¿Cuántos kilómetros hay hasta Babilonia?
Deben de ser unos cien.
¿Puedo llegar con una sola vela?
Sí, y regresar también.
Si sus pies son ligeros y vuela,
llegará con una sola vela.
El lunes por la mañana llamé a la puerta de Agatha Marrow con Lucinda a mi lado. Ella hizo sonar la lata de galletas danesas, que aún contenía algunas y a las que yo había añadido unos bombones y melcochas, como forma de agradecimiento. Volví a llamar.
—Qué extraño. Parece que no está.
—¡Pero si he visto a Biddy y Bitsy en la ventana!
—¿En aquélla?
—No, la del primer piso. Quizá no quieren jugar hoy conmigo.
—No creo.
—Además, les traemos un regalo, y todavía no es Navidad.
Pero la puerta permaneció cerrada, así que regresamos por Ivy Street hasta nuestra casa. Jack buscaba un trapo limpio en la cocina.
—¿Puedo quedarme con Jack, mamá? ¿Puedo? ¿Puedo? —preguntó Lucinda.
—No hay ninguno, Jack, lo siento. Tendrás que apañarte con éste —dije, y le lancé un andrajo sucio y marrón.
Lucinda comenzó a saltar.
—¿Puedo? ¿Puedo?
—Si quiere puede quedarse conmigo, señora Damage. Yo le echaré un ojo.
Jack observaba el andrajo con desprecio. Yo rezaba para que no lo oliese. Me sentía avergonzada: no podía usarlo en los libros, pero no había otro.
—¿Estás seguro, Jack?
—¡Me portaré bien!
—Eso ya lo sé, cariño —le dije, y era cierto.
Lucinda se había vuelto muy dócil y disciplinada últimamente. Era como si ahora que los ataques habían desaparecido, no tuviese nada que cuestionar. Dormía más, comía más y correteaba más por ahí sola también. Quizá sólo estaba creciendo.
—Y puedes quedarte con la lata de galletas, pero no te las comas todas. —Me puse de pie y susurré a Jack—: Asegúrate de que no se las coma todas.
Paseé la vista por el taller, entre las pilas de cajas con libros sin encuadernar, las montañas de manuscritos cosidos y listos para el acabado y los montones de encuadernaciones en blanco esperándome en la caseta de dorado. Era demasiado. Entonces distinguí a Din, quien me sonreía como siempre, aunque parecía haber perdido un diente y tenía aspecto de salir de una pelea. «Santo Dios —pensé—, espero que no le ataquen en el barrio cada noche». Me pregunté si debía decirle algo, pero ya había agachado la cabeza y estaba trabajando en el telar. Le di un beso de despedida a Lucinda y le dije que no estaría fuera mucho rato. Finalmente, tomé una decisión apresurada: corrí hasta el taller, cogí un trozo de papel y escribí algo en él.
—Voy a hacer que esto sea más fácil para nosotros, Jack —dije por encima del hombro mientras salía.
Escuché pasar un tren, y aunque no se trataba del Ferrocarril Necropolitano no podía evitar pensar en él, y me pregunté en qué mundo vivíamos, y a cuál estábamos destinados, puesto que los cadáveres cogían un tren directo de Waterloo a Woking mientras que los vivos estábamos condenados a vagar, perdidos y sin mapa, por las calles de esta ciudad. Caminé un rato hacia el sur, pasé frente a Remy & Rangorski, llamé un poco más adelante a la puerta de una pequeña casa donde colgaba un letrero de «Habitaciones disponibles» y le entregué una tarjeta a la propietaria. Ella la observó y aceptó pegarla en su ventana. La observé desde fuera mientras la colocaba en el vidrio y volví a leerla para comprobar que decía lo que quería.
Se busca muchacha experimentada en el cosido y plegado de papel, cuidado de niños, inválidos y quehaceres domésticos. Preséntese en Encuadernaciones Damage, Ivy Street n.o 2, Waterloo. Se exigen referencias.
Luego regresé en dirección norte, hacia el puente de Waterloo y Holywell Street.
No tenía la intención de abandonar a Diprose por completo esa misma mañana; simplemente quería trazar una línea que marcase con precisión los límites aceptables en su repertorio literario para que dejase de empujarme hacia los territorios más oscuros de su reino. A manera de ejemplo, me llevé conmigo el peor del primer grupo de catálogos: iba a devolvérselo y a dejarle claro que no quería recibir más encargos de aquel tipo.
Más allá de su bellaquería (la perversa forma en que habían sido pensadas las fotografías para transmitir las peores cosas que podían hacer dos seres humanos), también me sacaba de quicio su falta de honradez en sus pretensiones de integridad. No eran imágenes para el estudio de la anatomía o la precisión pictórica: sólo la edición costaba más que el salario mensual de Jack, y las pesadas encuadernaciones elevarían el precio de aquellos catálogos muy por encima de lo que cualquier «artista de criterio» podía permitirse. Tampoco se trataba de pequeños ejemplos de lascivia para provocar algún cosquilleo inofensivo, ni de ofrendas inmorales a la sagrada Afrodita. Aquellos catálogos eran mucho, mucho más peligrosos, e iban más allá de lo que yo podía comprender.
Encontré el camino entre los callejones hasta la puerta desconchada de la parte trasera de Diprose & Co, y llamé tres veces. Fue su asistente quien abrió la puerta y me cogió la mano suavemente.
—Señora Damage.
—Buenos días, señor Pizzy.
—A su servicio, como siempre. Llámeme Bennett, por favor. ¿Nos ha traído alguna maravilla de Waterloo?
—Lamento tener que desilusionarle, señor Pizzy. He venido a hablar con el señor Diprose.
Había otro hombre en la habitación. Llevaba un pañuelo moteado rojo y blanco al cuello y una camisa a cuadros sucia. Apenas notó mi presencia; estaba demasiado ocupado mordisqueando un lápiz, y por las comisuras de su boca corrían ríos de saliva gris. Tenía otros dos lápices, uno detrás de cada oreja, probablemente por si tenía hambre más tarde.
El señor Pizzy corrió el cerrojo de la puerta detrás de mí y se dirigió hacia el frente del local. Pude oír un cuchicheo, y el ruido del cerrojo de la puerta principal que daba a Holywell Street. Entonces, el señor Diprose emergió de detrás de la cortina verde.
—Señora Damage…
—Señor Diprose…
No se había perdido ni una pizca de nuestro amor.
—Por favor, siéntese —dijo, y se acomodó con rigidez en su silla. Realmente era incapaz de doblar la cintura—. Confío en que haya venido a brindarnos información acerca de su colorido trabajador. Esperábamos que pudiese asegurarnos su lealtad.
—Por supuesto, señor Diprose, he conseguido averiguar bastantes cosas, y estoy convencida de que no representa peligro alguno para nosotros. Aunque no es éste el motivo de mi visita, puedo afirmar que al señor Nelson no le molestan nuestras actividades.
—Estoy intrigado. Por favor, explíqueme cómo llegó a esa conclusión.
—Él no es como nosotros, señor Diprose —argumenté—. Ha pasado por cosas que sólo podemos imaginar. Su pasado es puro horror, y su presente una simple distracción. De momento, le va bien trabajar en Encuadernaciones Damage, pero no está comprometido con el trabajo. Cuando llegue el momento, continuará con su vida en otro lado…
—Discúlpeme, señora Damage, pero sus elevados sentimientos no me convencen. Si no está comprometido con nosotros, ¿dónde está su lealtad?
—No está interesado en nuestra producción. No le importa, sus pensamientos están en otro lado. ¡Nosotros, usted, somos irrelevantes para él!
—Entonces, ¿lo que usted me dice es que la única razón por la que debería sentirme a salvo de que la literatura más ilegal del mundo sea vigilada a diario por un hombre del que no sabemos nada es que la considera irrelevante?
—¡Sí! No… Quiero decir… Señor Diprose, yo misma le haré frente. Es un hombre inteligente. Le diré la verdad sobre nuestro negocio oscuro, y le informaré de que no debe hablar con nadie al respecto.
—Y usted asume que me contentaré con la palabra de aquel hombre.
—¿No será así?
—Quizás usted sea una gobe-mouches, pero a mí no se me puede engañar tan fácilmente. Dígame, ¿qué sabe realmente de él?
—Nació en Baltimore. Su padre era un predicador, y su madre enfermera. Fue robado a su familia cuando apenas tenía catorce años, y vendido como esclavo. Ahora toda su familia ha muerto. No tiene raíces, ni hogar. Va a la deriva…
—Señora Damage, la respuesta está delante de nuestras narices. La felicito por haberla desenterrado, pero su ingenuidad es apabullante. Lo que usted me dice es que si el hombre se convierte en un problema para nosotros, ¡simplemente podemos devolverlo! Merveilleux.
—¿Cómo?
—Es perfecto. Y probablemente obtendríamos algún dinero por él, también. Nous y gagnons. Supongo que le habrá amenazado con ello.
—¡No!
—Entonces eso es lo que debe hacer de inmediato. Señor Pizzy, por favor, acompañe a la señora Damage a su taller y asegúrese de que plantea el ultimátum a su señor Nelson.
—¡Es usted un monstruo, señor Diprose! Usted me deshonra, y se desacredita a usted mismo, aunque no parece importarle demasiado. Tenga. Le devuelvo esto. No quiero encuadernar trabajos de esta naturaleza.
Dejé la pila de fotografías sobre la mesa con un ruido seco. Diprose las miró, sin mover la cabeza. Alzó una ceja interrogativamente, y dirigió una mirada hacia el señor Pizzy. Incluso dejó de oírse el ruido del lápiz mordisqueado.
—¿Qué es lo que objeta respecto de ellas, señora Damage? —me preguntó finalmente.
Adivinaba la sonrisa engreída del señor Pizzy ensanchándose detrás de mí.
—¿Quiere que se lo deletree?
—Sí, claro —respondió desafiante—. Eso sería muy entretenido.
—Señor Diprose, son fotografías viciosas, desagradables y francamente horrorosas.
—La ofenden.
—Sí. Me ofenden.
—Y a usted no le agrada que se ofenda su sensibilidad.
—No.
—No las aprueba.
—No.
—Así que la señora Damage no las aprueba —anunció Diprose, como dirigiéndose a sus hombres—. ¿Acaso piensa, mi querida muchacha, que eso nos importa? ¿Le parece a usted que nos importa?
—No quiero encuadernarlas.
—¿Por qué no?
—Porque…
—Porque la ofenden. Discúlpeme, señora Damage, pero no veo qué tiene eso que ver.
Uno de los hombres rió. Quería preguntarle si había olvidado que había un hombre de color trabajando en mi taller, pero supe que era exactamente lo que quería que dijese.
—¿Y cuáles son las que encuentra más ofensivas? —Cogió las fotografías de donde yo las había dejado y las recorrió una a una. No alzó la mirada hacia mí, pero, por supuesto, se detenía en las fotografías más abominables, que suponía me causaban mayores problemas—. ¿Cuáles, señora Damage? ¿Ésta? ¿O ésta?
Pero no iba a responder a sus provocaciones. No sólo se trataba de las que mostraban a negros vengativos. Todas eran repugnantes.
—Señora Damage, estoy un peu fatigué de este asunto. Usted supone que yo soy un hombre ocioso, que mi vida es un dolce far niente. Déjeme aclararle algo: usted no puede escoger qué encuaderna y qué no.
—¿Entonces tengo que dirigirme a sir Jocelyn Knightley?
Nunca antes había visto reír a Diprose, y no era algo agradable de ver. Sus gafas de montura plateada saltaban sobre su nariz púrpura con cada risita, sin dejar de sostenerme la mirada. La alegría de Pizzy y el hombre del lápiz era más suelta y sincera, incluso cuando al hombre le estalló el lápiz entre los dientes e intentó frotarse la lengua mientras seguía riendo.
—Puede que su reacción no sea tan generosa como la nuestra.
—¿Acaso no hay una sola fibra decente en su cuerpo impío? —dije alzando la voz, pero sin osar gritar.
Me sentía como una maestra de escuela, enfadada pero impotente entre niños traviesos. En aquel momento llegué a la horrible conclusión de que mi ira les provocaba un gran placer. Estaba sólo a un paso de la Maestra Venus y sus varas de abedul, y de repente comprendí que sus procedimientos disciplinarios no eran sino un poder concedido de forma artificial, brindado temporalmente por los hombres que deseaban ser castigados. La Maestra Venus sólo era otro trabajo para otras mujeres atemorizadas, una tarea más que realizar, como lavar sus calzones, llenar sus pipas y ser el cojín en el que descargar su ira.
—¿Qué es lo que le molesta tanto, señora Damage? ¿Acaso debemos recordarle a quién le debe lealtad? ¿O se trata de un cierto penchant, de deseos contre nature por les hommes de couleur?
—Creo que has dado en el clavo, Charlie —chilló Pizzy—. Está enamorada.
—Creí que estábamos haciéndole un favor. Como enviar a Pauline Bonaparte a Haití. Es extraordinaria, la cantidad de mujeres de apariencia respetable que pierden todo sentido del decoro ante el olor de la carne negra.
—¿Carne negra? —exclamó Pizzy—. Una taza de té: caliente, negro y mojado. ¿Es así como le gusta?
—Entonces usted debe de haber apreciado enormemente el último libro que le enviamos —añadió Diprose—. Afric…-
—¡Sinvergüenzas! ¡Hijos de Satán! —grité bruscamente.
—¡Escuchen cómo habla la amante de un hijo de Caín!
—Es muy tierna —dijo Pizzy— la forma en que habla de su dandi moreno, con tanta dulzura.
—¡Basta!
—¿Así que es cierto lo que dicen de las partes inferiores de los macacos, señora Damage?
Entonces grité. Abrí la boca y hurgué en lo más profundo, debajo de los frágiles cimientos del edificio, bajo las cloacas, bajo los túneles en construcción del futuro metro de Londres, para articular un grito de una fuerza de la que no me sabía capaz. Vi cómo los ojos de Diprose saltaban de su rostro morado, y el bigote color arándano de Pizzy se erizaba alrededor del húmedo «¡Oh!» de sus labios, y seguí gritando. Lancé las fotografías al suelo y las pateé, salté sobre ellas con ambos pies, y mis piernas temblaron como las de un fauno recién nacido sobre las inmundas imágenes, lanzando alrededor de la habitación figuras distantes que no eran más que tinta y papel, blanco, negro y gris, y me arrodillé sobre ellas, y lloré sin verter una sola lágrima.
La mano de Pizzy atrapó mi boca, y su palma selló mis labios. Al mismo tiempo, un niño entró corriendo desde el callejón como un espíritu.
—¡Los esbirros! —gritó. Le faltaban los dos dientes de delante—. ¡Es una maldita razzia!
Diprose se puso de pie.
—¡Silencio! —siseó en mi dirección—. Lleva a la muchacha arriba.
Se estiró el chaleco y corrió deprisa hacia el frente del local.
—¡Cierra la boca, o vivirás para lamentarlo! —me susurró Pizzy, pero yo ya había dejado de gritar.
Escuchamos la voz de Diprose adoptar un tono controlado y seductor mientras abría la puerta del comercio y saludaba a los recién llegados.
Una muchacha, o más bien una mujer, había entrado corriendo con el niño. Llevaba los cabellos revueltos y un vestido color naranja lavado. Pizzy me entregó a ella, quien cogió mis cabellos con una mano y la cintura con la otra y me guió a las desvencijadas escaleras. El hombre del lápiz ya se encontraba en el primer piso. Pizzy estaba ocupado pasándole cajas, pilas de libros y paquetes de papel marrón por las escaleras. El muchacho desdentado corría a toda prisa por la habitación, recogiendo mercancías. Por las escaleras llegamos a una habitación lúgubre que sin duda era el corazón de la empresa de Diprose, con imprentas, cajas de tipos y montañas de papeles. Pizzy ya estaba con nosotras, revoloteando por la habitación, recogiendo esto y aquello y subiéndolo por otras escaleras, que nosotras también subimos, junto con los dos hombres que trabajaban en la imprenta cuando entramos. Sus rostros estaban poblados de barba incipiente, como campos de maíz incendiados, y se movían en silencio, a sacudidas.
Llegamos al ático, donde había una abertura cubierta de telarañas en la pared más lejana. La atravesamos y entramos en una gran habitación polvorienta en el altillo del edificio adyacente. Había una anciana esperándonos.
—¿Todo en orden, Bernie? —le susurró la mujer que me empujaba a la anciana.
—Todo en orden, señora Trotter —respondió Bernie.
—¿Alec está aquí?
—Ya llega.
Luego descubriría que Alec era el muchacho desdentado, el hijo de la señora Trotter.
Alec Trotter, la señora Trotter, Bernie y yo colocamos en la habitación el contrabando rescatado, cerrando la abertura con los tres hombres (los dos de la imprenta y el del lápiz). No podía evitar preguntarme cómo se vería todo desde el otro ático, o adónde había ido el señor Pizzy, pero supuse que no era la primera vez que este sitio servía al mismo propósito.
Nos quedamos allí, prácticamente en silencio, entre la oscuridad y el polvo del ático, durante casi cinco horas. Escuchamos ruidos de puertas que se abrían y se cerraban en las casas circundantes, pasos, muebles arrastrados, armarios abriéndose y cerrándose. Cuando los ruidos se hicieron más fuertes y cercanos, pensé que las pesquisas habían llegado hasta el primer piso.
Esperamos y esperamos, viendo las horas pasar y burlarse de nosotros y nuestra espera. Los únicos movimientos eran los de las sombras detrás de las grietas de la escayola, cual relojes de sol torcidos que indicaban cómo avanzaba el día allí fuera. Intenté evitar las miradas de mis compañeros de celda a través de la pálida luz del ático ocupando mi mente en otras cosas: pensaba en Lucinda, que estaba con Jack, y en si notaría que llevaba mucho tiempo fuera; en todos los libros que podría estar encuadernando; en la comida que podría estar preparando. La inactividad era algo poco usual para los que estábamos en el ático. Era como si alguien hubiese contado una broma sin gracia y estuviésemos eternamente condenados a ser víctimas de la embarazosa sensación que genera un mal chiste. Inoperantes, nulos e inválidos, inservibles, parecíamos siete retardados intentando competir en inactividad, o siete holgazanes esperando la Divina Providencia, o siete lotófagos de la Odisea dándose un festín de somnolencia. Siete trabajadores oxidados por falta de uso. Era como si estuviésemos postergando algo, pero hubiéramos olvidado qué.
Luego oímos pasos que se acercaban. Subieron hasta el ático y alguien habló en voz alta junto a nuestro escondite. No osábamos siquiera respirar.
—Aquí no está. No hay nadie.
—¿Dónde se habrá metido?
—¿Estás seguro de que oíste gritar a una mujer?
—Lo juro.
Recé en silencio al Creador. Le había ignorado demasiado tiempo, y le prometí lo que fuera, cualquier cosa, si era capaz de sacarme de allí y llevarme a algún lugar donde pudiese abrazar con fuerza a mi Lucinda. Iría más a la iglesia, mantendría la casa limpia, ningún otro libro ilícito antes de encuadernarlo, me negaría a realizar cualquier dibujo que fuera demasiado «emblemático»…
—Quizás estaba en el callejón —dijo una de las voces—. Si gritó lo bastante fuerte…
—Debe de ser eso. Venga, vamos con los demás.
Descendieron, y todo quedó en silencio.
Poco a poco fuimos saliendo de nuestra inmovilidad. Al principio, como todos teníamos la vejiga bastante llena, comenzamos a contorsionarnos. Alguien pasó un orinal. Al llegar a mí, el contenido sulfúreo de mi vejiga amenazaba con inundar mi falda, pero aun así decliné la oferta.
—¿Qué esperabas? Es la más pija de las pijas —dijo Bernie. Fue la primera en hablar tras horas de silencio—. Con sus lazos y vestida de mármol, bien limpia.
—¿Tú crees que incluso tiene un tío?
—Claro que sí. Pero le gustan oscuros.
—¿En serio? ¿Te gustan bien duras, no?
—También sabe hablar. Si hubiera mantenido su linda boquita cerrada, no estaríamos arriesgando el pellejo de esta manera —agregó Bernie—. ¿La escuchaste gritar?
—Callaos —dijo el hombre del lápiz—. Tenemos que esperar a que suba Pizzy.
Y así volvieron a sumirse en el silencio, y esperamos nuevamente. Las sombras desaparecían poco a poco; afuera estaba oscureciendo y el frío aumentaba. Ya no podíamos mirar los zapatos de los otros, o escrutar los hoyos de los gusanos y las telarañas que colgaban de las vigas. Nos sentamos sobre el hedor de nuestra propia orina, y seguimos esperando.
Entonces, la escotilla se abrió un poco, luego un poco más, hasta que apareció la cabeza de Pizzy, iluminada por una vela.
—Ya podéis bajar —dijo cansado.
Llevaba la corbata suelta, el cuello de la camisa desabotonado y la ropa sucia.
Uno por uno estiramos las piernas, nos pusimos de rodillas y nos sostuvimos de algo para levantarnos. Bernie me ofreció la mano. La cogí y tiró de mí.
Bajamos al primer piso. Yo era incapaz de decir si la habitación había sido registrada: se veía bastante ordenada, pero los demás iban y venían verificando cosas, abriendo cajones, estudiando los daños…
—¿Cuánto fue, Ben?
—Cuatrocientos libros, novecientas cincuenta láminas y cuatrocientos kilos de impresiones sin coser. Incluyendo todos los Gamianis.
—¿Van a destruirlos? —preguntó uno de los impresores.
—Por supuesto. —Pizzy parecía cansado. Se pasó las manos por el cabello y se frotó la nuca—. Pero al menos salvamos algunas cosas. Gracias al pequeño maestro Trotter.
Acarició los cabellos del muchacho, quien saltó fuera de su alcance.
—Realmente debo irme, señor Pizzy —dije, como quien ya lleva demasiado tiempo en un bautismo—. Ha sido un largo día, y tengo que volver con a mi niña.
Alguien colocó un poco de cerveza y comida sobre la mesa.
—Nadie se va —respondió Pizzy—. No hasta que sea seguro. Y mucho menos una dama como usted, señora Damage. —Me sonrió sin separar los labios—. Se quedará aquí esta noche. Me ocuparé de que Bernie le prepare una cama en el piso de arriba. Estará a salvo, se lo aseguro. Alec, baja y vigila la puerta.
Me ofreció un vaso de cerveza, y lo acepté, pero a pesar de la sed era incapaz de beber.
—¿Qué sucedió, Pizzy? —preguntó el hombre del lápiz.
—¿Recuerdas el pez gordo con bastón negro que vino la semana pasada? —preguntó Pizzy. El hombre del lápiz asintió—. Brigada antivicio.
—¿Entonces el de hoy era policía?
—Sí. Se delató en el momento en que cruzó la puerta: «¿Tendría usted algún ejemplar de Ackillees Devereer?» —dijo Pizzy imitando el acento falsamente educado del agente de policía. Alguien rió—. Y Charlie estuvo genial: «¿Ackillees Devereer?» —respondió—. «¿No estará refiriéndose usted a Achilles Deveeria, el ilustrador francés?», y el poli que responde: «Mmm, pues sí, claro, ése». ¡Te juro que casi se le caen las gafas cuando lo vio!
—¿Cuáles le mostró?
—Las litografías. —Yo las conocía. Era una secuencia de litografías sobre la historia de la moral bajo el reinado de Luis Felipe—. Y cuando por fin pudo cerrar la boca, dijo que iba a secuestrar las láminas y todas las que hubiera en el establecimiento, y que las llevaría al juez, bajo la autoridad de la Ley de lord Campbell, y entonces entraron cinco más por la puerta como un río desbocado, atrapando todo lo que sus manos sórdidas e hipócritas podían, y se llevaron a Charlie a Bow Street.
—¿Irá a la cárcel? —pregunté.
—Si es así, estará fuera antes de que acabe la semana, señora Damage —dijo el señor Pizzy.
—¿Por qué está tan seguro?
Pizzy apoyó un dedo contra el costado de su nariz y dijo suavemente:
—Contactos.
—¿Dónde?
—Un Noble Salvaje —respondió lentamente y con satisfacción—. En el Ministerio del Interior.
—¿De verdad? —pregunté alzando las cejas.
—Una vez condenaron a Charlie a dos años de trabajos forzados, y salió tres semanas después con las manos suaves como la mantequilla. Hoy en día ya ni buscan condenarle, simplemente lo retienen todo lo que pueden hasta que alguien les regaña. Sólo logran apoderarse de un poco de material, con el que se divierten un rato antes de quemarlo. —Y una vez más lanzó una carcajada, hasta que se puso serio de golpe y continuó con tono solemne—: Pero esta vez perdimos bastante material, y eso no es bueno.
Cogió su pipa, abrió la ventana de guillotina y se asomó. Desatornilló el quemador de la lámpara de gas y de ella brotaron las llamas, que casi prendieron la madera, pero aun así consiguió encender su pipa. Cuando volvió al centro de la habitación, con el bigote chamuscado y la mitad de la pipa ennegrecida, comenzó un discurso aparentemente bien aprendido acerca de la quema de libros en Éfeso, del fuego purificador de la biblioteca de Don Quijote y de la llama de la libertad que haría arder a la hipocresía.
—Nihil est quod ecclesiae ob inquisitione veri meditatur —me dijo con seguridad.
Luego se recostó en el respaldo de la silla y chupó con fruición su pipa antes de inclinarse hacia mí y cogerme la mano que tenía apoyada en el regazo. Evidentemente, disfrutaba de la ausencia de su amo.
—Dora, Dora… ¡Es una pena que casos como éste casi ya no vayan a juicio!
—¿Y para qué quiere ir a juicio? ¿No tiene suficiente con esto?
—Puede que sí, puede que no. ¡Pero los juicios son un deporte tan divertido! Según lo establece la ley, cada uno de los objetos obscenos debe ser clasificado y descrito, y leído al igual que la lista de acusaciones. Primer objeto: un falo de arcilla, de estilo pompeyano. Segundo objeto: daguerrotipo de mujer desnuda en la cama con un caballo. Objeto tres: ilustración de Hiperión follándose un sátiro por el culo. Realmente, escuchar esas palabras en el tribunal, en boca de un representante de la ley, alegra el corazón de cualquier obsceniteur. ¿No es ésa la cuestión? ¿No hemos triunfado, entonces?
—¿Triunfado, señor Pizzy?
—Sí, triunfado, señora Damage. Y por favor, llámeme Bennett. ¿Acaso cree que hacemos esto por dinero? ¡Es nuestra cruzada moral! Mi padre la inició. Era un verdadero radical, participó en la Conspiración de Cato Street. Sospecharon de él, pero no pudieron probar nada. Un hombre astuto. Era uno de tantos editores radicales de Holywell Street. Todos librepensadores. Splendore veritatis gaudet ecclesia! Publicaban panfletos sobre política, religión y sexualidad, y construyeron esto —movió la mano abarcando la habitación— sólo para satirizar a la aristocracia y a la Iglesia. Y recolectar fondos para seguir publicando, por supuesto. Ahora, míreme a mí. El viejo bloque aristocrático se ha derrumbado en lo que concierne a la política, pero no hay esperanza alguna de una revolución cercana. Mi desafío es contra la terrible Ley de lord Campbell, quien estoy seguro podría mostrarle un par de cosas indecentes. La causa radical que defiendo es la distribución de la obscenidad entre las clases trabajadoras.
—¿Las clases trabajadoras, señor Pizzy? —pregunté—. ¡El señor Diprose me paga más por una encuadernación que lo que ganaba mi esposo en una semana! Y le aseguro que si un trabajador se topara por casualidad con tres guineas, no vendría aquí para gastárselas.
—Lamentablemente, Dora, porque yo prefiero llamarla Dora, usted está en lo cierto, pero la situación es temporal, hasta que haya ganado lo suficiente para financiar mis proyectos radicales. El mundo en el que nos encontramos usted y yo no sólo es extremadamente lucrativo, sino que provee de forraje a mis ambiciones. Piense en la hipocresía: ¡estos caballeros llevan a sus familias a los jardines de Cremorne los sábados durante el día, a sus amantes, hombres o mujeres, por la noche, y pasan el resto de la semana legislando contra el vicio de Cremorne! —Buscó una carpeta bajo las tablas del suelo—. Mire.
Me mostró un fajo de panfletos y manuscritos sin encuadernar, del color amarillo de las novelas sensacionalistas, menos chillón y fuerte por el aspecto, pero no, como descubriría, por el contenido. Me concentré en las historias. Encontré a los personajes que ya me eran familiares, aunque con otros nombres; el honorable Filthy Lucre, lord Havalot Fuckalot, lady Termagent Flaybum, el conde de Casticunt, la condesa de Birchini. Cogí uno que se llamaba Razones humildemente expuestas para justificar la castración de los eclesiásticos papistas y volví a dejarlo sobre la mesa.
—¿No es la clave para la salud de la nación? En este punto es donde coincidimos sir Jocelyn y yo, en la libre discusión y la práctica sin trabas de la sexualidad.
—¿Pero sir Jocelyn no pertenece a la clase que usted quiere derrocar?
—Tiene razón. Pero él es un caso especial. Es más hombre del pueblo de lo que aparenta. ¿No desearía una sala de fumar como la suya?
—Señor Pizzy… —empecé, pues quería hacerle una pregunta.
—Me encanta como dice usted mi nombre, Dora. Algunos me llaman Pitzy, a la italiana. Otros, Pissy, lo mejor que pueden. En cambio, usted lo dice con un zumbido que me marea, y así me siento también cuando contemplo sus encantos. Pero por favor, llámeme Bennett.
—Señor Pizzy…
—¿Sí, Dora?
—¿Realmente van a destruir la mercancía?
—Sí.
—¿Había alguno de mis trabajos?
—No, y eso puedo asegurarlo. Su trabajo pasa directamente de Diprose a los Nobles Salvajes, no se guarda en el local.
—¿Entonces me lo pagarán?
—Por supuesto. Los fondos tampoco son los mismos.
—Hace tiempo que no me pagan.
—Me encargaré de solucionarlo. Pero no debe venir más aquí. No es seguro. Yo, u otro de los hombres de Charles, iremos a dejar y recoger los encargos a Lambeth. Seguramente disfrutaré el paseo. Sin duda, Jocelyn tenía razón al llamarla zorra. Ahora estoy seguro de que usted es de buena cuna, pero, aun así, una verdadera mujer.
—Discúlpeme, por favor, señor Pizzy. —Me puse de pie y susurré al oído de Bernie—: Necesito aliviarme.
—Aleluya —respondió—. Pensábamos que era demasiado pura para mear.
—No puede utilizar la letrina —ordenó el señor Pizzy—. Como dije, nadie sale de aquí.
—¿Entonces dónde puedo ir?
—Hay un orinal en la antesala —dijo señalando un trastero en lo alto de la escalera.
Pasé con cuidado junto a las rodillas de Pizzy. Sentí que sus dedos rozaban mis piernas, y luego su pulgar subió y presionó mi muslo. Le di un pisotón en los dedos del pie procurando causar todo el daño posible con mi tacón gastado. Al fin habría encontrado un buen uso para las botas marrones que no podía ponerme, si las hubiera traído conmigo. No me volví para mirarle.
Desde lo alto de las escaleras, antes de entrar en el trastero, vi que la atención de Pizzy ahora se concentraba en Bernie, y nadie más me veía desde la sala de la imprenta. Ni siquiera lo pensé, y bajé corriendo las escaleras hacia la habitación trasera que daba al callejón. La silla en la que había estado sentada estaba caída. La de Diprose había sido utilizada para alcanzar un armario elevado. La mayoría de las fotografías del catálogo ya no estaban allí, pero aún quedaban algunas, repartidas por el suelo, desfiguradas por las pisadas y la mugre.
Alec Trotter dormía contra la puerta que daba al callejón. Sentí lástima por aquel muchacho, que a la mañana siguiente tendría todo el cuerpo dolorido. Entré en el local e intenté abrir la puerta de Holywell Street, pero estaba cerrada.
Volví a la habitación trasera y traté de llegar al cerrojo sin tocar el cuerpo de Alec, pero no lo conseguí. Entonces vi que la puerta estaba cerrada y la llave brillaba entre los dedos de la mano sobre la que Alec estaba recostado. Podía tocarla, pero necesitaba que sus dedos la soltaran. En ese momento, el muchacho se despertó. Estaba a punto de gritar cuando lo atrapé y le hice señas de que se callase.
—¿Quién es? —exclamó aterrorizado—. ¡Estamos armados!
—Soy yo —respondí—. Dora Damage.
—No puede salir —dijo—. No está autorizada.
—Debes dejarme. Es urgente, tengo que irme.
—No puede. Nos traerá problemas a todos. Lo dijo mi mamá, así que no.
—Te daré dos chelines. Nadie sabrá que fuiste tú. Mira, romperé esta ventana y podrás decir que eran ladrones. O polis.
Le mostré las monedas al muchacho, y él las sopesó en su mente. Luego bajó la vista a la llave que tenía en la mano.
—No puedo —respondió.
Coloqué primero una moneda y luego la otra sobre su palma abierta, pero en ese momento oímos maldiciones y cuchicheos procedentes de la habitación de arriba, luego se acercó luz danzante de las velas y las lámparas de aceite. Le arrebaté al niño la llave y la apreté dentro de mi puño.
—¡Oiga! —gritó Alec—. ¡Devuélvame eso!
Pizzy fue el primero en llegar. Ya no sonreía. Sea lo que fuere que pensaba hacer conmigo, seguramente lo haría lleno de ira.
Pero Pizzy redirigió su furia: antes de que yo recibiese lo que me estaba destinado, Alec Trotter fue atrapado por la oreja y los fuertes dedos de Pizzy.
—¡Oiga! —comencé a gritar y a intentar llegar hasta el muchacho.
Pero otra mano apareció con gran velocidad para abofetearme en la mejilla. Herida, me volví para lanzar mi ira contra el señor Pizzy, pero me encontré frente a la señora Trotter, con el rostro enrojecido y preparada para atestar un nuevo golpe.
—Siéntese, Dora, y quédese tranquila —dijo Pizzy, enderezando la silla que yacía a sus pies.
Obedecí, sin dejar de mirar a la señora Trotter ni de frotarme la mejilla.
—Tome esto —dijo Bernie con un destello de ternura, y me entregó una taza de té humeante.
Pasó una manta alrededor de mis hombros y puso la tetera sobre la mesa. Acomodó la silla de Diprose junto a mí y nos quedamos así, bebiendo y sirviéndonos más té de vez en cuando, pero sin hablar. Yo no quería siquiera mirar a mi alrededor. No iba a llorar.
Al cabo de un rato, sentí una corriente de aire frío y escuché a Pizzy, que sostenía abierta la puerta del callejón.
—Venga, Dora, su carruaje la está esperando.
—Váyase ya —dijo la señora Trotter—. Ya va siendo hora. —Avancé por el callejón intentando envolverme con el chal, y ella volvió a gritarme—: ¡Y deje de causar problemas a la pobre gente que no puede hacer nada!
Al fin era libre. Salir de ese horrible edificio era una bendición. Pero pronto me encontré frente a nuevos peligros, con la cabeza gacha y navegando por los callejones en dirección al Strand. Giré en una dirección, luego en la otra, pero la oscuridad me rodeaba por completo y pronto me desorienté. Recordé el fantasma de Holywell Street y empecé a acariciar el brazalete de cabellos de mi madre como si fuera un talismán y a hablar para mis adentros como una loca. Acompañada por mi imaginación, comencé a asustarme y a sentir pánico. Tropecé con una manta que se movió emanando un hedor ácido. Una mano surgió de ella y me cogió del tobillo mientras intentaba alejarme. Tropecé y pataleé hasta liberar la pierna de aquella garra huesuda, con la furia de una madre separada de su hijo, y luego corrí lo más rápido que pude. Cuando finalmente salí de aquel laberinto y me reencontré con la luz amarilla de la calle principal, se apoderaron de mí nuevos temores: los de una mujer sola en medio de la noche, bajo las lámparas de gas, en las calles de Londres.
Bajo la luz estaba haciendo el ridículo; en las zonas oscuras entre una farola y otra, me sentía a merced de terrores invisibles. Unos marineros que pasaban se detuvieron a conversar con unos hombres de sombreros altos que me lanzaron una mirada. No sabía si era más seguro caminar bajo la luz o entre las sombras.
Un taxi solitario esperaba en la calle, justo a la entrada del callejón. Sin duda, ya me había visto bajo las lámparas. Apresuré el paso hacia el oeste a través de la luz de las lámparas de gas. Pero el taxi se puso a mi lado, y continuó avanzando a mi paso antes de detenerse frente a mí. El conductor bajó de su asiento y aterrizó directamente frente a mí.
Cuando me cogió por el codo, me puse a gritar.
—Por aquí, señora Damage —dijo bruscamente—. ¿O Pizzy no le avisó?
No podía liberar mi brazo debido a su fuerte presión, y nadie vino en mi ayuda. Me metió dentro del taxi. Intenté quedarme junto a la puerta para saltar en cuanto pudiera, pero por la noche el tráfico no era tan lento como a mediodía, y la velocidad a la que avanzaba me envió contra mi asiento. Mientras avanzábamos por Knightsbridge recé para que se cruzara alguna oveja proveniente de Hyde Park, pero el camino estaba despejado. Cuando doblamos hacia Wiltonplace y redujimos la marcha hasta detenernos en Belgrave Square, ya era demasiado tarde.
El conductor me hizo descender del carruaje, rodeándome la cintura con su mano áspera. Quería abofetearlo debido a su insolencia, pero la mansión a la que me había traído me intimidó por completo y no pude hacer nada.
Dentro, un mayordomo me acompañó por una elegante escalera adornada con retratos graves hasta una habitación color verde botella. Era un espacio grande aunque sin muchos muebles; no olía a humo, ni traicionaba la opulencia de su dueño. Era un lugar reservado, de estudio: los pocos muebles estaban perfectamente ordenados, como en la habitación de un militar en los cuarteles cercanos. En un costado había un escritorio sencillo, una biblioteca con una selección de libros y un sofá de cuero marrón bajo la ventana. Las únicas manchas de la habitación eran las de tinta, alrededor del tintero sobre el escritorio y en una hoja de papel a medio escribir. No tenía idea de qué hora de la noche o de la mañana era.
Una puerta se abrió en algún lado de la casa, y pude distinguir el murmullo de voces femeninas y una risa de barítono. En ese momento se abrió la puerta de la habitación y el mayordomo anunció:
—Lord Glidewell.
Labor Bene (ya que se trataba sin duda de él, Valentine, lord Glidewell) me sonrió con calidez y me dio la mano a guisa de saludo. Era un hombre pequeño, sin rasgos particulares; llevaba un batín acolchado de color rojo carmesí, con un cinturón trenzado negro alrededor de la cintura, y un vaso de oporto en la mano.
—Señora Damage… Sir Jocelyn se reunirá en breve con nosotros. Hoy cenaremos juntos. Dígame, señora Damage, ¿a usted le gustan las aves? —No me esperaba tanta amabilidad, vista la forma poco convencional en la que había sido convocada—. Detrás de mí se encuentran algunos de los mejores libros de ornitología que existen. También me fascinan los reptiles y los insectos, cuanto más raros mejor. Como ve, mis intereses son similares a los de sir Jocelyn, pero en mi caso se trata de un mero pasatiempo, sin contar con la gran ventaja de que no se trata de seres humanos, y por lo tanto, son incapaces de responder.
Me forcé a sonreír, ya que supuse que era eso lo que esperaba de mí.
—¿Quiere sentarse mientras aguardamos?
Me acomodé en un borde del sofá y pregunté:
—¿Podría decirme qué hago aquí, lord Glidewell?
—¿Por qué, querida mía? Tenemos unas cuentas que arreglar, ¿no es así? Me han comentado acerca su inapropiada conducta hoy respecto de nuestros asuntos. —Su cortesía y educación eran intachables, pero la calma con la que expresaba su descontento hizo que todos los músculos de mi cuerpo se tensaran—. Poner nuestra empresa en peligro de una manera tan imprudente sólo sirve para probar cuán negligentes hemos sido al no mantenernos al día en nuestros pagos por sus servicios.
Su tono de voz era tan líquido que temí resbalarme en él. Debía tener cuidado con lo que decía.
—Lord Glidewell, mis recelos no son de origen pecuniario.
—Entonces son escozores morales. Señora, a todos nos pica. Simplemente, algunos de nosotros sabemos rascarnos.
—No. No es una cuestión de moral. Es sólo que… —pero lord Glidewell se había puesto de pie frente a mí frunciendo el ceño, y no pude continuar.
Comenzó a hablar como si dirigiese su discurso a las torres sombrías de los cuarteles de Knightsbridge a través de la ventana, pero sus palabras eran sólo para mis oídos.
—En cuanto juez, no soy ajeno a los horrores y placeres del lazo y otros instrumentos de tortura —rumió. Luego me aseguró gentilmente—: No son instrumentos apropiados para mujeres de su talento, y no quisiera que entrase en contacto con ellos, cosa en la que supongo coincidimos. ¿Me estoy expresando con claridad?
Tragué saliva y asentí. Su voz amable me adormecía. Tan amable que no conseguía comprender completamente su significado.
—Vaya, aquí está sir Jocelyn.
—¡Dora!
Me puse de pie mientras él caminaba hacia mí con una amplia sonrisa, deteniéndose sólo para dejar su vaso de oporto en el escritorio antes de extender los brazos y besarme firmemente en ambas mejillas.
—¡Está a salvo, mi querida muchacha! Qué horrible experiencia la que acaba de vivir. Pobre, pobre Charles. Pero usted, mi preciosa muchacha, ha escapado de sus garras. —Deslizó sus palmas por mis brazos, me cogió las manos callosas y ajadas y les dio unos golpecitos—. Mira estas hermosas manos, Valentine. Nuestro pequeño ángel encuadernador, que teje la más suave magia para nosotros, desde los más sorprendentes manantiales de su inspiración. Mmmm. Usted, señora Damage, es mi magnum opus. ¡En qué gran mujer la hemos convertido! Tengo un regalo para usted, mi ángel. —Soltó mis manos para sacar del bolsillo de su chaqueta una larga cuerda dorada, al final de la cual había un pendiente color miel en forma de lágrima—. Es ámbar. Viene de África. —Sonrió, como recordando algo—. Me encanta el ámbar. Para mí, es como una mujer. ¿Sabía, Dora, que el ámbar tiene un aroma especial, un aroma secreto que sólo emana cuando el ámbar se calienta y se frota?
Sostuvo la gota con firmeza en la palma de su mano y la acarició vigorosamente con el pulgar y el índice, sin dejar de mirarme. Luego se inclinó, pasó la cuerda alrededor de mi cuello y la ató en mi nuca.
—¿Puede olerlo, Dora? —preguntó.
Pero yo no lo olía. Sólo sentía el aroma a tabaco especiado de sir Jocelyn, el perfume rancio que emanaba de su chaqueta de terciopelo y su aliento, en el que se mezclaban la dulzura fermentada del tabaco y el buen vino.
—Y quisiera que incrustara éstas en una encuadernación para mí —continuó poniendo en mi mano diez nueces de ámbar.
—Jocelyn —interrumpió lord Glidewell—, estaba intentando explicar a la señora Damage la gravedad de lo sucedido hoy.
—Desde luego, Valentine.
—Y tengo entendido que tienes información para la señora. No quiero apresurarte, pero debemos regresar a nuestra cena.
Sir Jocelyn miró a Glidewell un instante antes de volverse hacia mí.
—Dora, mi querida Dora —repitió.
Creo que estaba ligeramente borracho. Se sentó en el sofá, me hizo acercarme a él y volvió a acariciar mi mano.
—Dora —insistió.
—¿Sí, sir Jocelyn?
—Dora…
Pero nunca supe lo que tenía que decirme, pues, como si algo más urgente lo motivara, se puso de pie de golpe, recogió su vaso y se fue. Cuando pasó junto a Glidewell, le escuché murmurar por encima del hombro.
—Es tu trabajo sucio, Glidewell, no el mío.
Luego salió y cerró la puerta detrás de él con un chasquido como el de un arma al amartillarla.
Lord Glidewell permanecía impávido. Hizo una pausa para tomar un sorbo de oporto, chasqueó los labios y caminó por la habitación. Cuando comenzó a hablar nuevamente, lo hizo con un cuidado y precisión militares.
—No estoy familiarizado con la medicina, señora Damage, pero como juez, sé valorar la evidencia, y estoy convencido de que sir Jocelyn será considerado en el futuro el médico más relevante de su generación, el que cambió nuestra vida, o incluso nuestra época. La conmino a tener muy en cuenta lo que voy a decirle. —Tomé asiento, atenta y a la expectativa—. ¿Sabía usted —continuó al fin— que sir Jocelyn ha encontrado una conexión importante y creíble entre el exceso de energía sexual a que puede estar sujeto un individuo y los ataques de epilepsia que sufre? Veo que finalmente he captado su atención. Me parece que usted no estaba al tanto de ello. Soy consciente de que se trata de un asunto delicado, pero ¿puedo preguntarle si Lucinda practica… digamos… el onanismo?
—No le entiendo —dije al fin.
Ya había leído anteriormente ese término en los libros de Diprose, pero no conseguía recordar lo que significaba.
—Pues entonces usaré un término más vulgar: masturbación. ¿Lucinda se masturba?
Me mantuve en silencio. No pensaba hablar de ese tema.
—Respóndame, señora Damage —insistió irascible lord Glidewell—. Tenemos la gran fortuna de contar con un experto de renombre en la materia. Se trata de una teoría interesante y creíble que está sacudiendo el mundo de la medicina. —Se estaba poniendo nervioso—. ¿Le ha confesado Lucinda sus fantasías sexuales? ¿Se ha insinuado a su padre, a Jack o a otro hombre? ¿Lucinda se toca, Dora? Dora, le pido que preste atención, ya que esto podría facilitar la cura de su hija.
—¿La cura? —Sin duda quería saberlo todo respecto de una posible cura, pero no podía imaginar cómo nos llevaría a ella este interrogatorio—. ¿Qué cura?
—Primero, es necesario diagnosticar el exceso, lo cual podemos hacer gracias al aparente éxito de su terapia de bromuro. El bromuro reduce el deseo sexual de inmediato. Si el tratamiento de bromuro es eficaz, lo más probable es que la causa de la epilepsia sea el exceso sexual. Por lo tanto, nosotros, o más bien sir Jocelyn, se vería forzado a realizar la operación necesaria. Se llama cli-to-ri-dec-to-mí-a. La clitoridectomía es bastante simple, y consiste en la escisión o amputación del clítoris. Los síntomas constitutivos como los de Lucinda son cada vez más identificables a partir de su irritación y su anormalidad —creo que en ese momento me puse de pie, temblando mientras él continuaba su sermón—, y la necesidad de extirpar el clítoris es cada vez más reconocida por eminentes cirujanos en casos tan diferentes como la disuria, la histeria, la esterilidad y la epilepsia. Por supuesto, su hija estará convenientemente anestesiada durante todo el proceso. —Volví a sentarme y a ponerme de pie—. Esto curaría definitivamente a Lucinda de su epilepsia y la inmunizaría contra futuros episodios convulsivos. ¿No ha visto los tesoros de sir Jocelyn?
—¿Tesoros? —conseguí decir mientras mi ser se tambaleaba.
—Vaya, pensé que había más complicidad entre ustedes. Sir Jocelyn posee una gran colección de clítoris conservados en frascos de cristal, junto con la renombrada «piel de hotentote». Estoy seguro de que se los mostrará si desea examinarlos con atención.
Si lo que lord Glidewell me contaba era cierto, toda la cruzada de sir Jocelyn por un mundo mejor había desaparecido, vacía de sentido.
—Lord Glidewell —dije temblando—. Lord… Glide… —escupí—. Si usted… o él… ¡o alguno de ustedes!… pone un solo dedo sobre Lucinda… ¡Iré directamente a la policía! ¡Puede amenazarme todo lo que desee, pero mantenga a Lucinda lejos de todo esto! —terminé gritando.
Lord Glidewell, por su parte, permanecía imperturbable. Incluso llegó a sonreírme mientras decía:
—Y la policía estará de acuerdo con la necesidad de la operación cuando descubran la fascinación de su madre por los textos sórdidos y lleguen a la lógica conclusión de que la sexualidad desbocada debe de ser un rasgo hereditario.
No podía articular palabra por miedo a desmayarme.
—Buenas noches, Dora.
Glidewell cogió mi mano y la llevó a sus labios, sin dejar de mirarme a los ojos. Me guió hasta el pasillo y se volvió para regresar al comedor, pero la puerta se abrió antes de que llegase a ella.
Un hombre al que no reconocí, de cabellos oscuros bien peinados y esmoquin azul, apareció en el marco de la puerta. Me lanzó una rápida mirada de arriba abajo y le dijo a lord Glidewell:
—Ah, Valentine… Espero que hayas recordado dejar claro a nuestra invitada que aún esperamos una prueba de la lealtad de su trabajador de color caoba.
No sabía cuál de los Nobles Salvajes era este hombre, pero había dejado de escuchar. Detrás de él pude distinguir una habitación larga y difusa, una mesa reluciente, hombres vestidos con terciopelo brillante, una llama encendiendo un puro, el destello del oro. Me sentía terriblemente incómoda al presenciar este encuentro de hombres. En cierta forma, era más vergonzoso que cualquiera de los libros que había visto hasta el momento. Pero no podía desviar la mirada, y los hombres también me observaban desde dentro, riendo según códigos fraternales que escapaban a los extranjeros.
Llevaba meses relacionándome con los deseos más íntimos de estos hombres, y sin embargo ahora los veía por primera vez. Mis ojos saltaron con promiscuidad de uno a otro, como si fuese posible emparejar sus gustos con sus apariencias. Todos sostenían vasos llenos de un líquido color sangre, y mientras Baco danzaba entre ellos sobre la mesa, Príapo, bien lo sabía yo, hacía cabriolas debajo. ¿A quién pertenecía la que parecía encapuchada como una cobra reina? ¿A cuál de ellos le había sido desnudada por un cuchillo al nacer? ¿Quién la tenía como un obispo gordo y morado? ¿De quién era el churro azucarado? ¿De quién aquella curva como un bastón? ¿Quién había insertado lentamente un limpiador de pipas en el ojo de la serpiente? ¿Quién presumía de preferir las plumas de oca, incluso con el hueso delante, y además sin desbarbar?
¿Quién se alborotaba con los niños pequeños? ¿Quién con las jovencitas vírgenes? ¿Quiénes daban, quiénes recibían, y quién era el afortunado que siempre terminaba en el medio? ¿Quién se había comido el mejor plato del banquete? ¿Quién había empalado al pavo mientras le torcían el pescuezo, y quién prefería rellenar los patos? ¿Quiénes unían a sus mujeres con caballos, y quién era el que había observado desfallecer a un pobre desgraciado bajo un enorme cerdo?
No estaba exagerando. Estaban todos allí, lo sabía, porque había leído sus diarios, sus cartas, sus historias, y ellos también lo sabían, porque me observaban observándolos. ¿Quién escribió los diarios y quién los tratados? ¿A quién le tiraban las galanteries y a quién las ilustraciones y las fotografías?
Al único que podía identificar con cierta seguridad era a Valentine. Él era quien se había colgado a sí mismo por la noche con una cuerda de seda, sobre su escritorio, para provocarse un orgasmo de especial violencia mientras un sirviente permanecía atento con un cuchillo listo para cortar la cuerda en el momento crítico.
¿Era una mujer quien estaba con ellos? Y si así era, ¿cuántas otras vírgenes de ojos oscuros temblaban en las sombras? Pero no, estaba equivocada. Era un hombre de largos rizos rubios y aceitados y los labios pintados, pero parecía tan joven, y carecía a tal punto de la altanería de los Nobles Salvajes, que no pude sino asumir que, al igual que yo, era una ayuda contratada.
Sir Jocelyn Knightley estaba de pie en medio de todos, todavía con el vaso en la mano, mirándome a los ojos, rodeado de humo. Cuando mis ojos dejaron de moverse, clavé la mirada en él, y la sostuve desafiante, como una amante furiosa y traicionada, y la mantuve hasta después de que se cerrase la puerta.
La imagen de la habitación infernal se desvaneció y yo me quedé sola en el pasillo, hasta que el mayordomo vino a buscarme y me acompañó hacia la puerta de la calle, donde no había un taxi esperándome. Nada consiguió molestarme en mi camino de regreso a Lambeth. Fui blanco de miradas, me hicieron propuestas e incluso me siguieron. Supe que alguien andaba tras de mí, pero escapé y conseguí perderle tras cruzar el puente de Westminster. Yo navegaba en los horrores del Londres nocturno como un fantasma flotando en las calles. El veneno que recorría las venas de nuestra sociedad, desde la realeza hasta las clases más bajas, parecía también recorrer mi cuerpo; me sentía mareada, como drogada. «¡El rey está enfermo!», quise gritar, pero no tenía aliento, y además, sus siervos lo estaban también.
Corrí por Ivy Street, ignorando las cortinas que se alzaban y abrí la puerta de mi casa. Me recibió la inesperada visión de Jack con mi delantal y una sartén en la mano, sirviendo un sofrito de carne a Peter, sentado a la mesa. Lucinda llevaba la jarra de leche a la mesa, vestida con su camisón. Todos dejaron sus cosas en cuanto me vieron y corrieron preocupados hacia mí (todos menos Peter), y Lucinda y yo nos abrazamos en un instante de paz en medio del barullo.
Cuando tuvo suficientes abrazos, mi hija me guió hasta una silla y Jack me acercó un vaso de leche tibia.
—Tiene un poco de brandy, señora Damage.
—¿Dónde has estado, mamá? ¿Dónde has estado?
—¡Mi niña! —grité y acaricié sus cabellos—. ¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? ¿Estás bien?
—Estoy muy bien, mamá.
Y pude comprobar que era cierto. A pesar de la tensión por la larga ausencia de su madre, Lucinda no había tenido un ataque. Debía agradecérselo al hombre responsable de mi ausencia y mi sufrimiento: sir Jocelyn Knightley. Pero aquella noche juré que moriría antes de permitirle acercar su cuchillo a mi Lucinda. Me dije una y otra vez que sólo eran amenazas vanas, nada más, y que tal brutalidad no podía sino pertenecer a la ficción de sus libros en un país libre y glorioso como el nuestro, bajo el Gobierno de Su Majestad. Estábamos en Londres, no en los bárbaros confines del Imperio, donde se consideraba normal mutilar a las niñas pequeñas. Esto era Londres. La decente, noble y limpia Londres. ¿O no?
No pude pegar ojo en toda la noche. Observé a Lucinda respirando allá lejos en sus sueños durante más o menos una hora, y luego me deslicé a nuestra habitación. Aparté a una esquina las sábanas para no mover la parte que cubría el cuerpo de Peter y me acosté junto a él, intentando no tocarle y respirando en silencio. Pero veía su rostro bajo la luz de la luna, rojo y marcado como el de los amantes de la botella, deforme, e intenté recordar cómo era estar enamorada de él. Luego volví a levantarme y fui junto a Lucinda para hacer guardia, como si supiera que mi amor no bastaba para protegerla y que a partir de ahora debería estar muy atenta.