11

¿Quién me espera en el portal?

Es un gatito que se encuentra mal.

Úntale el hocico con grasa de corderito,

es el mejor remedio para un gatito.

Medidas y gramajes de papel, márgenes y corondeles, rectos y versos, todo eso ocupaba mi mente incluso cuando barría el suelo, sacudía los colchones o azotaba las alfombras. Los orificios carmesí y la miríada de descripciones, los interminables y aún más extraordinarios juegos con la palabra polla, o los absurdos eufemismos para describir el sexo, danzaban en mi cabeza mientras servía la cena, mientras ventilaba nuestros camisones, e incluso mientras espantaba a los escarabajos de sus escondites en las grietas de la cocina. Mi esposo se desplomaba en la cama, mi hija jugaba en la calle, y yo sentía un constante hormigueo en manos, pies y hombros. Nunca me sentaba, salvo para coser. Pero no me quejaba, ni siquiera cuando Jack me encontraba dormida entre los restos de papel al encender las velas a las siete de la mañana siguiente. Esta vida de trabajo, por más dura que parezca cuando la describo, no me agobiaba en absoluto: por el contrario, me hacía bien.

El verano terminó sin que me diese cuenta, y el primer día frío y brumoso de septiembre trajo consigo una sensación de mayor flexibilidad en el cuero. Pero aparte de eso, fue un día como cualquier otro. Me desperté a las cinco, removí las cenizas, preparé el fuego, tendí la ropa, preparé la tetera, limpié el horno, pasé un paño por los muebles, puse más ropa en remojo, preparé el desayuno y lavé y cociné suficientes ingredientes para todas las comidas del día.

Luego corrí al taller y lo limpié a conciencia, y recuperé hasta la última mota de polvo de oro para venderla a Edwin Nightingale, a la vez que continuaba mi batalla contra lepismas y ácaros. Pasé un paño húmedo por las ventanas, pero la niebla otoñal colgaba como un velo mortuorio alrededor de la casa, por lo que bien hubiera podido no limpiarlas, vista la escasa luminosidad que habíamos ganado. A las siete hice entrar a Jack, aunque todavía tenía tareas, así que regresé a la casa. Conté veinte granos de bromuro para Lucinda, que los tomó antes de desayunar.

—Mamá, todavía tengo hambre —dijo una vez que hubo terminado.

Desde que tomaba el bromuro tenía más apetito.

Llevé a Peter las gachas, el té y las tostadas a la cama, pero no comería hasta no haber tomado su primera dosis del día del láudano del doctor Chisholm. Mientras él jugaba con su comida, yo limpié la letrina exterior y vacié los orinales, y los lavé con agua caliente y bicarbonato antes de volver a llevarlos a la habitación. Recogí la bandeja de Peter y se la di a Lucinda para que se terminase el desayuno de su padre. El apetito de Peter decrecía en la misma proporción que aumentaba el de Lucinda, lo que al menos mantenía estables los gastos de la casa.

A lo largo de la mañana pasé varias veces por el taller para coser algunos pliegos, pero enseguida regresaba a casa para remover el guiso, echar un vistazo a las botellas de gotas negras que fermentaban junto al fuego y sacudir y dar la vuelta a los colchones. A las once, Lucinda y yo fuimos al mercado, pero apenas distinguíamos los puestos a través de la niebla densa y amarilla, por lo que regresamos trayendo sólo leche, huevos, pan, mantequilla, jamón, manzanas y queso, y con un humor tan oscuro como el día.

Mientras avanzábamos lentamente por Ivy Street a través de la lúgubre neblina, distinguimos junto al taller la figura del vendedor ambulante de vinos y sus grandes toneles tirados por una mula.

—¿Se le ofrece algo, señora? —me preguntó al acercarnos.

Jack se unió a nosotras.

—¿Quieres algo, Jack? —le pregunté.

Peter nunca había autorizado el alcohol en el taller, él tampoco consumía, dado su temperamento moderado, pero yo no podía evitar preocuparme, visto el líquido que se acumulaba en sus tejidos. Sabía que era costumbre en los otros talleres tomar una copa a diario. Los hombres necesitan una gratificación de vez en cuando.

—Usted decide, señora Damage.

—¿Qué tiene? —pregunté, intentando distinguir los toneles a través de la bruma.

—Vino inglés, cerveza negra, de malta y rubia.

—Póngame una jarra de vino y una de malta, por favor.

—¿De forma habitual o solamente hoy?

—Habitual. No nos vendrá mal un poco de líquido para acompañar el trabajo nocturno.

—Ningún problema, señora…

—Señora Damage.

—Perfecto, señora Damage.

Pasó un tren, y mientras el hombre llenaba las jarras preguntó:

—¿Es el tren de los fiambres?

—Sí, señor —respondí, y no pude contener la risa.

A decir verdad, y nunca lo confesaría ante Peter, yo andaba necesitando un proveedor a quien comprar mi cerveza. La bomba de agua de Broad Street, de la cual mi madre contrajo el cólera, también alimentaba de agua a Golden Square, Berwick Street y St. Ann, y por eso mi madre se enfermó en la escuela Ragged, donde había comenzado a dar clases. Desde nuestra casa nunca hubiésemos ido a por agua a Broad Street. A mí me había sorprendido mucho que ninguno de los setenta hombres que trabajaban en la fábrica de cerveza de Broad Street se hubiese contagiado; cuando les preguntaron, la mayoría de ellos confesó que nunca bebía agua, sólo cerveza. Si recordamos que aquella vez hubo más de seiscientos muertos, es un buen argumento para no beber agua nunca más. Cuando abrieron la bomba para ver qué había sucedido, descubrieron que un pozo negro goteaba con la reserva. Desde entonces, siempre tuve la ligera sospecha de que el agua no era buena para la salud, aunque jamás se lo dijera a Peter.

Lucinda y yo entramos con nuestras compras. Puse las manzanas en un cuenco, los huevos, el queso y el jamón en la losa de mármol y vertí la leche en una cacerola que puse sobre la estufa para que no se agriara. Cuando oí que el carro del vendedor se ponía en marcha, corrí hasta el taller para dar instrucciones a Jack sobre las formas de diamante color marrón que quería que incrustara en un cuero de Marruecos negro.

En ese momento alguien llamó a la puerta, y al abrir me encontré frente a un caballero pequeño y nervioso. La niebla era tan densa que no podía ver si había un carruaje detrás, y por entre el oscuro muro de niebla que se cernía amenazador bajo el dintel apareció una sombra alta, que resultó ser otro hombre. El más pequeño carraspeó, pero siguió sin presentarse. En cambio, sí anunció a su acompañante, con una cierta afectación e hinchado de orgullo.

—Le presento al señor Ding —dijo en un tono agudo, similar al zumbido de las alas de un insecto. El señor Ding no dio un paso adelante, sino que esperó a que el otro hombrecillo continuase—. Quién es, no es necesario recordarlo, un gran hombre y un hermano para todos nosotros.

—Ehhh, mi nombre es Din. Din Nelson —intervino el hombre más alto.

Su voz era profunda y ronca y su acento cortaba la niebla como el tañido de una extraña campana.

—Ding —dijo el hombrecillo delante.

—Din. Como en «aserrín». Con n al final.

—Dinnnn.

La niebla que envolvía al señor Din parecía disolverse a medida que sus palabras pasaban junto a mí y me picaban la piel. No porque hubiese olvidado completamente que vendría (cosa que por cierto había hecho, a causa de la sobrecarga de trabajo), sino porque, por más extraño que parezca, no se me había ocurrido que el ex esclavo que viviría en Encuadernaciones Damage por obra y gracia de la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud de lady Knightley, pudiese ser negro.

Por supuesto, el costado racional de mi mente sabía que era un esclavo, que los esclavos eran africanos, que los africanos eran negros y que los negros eran como él, pero cuando acepté que viniese a trabajar en el taller, mi cerebro no había dado el paso necesario para imaginar un rostro negro detrás del telar de costura. Por fortuna, la sorpresa no me paralizó, y pude sonreír educadamente y extender mi mano en su dirección. El hombrecillo sonrió con aprobación, y el moreno cogió mi mano y se inclinó ante mí, como si yo fuese una dama.

Al entrar en el taller frunció la nariz, igual que hacía todo el mundo.

—Es el olor del cuero y la cola. Siempre huele igual cuando hay mucho trabajo. Los libros sólo huelen bien cuando están terminados.

Como no me miraba, comencé a balbucear, ya que no sabía si me comprendía cuando hablaba. Pero entonces vi a Jack fruncir la nariz, y yo también sentí el olor y me sentí avergonzada, ya que sólo podía tratarse del olor de nuestro nuevo huésped.

—¿Dejó algo en el fuego, señora Damage? —preguntó Jack en el mismo instante en que Lucinda apareció tras la cortina.

—¡Mamá, mamá, la leche!

—¡Santo Dios! ¡La leche!

Corrí haciéndome camino entre el extraño y el banco, atravesé la cortina de humo y quité la cacerola del fuego, donde la leche se había chamuscado y la superficie caliente parecía corroída, como si el metal se hubiese oxidado debajo.

—Otra cacerola para el chatarrero —suspiré.

—No te preocupes, mamá. Yo lo limpio —dijo Lucinda.

—No, no te preocupes, pequeña —contesté, dándole un beso en la nariz—. Me temo que ya no sirve.

La verdad es que quería ponerme a llorar. Estaba cansada, era incapaz de concentrarme en más de una cosa a la vez, y no sabía cómo deshacerme de aquel extraño. Me sentía rígida como una cuerda, tendida entre el mundo doméstico y el comercial, a punto de partirme por la mitad a causa del exceso de vibraciones. Pero acaricié el brazalete de cabellos de mi madre y logré contenerme: no había llorado desde su muerte, y no iba a recomenzar ahora.

De vuelta en el taller, el hombrecillo revoloteaba entre sobres con dinero y papeles contractuales, que conté y firmé; pero pronto desapareció y todo quedó en silencio de nuevo. Cerré la puerta tras aquel señor sin saber qué hacer con mi nuevo huésped. Me era difícil sostenerle la mirada, aunque sabía que debía hacerlo para dejar claro mi lugar. Pero cuando intenté mirarle, él no parecía corresponderme. Uno de sus ojos miraba hacia mi oreja izquierda, y el otro se le cerraba.

Ni siquiera sabía dónde ubicarle. Sólo podía pensar en la leche de la estufa, en la cola que necesitaba preparar, y en la suciedad de las lámparas de aceite que nos impedía trabajar en buenas condiciones.

—Ven aquí, colega, vamos a echarte un vistazo —dijo Jack, cogiendo a Din por el brazo y guiándolo hasta el banco. El hombre cojeaba al caminar—. Dime, ¿qué sabes hacer? ¿Qué haces bien con las manos?

Din se encogió de hombros, y por un momento pareció que se le enderezaban los ojos:

—Trabajaba made'a.

—¿Qué hacías?

—Vagones. Muebles. Cercas. Pue'tas. Casas.

—¿Eras bueno?

Volvió a encogerse de hombros.

—¿Qué más?

—Caí de un á'bol. Recogiendo fruta.

Intenté cruzar la mirada de Jack para hacerle un guiño como diciendo: «¿En qué nos hemos metido?», pero Jack no me miraba. Escuchaba al extraño y asentía, y luego le enseñó el taller. Le dio un martillo, le mostró los tableros y abrió la prensa. El hombre no era torpe. Miró en dirección de la casa, detrás del banco. Sabía escuchar, pero yo no lo quería aquí. Quería que se fuera de Encuadernaciones Damage y no volviese nunca más.

Sin embargo, no era honesta conmigo misma, ya que eso no tenía nada que ver con Din. Quería encontrarle algún defecto, pero sólo descubría que los míos eran demasiados. La presencia del extraño me obligaba a reconocer la naturaleza transgresora de mi negocio. No podía anunciar a aquel pobre hombre que a partir de ahora encuadernaría libros indecentes para personas ricas, ni podía dejar que lo descubriera por sí mismo. Que viniese de parte de lady Knightley era irrelevante, sobre todo porque no estaba autorizada a mencionarlo a sir Jocelyn en defensa propia. Santo Dios, con los secretos que guardaban entre marido y mujer, estaba atada a ambos.

Y por detrás de todos estos pensamientos acechaba lo que había oído acerca del africano. Según suponía, sería servil, holgazán, desleal y carente de disciplina, y pronto se convertiría en un problema para el taller. Lo único que me consolaba era el sobre que apretaba contra el pecho con el dinero de la sociedad de lady Knightley, y que guardé bajo mi delantal antes de ayudar a Jack con las indicaciones para el extraño.

Comenzamos con el cosido, pero los gruesos dedos de Din y su mano ligeramente mutilada no respondían con naturalidad a mis demostraciones. Me sentía algo irritada y ansiosa por el tiempo que estaba perdiendo al enseñarle. Necesitábamos otro telar de cosido para continuar con el trabajo mientras él miraba y practicaba. Me mordí el labio, reflexionando, hasta que salí corriendo al salón en busca de una silla.

—¿Adónde te llevas la silla? —gruñó Peter.

Mis prisas fueron la excusa para no responderle, ya que no tenía manera de explicarle la nueva incorporación a quien todavía era el propietario de Encuadernaciones Damage. No era de mi competencia hacer cambios en el personal sin su autorización, e ignoraba cómo afectarían el color de la piel y los orígenes del recién llegado a los prejuicios de Peter. Por no hablar de la reacción de los vecinos. Me encontraría en una situación comprometida, frente a él, y también frente a la señora Eeles.

—¿Un poco más de medicina, mi amor? —pregunté descorchando la botella antes de salir disparada con la silla.

De vuelta en el taller, Din me observó mientras yo ataba cuatro trozos de cuerda bien tensada entre la madera superior y la inferior de la silla, separadas por la misma distancia que Jack había dejado entre los cortes del lomo. Cogí un tablero plano de la prensa y lo coloqué sobre el asiento contra las cuerdas. Puse la primera sección del libro encima y acomodé las cuatro cuerdas en las ranuras. Mostré a Din, en su telar y con la que sería su aguja, cómo abrir las páginas y pasar la aguja desde atrás hacia el centro, entre las páginas, y cómo recuperar la aguja por detrás en la ranura siguiente, pasarla tras la cuerda y volver a comenzar. Luego, Din colocó una nueva sección del libro encima, volvió a pasar la aguja justo encima de donde había emergido de la primera sección y repitió el proceso. Cuando terminó, le enseñé a atar juntos los dos cabos sueltos, a comenzar la tercera sección con un hilo nuevo, y a hacer el nudo para unir la segunda y la tercera sección antes de colocar encima la cuarta. Siempre le daba para coser las partes de texto de los libros, y reservaba las ilustraciones pícaras para mí.

Sus manos manejaban bien la aguja, rápidamente aprendió a pasarla sin raspar el papel y a tensar los hilos lo justo para pasar las páginas fácilmente. A medida que mejoraba yo me iba relajando, y poco a poco mi ansiedad respecto de las posibles reacciones de sir Jocelyn, el señor Diprose, Peter y la señora Eeles se vio remplazada por una curiosidad irresistible. Mientras observaba el movimiento de sus dedos, el dorso de sus manos y sus muñecas trabajando en lo que yo había hecho durante años, me preguntaba qué se sentiría al tener una piel como aquélla, al ver aquel color al estirar las manos. ¿Sería muy diferente de lo que sentía yo?

Mientras mi cabeza divagaba en estos pensamientos, él no decía nada, lo que era muy cortés por su parte. Pronto pude continuar con mi propio cosido, y al final del día ambos trabajábamos a la par, y habíamos cosido veintitrés manuscritos.

¡Si todo el trabajo fuera coser veintitrés manuscritos! En la caseta de dorado me esperaban seis libros desde antes de que Din llegase, y para cuando nos despedimos de él a las siete de la tarde, se les habían añadido otros cuatro. Me estaba retrasando, y me retrasaría aún más si no aprendía a adoptar una actitud normal en presencia de este oscuro extranjero. Pero me inquietaba que un desconocido adivinara la verdadera naturaleza de mi comercio.

«Nunca se dará cuenta», intenté engañarme. Sin duda no sabría leer, y además, la cantidad de ilustraciones, litografías y fotografías en los manuscritos era escasa, y mis grabados para las portadas nunca eran obscenos o explícitos, simplemente sugerentes. Pero ni siquiera así cedían mis temores. Supe que muchos días debería deshacerme temprano de Din, para que Jack y yo pudiésemos trabajar sin molestias por la noche.

A la mañana siguiente, cuando abrí la puerta del taller para que entrase Jack, escuché a un grupo de niños que reían y chillaban en la calle. El sol intentaba brillar a través del cielo cubierto, y el aire llegaba como un recuerdo tardío del verano. Seguí el ruido con los ojos para ver qué sucedía.

Al principio distinguí a los niños alejados del círculo, ya que eran varios los que no querían participar en el juego, fuera cual fuese. Hasta que, en medio del grupo más poblado, distinguí la alta figura de Din. Parecía estar contándoles alguna broma, o cantando una canción graciosa. De pronto, sacó algo de detrás de la oreja de uno de los muchachos más mayores, lo que provocó una exclamación general. También había algunas madres que observaban desconfiadas. Agatha Marrow se acercó y se llevó a sus dos hijas a casa, y a otro muchacho se lo llevaron de la oreja.

Todos estábamos acostumbrados a la presencia de personas de color, pero raras veces se veía a alguno en nuestra calle. Aquello se debía sin duda a la influencia de la señora Eeles: Peter había estado de acuerdo con ella cuando insistió en que su territorio debía mantenerse «inglés», lo que según ella era signo de elegancia. Observé a Din mientras se acercaba, y supe que toda la calle estaba pendiente de mí. No pude evitar sonreírle cuando me saludó con el sombrero y se deslizó a mi lado hacia el interior del taller.

—Buenos días, señor Nelson —dije en voz alta antes de seguirle y cerrar la puerta.

¿Me equivocaba, o su ojo bueno me había mirado?

Estaba a punto de decirle que limpiase las lámparas de aceite cuando escuché un carruaje que se acercaba por la calle. A través de la ventana distinguí a Charles Diprose en un viejo carro.

—¡Rápido! ¡Escóndete! —siseé a Din, y de inmediato saltó por encima del banco hacia un rincón de la habitación.

Se movía rápido, a pesar de su tamaño. Santo Dios, pensé, ¿creerá que su antiguo amo va tras él con una banda de mercenarios? Din trataba de llegar a la caseta de dorado, que era un lugar bastante adecuado gracias a las cortinas, pero no tuvo tiempo. Diprose ya había abierto la puerta y me sonreía. De repente su sonrisa desapareció al ver a Din detrás de mí, y su rostro sudoroso empalideció.

Por el bien de todos, decidí de inmediato implicar a la única persona que difícilmente sería castigada. Eso era decir la verdad, algo que parecía escasear en mi negocio estos últimos tiempos.

—Señor Diprose, permítame presentarle al señor Din Nelson, nuestro nuevo aprendiz, que ha llegado a Encuadernaciones Damage por intermedio de lady Knightley y su… usted sabe… la Sociedad para Esclavos que Huyen… de… de América, creo.

Las cejas de Diprose se arquearon con fiereza y sus ojos sobresalieron como dos cucharas grasientas. No le dirigió una sola palabra a Din, sino que me cogió por el brazo y me llevó hacia la puerta para que Din no pudiese escucharle.

—¿Sir Jocelyn sabe algo de esto?

—Creo que no, señor.

—Lo sabrá. Le advertí a sir Jocelyn lo arriesgado que era contratar a una ingénue. Está claro que usted trabaja bajo una gran méconnaissance de la seriedad de la situación.

—¿Qué se supone que debía hacer? Estoy bajo las órdenes de lady Knightley.

—¿Acaso es ella quien paga su salario? ¿Quien pone la comida en su mesa?

—Señor Diprose, con todo respeto, el hombre era un esclavo. Era lo mínimo que podía hacer, lo menos que cualquiera podría hacer, darle el trabajo. Y yo necesitaba ayuda. Los encargos que usted me trae son demasiado para nosotros dos. Realmente, ¿qué daño puede hacer?

—Ésa no es la cuestión.

—¿Debo hablar con lady Knightley?

—Sería difícil.

—¿Por qué?

—Está enceinte. —Parecía como si la palabra le dejase mal sabor de boca—. No recibe visitas desde agosto. Seguramente no se le permitirá trabajar en sus cosas mientras se encuentre en estado.

—Entonces estamos atados a él. Tendremos que hacerle trabajar de alguna manera.

—Su optimismo ne vous sied pas, señora Damage. No sabemos nada de este hombre.

—Eso no puede ser muy difícil. Usted me parece admirablemente capacitado para obtener información.

—No me pase su trabajo sucio. Usted aceptó que él viniese, y usted debe descubrir de quién se trata. —Era casi una hazaña su forma de hablar en murmullos sin apenas mover los labios y al mismo tiempo cargar cada palabra de amenazas—. Deberá contarme a mí todo lo que descubra, y procurarse los medios necesarios para garantizar su discreción.

No era precisamente pereza: yo le brindaba la oportunidad que había estado esperando, y sabía que la utilizaría para derribarme de mi lugar de preferencia a los ojos de sir Jocelyn.

—Si no lo hace —continuó— me aseguraré personalmente de que usted termine más al fondo de la cloaca que cuando la encontré.

—Seguro que será fácil, señor Diprose —exclamé, revolviendo los papeles hasta encontrar el contrato de Jack, un viejo papel arrugado con el sello rojo del abogado. Se lo enseñé—: Mire… «… dicho aprendiz deberá servir fielmente a su maestro, guardar sus secretos, seguir gustosamente sus instrucciones donde sea, no provocarle ningún perjuicio…».

—Vaya, ben trovato, señora Damage, ben trovato —dijo con sarcasmo—. Es usted una muchachita muy lista. Considerando que el límite legal es un aprendiz por cada cuatro obreros, y que yo sólo veo un aprendiz, una mujer y dos espacios vacíos donde solía haber trabajadores capacitados, ergo, usted ya está violando dichos límites…

—Señor Diprose, no le estoy sugiriendo que preparemos un contrato de aprendiz. Sólo necesitamos un documento legal donde ponga lo mismo que en éste, quiero decir… déjeme encontrarlo… ¡Aquí está!: «Cualquiera de ambas partes está atada a la otra…», ¿oye eso, señor Diprose?, «… atada a la otra por el presente documento…».

—No tendría valor legal, pero si tiene el dinero para cubrir los gastos de un abogado, adelante, señora Damage. Aunque déjeme sugerirle algo: o cierra bien sus puertas incluso para las obras de caridad, o busca los medios para garantizarse sa loyauté. En efecto, debe encontrar una manera de que ambas «partes», como usted dice, estén «atadas» entre sí, pero no así, no con un morceau de papier. Le sugiero que comience a reflexionar. —Se llevó la mano a la barbilla y la frotó con tanto vigor que temblaron sus mejillas—. Además, un documento legal no soluciona un problema insuperable con relación a los orígenes de este hombre.

—¿Cómo dice?

Diprose hizo un gesto de disgusto con la mano.

—¿No se había dado cuenta antes? ¿No ha visto la naturaleza indelicada de algunas de nuestras obras? —Estaba tan enfadado que casi escupía al hablar—. ¿Su clave antropológica, su tendencia etnográfica?

—No pensé que…

—Haré que le lleguen algunas, y entonces veremos dónde reside su lealtad, y cómo podrá ayudarla un endeble papel repleto de tonterías de leguleyo. Buena suerte, señora Damage. En cuanto a mí, no se me romperá el corazón al prescindir de usted.

Dicho esto, salió del taller caminando con su típica arrogancia chirriante y rígida.

—¿Puedes ayudarme, muchacho? —gritó al conductor del coche, quien se mostró poco dispuesto, como si Diprose le hubiese pedido que escalara el Himalaya.

El muchacho bostezó, se levantó del asiento y entró en el carruaje como un gato buscando dónde recostarse. Por fortuna, volvió a salir, con una gran caja de mimbre en las manos que trajo hasta el taller.

—¿Libros? —pregunté con recelo, pensando en el trabajo que ya teníamos.

—No. Es personnel. No de mi parte, je vous assure. Ábralo más tarde, tiene demasiadas cosas de qué preocuparse para distraerse con esto.

Diprose subió al carruaje, y desde dentro me pasó dos pieles. Eran dos exquisitas pieles de color rojo veneciano. Parecían viejas, pero al tacto se notaban frescas y húmedas.

—¿Qué es esto? —pregunté—. Son hermosas.

—Piel de cabra —respondió—. Viene de los territorios de Níger, o del Congo, o algún lugar maudit por el estilo, teñidas por los nativos con corteza de árbol, o lo que sea que utilicen allí. Un método secreto del que, sin duda, nuestro imperio conseguirá la receta dentro de no mucho. Llévelas dentro y regrese a por los libros.

Esquivé al conductor en la puerta del taller y penetré en la oscuridad de la habitación para dejar las pieles sobre el banco. Din miraba fijamente por la ventana trasera, hacia el patio. No le dije nada, sino que regresé de inmediato al coche como me habían ordenado. Vi a Nora Negley espiando detrás del gastado carruaje, y a Agatha Marrow que sacudía su colchón calle arriba, aunque no lo suficientemente rápido ni fuerte para no oír los que decíamos.

Les voici —dijo Diprose sosteniendo ante mí una pila de libros grandes y pesados—. Son tres volúmenes y necesitan una nueva encuadernación. El primero trata de lo que podemos llamar antropología, una incursión en los ritos, prácticas y folclore de algunas culturas extrañas. —El viejo libro no llevaba título, así que lo abrí para leer el frontispicio—. ¡Por favor! —siseó Diprose enfadado—. ¿Es necesario que lo haga en mi presencia, y encima en medio de la calle? No es precisamente decente, ¿sabe? No lo haga más difícil. Si las cosas se hiciesen a mi manera, usted no trabajaría para nosotros.

El libro se intitulaba Las divinidades generadoras, o el culto del falo, y el dibujo del frontispicio era un enorme falo incorpóreo que llegaba hasta el cielo y penetraba en las nubes. Cerré el libro rápidamente.

—Y por si no es obvio —murmuró Diprose—, nuestra conversación de hoy no debe llegar a oídos de sir Jocelyn. No quiero que sepa nada respecto de su maldito esclavo, al menos no hasta que tenga alguna prueba de su lealtad. Las ocupaciones de su esposa no son precisamente su cheval de bataille. Y tampoco debe revelarle mis amenazas —añadió con indiferencia, como interesándose de pronto en los bordes arrugados del papel que sobresalían de una esquina del libro—. Por desgracia, estoy obligado ante él como usted lo está ante mí —y antes de que yo pudiese intervenir, continuó—: Supongo que debemos encontrar una forma de apañarnos —la punta del papel de guarda se deshizo entre sus dedos, y se los frotó unos con otros para eliminar los restos—, por más que quiera cerrar para siempre su maldito sumidero.

Si esperaba una reacción por mi parte, no la obtuvo. Entonces señaló el libro que sostenía.

—París, 1805. Quiero que los tres sean una suerte de trilogía, de la que éste será el primer volumen. Y éste será el segundo. Un clásico de 1786 de Richard Payne Knight, el adorador de Príapo.

El libro se llamaba El discurso sobre la adoración de Príapo y su conexión con la mística teológica de los antiguos. Sabía bien de qué se trataba, dadas las extensas referencias en otras obras que había encuadernado.

—¿Y el tercero? —pregunté.

El Satiricón y otros escritos priápicos. Si quiere, puede imaginar una serie de encuadernaciones dedicadas al gran dios Príapo. Si me permite una sugerencia, el diseño que dé unidad a las tapas de los tres libros debería ser algo que pudiese ser descrito como «emblemático», si entiende lo que digo. Los necesito rápidamente, considérelos prioritarios sobre el resto. Au revoir, señora Damage. Ya nos veremos. No le auguro un buen día.

Era un hombre venenoso, pero el veneno se puede evitar, purgar o anular con un antídoto. Regresé al taller, cerré la puerta detrás de mí y tomé la decisión de no preocuparme por las despreciables maneras de Diprose, sino por mantener ocupado a Din, por si Lucinda comía suficiente o por cómo diablos iba a grabar en oro tres dibujos «emblemáticos» sin que Din lo notase.

Le di los libros a Jack para que los desarmase y limpiase, pero no pude evitar echar una mirada a la caja de mimbre antes de comenzar a trabajar. Quedé boquiabierta, y la abrí por completo para ver bien su contenido.

—¡Que me den! —exclamó Jack—. ¡Comida!

Era una cesta repleta de alimentos exóticos: latas de cremosas galletas danesas, frascos de mermeladas francesas, un enorme jamón especiado con clavos de olor y rodajas de piña, dos botellas (una de oporto, y una de champán) y dos quesos envueltos en papel parafinado. En un lado había un paquete de papel de embalar: al abrirlo descubrí un pañuelo de seda color crema, suave y liso como el jabón, y un abrigo de lana azul marino para niños, cálido, ligero y de la talla de mi Lucinda.

También había para mí un par de botas color marrón, punteadas, con un tacón delicado y lazos que subían hasta el final de la bota, que se doblaba sobre mi pantorrilla. No pude evitar probármelas en ese mismo instante: me iban perfectas, como hechas a medida. ¿Cómo había sabido el ángulo de mis dedos, el arco de mi empeine? Los tacones eran tan altos que tropecé, y me froté el tobillo que me dolía maldiciendo a todos los caballeros. Necesitaba desesperadamente un par de botas nuevas, pero con éstas no podía caminar y no me servían para nada.

Me las quité enseguida y las devolví a la cesta. Cerré la tapa; hoy no podía permitirme aquel tipo de distracciones. La dejaría donde Lucinda pudiese descubrirla. Regresé al trabajo, avergonzada por mi excitación y enfadada ante el derroche de un regalo que nunca podría utilizar.

Me senté en la caseta cerrada para planificar mis dibujos. Din podía verme desde donde se encontraba, pero me coloqué de manera tal que no viera lo que hacía. Además, una vez que comenzara con el grabado de oro, cerraría las cortinas.

Estudié el frontispicio del primer libro: un falo solitario, separado de su cuerpo. Lo copié, y comencé a experimentar suspendiéndolo en un óvalo de hojas de hiedra. Que yo hiciera eso ya me parecía algo normal, a pesar de estar casada y de no haber visto el «emblema» de mi esposo sino ocasionalmente, y de eso hacía mucho tiempo. Me entretuve preguntándome cuál sería la reacción de Peter si le dijese que necesitaba desvestirlo para profundizar en mis investigaciones. El suyo parecía pertenecer a una especie completamente diferente del palo de mayo de Fanny Hill o el del dey. Tampoco recordaba el instrumento de Peter lanzando su munición como un fundíbulo color carne, o erguido como un arma cargada, o en erupción como el Vesubio. Pero esto, al menos, también quería decir que yo nunca había sido la víctima silenciosa de sus balas, su metralla o su lava. Quizás era así cómo los hombres preferían a sus mujeres. ¡Qué desilusión para mi esposo que yo no fuera un conducto dócil y receptivo, un espacio de descarga fisiológica para el vertido de su alteza Zeus!

Quizá la respuesta más fácil era que Diprose tenía razón, y que yo no debería haber leído nunca ese tipo de cosas.