10

El doctor Foster es un buen profesor,

enseña a los niños con mucha ilusión:

a leer, a escribir y a sumar y a restar,

y nunca se olvida de usar el bastón.

Siempre que lo usa les hace bailar

fuera de Inglaterra hacia Francia,

fuera de Francia hacia España,

alrededor del mundo y vuelta a empezar.

Los jardines de mis encuadernaciones no estaban bien recortados, ni eran cenefas de bordes perfectos. Se revelaban y amontonaban, las hierbas rebasaban las orillas, de los macizos brotaban flores que sobresalían en lugar de recostarse bajo la mirada del lector. Flores que debían haber estado separadas crecían juntas, pero aquello parecía gustarles, así que lo dejé. Mi césped estaba crecido y descuidado, y hacía cosquillas en los tobillos y en la fantasía de quien caminaba por él. Pero finalmente, en una literatura en la que, como terminaría aprendiendo, «poner a Nabucodonosor a pastar» era un eufemismo para definir el acto sexual, pensé que sería más amable por mi parte ofrecer al viejo rey de Babilonia un pasto largo y exquisito donde valiese la pena darse un festín.

Me costaba creer que yo era la única encuadernadora que trabajaba con ese tipo de dibujos. Suponía que Diprose tenía otros concubinos como yo en su harén, aunque estaba segura de que recaía en mí el dudoso honor de ser la única mujer. No podía evitar preguntarme si debía sentirme celosa de su atención compartida y por cuánto tiempo mis encuadernaciones me mantendrían en los puestos más elevados de su consideración. Sin importar cuántos éramos, nuestro tiempo no hacía sino comenzar: tres años antes, la situación había cambiado cuando la Ley de Publicaciones Obscenas, más conocida como Ley de lord Campbell, estableció que no era ilegal poseer literatura inmoral, sólo publicarla y distribuirla. Entonces, como la posesión ya no era un crimen, los coleccionistas podían encomendar encuadernaciones más extravagantes, exuberantes y, si preferían, más explícitas.

Antes, las grises encuadernaciones tan despreciadas por Knightley eran necesarias para no despertar intereses indebidos en los no iniciados. Algunos coleccionistas irían más lejos aún en sus disfraces, con encuadernaciones sencillas con una cruz en la tapa y los títulos Libro de Plegarias, Testamentos o Apocrypha grabados en el lomo, aunque el interior fuera mucho menos santo. Abundaban las historias de subastadores que, al acceder a las propiedades de algún noble fallecido, vendían a compradores incautos, sin leer ni revisarlas de antemano, grandes cantidades de Biblias y libros de plegarias sencillamente encuadernados, aunque nada inocentes.

Nunca me he considerado inocente: sabía que existían cosas atrevidas y que se hacían dibujos sobre ellas, y tampoco era ajena a los incesantes debates de los periódicos sobre los desarrollos de la fotografía y las posibilidades de abuso de la misma. Pero a pesar de haber crecido como hija de encuadernador, y para colmo en el Soho, nunca hubiera imaginado que existían libros atrevidos. Por lo tanto, suponía que no era necesario un Pablo de los tiempos modernos que incitara a los amantes de esas artes extrañas a quemarlos. Había oído hablar de la Sociedad del Vicio, pero siempre pensé que sus miembros promovían aquello, es decir, el vicio. Si una Sociedad de Bridge era el lugar donde se jugaba al bridge, y una Sociedad del Cuidado de Niños facilitaba el cuidado de los niños, ¿qué otra cosa podía ser la Sociedad del Vicio? Por mí, si quería podía dedicarse al estudio y promoción de abrazaderas de carpintería.

Según Diprose, su nombre completo era Sociedad para la Supresión del Vicio, fundada a principios de siglo por la Iglesia de Inglaterra (seguramente harta de comprar Biblias falsas en las liquidaciones de propiedades). La sociedad proveía a la policía de informaciones respecto de la venta, distribución o exhibición de obscenidades, tras lo cual podía emitirse una orden de registro, incautar y destruir las obscenidades, a menos que se probase la inocencia en el juicio. Nunca imaginé que algún día me convertiría en parte de la cadena de suministros que ellos deseaban destruir.

Los libros en los que yo trabajaba se vendían a tres guineas cada uno, o al menos eso es lo que me decía Diprose. Tres guineas por libro. El equivalente de tres libras y tres chelines. Sesenta y tres chelines. Setecientos cincuenta y seis peniques. No eran libros para el individuo común. La Ley de lord Campbell sólo se aplicaba a los ricos. Presumiblemente, las clases bajas no sabrían qué hacer con ese tipo de literatura, y si lo supiesen, la excitación los llevaría a tomar por asalto la Bastilla de Londres, y la revolución no era lo que lord Campbell ni nadie deseaba.

No, los libros que llegaban a mi casa eran libros de hombres ricos, y sus dueños se tomaban muchas molestias para que no me sintiera una mujer común. El último de los carros que se había detenido frente a nuestra casa no sólo había traído libros y manuscritos, que había tenido que guardar en el salón por falta de espacio en el taller, sino también un parasol azul pálido adornado con encajes, un peine de carey con bordes de filigrana dorada y un abanico de plumas negras y moradas.

Fue Jack el que me hizo entrar en razón.

—¿Qué hará con todo esto? ¿Desarmarlo y utilizarlo para decorar sus encuadernaciones?

Y tenía razón. ¿En qué ocasión podría yo llevar aquellos complementos excesivos?

—Cuidado, señora Damage —me dijo Jack—. Tenga cuidado con los regalos. Los esnobs son siempre los que causan más problemas.

Una vez más, estaba en lo cierto. Los ricos no eran sólo quienes compraban los libros. También los protagonistas. Los personajes de los libros no eran barrenderos, o limpiadores de cloacas, a pesar de estar tan familiarizados con las funciones corporales: eran reyes, duques, barones, y en la literatura que llevaba el sello de Knightley, califas, emperadores, marajás y el dey.

Ah, el dey… El turco lujurioso, o escenas en el harén de un potentado de Oriente era una bonita primera edición de 1828 que me había prometido sir Jocelyn, y me enseñó más de lo que jamás hubiera necesitado saber acerca del oscuro dey y las mujeres blancas cuyas piernas eran forzadas a abrirse ante él, y que al final lo hacían encantadas de la vida. Mi madre, la institutriz, me enseñó a mantener las piernas siempre cerradas, y mi esposo había llevado aquella lección aún más lejos. ¿Qué me había estado perdiendo?

La respuesta se encontraba en la característica más extraordinaria de la anatomía del dey. Me perturbó enormemente que las pobres mujeres a las que había seducido lo considerasen al principio un objeto de terror: era, según el caso, «aquel terrible instrumento, enemigo fatal de la virginidad», «el instrumento de mi martirio», «el duro extensor de vírgenes», «la espantosa locomotora», «aquel terrible pilar que preparaba para pincharme» y «la enorme máquina enterrada en ella». Pero luego se convertía, para las mismas mujeres, y una vez que habían sucumbido a su aparentemente agradable destino, en «la llave maestra del descontrol de mis sentimientos», «la gran obra de la naturaleza», e incluso «aquel delicioso instrumento que afina mi corazón en armonía». Ese cambio de actitud hacia «este maravilloso instrumento de la naturaleza» sólo se debía, según aprendí, al paso del tiempo: es «el terror de las vírgenes, pero la delicia de las mujeres».

Sin embargo, no se trataba simplemente de una historia de pasiones desatadas una y otra vez: quizás el dey convirtiera a muchas vírgenes aterrorizadas en mujeres hedonistas, pero la cosa no terminaba allí. Al final, el destino castigó a su alteza: al intentar desflorar a una de las chicas nuevas del harén (no de la manera que la naturaleza estipula, sino por el diabólico orificio secundario), la muchacha se vengó cortando los órganos esenciales para el estilo de vida del dey. Curiosa forma de exaltar sus partes… No se me ocurriría qué atractivo encontraba sir Jocelyn a una historia que terminaba con el principal personaje masculino emasculado. Aunque finalmente, el dey amaba tanto a sus dos muchachitas inglesas que les ofreció su «miembro perdido conservado en alcohol dentro de un jarrón de vidrio» y las envió de vuelta a Inglaterra, donde lo donaron a un internado de señoritas para ser mostrado «como recompensa al buen comportamiento de las colegialas».

Yo tenía demasiadas ideas para la portada de este libro maravilloso, pero no sabía cuán audaz me animaría a ser para sir Jocelyn. Al terminar el libro, no podía quitarme de mi mente acalorada la imagen del jarrón con el miembro, sin embargo, por más que me reconfortase el desmantelamiento de un arma tan terrorífica, pensé que sir Jocelyn podría acusarme de concentrarme en la parte equivocada de la historia. En su lugar, rendí homenaje a su anterior visita a mi taller y me decanté por un minarete rodeado de intrincados azulejos geométricos sobre los cuales se regodeaba una hermosa mujer vestida con una toga bordada que resbalaba de sus hombros. Y entre sus dedos finos y blancos, sostenía de manera sugestiva un caramelo dorado, en forma de diamante, lo que explicaba la enigmática sonrisa de su rostro.

Y en la tapa posterior, el blasón de Les Sauvages Nobles, con la palabra Nocturnus escrita debajo, entre dos hojas de hiedra.

Yo siempre me esforzaba (y según Diprose en eso radicaba mi modernidad) por destilar la esencia del libro en la ilustración de la tapa. Pero últimamente apenas tenía tiempo de leer los manuscritos antes de encuadernarlos. Me limitaba a hojearlos brevemente, lo que en la mayoría de los casos era una bendición para mí.

Entonces, cuando abrí Fanny Hill, o memorias de una mujer de placer, por el pasaje que describe el impresionante miembro de un muchacho, que no era «ni el juguete de un niño, ni el arma de un hombre, sino un mayo tan enorme que, si sus proporciones hubiesen sido respetadas, debería haber pertenecido a un joven gigante», no pude evitar elegir un maravilloso cuero de Marruecos color bermellón y grabar en el centro un poste de mayo, de tamaño prodigioso pero de naturaleza inocente, alrededor del cual bailaba una voluptuosa mujer que sostenía dos cintas en las manos extendidas.

El Ars Amatoria de Ovidio estaba encuadernado en piel de cabra de grano grueso color verde oscuro, con pliegues de seda escarlata. Grabé los bordes con corazones, estrellas y mariposas, y en el centro hice una cautivadora Venus dorada que sacaba una hoja de mirto y algunas bayas de la guirnalda que ataba sus cabellos (como al principio del libro tercero) para dárselas a Ovidio junto con sus perlas de sabiduría en las artes femeninas. Sus instrucciones habían sido completamente novedosas e intrigantes para mí.

Hay que recostarse de espaldas si se posee un rostro hermoso y rasgos armoniosos.

Si la parte trasera es mejor, más vale que se vea por detrás.

Si son los pechos y las piernas los que causarán deleite, hay que recostarse, atravesada en la cama, bajo el observador.

Nunca había visto mi cuerpo de esta forma, y de hecho lo conocía menos que los lugares más remotos del planeta. Por primera vez en mi vida, comencé a preguntarme cuál era mi mejor perfil.

Otro libro, un volumen delgado y anónimo, despertó mi interés al mencionar de pasada una zona mágica y extraordinaria, llamada clítoris. El autor no especificaba sus coordenadas exactas, pero el nombre sonaba como si fuera un lugar de África, o Xanadú, o Tombuctú, a tal punto sus cualidades parecían deliciosas, sobre todo para el sexo femenino. Puesto que se trataba de una historia de aventuras bastante mediocre, elegí un lomo de piel de serpiente, y sobre la tapa de seda negra le bordé una vistosa brújula, rodeada de olas, islas y peces de oro, plata e hilos de colores. En la tapa posterior grabé una mujer desnuda cabalgando un delfín hacia un destino lejano.

¿Pero qué hacer con la nueva edición de Venus, maestra de escuela o Deportes de la madera, entre tantos otros libros de títulos similares, escritos por un tal R. Abedul y otros? Antes de la primavera de 1860, yo había vivido veintiséis años con la convicción de que una vara era algo que había que temer, y que se evitaba portándose bien, pero pronto aprendí que había muchas personas en este mundo que eran discípulos entusiastas de la vara, e incluso descubrí muchos de sus placeres ocultos, aunque de forma teórica, no práctica. Ahora ya podía instruir a alguien sobre cómo mantener una reserva de varas de abedul en agua para conservar la frescura y la flexibilidad, así como hablarle de instrumentos de tortura de madera, metal o cuero que superaban la capacidad de la vara de abedul para azotar, fustigar o provocar inflamaciones. Descubrí también que aquellos que vivían demasiado alejados de las ciudades para frecuentar los burdeles de flagelación de la metrópolis, habían sido bendecidos con maravillas naturales que aventajaban ampliamente a la vara de abedul: brozas, aulagas, ruscos y, oh, delicia, las ortigas en verano. Aprendí que algunos eminentes nobles iban con regularidad en busca de una saludable paliza, para obtener grandes beneficios para la salud (calienta la sangre), y que aquellos que solicitaban la prohibición de los azotes en las escuelas estaban privando a toda una generación de los placeres y pasiones que les esperaban en la edad adulta, y cuyo gusto podía ser desarrollado durante su juventud. «¡Qué delicia este seminario para los idólatras del santuario posterior!», exclamaba el personaje de uno de los manuscritos polvorientos, y el seminario al que se refería podía haber tenido lugar en el taller Damage, a tal punto estaba repleto de panfletos sobre flagelación.

Y así fue como, con tanta información al alcance de mis manos, fui en busca del viejo bastón de abedul de Peter. Todo lo amenazadoramente que pude, llamé a mi muchacho Jack, y cuando llegó frente a mí, sudando, lo cortamos en trozos, los lijamos y barnizamos de nuevo, para al final incrustar los cuatro puntales reforzados en las tapas, lo que provocó más de una risa en el establecimiento de Diprose.

Más difícil fue encontrar un dibujo para las colecciones de ilustraciones con breves introducciones y algunas palabras del mismo estilo que las imágenes, que no siempre se correspondían con mi sentido de la estética. Para ello volví a recurrir al lenguaje de las hojas, las flores y las hierbas. Desde el «amor secreto» de la acacia hasta los «amigos recordados» de la cinia, siempre había algo, aunque fuese frágil, en lo que ampararse. Las lilas eran las más seguras, dada su ambigüedad, pero siempre era grande la tentación de recurrir al laurel, o de evitar el lujurioso cilantro.

A veces me repugnaban, a veces me fascinaban, siempre me sorprendían y nunca me aburrían. ¡Qué extrañas se veían las figuras, con los brazos y las piernas enredados, los miembros inmensos y los orificios gigantes! Ni una de las imágenes se parecía en algo a cualquier dibujo amoroso que yo hubiese imaginado hasta entonces: era un amor sin romanticismo, pero precisamente por esa razón era quizá más auténtico. Una lámina en particular se llamaba cunnilingus. En ella, un hombre se comportaba con una mujer igual que un perro macho con una hembra, olisqueando su entrepierna y lamiéndola con la lengua. Mi mente sensible exclamó: «¡Perdición, satanismo, bestialidad!», hasta que otra voz en mi cabeza, más tranquila y razonable, señaló que nunca había visto a un animal comportarse de aquella manera, lamiendo a otro con tal preocupación por su placer. Algo en mí respondió a este sentido de la trascendencia, al hecho de que en estas páginas había energías elevadas, y no bajezas. Incluso la más desagradable de las imágenes, que subvertía el acto de ternura entre un hombre y una mujer en una exhibición de violencia y vicio, ponía en evidencia ante mí aquello que yo siempre había considerado sostén de mi existencia como mujer, de lo cual no poseía representación alguna, en este mundo de convenciones y delicadezas. No podía ni pensar que los hombres pudiesen sentirse de aquella manera ante las mujeres, pero ahora que lo había visto… ¿Me atrevería a afirmar que agradecía a las imágenes ayudarme a comprender a los huérfanos, a las «máquinas de hacer bebés» y a las mujeres caídas en desgracia?

Pero puesto que yo no estaba destinada a mirar esas imágenes, ¿qué importaba mi respuesta? Pensé en el artista, sombreando sus oscuras visiones, y en los modelos que posaban para su arte. ¿Eran estos dibujos sus obras maestras, el punto más elevado de sus aspiraciones? ¿O el artista en un simple obrero que arañaba un magro salario de los deseos ajenos? ¿Sería capaz de ver la belleza luminosa y la curiosa honestidad de sus formas humanas, o para él eran tan viles como el mundo al que pertenecían? Probablemente sería alguien como yo, que hacía esto sólo por dinero, dibujando lo que le ordenaban.

Aprendí que no había lugar para la indignación si quería terminar con el trabajo. Las más fáciles eran las novelas rosas y otras piezas un poco vulgares, que pronto me dejaron insensible, y también dejó de sonrojarme la literatura más explícita: cada vez encontraba más tediosa la interminable letanía de partes del cuerpo. Finalmente llegó el día en que ya no debía preguntarme acerca del significado de eufemismos del tipo «ir a comprar almejas» o «dar a comer al conejo». También aprendí un idioma nuevo: aceptaba palabras como «ligar», «soplar la gaita», «morrear», «meter mano» o «llevar al huerto» como si formasen parte de mi lengua materna. Mi mundo adquirió matices de irrealidad. Con su tono liviano y su buen humor, este tipo de literatura aplacaba el civismo y la incoherencia. Terminé viviéndolo como algo entrañable, infantil y sin sentido. De hecho, comprendí que no era muy diferente a los poemas repletos de palabras tontas que le leía a Lucinda por la noche, sólo un poco más húmedos.

Y mi diversión me protegía, ya que a decir verdad me sentía algo incómoda por la situación a la que me enfrentaba. Para justificar mi rol de maestra encuadernadora en el obsceno submundo del comercio de libros, debía convencerme de estar dando forma de perla a la arena dentro de la ostra. Estaba convirtiendo algo horrendo en algo hermoso. Y, a veces, lo que era horrendo no me incomodaba ni me avergonzaba, sino que, de manera gentil o violenta, me confrontaba a mi propio horror, a mis entrañas ocultas por mi exterior duro e inmaculado y que tenía pocas ganas de confrontar. Mi educación y mis orígenes no me habían preparado para ciertas cosas, y me enfadaba tanto por mi ignorancia como por mi rápida adquisición de conocimiento, completamente contra mi voluntad y mis expectativas. Los libros me ilustraron sobre las extrañas especias y deliciosas frutas que yo no conocía, y leía palabras de amor pronunciadas por bocas afortunadas que habían probado sus jugos agridulces, palabras que me llevaban a los oscuros sótanos del pecado y me dejaban atormentada y confundida.

Durante las siguientes semanas encuadernamos una veintena de libros con el blasón de Les Sauvages Nobles, acompañado de sus respectivas inscripciones. Advertí que en ellas se repetía una pauta: entre las letras, particularmente en los tratados y libros contables, se ocultaban doce nombres ingleses, y pronto pude conectarlos con sus expresiones latinas. Eran nombres que ya había visto en las páginas de los periódicos o que había oído mencionar en la calle: nombres de nobles. No era necesario ser un genio para comprender la relación entre ellos.

La primera vez que intenté explicárselo a Peter, lo encontré balanceándose en su silla, con las piernas rosadas expuestas sin pantalones y su carne temblando de miedo.

—Déjame, déjame —gemía—. ¡Vete, malvada mujer! ¡Sal de encima de mí!

—Pero no estoy encima tuyo, amor.

Tuvo que tragar la saliva que caía de su boca antes de poder decir algo inteligible:

—¡Dora! ¡Quítamela de encima, Dora! ¡Sácala de aquí!

—No hay nadie, Peter. Dime qué ves. ¿Quién es?

—¡Es monstruosa! ¡Es el demonio!

—No, no lo es, Peter.

—¿No la ves? Mira su cara roja, mira cómo chorrea sangre. Limpia estas sábanas, las está llenando de sangre. ¡Quítamelas! ¡Sácala de aquí! ¡Límpiame! Mira sus dientes, sus colmillos. Recoge la sangre. Recógela antes de que me caiga encima. ¡Atrápala! ¡Quítala! ¡Límpiala!

—Peter, no estás en la cama. No hay nadie. No hay una sábana. No hay una mujer.

Pero todo era en vano. Siguió gritando, por lo que fui en busca de unas gotas negras. Peter bebió directamente de la botella, y se limpió la boca con el dorso de una mano hinchada que apenas se diferenciaba de su brazo hinchado. Recostó la cabeza sobre el antimacasar y se quedó tranquilo durante un rato. Miró a través de la ventana hacia donde jugaba nuestra hija, pero dudo que la viera.

—Necesito… necesito una taza de té.

—Te traigo una.

Le preparé una tetera, pero como Jack me requería para decidir sobre las guardas y los anchos de los márgenes, no pude quedarme mucho tiempo a su lado.

Unos días después, cuando Peter decidió interesarse por las actividades del taller, decidí distraerle con mis investigaciones sobre aquellos hombres.

El primero, Nocturnus, o Nightly en inglés, me lo guardaba para mí, ya que sabía que se trataba de sir Jocelyn Knightley, nuestro anfitrión en este extraño baile bibliográfico. Pero hice una lista de los otros invitados para Peter.

—Lord Glidewell —propuse primero.

—Claro, Valentine, lord Glidewell. Es un juez. Uno de los mejores.

—Es cierto —recordé—. Vi su nombre en un periódico después del ahorcamiento de Billy Fawn Baxter.

—¿Tienes que mencionar aquel horrible caso? Asesinó a su madre, ¿no?

—A su padre.

—Antinatural —dijo tiritando—. Entonces, lord Glidewell debe de ser…

Labor Bene. Labor significa deslizarse.

—Ah, ya entiendo cómo funciona. ¿Cuál es el próximo? —preguntó interesado.

—El doctor Theodore Chisholm. Supongo que es un médico eminente, ya que su nombre aparece por todos lados en estos folletos de medicina. Y en las botellas que te envían.

—¡Vaya, está en la junta directiva de la Universidad Real! Y pensar que un hombre así es el que firma mis recetas. ¿Cuál es su nombre latino?

—No estoy segura. No consigo descifrarlo. Dejémoslo para más adelante. El siguiente es Aubrey Smith-Pemberton. ¿Quién es?

—Un miembro del Parlamento. Yo me ocupé de las encuadernaciones para su despacho en el caso Yale, hace ya varios años. Es el presidente del comité regulador de los jardines de Cremorne. Cuanto antes cierren aquel antro, mejor, al menos en lo que a mí concierne. Representa todo lo malo de nuestra sociedad.

—¡Pero nos divertíamos tanto allí cuando éramos novios, Peter!

—¡Mujer, por favor!

—Lo siento. Bien, Smith-Pemberton. Éste fue el más difícil de todos. Es el que corresponde a P. cinis It. Lo descubrí porque lo encontré escrito al final de un poema como «Aubretia Malleus P cinis It». Aubretia es una flor, y corresponde obviamente a Aubrey. Malleus quiere decir martillo, por lo que me pareció que se relacionaba con un herrero, o smith en inglés. Luego, la letra P, seguida de cinis significa ceniza, o brasa: en inglés, ember. Finalmente, It no es la palabra it, sino que representa una tonelada, o «ton». Es decir, Aubrey Smith-Pemberton.

Peter parecía abrumado por mi capacidad de resolver rompecabezas. Estaba cansado, y temí agotarlo en exceso. Quizás estaba demasiado contenta de mí misma.

—¿El que sigue? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos.

—El doctor Christopher Monks.

—Es el director de Eton. No, de Harrow, de hecho.

—Ajá. Entonces…

Hice como que recorría la lista de nombres latinos, y esperé un rato para que fuese Peter quien lo descubriera.

¡Monachus! —exclamó finalmente.

—¡Claro, tienes razón, Peter! ¡Qué listo!

—¿El que sigue?

—Sir Ruthven Gallinforth.

—Es el gobernador de Jamaica.

—Es lo que pensaba —confirmé—. Hace poco encuaderné algunos de sus coloridos libros de contabilidad de las islas del Caribe. Hay historias sorprendentes sobre las tensiones entre los ingleses y los trabajadores de las plantaciones.

—Debe de ser duro luchar contra tanta indolencia. No son trabajadores natos.

—¿En serio? No quise… En fin, con éste también tengo problemas… —Y una vez más esperé—. Mmmm, me pregunto… No sé qué significa vesica, pero quartus en inglés es fourth, por lo que presumiblemente…

—El siguiente —cortó Peter.

—El arcediano Favourbrook. En una de las cartas se le llama Jeremy.

—Sí, es el arcediano de no sé dónde. Un hombre venerable. Veamos, ¿tienes palabras que signifiquen «favor», o «arroyo»? Como favour y brook en inglés…

—Creo que sí —respondí—. ¿Qué piensas de Beneficium Flumen?

—Perfecto. El siguiente.

—Hugh Pryseman. He oído hablar de él. Es el heredero del vizcondado de Avonbridge, y debe tratarse de… Fraemium Vir, el hombre del premio. Frize y man.

—Siguiente.

—Los otros no parecen tan importantes. No han escrito nada de lo que he encuadernado, y no salen mucho en los textos ni en la correspondencia. Hay un brigadier Michael Rodericks, de la Artillería Real, el reverendo Harold Oswald…

—Un clérigo.

—Así es. También está el capitán Charles Clemence, del ejército de Bombay de la Compañía de las Indias Orientales.

Clementia.

—¡Claro! Y Benedict Clarke, quien diría que es un industrial.

—No sé nada de él. Pero los otros son personajes eminentes, miembros del Parlamento, hombres de Iglesia, dignatarios y nobles.

Le mostré a Peter el escudo de armas.

—Vaya, deben de ser todos miembros del mismo club —dijo sin leer la inscripción Les Sauvages Nobles—. Dora, esto es magnífico. Intenté obtener contratos fuera de los libreros desde que hice las encuadernaciones para el Parlamento. Mi querida esposa, confieso haberte subestimado. Tú salvarás el nombre de Damage. Sigue así. Y ahora, sé una buena chica y tráeme mi medicina para dormir.

Pero yo no dormí bien aquella noche, pensando en Jocelyn, Valentine, Theodore, Aubrey, Jeremy, Christopher, Ruthven, Hugh, Michael, Harold, Charles y Benedict. Yo podía invocar sus nombres en las imaginativas creaciones de mi taller, puesto que yo, señora de sus sueños, probablemente conocía sus fantasías mejor que sus esposas. Pensé en sir Jocelyn, con su hermosa y limpia esposa, Sylvia, y me pregunté cómo podía permitirle respirar no sólo el fétido aire de mi Lambeth, sino el miasma de pecado que brotaba de las páginas de sus libros. Pensé en los demás libros: mientras grababa los lomos, intenté imaginar las habitaciones donde descansarían, los estantes donde se posarían. Y si las páginas tuviesen ojos, ¿qué rostros verían, observándolas? ¿Qué actos presenciarían? No eran la clase de novelas que el padre o la madre leía junto a la chimenea al resto de la familia. Eran placeres solitarios, que no se leían para irse a dormir o en el sillón preferido, sino bajo las sábanas, o con la silla trabando la puerta, aunque tales precauciones nunca eran suficientes. Era como si la seguridad sólo pudiese obtenerse abriendo la cabeza de quien leyese aquellas páginas, metiendo los libros dentro de la cavidad del cráneo y cerrando la incisión, ya que estos volúmenes eran un bálsamo temporal, y antagonistas permanentes de las necesidades, desvaríos y heridas de una mente torturada.

Pero hasta que la ciencia médica progresase para permitir aquello, unas manos furtivas deberían sostener los libros, manos que sin duda hubiesen preferido quedar libres para ocuparse de las regiones inferiores del cuerpo, igual de atormentadas que la mente. ¿Acaso era posible, me preguntaba, divertirse de esta manera?