12

Al cruzar la puerta del tintorero

me encontré con un impotente negro;

negras manos, negra cara,

negro vestido,

encaje de plata.

—¡El diablo está entre nosotros! —chilló Peter.

Yo subía del sótano con un poco de cola fresca, y corrí creyendo que encontraría a mi niña en el suelo: llevaba mucho tiempo sin tener un ataque, y cada día temía que sucediera. Pero no vi a Lucinda. Peter estaba de pie en la puerta que separaba la cocina del taller, aferrando el dobladillo de su camisón como un niño que acabase de despertar de una pesadilla, y señalando los bancos con un dedo morado.

—¡Llévatelo!

—Peter, mi amor, déjame presentarte a…

—¡Llévatelo!

La piel del rostro, inyectada en sangre, le colgaba como una cortina de brocado rojo y temblaban mientras gritaba, como si alguien se escondiese detrás sacudiéndolos con fuerza.

—Está trabajando con…

—Dame mi medicina —suplicó de repente.

—Peter, no hay nada que temer. Es el señor Din Nelson, y va a ser…

—¡Dame mi medicina ya!

Destapé la botella y se la di. Peter la bebió con gusto y volvió a sentarse temblando en su silla frente al fuego. Así que no pude presentarle a Din, y él nunca volvió a mencionarlo. Le ordené a Din que no saliera nunca del taller, ni entrase en la casa, ni siquiera para preparar cola. Desde entonces, la cortina permaneció siempre cerrada.

Todas las mañanas el mismo grupo de niños acompañaba a Din hasta la puerta del taller, y lo único que cambiaba eran las madres que los obligaban a entrar en sus casas, en función de los rumores del día respecto de su buena naturaleza o su maldad. Era una lucha sin fin entre el decoro y la conveniencia, ya que, sin duda, aquel hombre entretenía a sus hijos, lo que siempre era bienvenido para respirar un poco. Además, había algo divertido en el cojear de Din, y cada mañana saludaba a las damas con el sombrero, y enderezaba un poco más sus ojos al mirarlas.

Por las tardes se quedaba hasta las seis; entonces ordenaba sus trabajos, barría los hilos bajo su asiento, cogía su abrigo y nos deseaba buenas noches. Nunca preguntaba, como haría un empleado en busca de promoción, si necesitaba que se quedara hasta más tarde. De hecho, nunca esperaba a que yo le dijera que se fuese. Pero aquello no me molestaba; lo que sí me preocupó fue que su cuarto día de trabajo, un viernes, cuando a las cinco de la tarde regresé tras correr a servirle unas crepes a Lucinda, Din no estaba. Había limpiado, guardado su trabajo y cogido su abrigo una hora antes de tiempo, todo sin que Jack lo notase. Aquel día no pensé más en ello, a pesar de estar un poco indignada ante su insolencia.

Pero su ausencia nos venía bien, ya que necesitábamos comenzar con la trilogía de Príapo y teníamos una hora más. Estábamos pensando en experimentar con un repujado, es decir, un dibujo trazado en relieve por el reverso de la tapa de cuero. Jack humedeció el cuero y, mientras lo mantenía tirante, yo recorté los bordes del dibujo, con un cuchillo afilado y sin decir una palabra entre nosotros. Luego con paciencia conseguimos la tumefacción de nuestros tres orgullosos peni: con la punta de la plegadora de hueso y el ágata hicimos que la incisión se elevase y sobresaliese, antes de llenar los huecos con papel maché, serrín y cola. Jack y yo estábamos tan ensimismados en la delicadeza del procedimiento que pronto olvidamos el motivo de la ilustración. Hubiéramos podido perfectamente estar haciendo el repujado de una nariz, o de una barbilla. Hacia las diez de la noche, mientras Jack y yo contemplábamos el primero de los tres libros terminado, comprendimos que habíamos creado una verdadera obra maestra de las partes bajas.

Escuché un grito en el piso de arriba y salí corriendo; encontré a Peter arrodillado junto a su cama, haciendo muecas sobre un charco de orina. Se había volcado el orinal encima, y tenía el camisón empapado.

—Dame mi medicina —suplicó—. Dame un poco de gotas.

—Claro, amor. Déjame limpiarte antes.

Doblé la parte húmeda de su camisón sobre la parte seca y luego se lo quité. Cogí uno limpio del armario; no lo había ventilado, pero la necesidad obligaba, así que lo vestí con rapidez y lo puse de nuevo en la cama. Tomó su brebaje de inmediato, y se hundió entre las sábanas, ensimismado, mientras yo limpiaba el resto del charco con el camisón sucio, lo metía en el orinal y me lo llevaba todo escaleras abajo.

De vuelta al trabajo, inquieta por Peter, me preguntaba si estaba haciendo lo correcto en mi nuevo negocio, con los penes de cuero y esas cosas. Sin duda no eran los libros que una mujer como yo debería leer, lo que aparentemente demostraba una y otra vez, con millones de pequeñas variantes, que a las mujeres no las perturba el deseo, y que la moralidad de la nación dependía de su pureza y su domesticidad. Yo pensaba en los libros que había amado, más que en aquellos hechos para subestimarme. Intentaba imaginarme a Jane magreándose con Rochester, lo que no era difícil, dado que sólo habían hecho el amor cuando él ya estaba lisiado y que yo había encuadernado suficiente literatura sobre el tema. O a Cathy y Heathcliff, con Edgar mirando, o mejor aún, un ménage à trois alimentado por la pasión del odio. Me sorprendía la facilidad con que imaginaba esto, pero siempre encontraba una pasión más genuina en las páginas de Jane Eyre que en las de El turco lujurioso. Yo comprendía a Jane: su vida sin esperanza, la minimización de sus deseos, su habilidad para ponerse manos a la obra y hacer lo que fuera necesario. Después de todo, yo era la hija de una institutriz que nunca había pensado en casarse, y como Jane, nunca me había sentido parte del sexo débil.

Claro que, pensándolo bien, las mujeres de Lambeth, un sábado por la noche, tampoco podían considerarse del sexo débil. Mujeres que chillaban y se caían, que mostraban sus muslos en el suelo, riéndose borrachas. Mujeres que vendían a sus bebés a cuidadoras, que también eran mujeres, para que se ocupasen de ellos e hicieran lo que ellas eran incapaces de hacer. Mujeres que entregaban a sus propias hijas a los hombres que se negaban a pagar por su carne vieja, capaces de tratar así a sus propias hijas para evitar el hambre, antes de tirarse desde lo alto de un puente. El sexo débil, pero qué tontería. Éramos más bien el sexo fuerte, y lo más injusto de todo era que si íbamos a las ejecuciones públicas, o a las bibliotecas públicas, o a cualquier otro lugar público, se nos regañaba por no proteger nuestra pureza.

Cuando el reloj de la iglesia dio las doce, dejé las herramientas, me quité el delantal y ni siquiera me preocupé de revisar el fuego de la cocina. Dejé la cocina sucia y verifiqué que Lucinda estuviera bien, aunque no le di un beso en la mejilla porque yo también estaba sucia. Me quité la ropa sucia y me puse el camisón sucio. Pero no podía quitarme la vergüenza y dejarla colgada en la silla junto a la cama. Eso no se iría nunca, por lo que me acosté junto a Peter, incómoda por la suciedad y el cansancio, sumergida en mugre, pavor y odio, sabiendo que a la mañana siguiente mi vergüenza seguiría allí, colgando como un chal húmedo, como la niebla de Londres.

Al día siguiente era sábado, y yo estaba lista para hablar con Din, no sobre por qué había salido una hora antes, sino para encontrar algún medio de comprometerlo con Encuadernaciones Damage. Mis preguntas no estaban motivadas por la conversación con el señor Diprose; confieso que sentía mucha curiosidad por la vida que había vivido antes de que unas damas ricas conspirasen para dejarlo frente a mi puerta.

—¿Dónde duermes, Din?

—Ce'ca de aquí, seño'a.

—Necesito la dirección exacta, por favor. Es para los registros.

—En el Albe'gue para Trabajadores Transitorios, seño'a, en High Street.

—¿Quién es tu casera?

—La seño'a Catamole.

—¿Cuánto tiempo llevas allí?

—Ocho meses, seño'a.

—Y antes, ¿dónde te alojabas?

—En un antro.

—¿Perdona?

—Un albe'gue para indigentes.

—¿Y por qué te fuiste?

—Sólo son lugares temporarios, seño'a. La Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud quería encontrarme algo rápido, y menos caro, así que me enviaron con la seño'a Catamole.

Su acento era hipnotizador: espeso, almibarado, con un gangueo típicamente americano, pero también algo más. Al igual que su caminar, hablaba de manera divertida.

—¿Y te gusta?

—Sí, seño'a. La cama es cómoda, y la pensión sana y agradable. Nunca esperé mucho, ni lo deseé tampoco.

—¿Cuánto tiempo llevas en Inglaterra?

—Once meses, seño'a. Nueve en Londres.

—¿Dónde estuviste antes de Londres?

—En Portsmouth. La Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud me trajo con un trasatlántico. Me dejaron en Portsmouth.

—¿Dónde te alojaste en Portsmouth?

—En ningún lao.

—¿Entonces qué hiciste?

—Caminé, y a veces alguien me llevaba un poco.

—¿Y dónde dormías?

—Donde podía.

—¿Cómo?

—En la calle. O en los emba'caderos, o en el campo. Llegué a Londres lo más rápido que pude, seño'a. Llegué a casa de mi benefactora, pero se había puesto enfe'ma y murió.

—Sí, claro, lady Grenville. Seguramente pensaste que tu suerte había muerto con ella.

—No, seño'a. Yo hago mi propia sue'te. No esperaba nada más de la Sociedad de Damas para la…

—Sí, sí, sé a lo que te refieres. —Mis rápidas intervenciones lo intimidaban. Me mordí mi lengua impaciente y dije con dulzura—: Continúa, por favor. Cuéntame, ¿cómo llegaste hasta aquí?

—Conocía a otro ame'icano como yo, que había vagado por ahí hasta que el precio por su cabeza fue muy alto, así que se vino a Inglaterra. Oí decir que estaba en Limehouse, así que fui para allí.

—¿Le encontraste?

—No. Pero encontré a los que le conocían. Ame'icanos, muchos, todos negros. Y otro fugitivo.

—¿Y así fue como te encontró lady Knightley?

—La hija de lady Grenville me pidió que dejara una dirección, y la única que conocía era la de Limehouse, a donde iba. Llevaba conmigo esa dirección desde hacía años.

—Y fue allí donde te encontró lady Knightley.

—Sí. Los que estaban allí le dijeron que podía encontrarme en la pensión de un chino, donde yo dormía en el suelo, a unas calles de allí. Y allí me encontró.

La imagen de la historia era remarcable: lady Knightley recorriendo en su carruaje lugares insalubres, en busca de un hombre a quien nunca había visto, proveniente de un país al que nunca había ido. Incliné la cabeza. Si ella hubiese estado con nosotros en aquel momento, me hubiese puesto de rodillas con humildad y respeto.

—¿Y fue ella quien te llevó al albergue, y luego a casa de la señora Catamole?

—Sí, seño'a.

—¿Y qué te han parecido los ingleses, Din?

—Muy amables, seño'a. Y civilizados. No me molestan cuando camino por la calle. Cuando llamo a un autobús se detiene. Y durante la cena, la seño'a Catamole me pregunta qué me parece la comida. Eso nunca antes me había ocurrido, incluso antes de que me atraparan.

—¿Te atraparon?

—Sí, seño'a.

—¿Y te reenviaron con tu amo?

—No, seño'a. Me atraparon al principio.

—Perdona, Din, pero no te comprendo.

—Me atraparon los comerciantes, cuando era niño. Antes era libre.

—¿Tú… te convertiste en…? —Din no había utilizado la palabra, y yo no sabía si hacerlo—. ¿Qué edad tenías?

—Catorce, seño'a.

Quería aclarar lo que estaba oyendo, y averiguar más cosas, pero estaba entrando en terreno pantanoso, y Din no revelaba nada que yo no preguntase. Cogí la pluma y reanudé lo que pretendía ser una investigación en toda regla.

—¿Tienes familia, Din? Para mi registro…

Aunque había pensado que ésta sería una buena manera de interrogarlo, veía en su expresión que estaba equivocada. Entonces no sabía que alguien de su color pudiese empalidecer; era una visión aterradora, y tan poco conocida como la palidez de las arenas del desierto para alguien que nunca ha salido de la ciudad.

—No —dijo finalmente—. Mi mamá y mi papá están muertos, seño'a.

Su tono de voz volvía a ser cortés, a pesar de mi total insolencia.

—Tenía dos hermanos y dos hermanas, pero ya no los veré nunca más. Tampoco tengo esposa ni hijos.

—Siento escuchar eso, Din —dije—. Gracias por responder a mis preguntas.

—Encantao, seño'a.

Cerré mi cuaderno de golpe y giré rápidamente sobre mis talones con la esperanza de encontrar en el banco algo que me ocupase por unos instantes. Luego me dirigí a la caseta de dorado a ocuparme de las tareas del día. Desde allí observaba a Din, sopesando sus educadas respuestas en mi cabeza. A lo largo de la mañana, me descubrí mirándolo cada vez que me hartaba de grabar en oro algún título sugerente, o de repujar un nuevo pene.

Y en lugar de dedicarme a la letanía de prácticas sexuales y partes del cuerpo a las que solía abocarme, me puse a planificar cómo demostraría a Diprose que Din no podía ser una amenaza para nadie, ya que era amable y educado; además, cuando un hombre ha pasado por su situación y pierde a toda su familia, ¿qué pueden importarle algunas historias obscenas?

El viernes siguiente, Din volvió a salir una hora antes, y el otro también.

—Tenemos que vigilarlo la próxima vez, Jack —dije—, para ver adónde se escapa.

—Sí, señora Damage.

Pero cada viernes olvidábamos vigilarle, y cada vez que yo lograba recordarlo, ocurría algo que me distraía: Peter me llamaba para que le cortase las uñas, o Lucinda me pedía algo de comer, o el vendedor de vino llegaba para llenar nuestras jarras… Todo parecía más importante que la hora semanal que Din nos robaba.

Una vez le pregunté sobre su vida en América antes de llegar a Inglaterra. Me contó que había nacido allí, lo que borraba de un plumazo las imágenes que me había construido sobre un pobre muchachito transportado desde el trópico en la bodega hedionda de algún barco inmenso. Le pregunté si sus padres habían nacido allí, a lo que me respondió afirmativamente.

—¿Y qué edad tenías cuando comprendiste que eras un… que no tendrías las mismas oportunidades que los demás?

—Soy un negro, así que lo supe desde que nací, mucho antes de que me capturaran. Pero era un tipo de desigualdad diferente. Sabíamos lo horrible que era la esclavitud en el sur, así que el desprecio que sufríamos en la calle, los toques de queda o la segregación significaban que por lo menos éramos libres. Pero cuando me atraparon, todo cambió.

—¿Escapaste alguna vez?

—No, seño'a, no hasta hace poco.

Su cortesía era impecable frente a una mujer que no entendía lo que le decía.

—¿Y cuándo te capturaron?

—El 1 de julio de 1846.

—¿Cuántos años tenías?

—Catorce, seño'a.

—Cuéntame, por favor —le supliqué cuando mi estupidez se volvió insoportable hasta para mí.

Finalmente comenzó a hablar sin necesidad de las preguntas que le disparaba, y atrapé cada una de sus palabras como temiendo que su discurso fluido terminase por secarse.

—Iba a una conferencia de predicadores a Washington D.C. con mi papá.

—¿Tu padre?

—Sí. Papá era ministro de la Iglesia metodista. Mamá era enfermera. Vivíamos en las afueras de Baltimore, con mis hermanos y hermanas. Entonces, íbamos a Washington. Iba a toma'nos dos días llegar hasta allí, pero unos cazadores nos prepararon una emboscada. Nos llevaron al sur y nos vendieron en Virginia —dijo con calma.

—¿Quién te compró?

—El amo Lucas. Era originario de Virginia. A mi papá lo compró un tejano que, por la pinta, debía de ser ganadero.

—¿Os separaron?

—Sí. Parece sorprendida. No quisiera incomodarla, seño'a, pero roban los bebés a las madres. Yo al menos ya había crecido.

Por su tono de voz comprendí que no debía mostrar lástima.

—¿Lo volviste a ver?

—No.

—¿Entonces cómo sabes que está muerto?

Nunca había hecho tantas preguntas a un hombre, pero su constante sinceridad me envalentonaba.

—Me lo dijo mi mamá.

—¿Entonces volviste a ver a tu madre?

Hizo una pausa y miró el suelo con un silencioso resoplido. Ya estaba harto de mí y de mis preguntas. Hubiera querido poder borrarlas todas, pero todavía me quedaban tantas por hacer… ¿Cómo volvió a ver a su madre? ¿Qué sucedió con sus hermanos? ¿No había leyes contra lo que le había sucedido? ¿La policía no podría haberle ayudado? Si lo habían raptado y vendido contra la ley, ¿por qué no podía demandar a sus captores y ganar su libertad?

Pero en realidad no había respuestas, sino simplemente el peso de la historia contra el cual este hombre nada podía. Seguimos sentados frente a frente, en silencio, un momento, escuchando el sonido del martillo de Jack, que brindaba sosiego y confianza al taller.

Y entonces oímos un grito que venía de casa, y una vez más pensé que Lucinda estaba en peligro, lo que no se correspondía mucho con la realidad que vivíamos desde hacía un tiempo. Se trataba, por supuesto, de Peter que, recostado en su silla y con los ojos vidriosos, emitía curiosos sonidos por la garganta. Parecía que se estuviese muriendo: le toqué la frente y golpeé suavemente las mejillas, pero sus signos vitales eran buenos, y su pulso era vigoroso. Aunque no estaba cerca de la muerte, era como si se hubiese perdido en un valle de sombras, y no parecía disfrutar de la escena.

—Está aquí —balbuceó, y un largo hilo de saliva que olía a láudano le bajó por la comisura de los labios hasta el pecho.

—¿En serio?

—Ella está aquí.

—¿De verdad? ¿Y a qué se parece hoy?

—T-t-tiene la p-p-p-p-piel ve-verde.

—¿Es un vampiro? ¿Una vampiresa?

Peter asintió.

—M-me está chu-chupando el a-a-alma por la… la…

—¿La…?

—¡P-p-por la b-bo-boca!

—Es el opio, amor. Hace que te sientas peor. —Le hablé lentamente y con dulzura, como a un niño—. Te alivia el dolor, pero trae a estas mujeres amenazadoras. Tienes que decidir qué prefieres.

—¡No! ¡No! ¡Basta!

Peter entrecerró los ojos frente al horror, como si lo forzasen. Pero no importaba lo terrorífica que fuera su alucinación hoy, nada le impediría tomar láudano mañana, y cuanto más a menudo mejor.

En los años anteriores a la llegada de Din, habría estado de acuerdo con el cardenal Manning y otros en considerar la adicción al opio una forma de esclavitud. ¿Pero acaso el más considerado de los caballeros hubiese dicho lo mismo de haber conocido a alguien como Din? ¿O si hubiese sabido que el mismo William Wilberforce[7] era adicto al derivado de la amapola? ¿O que, a diferencia del azúcar, las amapolas eran cultivadas por personas que ganaban un salario y vivían en condiciones mucho mejores que las de los que vivían encadenados en las plantaciones, granjas y haciendas americanas?

—¿Han vuelto aquellos hombres? —preguntó Peter babeando.

—No, amor, no han vuelto —respondí sin estar segura de quiénes estaba hablando.

Peter abrió mucho los ojos, luego los entrecerró y se puso a murmurar.

—Dandis indolentes… baños turcos… degeneración… Imperio británico… igual que el Imperio romano… mira el Imperio otomano… prostitución… lascivia… vicio…

Y entonces supe a qué hombres se refería, y supe que él sabía, y no pude decir nada más, sólo dejarlo despotricando, en un discurso bastante vehemente para alguien que flotaba en una nube de láudano.

Me daba lástima. Su virilidad se mantenía intacta, y no podía más que observar mientras su esposa se ganaba muy bien la vida con su negocio, trabajando con materiales a los que no creía que ella debiese estar expuesta y de los cuales no podía protegerla, lo cual aumentaba su fracaso como hombre. Se había convertido en un perrito faldero, en un pusilánime, pero no era culpa suya.

Golpeé el cristal de la ventana para llamar la atención de Lucinda, que jugaba en la calle, y la saludé con la mano. Luego volví al taller y a Din, y me sorprendió verlo cortando las páginas de los Amores de Ovidio bajo la supervisión de Jack.

—Con cuidado, con cuidado —grité—. ¡No cortes los márgenes! ¡Si no tienes cuidado, vas a transformar el cuarto en un octavo!

Sin decir palabra, Din retiró el libro de la guillotina y me lo entregó para que lo verificase. La ilustración estaba casi perfecta con relación al lomo y a la cabezada. Pasé el dedo por donde había sido cortado el papel y lo sostuve contra la luz. Din era bueno.

—Son piezas históricas. El papel tiene cien años. —Debí haberme detenido, pero no pude contenerme—. ¿Cómo quedarán estos bordes cuando desaparezca la decoloración del tiempo? Hay que manejar los libros viejos con cuidado.

Le devolví el libro a Din, y por el rabillo del ojo pude distinguir la sonrisa de Jack. Sin duda, estaba recordando cuando Peter le preguntó si hacía una colección de márgenes, o se había enfadado con el autor del libro, puesto que estaba derrochando papel con la guillotina. Jack se convirtió en un experto después de eso, pero dudo que se sintiese tocado por los misterios de la guillotina. A mí la guillotina todavía me intimidaba; Din lo había hecho muy bien, y ahora me mostraba, lleno de orgullo, con qué fluidez se abrían las páginas.

Traté de encontrar algunas palabras de aliento para anular mi diatriba, pero sólo conseguí asentir en silencio y observar a Din mientras abría y cerraba el libro. Entonces se me ocurrió que estaba husmeando en el libro, como buscando algo. La situación era ligeramente cómica, pero no iba a reír después de lo que me había contado antes. Mientras esperaba a que terminase, vi por primera vez una marca en su antebrazo que asomaba por debajo de la camisa arremangada. Era una palabra, escrita en las mismas líneas borrosas y oscuras que el tatuaje de sir Jocelyn. Ponía «LUCA».

—Listo —exclamó de repente.

Se aclaró la garganta y luego dijo algo que no comprendí. Me pregunté si no estaría hablando en una lengua africana que hubiese aprendido de su familia, un idioma que quizás hablaba en su casa.

—¿Qué has dicho? —pregunté, y él lo repitió, pero yo seguía sin comprender—. Déjame ver —le dije extendiendo la mano hacia el libro.

Din me lo dio, y yo busqué en la página donde estaba la cita, pero no la encontré. Su dedo recorrió el papel hasta mostrarme lo que estaba buscando.

—¿Sabes leer? —pregunté, tan sorprendida que no me di cuenta de lo ruda que había sido.

—¿Usted quiere decir si sé lee latín? —me corrigió.

—¿Sabes?

—Sí, seño'a —respondió, inmune a mi insolencia—. No puedo ser hijo de un predicador y no saber leer.

Intenté concentrarme en el lugar que señalaba su dedo y lentamente leí en voz alta:

—«Sufrir y endurecerse: lo bueno surge de esta pena, al igual que el líquido amargo trae alivio al que enferma». Pero esto no es latín, Din, es la traducción de Christopher Marlowe.

—Yo prefiero el original. Marlowe estaba atrapado por la rima. Ovidio dice que debemos resistir, ya que de alguna manera nuestro dolor será benéfico.

—Dilo otra vez, Din —solicité, completamente confundida.

Perfer et obdura: dolor hic tibi proderit olim.

—¿Y tu traducción?

—Sufre y resiste, porque algún día tu dolor te será beneficioso.

—Algún día tu dolor te será beneficioso —repetí, azorada. Me quedé mirando un largo rato la página del libro, antes de cerrarlo y dárselo a Jack para que lo colocara en la prensa. No sabía qué más decir. Me volví en silencio y lentamente hacia Din y pregunté—: ¿Fue tu padre quien te enseñó?

—No, seño'a. Mi mamá.

—Tu madre.

Nos quedamos en silencio hasta que no pude contenerme más.

—¿Cuándo volviste a verla, Din?

—Esperaba que se animase a preguntar. —Sonrió con amabilidad—. Vosotras las mujere'… Mi mamá hizo lo que haría cualquier madre: esperó a que sus hijos tuvieran la edad de cuida'se solos y vino al sur a buscarnos. No fue muy buena idea, pero no puedo culparla. No encontró a papá. Oyó decir que había mue'to. Aunque a mí sí me encontró.

—Debió de ser extraordinario.

—Extrao'dinario. Sí, seño'a. Y no, seño'a. Ella me encontró, y el amo Lucas la encontró a ella, y dijo que como estaba en su propiedad, se uniría al resto de su triste familia. Trabajó en los campos hasta que cayó mue'ta. Entonces me escapé. Había estado planeando huir desde que llegué. Ayudé a muchos a ir hasta el tren, pero no podía irme y dejar a mamá allí, y ella estaba demasiado débil para segui'me. De todos modos, ayudé a un montón de gente a escaparse.

—¿Cómo los ayudabas?

—Leyendo, y escribiendo. Escribí cientos de cartas, pases y documentos que decían cosas que nadie podía demostrar. Por eso me llamaban Din.

—¿Din? No lo entiendo…

—Devoto, inteligente y negro.

Aunque sonreía, no sabía si hablaba en serio o en broma.

—¿De verdad es por eso? —comencé a preguntar, pero no tenía importancia comparado con lo que me estaba contando.

—Y yo me iba a escapá cuando mi mamá se murió, entonces el amo Lucas lo supo y me llevaba a todas partes encadenado y rodeado de perros. Yo me quería escapá a Nueva Orleáns para tomar un barco a Inglaterra por mi cuenta, entonces lady Grenville se fijó en mí y ella le pagó al amo Lucas tres veces más de lo que yo o cualquier otro valía, así que igualmente terminé aquí.

—Qué afortunado.

—Sí, seño'a, afortunado. Pero de todas formas querían mi pellejo, por haber escrito las cartas. El amo Lucas iba a usá el dinero para poner precio a mi cabeza. Todos querían mi pellejo, porque sabían que había escrito las cartas.

—¿No podía haber sido otra persona?

—¿Usted cree que hay muchos negros por ahí que sepan leer y escribir? Los negros no son gente de letras, seño'a. No tenemos libros, no vamos a la escuela… no necesitamos aprender nada. Lo más difícil, incluso más difícil que estar lejos de casa, no era el trabajo, ni la falta de respeto. Era no poder leé. Tenía que hacerlo a escondidas, porque si me hubiesen descubierto me habrían golpeado con tal fuerza que habría perdido todo el cerebro y terminado como un vegetal. Si descubrían a un blanco enseñando a leer a un negro, le multaban con cincuenta dólares y te metían en la cá'cel. Si descubrían a un negro haciendo lo mismo… Bueno, de todos modos no había blancos donde vivíamos, así que alguien tenía que hace'lo.

Hizo una pausa, como preguntándose si no se había tomado demasiado tiempo y debía volver al trabajo. Yo lo único que quería era seguir escuchándole. Era como si se hubiese abierto una ventana entre nosotros y pudiésemos escuchar al otro respirando el mismo aire en la habitación de al lado. El martillo de Jack seguía repiqueteando, por lo que me dejé llevar por su sonido regular y esperé.

—Así que vine a Inglaterra —terminó diciendo Din—. Llegué a Inglaterra, donde el señó Isambard Kingdom Brunel construía sus ferrocarriles y decía que no quería que sus conductores supieran leer, porque sólo los que no saben leé se mantienen concentrados. Algo hay de cierto en eso, seño'a. No veo que eso sea una falta de respeto. Las palabras pueden ser trampas, seño'a, y los conductores no necesitan trampas. Pero yo evito las trampas y además sé leé.

Hablaba con orgullo; hasta más adelante no me pregunté si no debería haberlo tomado como una advertencia.

—Y ahora llegas a un lugar donde puedes leer todos los libros que quieras —dije.

—¿No es un mundo extraño, seño'a?

—Lo es, Din.

—Te estoy perdiendo, Dora —me dijo Peter aquella noche, cuando sus visiones lo dejaron tranquilo.

—No es cierto, Peter.

—Entonces estoy perdiendo la cabeza.

—No es cierto, Peter —repetí, pero con menos convicción.

Después de todo, el sufrimiento de su mente no era nada comparado con el tormento físico de sus articulaciones si no tomaba láudano, aunque éste le arrebatase la razón a cambio.

—No te lleves la botella —me pidió.

Aun así la cogí y la puse en el aparador. Peter cerró los ojos, así que abracé su cuerpo dolorido y lo mecí como a un bebé. Quisiera haber podido recordar su aspecto el día que lo conocí. ¿Tenía la nariz angulosa, o igual de redonda que ahora? ¿Siempre había tenido la frente porosa y marcada, o alguna vez su piel fue tersa y tirante? Entonces no imaginaba que terminaría así. Conocía los problemas de la encuadernación: los encuadernadores morían jóvenes, de enfermedades pulmonares y cosas por el estilo, causadas por el polvillo del cuero, como mi padre. Pero ¿qué importaban ahora los pulmones de Peter si toda su piel se ahogaba?

En momentos como éste me descubría pensando que lo que en realidad necesitaba Peter era que le mostrase cómo se sentía el verdadero placer, para distraerle de sus dolores, sentándome encima de él y ofreciéndole las delicias de mi cuerpo, o desabotonándole los pantalones y metiéndolo en mi boca, que, según descubrí, es lo que los franceses llaman «tallar una pipa» (por cierto, también aprendí que el clítoris no es una región de África). Pero lo habría matado, y lo sabía. ¿Cuántas veces había leído que los hombres lascivos que se aventuraban en un coño carmesí terminaban en una espiral de muerte? «He aquí una historia para contar a la señora Eeles», pensé.

¿Pero no era curioso que mi vida profesional estuviese tan abocada a un rebosante catálogo de sexualidad, mientras que mi esposo, la única persona que legalmente podía «llevarme al huerto», estaba tirado en un rincón, ignorante de los cuerpos retorcidos de mi trabajo y mi imaginación? No. Por muchos motivos, no era nada curioso.

Entonces llegó el momento de trabajar en el encargo de Holywell Street. Hice lo único que se me ocurrió: le pedí a Din que se fuera, aunque sólo de forma temporal.

—Din, puedes irte. Ya no te necesitaré hoy.

—Como usted diga, seño'a.

Dejó la jarra de vino inglés y cogió su abrigo.

—No tiene nada que ver con tus progresos en el taller, que, por cierto, son enormes. Estoy satisfecha con tu trabajo hasta el momento. Pero hoy no te necesito. Supongo que encontrarás algo en qué ocupar el tiempo…

—Supone bien. Gracias, seño'a. Le agradezco la libertad, tengo asuntos que atender.

—¿Asuntos? —sonreí, asumiendo que se trataba de una broma—. Pero sólo hoy, ¿está claro?

—Como usted diga, seño'a —repitió, y me sonrió también.

Creo que mi corazón volvió a latir cuando la puerta se cerró y sus pasos se alejaron por Ivy Street. Había estado muy tensa desde que abrí la caja y descubrí su contenido. De inmediato supe que tenía que deshacerme de Din. Intenté convencerme a mí misma de que sólo estaba cumpliendo los deseos de Diprose: Din aún no había sido verificado, por lo que no podía confiar plenamente en él. Y estoy segura de que cualquiera que hubiese visto el contenido de aquellos libros le habría pedido que se fuera.

Cada pila de papeles era una colección de varios cientos de fotografías. Tenían que ser encuadernados como una serie de catálogos, todos sobre temas diferentes. Esto es lo que decía el prefacio del primero:

Este ejemplar no está destinado ni al lascivo ni al pérfido, ni al inocente o al ignorante. El artista de criterio, que profese la búsqueda de la verdad, la liberación de los tabúes y la eterna supremacía de Bretaña como las fuerzas de los más elevados temas de sus representaciones, encontrará una gran utilidad en sus contenidos. La naturaleza de tal comportamiento necesita la reproducción de imágenes complejas, lo cual es un triunfo de la tecnología actual.

Recorrí las páginas del volumen. El título de la página 21 decía: «La venganza del negro. Joven esposa violada por un negro como venganza de la crueldad de su amo». En la página 45: «Sin título. Estupro de las hijas de un mulato por su padre». Luego, en la página 63: «Sirvienta africana practica la ablación de sus partes».

El apreciado lector, artista o no, no estaba lo suficientemente prevenido por el prólogo. Sin duda, esto era lo peor que había visto. Cogí la segunda pila, y luego la tercera, y las recorrí todas hasta que estuve tan aturdida que los papeles se deslizaron de mis manos, cayeron dentro de la caja y se arrugaron las esquinas. Me levanté despacio, y luego corrí a casa y a la letrina, donde vomité con violencia.

Incluso Jack estaba taciturno. Hablábamos en voz baja, y notábamos el temblor en las mejillas del otro. Cuando decidimos las encuadernaciones y atrapamos las imágenes entre las tapas rígidas más apropiadas, no volvimos a hojear los libros.

Hiperión se transformaba en sátiro, la medicina en veneno; aquel mundo del revés nos arrojó a un choque de perspectivas, en el que Encuadernaciones Damage era el punto donde ocurría la colisión. Así fue cómo a la mañana siguiente recibimos un paquete de un tipo completamente diferente, poco después de que Din llegase a trabajar enarbolando una sonrisa inocente, como diciendo «¿Todo en orden, seño'a?».

Pero a él las cosas tampoco parecían irle muy bien. Caminaba con rigidez, y cojeaba más que de costumbre. Tampoco movía el brazo, y tenía una herida en el cuello que al principio no noté, pero que al avanzar la mañana asomó claramente por debajo del cuello sucio de su camisa.

—Buenos días, Din. Espero que hayas disfrutado de tu día libre.

—Gracias, seño'a, ha sido muy agradable.

—¿Tienes algún problema, Din? —le pregunté al verlo sentarse con una mueca de dolor.

—No, seño'a —respondió, dando por terminada la conversación.

No me atreví a decir nada más, por decoro.

Y fue entonces cuando llegó el paquete, así que envié a Din a preparar más cola y me quedé inmóvil un momento, mordiéndome la piel seca del labio superior.

—¿Qué hay dentro, Jack? —le pregunté haciendo un gesto con la cabeza.

—¿Quiere que eche un vistazo?

—Sí, por favor.

Tiré de una escama de piel que me separó el labio de los dientes.

—Ninguna fotografía —fue lo primero que dijo. Y luego—: Éste parece correcto. Y éste. —La escama se separó de mi labio, y cuando lo presioné con el labio inferior sentí el sabor de la sangre—. Son todos manuscritos. Siete, todos iguales. A mí me parecen bastante seguros, señora Damage. Ya puede mirar. Todo está en orden.

Entonces me senté y comencé a leer, humedeciéndome el labio con la lengua para que dejase de sangrar. Entretanto, Din regresó al taller con cola fresca.

Querida señora Damage:

Parece que haya pasado mucho tiempo desde la primera vez que nos vimos. ¡Qué tediosa se ha vuelto mi vida desde entonces! Jossie ha estado tremendamente pesado sobre mi embarazo; según él, debo descansar todo el día. Me he perdido todo lo que merecía ser visto este verano, y temo perderme la representación de La cabaña del tío Tom en el teatro Phoenix si el bebé no nace antes de Navidad. Aun así, tengo la suerte de estar casada con el mejor médico de Londres, y me acerco al final de mi confinamiento con la mayor elegancia de la que soy capaz

Mis actividades con la sociedad continúan viento en popa, a pesar de la desaprobación de Jossie. Y es así como llego al motivo de esta carta: quizás haya oído hablar de los señores Frederick Douglass, William Wells Brown, Josiah Henson y tantos otros. ¡Si no es el caso, le aseguro que sus nombres pronto serán inolvidables para usted, ya que así son sus historias! Es mucho lo que he aprendido de estos eminentes ex esclavos, y quisiera ser capaz de transmitirle la elocuencia con la que ellos cautivaron a su audiencia: la aterrorizaban y captaban su atención, le provocaban mares de lágrimas, una ira reverente y el deseo de pasar a la acción… He visto muchas escenas que han reafirmado en mis ojos lo que ya conocían mis oídos, ilustrando las terribles condiciones en que aquellos hombres son forzados a vivir y trabajar. He descubierto, exhibidos en estos encuentros, innombrables objetos de tortura que me han hecho temblar. También son muchas las historias que he recopilado, y el documento que le adjunto es una de ellas.

Se llama Mi esclavitud y mi libertad, escrito por el señor Frederick Douglass. Aquí le entrego siete copias, todas en sus encuadernaciones comerciales. ¡Como verá, ya se encuentra en su quinta edición!

Varias de mis colegas de la sociedad y yo querríamos que usted encuadernase personalmente estos ejemplares para nosotros, con el emblema de la sociedad y su lema en el centro de la tapa, para lo cual adjunto las herramientas apropiadas. Quisiera también en la portada un grabado del perfil de Douglass, para lo que le adjunto unos retratos recientes como referencia.

¡También le entrego la suma apropiada por sus esfuerzos!

Tras mi confinamiento, me visitará el señor Charles Gilpin, el editor de la narrativa completa de William Wells Brown, y le recomendaré sus servicios para las ediciones de calidad. William Wells Brown vendió 12.000 copias de su libro sólo en 1850, cuando yo era apenas una niña. ¡Necesitamos nuestras copias bellamente encuadernadas, para que duren y para indicar el respeto que merecen sus nobles contenidos!

Con la esperanza de que esta carta les encuentre bien a usted y al querido muchacho negro, sinceramente suya,

Sylvia, lady Knightley

El cambio de temática, estilo y autor del encargo representó un gran alivio para nosotros. Jack salió a comprar cuero, mientras Din y yo deshicimos las encuadernaciones comerciales y las costuras, y volvimos a coser los siete manuscritos. Cuando terminamos, cogimos una copia cada uno y nos instalamos a leer, él frente al telar de costura y yo en la caseta de dorado, mientras Lucinda dibujaba en el banco.

Hicimos una pausa para tomar una jarra de cerveza a la hora del almuerzo.

—¿Cómo lo llevas, Din? —pregunté, señalando el libro para dejar claro que no me refería a sus heridas.

Din sopesó mi pregunta un momento y finalmente la descartó.

—Usted no llora —dijo—. En América se dice que las damas de Inglaterra hacen crecer el nivel del océano con sus llantos por nosotros. ¿A usted no la conmueve?

—Te hice una pregunta.

—Yo también.

—¿Las lágrimas te convencerían de mi emoción?

—No. No soy experto en las maneras de las mujeres inglesas, seño'a.

—Yo tampoco, Din. Yo tampoco. Ni en las maneras de los hombres ingleses. Pero quisiera saber qué piensas de lo que has leído.

—Y yo quisiera saber qué piensa usted.

Se recostó en el respaldo de su silla y cruzó los brazos lo mejor que pudo. Pero yo no tenía palabras para explicarme. ¿Qué importaba mi reacción frente al desafío humano de los monstruos humanos? ¿De qué servía su reacción, habiendo sido él mismo tratado inhumanamente por personas inhumanas?

—Mejor dime en qué se parece esto a tu vida. ¿Te ocurrió lo mismo?

—Hay cosas en común —respondió—, porque los dos fuimos cautivos, y escapamos, y fuimos fugitivos. Pero su vida no es la mía. No se puede conocé una conociendo la otra.

—¿Has pensado en hacer algo parecido, Din? ¿En escribir tu propia experiencia?

Din negó con la cabeza.

—Pero estoy segura de que podrías. Eres inteligente, y sabes escribir. Quizá te ayudaría a comprender.

—¿Para qué necesitaría comprendé? —dijo, encogiéndose de hombros.

—Seguramente ganarías dinero.

—¿Para qué necesitaría dinero? Tengo un trabajo, ¿no?

Parecía como si se estuviese burlando de mí. Apoyó las manos en las rodillas y se enderezó, como si fuese a ponerse de pie.

—¿Y la causa? Podrías juntar dinero para la causa abolicionista.

—¿Se refiere a la sociedad de las seño'as?

Ahora sí se estaba burlando de mí. Hizo una pausa, y su silencio era cautivador. ¿Qué ocultaba? Se sonreía a sí mismo y ladeaba la cabeza.

—Vamos, Din, yo no les debo ninguna lealtad —intenté persuadirlo—. ¿Quieres decirme algo? —sonreí y le guiñé un ojo, y él me respondió con una sonrisa, negando con la cabeza para sí.

—Muy bien, seño'a.

Un secreto. Iba a contarme un secreto. Colocó las manos detrás de su cabeza, se estiró y parpadeó, reflexionó un instante y finalmente me envolvió con sus palabras.

—Déjeme hablarle, seño'a —comenzó tratando de intrigarme—, de lo que ellas han comprado. —Se detuvo.

—¿A ti, Din? —apunté.

—Así es. ¡Pero me están utilizando!

Creo que en aquel momento me guiñó un ojo, aunque bien pudo tratarse de un temblor en su ojo lastimado.

—¿Cómo, Din?

Una vez más quedó en silencio, sonriendo.

—¡Din! —chillé—. ¡Cuéntamelo!

—Ellas vienen por mí, seño'a.

—¿Cuándo?

—Cuando les entran ganas.

—¿Y entonces? —reí nerviosamente como un niña.

—Entonces… —Din seguía sopesando hasta dónde podía contarme.

—¡Quiero saberlo todo, Din! ¡No me hagas esto!

—Entonces… —comenzó finalmente—, me llevan a esta habitación, seño'a, una habitación roja en su casa, y me visten con una piel de tigre, y ponen una lanza en esta mano y un escudo en esta otra, y me piden que me ponga en pose como un guerrero zulú. «¡Ahhh, un zulú, un zulú!», gritan moviendo los brazos.

—¡Santo Dios, Din! —exclamé—. ¡Qué monstruoso!

¡Pero qué fabuloso también! ¡Qué conocimiento! Mi reacción le animó a seguir.

—Soy su juguete zulú. Y ahí me quedo, de pie, esperando, y ellas me miran, como si nunca hubie'an visto a nadie como yo, y me tratan como a un idiota.

—¡Qué degradante debe de ser para ti!

Se encogió de hombros:

—Ellas son las que se degradan. Ellas son las idiotas.

—¿Qué más hacen?

Pero no iba a responderme. Simplemente siguió sentado, sonriendo. Me acerqué a él. La pregunta me quemaba los labios, no sabía si me animaría a plantearla hasta que lo hice.

—¿Te tocan, Din? —pregunté en voz baja.

Din sostuvo mi mirada sin dejar de sonreír.

—¡Dios mío! ¿Que si me tocan? —silbó entre dientes—. Me aprietan los brazos y me besan las marcas —se levantó la manga para mostrar su tatuaje—, y lloran a mi al'ededor, y dicen: «¡Oh, qué piel tan brillante!» y «¡Oh, pero qué dientes tan brillantes, qué miedo dan!». A veces me hacen quedá hasta tan tarde que me mandan al depósito de carbón para que no asuste a los vecinos.

—¿Y no te molesta?

Volvió a encogerse de hombros, y rió con sarcasmo.

—No son mis veladas preferidas, pero tampoco es andá cosechando algodón.

Una idea cruzó mi mente.

—¿Es allí donde vas los viernes, Din?

Su actitud cambió.

—No, seño'a —contestó.

—¿Y adónde vas?

—No voy a decírselo.

—Como quieras, Din. Aunque sólo fuera la mitad de humillante que lo que haces con las damas, lo mejor es que lo guardes para ti…

¿Qué más le hacían al muchacho? ¿A «mi» muchacho?, comenzaba a sentir.

—Eso haré, seño'a —dijo, golpeándose con el dedo un costado de la nariz—. ¿Quiere que encere las cuerdas, seño'a?

Le entregué el cabo de vela e intercambiamos una última sonrisa cuando lo cogió. Me dirigí lentamente hacia mi caseta, exaltada por la conversación, para planificar la nueva ilustración.

Extendí frente a mí los retratos de Douglass. Era un hombre apuesto: llevaba los gruesos cabellos peinados a un costado con una raya bien marcada, que ascendía por su cráneo como un espíritu imparable. Tenía las cejas arqueadas y unidas en un denso mechón sobre el puente de su poderosa nariz. Su mentón era ancho y masculino. Ninguno de los retratos, ni siquiera los dibujos, era lo bastante simple para copiarlo directamente sobre cuero, por lo que comencé a esbozar mi propia versión, equilibrando las líneas fuertes y débiles en función de las herramientas que tenía y de mi propia habilidad para manejarlas.

No conseguía que me quedara bien. Dibujé rostro tras rostro, cada vez más nerviosa, y cuanto más dibujaba, más temía que Din se me acercase a preguntarme algo. Porque los retratos abocetados en trozos de papel se parecían muy poco a Frederick Douglass, con sus cabellos gruesos y su nariz recta, sino que se asemejaban, centímetro a centímetro, al rostro de Din Nelson, sin cabellos, con cejas pobladas y bien delimitadas, la nariz rota, el labio inferior grueso y un desnivel entre los pómulos que yo suponía traicionaba los abusos a que había sido sometido. No conseguía dibujar los ojos iguales, ni la nariz recta, ni las mejillas simétricas.

Trabajé con moldes y herramientas de dorado durante todo el día siguiente, indiferente a los martillazos, cepillazos y cosidos que me rodeaban. Utilicé gran cantidad de oro, ya que decidí que la mejor manera de dibujar el tono de su piel era con oro puro, más que con un delineado, y además lady Knightley pagaba bien. Terminé la encuadernación alrededor de las cinco, y salí de la caseta completamente confundida y avergonzada. Por más que hubiese intentado lo contrario, el rostro que me miraba a mí y al resto del taller desde la portada de Mi esclavitud y mi libertad era el de Din, no el de Douglass.

¿Se debía a que sus rasgos particulares dominaban mi percepción de los rasgos de un hombre de color, como la gente sostiene ser incapaz de distinguir a un chino de otro? ¿O era que prefería sus rasgos desiguales a los de Douglass, más perfectos? Nunca antes me había detenido a admirar a un hombre de su color de la manera en que lo hacía con (lo confieso) sir Jocelyn Knightley, o incluso con Peter, hacía tiempo. Podía ver la belleza de aquel hombre, una belleza que aparecía donde menos la esperaba.

—Déjeme ver, señora Damage —dijo Jack levantándose de su banco.

—Yo… no… aún no he terminado… —Miré ansiosa alrededor del taller—. ¿Dónde está Din?

—Estaba aquí hace un segundo. ¿Se nos ha vuelto a escapar? ¡No puedo creerlo!

Pero era cierto. De alguna forma, delante de nuestras narices, mientras trabajábamos ensimismados con el oro y el cartón, se nos había escapado.

—¡Maldito! ¿Qué piensa hacer con él, señora Damage? Ni siquiera es que ayer fuera el día de pago, y hoy fuera lógico tener dolor de cabeza, incluso en tiempos del señor Damage.

Nunca nadie se había ido por las buenas de Encuadernaciones Damage, salvo en casos de enfermedad grave o desastre hogareño. Me preguntaba cuáles serían las medidas disciplinarias que aplicaría la Sociedad de Damas.

—Tienes razón, Jack. Es inaceptable.

Pero yo no estaba para eso. Le mostré el libro.

—Excelente —dijo—. Por cierto, olvidé decirle que el proveedor de cueros Select Skin le envía el mensaje de que aún no ha saldado su crédito, y se están poniendo un poco pesados al respecto, por decir poco.

Tampoco Lucinda notó nada cuando entró a saltos en el taller. Yo esperaba que mirase la portada y preguntase qué hacía Din en ella, pero no lo hizo. Simplemente recorrió el emblema de la sociedad con el dedo y dijo: «Qué bonito». No había ningún problema, así que sólo me quedaba convencerme de que toda semejanza con Din era el producto de mi exaltada imaginación.

De este modo terminó nuestro pequeño recreo. El maravilloso trabajo de Douglass era como Jack entre los estercoleros del Strand: una gema brillando en medio del excremento. Los paquetes de Diprose no paraban de llegar. Además, cada vez eran peores, o al menos eso me decía Jack al revisar sus contenidos, y yo me marchitaba por dentro a medida que me lo decía. Más catálogos fotográficos («Mejor no mire éste, señora Damage. No es para usted, no, señora Damage»), pero también más historias, láminas y cosas por el estilo, cuyos títulos me leía Jack.

—Elige uno, Jack, así me hago una idea.

—Como quiera, señora Damage —dijo sin convicción, y revolvió entre los manuscritos, cogiéndolos y devolviéndolos a la caja casi de inmediato—. Bueno, aquí hay uno, pero se lo he advertido. Supongo que otra vez se trata de tonterías científicas.

El libro se llamaba Afric-Ano, y el subtítulo era Una incursión científica en las dimensiones del recto de los negros con relación al pene, seguido por un ensayo sobre el carácter libidinoso de las mujeres de color. Lo abrí al azar, por una página donde estaba representado el prodigioso trasero y la vulva colgante de una Venus hotentote.

Y ésa fue la gota que colmó el vaso. En un instante comprendí que tendría que encontrar un empleo en otro lado. Había otras formas de alimentar a mi familia y pagar a los señores Skinner y Blades, y a la señora Eeles. Ahora era una encuadernadora hecha y derecha, y podía ejercer mi oficio para otra gente. Diprose, Knightley y los demás podían meterse sus libros donde les cupieran.