa en esas cosas?
Pansy volvió a encogerse de hombros.
—Que yo sepa, sí. Él trajo a Baz a casa. Es lo que recuerdo de la noche en que le azotaron con el látigo. ¿Ha venido alguna vez lleno de golpes?
—Sí. Pansy, ¿podrías intentar averiguarlo?
—¿El qué?
—Bueno, si hay algo que yo deba saber de Din. Algo que… que manche su reputación.
—Lo que diga, señora. Aunque esto mancha la reputación de cualquiera, si a uno no le gustan esas cosas.
—¿Pero es legal?
—Vaya, ilegal no es. Los polis nunca van allí.
—Es sólo que… necesito saber si anda en algo, en algo que no me diría si se lo preguntase. ¿Me entiendes?
—Creo que sí —dijo insegura—. Es un tío afortunado, por trabajar con usted.
—Quizá. Pero antes no tuvo mucha suerte.
—Es mucho más de lo que yo jamás he tenido. Ojalá algún ricachón me hubiera comprado y dado un trabajo cuando las cosas no me iban bien en Lambard.
—¿Peter? —le susurré. Estaba tirado en la cama, con los ojos vidriosos fijos en el techo—. Peter, tenemos que levantarte de la cama. Pansy quiere cambiarte las sábanas. —Le hablaba despacio, confiando en que comprendiese algo—. Peter… no te has levantado de la cama en cuatro días.
Cogí una toalla, la humedecí con un poco de agua y se la pasé por la barbilla, las mejillas y la frente. Murmuró unas palabras que no comprendí.
—No te entiendo —dije cogiendo una de sus manos destrozadas.
Se volvió hacia mí y me miró con unos ojos reumáticos y amarillos, hinchados de sangre. Hasta sus lágrimas parecían rojas.
—No he sido bueno contigo —dijo lentamente.
—Oh, sí lo has sido —respondí alegre—. Has sido un buen esposo. He sido yo quien no ha resultado la mejor esposa que un hombre podría esperar.
Apretó mi mano y levantó la cabeza.
—El anillo. No llevas la alianza.
Me miré la mano, y por un instante me sentí como una mujer ebria que se pregunta dónde ha olvidado a su hijo.
—¿Lo has vendido? —preguntó con tristeza.
Entonces recordé que lo había empeñado.
—Yo… Yo… me lo he quitado para trabajar.
Me pregunté si sería demasiado tarde para recuperarlo. Y me respondí que de todas maneras no tenía con qué recuperarlo.
Peter comenzó a llorar sin alzar la voz.
—Ya no eres mi esposa. Ya no exhibes el símbolo de nuestro matrimonio.
No me acusaba, ni estaba enojado. Sólo resignado.
—No, Peter —dije enseguida—. El trabajo es el símbolo de mi verdadero compromiso contigo. He salvado tu apellido. —La realidad era que lo había manchado—. ¿No es la mejor manera que tiene una esposa de servir a su esposo?
Me odiaba por aquellas mentiras. Quería pedirle disculpas, rogarle que me perdonase, pero posiblemente las mentiras eran lo más indicado para alguien en su estado. Yo ya no quería saber nada más de lo que está bien y lo que está mal, sólo quería envolverle en una manta y llevarle a un lugar hermoso, a un campo donde pudiera descansar, oler el maíz, ver las mariposas revoloteando con sus coloridas alas y sentirse a salvo.
—¿Me estoy muriendo, Dora? —preguntó.
—Todos nos estamos muriendo, Peter —respondí casi sin voz—. Sólo que unos llegarán antes que otros.
Puso su otra mano sobre la mía y cerró los ojos.
—Un tesoro de mujer —dijo—. Un tesoro.
Me incliné y besé sus labios húmedos; y me quedé a su lado, con mi mano sin anillo apoyada sobre su pecho, durante un momento. Su cuerpo no se movía, pero pesaba sobre el colchón como una roca. Al menos el silencio era mejor que las mentiras.
Le dejé dormir un rato más mientras trabajaba en la encuadernadora. Luego vino Pansy para decirme que se movía, así que fuimos juntas a la habitación y le ayudamos a levantarse de la cama y a caminar hasta la habitación de Lucinda, donde se acostó en su catre y pidió que le diera más gotas.
—Te las traeré cuando haya terminado de ayudar a Pansy con la cama.
—No —gruñó—. ¡Ahora!
Bajé en busca de la botella, y cuando llegué junto a él me la arrancó de las manos y bebió a tragos. Yo nunca había insistido en utilizar la cuchara, y no tenía sentido comenzar ahora.
Me reuní con Pansy en la habitación, donde estaba deshaciendo la cama.
—¿Algo que contarme sobre Din? —pregunté en voz baja.
—Nada. Ni una palabra. Baz no me dijo nada. Pero son todos iguales, parece. Si lo que quiere es que lo cojan los polis…
—Ésa no es mi intención, Pansy. Sólo quisiera saber cómo es fuera del trabajo. Ya sabes a qué me refiero.
Una vez más parecía dudar, ligeramente incrédula. Decidí intentar otra estrategia. Estaba segura de que en estas peleas nocturnas habría algo que me serviría. Además, cada vez era más urgente.
Mis tribulaciones se vieron interrumpidas por un ruido en la habitación de Lucinda. Corrí hacia allí y encontré a Peter echado de espaldas, tirándose aterrorizado de la ropa y con la vista clavada en el techo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
Su rostro sudaba a mares, y la botella estaba en el suelo. La recogí deprisa, temiendo que se hubiera derramado, pero estaba vacía y no había ninguna mancha alrededor.
—¿Te lo has bebido todo, Peter? ¿Peter?
Intenté recordar si la botella estaba muy llena antes de que bebiera. Sus ojos se cerraron, y le dejé dormir.