9

Polly tenía una muñequita muy enferma, muy enferma,

y llamó al doctor para que la atendiera, atendiera.

Llegó el doctor con su maleta y su bombín,

y llamó al timbre con un ring, ring.

Miró a la muñeca con cara asustada,

y le dijo a Polly: «Déjala acostada».

Le escribió en una receta una poción, poción.

«Mañana vendré a por mi retribución, retribución, retribución».

A pesar del nuevo cariz que habían tomado los acontecimientos y de la promesa de un nuevo empleado para el taller, los rigores del día a día me hicieron olvidar por completo mi visita a lady Knightley en cuanto regresé a casa. Trabajé con ahínco en el taller hasta el final del día, cuando Peter despertó y comenzó a llamarme. Todas las cavidades de su rostro estaban hinchadas: los pliegues de la piel bajo sus ojos parecían bolsas de sangre, oscuros como riñones en una carnicería, y tenía la boca arrugada y llena de ampollas.

—T-t-tuve u-u-na pesad-d-dilla.

—¿De verdad, mi amor? ¿Qué fue lo que te asustó?

—N-n-n-no tengo miedo. Llévame junto al fuego.

Lo instalé con una manta y una taza de té antes de regresar al taller para terminar de grabar las flores doradas en el último de los doce libros. Estaba contenta con el motivo de hojas de hiedra, ya que era probablemente el único símbolo de fidelidad que pasaría por las manos de quienes los leyesen. Jack estaba armando Cultos, símbolos y atributos de Venus, y Lucinda acomodaba los retazos de cuero en el suelo para hacer bonitas formas.

La única interrupción que esperaba era la de Peter con alguna queja, por lo que el ruido de cascos y ruedas deteniéndose frente a la puerta del taller nos cogió completamente desprevenidos. Jack abrió la puerta y apareció un carruaje oscuro y brillante, con ruedas rojas y lustrosas, lámparas doradas y un escudo de armas en el costado, tirado por un caballo de color chocolate. Estaba tan asustada al ver quién descendió del carruaje que desvié la mirada, y entonces vi a la señora Eeles y a Patience Bishop, ambas cruzadas de brazos y observando la escena con atención. Detrás de ellas, Nora Negley espiaba protegida por sus cortinas. Incluso algunos niños habían dejado de jugar para observar lo que sucedía.

Él era aún más imponente que su carruaje, debo admitirlo. Muy a la moda, vestido con una levita negra, corbata roja, gafas de montura dorada y una pesada cadena de reloj de oro cruzada en su chaleco. Llevaba un bastón plateado, coronado por una esfera de vidrio rojo, como si fuese el rubí más grande del mundo. Casi olvidé que llevaba el delantal, y que no tenía tiempo de cambiarme y ponerme más presentable. Al menos llevaba la gorra: sir Jocelyn Knightley no me cogería con la cabeza descubierta.

Solicitó mi mano, que yo le ofrecí, y no dudó en besarla, a pesar de estar manchada de tinta y cubierta de cola seca. Tras las formalidades, le rogué que entrase.

—Vaya, qué taller más limpio y ordenado, señora Damage. Me encanta ese aroma tan suculento y poderoso que sólo desprenden los mejores talleres de encuadernación.

Nunca nadie había descrito el taller de una forma tan educada.

—Buenas tardes, Jack —dijo antes de que yo pudiese presentarlo.

Jack dejó sus tareas y se puso junto al banco, hizo una pequeña reverencia y dijo:

—Buenas tardes, señor —y regresó a sus asuntos.

—Y tú debes de ser la pequeña Lucinda —añadió dirigiéndose a mi hija y alborotándole los cabellos.

Ella frunció el ceño. Entonces, sacó del interior de su levita algo que se parecía bastante a un bebé minúsculo. Lo sostenía por la cabeza, y su cuerpo colgaba inerte, con los miembros balanceándose de manera independiente, por lo que asumí que no se trataba de una muñeca. Yo estaba boquiabierta por la sorpresa, y Lucinda gritó «¡Mamá!» y corrió hasta mis faldas, donde hundió la cabeza.

—¿Qué sucede, Lucinda? ¿No te gusta tu nueva amiga? Si no me equivoco, necesita que alguien se ocupe de ella —dijo sir Jocelyn, sosteniendo aquella cosa cerca de mi hija.

Entonces distinguí el más hermoso rostro de porcelana que jamás haya visto, con labios rosados y grandes pestañas, y unos rizos dorados pintados sobre el cráneo liso. Pero si era una muñeca, no entendía por qué el cuerpo no era rígido ni formaba un bloque con la cabeza. Sir Jocelyn la sostuvo por el cuerpo y presionó el pecho con las manos. Se escuchó un sonido similar a la respiración de alguien aquejado de una enfermedad pulmonar, seguido por el agudo balido de una cabra: «Maaaaa-maaaaa».

—¡Mira eso! Incluso te llama mamá —insistió sir Jocelyn—. Toma. ¿Qué nombre piensas ponerle?

Cogí la muñeca y se la ofrecí a Lucinda. Estaba anonadada: nunca antes había visto una muñeca que pretendiese ser un bebé. Todas las que había visto iban vestidas como mujeres en miniatura, aunque más rígidas. Le di la vuelta y le levanté su vestido de cambray como si fuera un verdadero bebé: tenía los miembros articulados y el pecho era flexible, hecho de caucho. En los pies llevaba unas pequeñas botas atadas con una cinta verde.

—«Maaaaaa-maaaaa» —gimió cuando presioné su pecho.

No pude evitar soltar una risita.

—¡Vaya! ¿No es preciosa? —Intenté que Lucinda la cogiese, pero ella se negó, prefiriendo espiar entre mis brazos—. Me temo que Lucinda quiere ser su hermana mayor, y no su madre.

—Lo que parece convenirle a usted perfectamente, señora —acotó sir Jocelyn, y yo me sonrojé por completo, a sabiendas de que me estaba tomando el pelo—. ¿Por qué no me muestra el taller? —solicitó al fin.

Comenzó a pasear por la habitación, así que me puse enseguida de pie y dejé con cuidado la muñeca sobre el banco, como si pudiese hacerle daño.

—Te la dejo aquí, por si tienes ganas de jugar —le susurré a Lucinda.

Efectivamente, en cuanto me volví para seguir el vagabundeo de sir Jocelyn, vi con el rabillo del ojo cómo mi niña recogía con sigilo la muñeca del banco y se la llevaba para estudiarla en privado.

Yo apenas le llegaba a los hombros. Sir Jocelyn era un hombre bastante grande, y sin embargo se movía con agilidad y equilibrio entre los bancos, y yo supe por el brillo de sus ojos que estaba analizando cada detalle, incluyendo la ausencia de Peter.

—La felicito por la limpieza del lugar, señora Damage. Imagino que no es una tarea fácil en un lugar como Lambeth. A veces detesto la vida de la ciudad, y añoro las praderas del Veld, en Sudáfrica. O si debe ser una ciudad, al menos que sea París. Yo nací en París. Mi padre era francés, ¿lo sabía?

—No, no lo sabía. ¿Knightley es un apellido francés?

—Se llamaba Chevalier. Murió cuando yo era muy joven, y mi tía me llevó a Worcestershire. Ella decidió convertir el apellido al inglés. De ahí viene Knightley, aunque sir Jocelyn Chevalier no suena nada mal, ¿no cree?[6] ¿Ha estado usted en París, señora Damage?

Negué con la cabeza.

—El aire es extremadamente puro, y las calles están limpias. París es a la odiosa opacidad de Londres lo que el cielo al infierno. Sufro cada vez que regreso a Londres. De inmediato comienzo a sentir su hedor.

Era como si yo le importase, y supe que estaba sucumbiendo a sus historias y encantos.

Cogió uno de los libros que había sobre la mesa y pasó los dedos por la corona de hojas de hiedra.

Hedera helix. No es la más suave de las plantas. Es un agresor hostil y rápido, que priva a su huésped de luz, provocándole una pérdida de vigor y eventualmente la muerte. Debería recomendarla al Ministerio de Asuntos Exteriores como símbolo del Imperio de Su Majestad.

—Es usted demasiado duro con la planta, sir Jocelyn —dije—. Por favor, dígame, ¿quién no daña aquello a lo que se aferra?

—Una excelente pregunta, señora Damage. Por lo visto, usted no es ajena a las filosofías del amor. —Hizo como si reflexionase, como si compartiésemos una broma—. La madreselva —respondió finalmente, con un gesto triunfal, y volvió a concentrar su atención en la hiedra—. Su fileteado es excelente. Es curioso que encontremos tanta belleza en la escarificación y el dorado póstumo sobre la piel de un animal. —Entonces cesó sus meditaciones, me cogió una mano y la volvió para acariciar la palma, como si fuese una adivina de feria—. ¿De verdad estas manos tan delicadas hacen un trabajo tan duro?

Asentí, y él comenzó a reír.

—¿Por qué se ríe? —pregunté, ligeramente ofendida.

—¿Por qué, señora encuadernadora? Le diré por qué. Porque usted me hace feliz. ¿Y por qué me hace feliz? Por su ingenuidad, su creatividad y su valor.

Hizo una pausa entre cada halago, como si me lo sirviese en bandeja.

—Señora Damage, usted me fascina. Es la bocanada de aire fresco que necesita este negocio rancio. Realiza encuadernaciones flexibles y suntuosas, para hombres como yo, que no quieren sólo leer y guardar sus libros. —Y con indiferencia añadió—: ¿Disfrutó el Decamerón?

—Sí, gracias, señor.

—Traducido por John Florio en 1620. Ya era hora de que alguien hiciese una nueva versión. Con las cien historias completas. Siempre me apiado del pobre Alibech, cuya historia sobre el demonio devuelto al infierno siempre se queda fuera. Quizá yo debería… ¡Vaya, qué buena idea! Verá usted, señora Damage, ¿qué sentido tiene la ciencia sin su aplicación a la existencia humana? En mis viajes por Oriente he adquirido cierta sabiduría sobre el aspecto sensual de la naturaleza humana, lo que ha transformado y enriquecido mis estudios científicos, haciendo que mi objetivo hoy en día sea que nuestra reprimida sociedad se libere de manera urgente de las restricciones impuestas por la decencia y la mojigatería, para garantizar la salud y el bienestar. ¿No cree usted que se trata de una importación mucho más grande y necesaria para este país que el té, el azúcar o las piñas? Los textos sagrados del este, junto con los destruidos clásicos de Grecia y Roma, destrozados por traducciones pésimas y ediciones expurgadas, u obras más recientes, como el Decamerón: éstas son obras fascinantes, liberadoras, y no se trata de una imposibilidad semántica, sino de lo que necesita Inglaterra. Nuestra literatura es casta y achacosa. —En este punto se inclinó hacia mí de forma conspirativa y bajó el tono de voz—: ¿Acaso las encuadernaciones de su esposo no eran terriblemente castas? ¿Acaso no es él mismo un mojigato?

—¿Castas, sir Jocelyn?

—Conozco el trabajo de su esposo. No es culpa suya; él, como todos los demás, sólo seguía la tradición que exalta lo inefablemente apagado, lo increíblemente aburrido, lo tediosamente moralista. Pero usted… sus encuadernaciones son tan sensuales, tan excitantes, tan llenas de vigor como… bueno… como usted, señora Damage.

Grité sin querer, y de inmediato empecé a sobreactuar mirando la muñeca de Lucinda.

—¿Cómo vas a llamarla, Lucinda? —pregunté, esperando que no me temblase la voz.

—Mossie —respondió.

—Mossie. Qué adorable.

Era un hombre peligroso, y por lo visto yo no era inmune a sus encantos. Debía de haber cientos de mujeres enamoradas de él, demasiados dandis imitando el estilo de sus levitas, el ángulo de sus sombreros y sus cuellos a la moda. Y mientras yo estudiaba las posibilidades de que su forma de llevar el cuello de la camisa se hiciera popular, era lo bastante sensible para saber que incluso mi nuevo rango de maestra encuadernadora no justificaba la manera en que se dirigía a mí, y me sentía tan aplastada por cuestiones de clase social, edad y educación, que tomé la determinación de mantener la cabeza decididamente fría durante las negociaciones con ese granuja.

Fue una decisión acertada, ya que cuando vio que había bajado la guardia, sir Jocelyn pasó sin ambages al propósito de su visita:

—Respecto de Lucinda… —Volví a subir la guardia en el acto—. A riesgo de parecer indiscreto, señora Damage, ¿es cierto que su hija sufre de epilepsia?

Mis sentidos se pusieron en estado de alarma, y busqué a Lucinda en el mismo instante en que ella me buscó a mí. Jack dejó las herramientas sobre la mesa.

—¿Usted disculpe?

—¿Tiene convulsiones? ¿Está enferma? No se preocupe, no quise alarmarla. Aplaudo su deseo de excluir a las autoridades, no soy un abogado de las instituciones. Algunos incluso me definirían como radical, y quizá tengan razón, pero puedo afirmar sin problemas que no todos los doctores pretenden encerrar a la gente enferma. ¿Me permite hacerle unas preguntas a su hija?

Aunque los ojos de Lucinda reflejaban terror, el aristócrata se arrodilló para quedar a su misma altura. Igual de cautivador para la hija que para la madre, era amable y provocador, y rápidamente consiguió que Lucinda se riera con él. Sir Jocelyn le sonrió, y Lucinda le devolvió la sonrisa. Muy a mi pesar, en cierto sentido disminuyó mi aversión por los doctores.

—Verás, Lucinda, una ranita vino hasta mi ventana la otra noche y me dijo que su amiga Lucinda se vuelve algo extraña de vez en cuando. ¿Es cierto?

—¡Una rana! —exclamó Lucinda riendo entre dientes.

Luego asintió.

—La rana no pudo decirme qué le sucede a su amiga cuando se siente así. ¿Tú podrías explicármelo?

—Sí. Me siento rara.

—Rara… ¿Algo más?

—Y siento que debo recostarme.

—Recostarte. ¿Y lo haces?

—A veces.

—¿Algo más? ¿Te duele la cabeza?

—Sí, y también los ojos, porque a veces es como si hubiera muchas velas parpadeando, pero no están allí de verdad, porque nosotros nunca tenemos tantas velas, y a veces cuando me siento enferma, al despertarme tengo como una niebla dentro, pero luego ya estoy mejor.

Sir Jocelyn la escuchaba atentamente, siempre de rodillas frente a ella. Sostuvo en alto un dedo:

—¿Ves mi dedo? Quisiera que lo soples como si fuera una vela, pero sin intentar apagarla. Debes soplar despacio, como si quisieras que la llama de la vela se acostase. Respira profundamente y concéntrate en no alzar los hombros. Ahora sopla, e intenta que la llama se acueste. —Lucinda obedeció—. Muy bien, Lucinda. Eres una niña muy buena —le dijo, acariciándole el pelo—. Cuando te sientas rara, quiero que le pidas a tu mamá que levante un dedo y que tú soples la vela. Ahora, mira esto. Este artilugio extraño se llama calibre. Es como la pinza de un cangrejo. —Le mostró cómo se abría y cerraba—. Pero es un cangrejo muy amable, y nunca le haría daño a una niñita. Puede que te haga cosquillas, pero es tu amigo.

Lucinda dejó que le midiese la cabeza, y después sir Jocelyn le palpó el cráneo por todos lados, mientras tomaba notas en un pequeño cuadernillo gastado que necesitaba una nueva encuadernación. Le examinó la boca, los oídos y los ojos, le rodeó el cráneo con un metro, al igual que el cuello y el pecho. Escuchó su respiración y probó sus reflejos.

—¿Puedes ayudarme, Lucinda? —preguntó, mientras abría su gran bolsa negra—. ¿Ves todas estas ampollas? Contienen diferentes píldoras y polvos. ¡Hay muchas! Pero nosotros buscamos una en particular: tiene una tapa marrón, con un trozo de cuerda atado. ¿La ves?

—¡Aquí! ¡Aquí está! ¿La cojo? —exclamó Lucinda alegremente.

—Si eres tan amable. Buena chica. —Sir Jocelyn quitó la tapa y volcó casi todo el contenido en un gran trozo de papel—. Esto es algo casi mágico. ¿A ti te gusta la magia?

Lucinda asintió, mientras él le volcaba el resto de la ampolla en la mano.

—¿Sabes contar hasta veinte?

—Sí. Uno, dos…

—Excelente. Debes contar veinte granos como éste. Puedes disolverlos en agua, si quieres, o comerlos directamente de la mano.

—¿Y qué me harán?

—Nada. Nada en absoluto. Ésa es su magia, Lucinda: tienen un efecto preventivo. Seguirás sintiéndote rara, como siempre, pero te encontrarás mejor, y menos cansada. Aunque no lo notarás, a menos que recuerdes cómo te sentías antes. —Dobló el papel y se lo pasó a Lucinda—. Dale esto a tu madre para que te lo guarde en un lugar seguro.

—Gracias, Lou —le dije cuando me entregó el papel—. ¿De qué se trata? —pregunté a sir Jocelyn.

Pero algo extraño le sucedía. A pesar de su cuerpo atlético, estaba haciendo un gran esfuerzo por levantarse desde su posición en cuclillas. Se cogió de un costado del banco e hizo una mueca como las que hacía Peter al realizar cualquier movimiento. Se puso una mano en las costillas y presionó con fuerza al ponerse de pie.

—Me atacaron en el Kalahari —dijo sin aliento, a modo de explicación—. Una lanza me alcanzó en las costillas y me quedaron secuelas en el músculo intercostal.

Parecía estar buscando algo entre su ropa. Primero pensé que intentaba sacar su reloj del bolsillo, pero entonces el chaleco se levantó con un movimiento de sus brazos y vi que estaba tirando de su reluciente camisa blanca, que salió limpiamente de debajo de sus pantalones. Horrorizada, distinguí su camiseta de lana, y que estaba desabotonándola a media altura.

—¡Sir Jocelyn! —exclamé—. ¡No…!

Apreté a Lucinda contra mí sin soltar el papel con los granos, y hundí su rostro en mi falda para que no fuese testigo de lo que se desvelaba ante nuestros ojos. Jack se acercó a nosotros, aunque tampoco sabía cómo reaccionar.

Y sir Jocelyn continuó, como si se tratase de una práctica común en círculos médicos, científicos, epilépticos o lo que fuese, y al cabo de unos instantes ya había abierto su camiseta, exponiendo su ombligo ante mi vista, la piel bronceada y cubierta de vello. Me tapé el rostro con la mano que no sostenía a Lucinda y lancé un quejido.

—Señora Damage, ¿la estoy poniendo nerviosa? Venga, concédase una mirada.

—¡Pero mi honor, sir Jocelyn!

—¿Su honor, buena señora? ¡Su honor no se verá comprometido por una mirada! Vamos, señora Damage. Dora, si me lo permite. Dora, puede mirar sin perder la virtud. Usted posee una mirada escrutadora que oculta su sabiduría interior. Mire, se lo suplico, y me comprenderá mejor.

No aparté la mano de mis ojos, pero entreabrí los dedos y volví la cabeza hacia él. Bajé la mirada, algo oscurecida por la «uve» que formaban mis dedos, pero seguí apretando a Lucinda contra mi falda. Allí donde sus dedos levantaban la tela de su camiseta, vi una forma azulada algo borrosa, como los rayos de una rueda alrededor de su ombligo.

—¿Qué… qué es eso? —pregunté, muy a pesar mío.

—El sol. Un tatuaje del sol —respondió mientras se abotonaba la camiseta y metía de nuevo la camisa en los pantalones, acomodándose a la perfección el chaleco en la cintura—. Seguramente creyeron que era un dios menor, ya que si no, ¿cómo podría haber sobrevivido a sus ataques? «El dios Sol», me gustaba la idea, así que le pedí a un marino que me lo tatuara en el barco de regreso.

Liberé a Lucinda, pero no podía apartar de la mente la imagen de aquel sol azul que manchaba la piel alrededor del agujero negro de su ombligo. Oí que Jack resoplaba con fuerza antes de volver a sus tareas.

—He dejado instrucciones en mi testamento para que mis obras completas sean encuadernadas con la piel de mi torso, con la cicatriz dejada por la lanza en la tapa posterior, y el tatuaje de mi ombligo en la tapa anterior. ¿Qué piensa de ello, Dora? —me preguntó, aunque siguió hablando ante mi silencio—. Titularé mis memorias El Apolo africano: Helios en la sabana, o viajes del último dios Sol. ¿No le parece una buena manera de lograr la inmortalidad?

No tenía respuesta a su pregunta. Los granos que le había dado a Lucinda me sirvieron para cambiar de tema.

—Pero ¿y los granos, sir Jocelyn? Por favor, dígame de qué se trata.

—Bromuro de potasio —dijo mientras arreglaba las colas de su abrigo—. Reduce de forma significativa la incidencia de las convulsiones, pero quizás aumente su apetito y la frecuencia de sus micciones. También puede afectar en cierta manera a su coordinación.

—¿Es seguro?

—Completamente. Ha demostrado una gran eficacia en muchos casos de epilepsia histérica o menstrual.

—¡Pero ella sólo tiene cinco años, sir Jocelyn!

Yo seguía sin poder mirarle a los ojos, ni a ningún otro lado.

—Lucinda sufre de convulsiones desde que nació. ¿Acaso desea esperar a la pubertad para deshacerse de ellas? Eso sería peor para las dos.

Luego se volvió hacia Lucinda con un «¡Ajá!», como si hubiese olvidado algo, como si no tuviese idea de la enorme violación a la decencia que había cometido frente a ella. Me sorprendía el mundo en que vivía, donde las convenciones estaban para ser rotas y pisoteadas en la intrépida búsqueda de una vida mejor, con mejillas sonrojadas y bigotes rizados ante la cálida brisa del progreso.

—Aquí, mira.

Cogió una pequeña bolsa azul de su bolsillo y ordenó a Lucinda que extendiese las manos. Contó uno, dos, tres pequeños bastoncillos marrones y los colocó sobre sus pequeñas palmas. Luego cuatro y cinco. Lucinda dejó caer uno y rió, y extendió su falda para atrapar más. Pronto tuvo diez bastoncillos.

Yo sabía qué era: opio crudo. Sentí una punzada de ira: sin duda este hombre me estaba insultando. Se podía comprar en cualquier farmacia por uno o dos peniques.

—Dáselos a tu mamá, pero son para tu papá. Y dile de mi parte que si se los ofrezco es por la simple razón de que una mujer con sus responsabilidades y tareas tiene poco tiempo para ir a la farmacia.

El hombre era tan persuasivo que podría convencer a un molino de no hacer daño a los granos de trigo.

—Ahora ve a jugar con Mossie, y cuéntale lo de tus granos mágicos —dijo a Lucinda.

—¡Sí! —exclamó Lucinda y levantó la muñeca hacia él, demasiado impresionada para darle las gracias.

Como yo estaba demasiado sorprendida para obligarla, ambos la observamos decir adiós con la mano y salir corriendo hacia Ivy Street para mostrársela a Billy.

Sir Jocelyn, con su enorme mano, cerró la mía con los bastoncillos de opio dentro y sonrió.

—Además —continuó su explicación—, tengo entendido que vuestra farmacia sólo vende opio de Bridport, que no vale nada comparado con el turco. Y antes de que me olvide —sacó una pequeña botella de otro de sus bolsillos—, aquí tiene una ya preparada, para no tener que esperar a que sus preparaciones estén listas.

—Gracias, sir Jocelyn. Es muy considerado de su parte.

Me alejé y puse los bastoncillos en una caja en lo alto del armario.

—Y para usted, un producto turco de otra clase.

Sacó una caja cuadrada de madera de su maleta y la abrió para mostrar algo que parecía un bloque de gelatina amarillo pálido cortado en trozos con forma de diamante y cubierto de una gruesa capa de polvo blanco.

Rahat lokum.

—¿Perdone?

—Significa «satisfacción de la garganta» en árabe. Un sentimiento que alabo. Pruebe uno, señora Damage.

—¿Con los dedos?

—¿Hay algo mejor?

Con dificultad, cogí una de las formas de diamante y me la metí en la boca. De inmediato el polvo blanco me hizo cosquillas en la nariz y aunque no estornudé, me saltaron lágrimas de los ojos y se me cerró la garganta. La pastilla era bastante empalagosa, y se adhería a los dientes y al paladar mientras masticaba, y a la lengua cuando intentaba despegarla de donde se había metido. No me atrevía a tragar por miedo a lo que pudiese pasarle a mi garganta. ¿Satisfacción de la garganta, dijo?

¡Y el gusto! ¡Era igual que comer un pedazo solidificado del perfume demasiado fuerte de una dama rica! Pero era dulce, muy dulce, como una cucharada de miel.

—¿Le gusta?

Negué con la cabeza y luego asentí. No podía hablar, y me goteaban los ojos y la nariz. Además, a decir verdad, no sabía qué responder.

—Intento ayudar a un viejo compañero de escuela que pretende abrir el primer baño turco de Londres —siguió hablando mientras yo me debatía con la pastilla—. La ciudad necesita algo que la haga recomendable, ¿no? Los azulejos de Iznik llegaron ayer…

Y continuó hablando, como si yo fuese el tipo de persona que podría estar interesada, o pudiese permitirme ir a un baño turco, y luego mencionó sus viajes por el Imperio otomano con su compañero, los olores y colores de Izmir y Latakia, los pachás, los beyes, los sultanes, las mujeres… Entonces hizo una pausa, como si hubiese sido atrapado por mi furiosa masticación, y sonrió con languidez. Se acarició el mentón con sus largos dedos, se inclinó hacia mí y me preguntó en un murmullo:

—¿Sabe por qué el lokum está tan de moda, querida?

Negué con la cabeza otra vez, sin dejar de masticar.

—Es la forma de diamante —susurró, para que Jack no le oyese—. Los amantes pueden colocarlo entre los labios externos del orificio inferior de la mujer, para luego lamerlo. Según me han dicho, los vuelve a ambos locos de deseo y causa delicias indecibles.

Me atraganté y escupí un poco de pasta blanca y amarilla en mis manos, mientras sir Jocelyn se enderezaba para disfrutar de mi reacción.

—¿Ha notado el sabor del jazmín, Dora?

Asentí, finalmente capaz de liberar la lengua. Pronto, pensé, me atrevería a tragar esta peligrosa pasta. No era seguro retenerla en la boca o en la garganta.

—Confío en que la haya complacido —insistió—. Es su único propósito: fue especialmente encomendado por el sultán Abdul Hamid I para el deleite de las mujeres de su harén. Eran demasiadas para satisfacerlas a todas, por lo que el dulce tenía la función de calmar a las mujeres más lascivas que buscaban consuelo en los brazos de su único hombre. Eso me recuerda que uno de mis libros favoritos acerca de un turco más bien infame necesita ser reparado. Se lo enviaré a Diprose para que él se ocupe de dárselo. Quizá le guste.

En aquel momento no quise admitirlo, pero hoy estoy convencida de que me guiñó un ojo. Se inclinó para recoger su maleta y se puso el sombrero.

—Que tenga un buen día, Jack.

—Buen día, sir Jocelyn.

Le abrí la puerta del taller, y su cochero descendió para abrir la puerta de su carruaje.

—Buen día, señora Damage. Ha sido una visita muy satisfactoria.

—Adiós, sir Jocelyn —conseguí decir, tras tragar con excesiva fuerza.

Permaneció un instante de pie frente al taller, bajo el frío húmedo, como si quisiese saborear por última vez el hedor de Lambeth antes de partir. Luego, cuando parecía haber llenado sus pulmones, me miró directamente a los ojos y, con la más dulce de las sonrisas, dijo como de pasada:

—Usted cuide de mis libros, y yo cuidaré de la pequeña Lucy.

—¿Quién ha venido? —preguntó Peter sentado frente al fuego cuando yo llevaba a Lucinda a la cama.

Tenía los pies apoyados en el sillón Windsor, llevaba unos calcetines marrones que le cubrían los pies, pero que apenas le llegaban hasta los anchos y rojos tobillos, que parecían el cuello hinchado de un bebedor empedernido.

—Un cliente —le dije—. ¿Quieres que te enfríe los pies?

—¿Qué cliente? Iba demasiado bien vestido para ser un librero.

—Mi amor, no te fatigues hablando. Mírate.

—Necesito un poco más de brebaje.

—Ya casi te lo has terminado.

—¡Tráeme mi brebaje!

—Te prepararé unas gotas negras. Tengo algunos bastones… —dije, y añadí rápidamente—: que compré en la farmacia.

—Tengo que ir a la cama. Llévame a la cama.

Envié a Lucinda a acostarse sola y retiré la manta de las rodillas de Peter. Se apoyó en mí hasta que llegamos a las escaleras. Parecía más pequeño y más viejo. Tenía las piernas curvadas, los pies hinchados, y todo él flaqueaba ante el peso de la invalidez.

—¿Trajo libros?

—No, pero trajo la promesa de libros.

—¿De qué tipo?

—Casi todos extranjeros.

—¿Para qué?

Me costó construir la frase mientras subíamos las escaleras.

—Creo que son informes sobre el comportamiento de las comunidades en lugares remotos del Imperio de Su Majestad.

—Ah, el Ministerio de Asuntos Exteriores.

—Puede ser. Es probable.

—Bien, bien. —Finalmente llegamos a la habitación—. Acuéstame poco a poco, mujer, que a pesar de la hinchazón no voy a rebotar.

De la mesilla de noche cogí un bote con gasa, cinta y unas tijeras.

—¡No, la embrocación no! ¡Prepárame una cataplasma!

—Primero debo ocuparme de Lucinda. No tardaré mucho, ya la oigo desvestirse.

—¡No te vayas! ¡Dame algo, lo que sea, que me alivie el dolor!

—Ya casi no queda poción. Te prepararé unas gotas negras esta noche, pero hay que dejarlas fermentar.

—¡Consigue algo!

Entonces recordé la botella que Knightley me había dado. Corrí al taller, donde Jack seguía trabajando duramente. Eché una mirada a la pila de libros, calculé el coste en velas contra el número de encuadernaciones que podíamos hacer en ese tiempo, y una vez más la balanza se inclinó del lado de los libros.

—Cuatro libros más para encuadernar esta noche, Jack —le grité mientras cogía la botella—. ¿Podrás hacerlo?

—Desde luego, señora Damage —respondió a mi espalda.

Al menos no tenía que traerse sus propias velas, como era costumbre en los talleres de los más grandes encuadernadores comerciales, como Remy & Rangorski.

Volví a la habitación. No pensaba dejarle beber de la botella, así que tuvo que esperar a que le sirviese una cucharada. Hizo una mueca ante el gusto desagradable.

—Esto te ayudará. Ahora, iré a lavar a Lucinda y a escuchar sus plegarias, y volveré en cuanto pueda.

Peter parecía contrariado, pero yo debía sacar adelante la casa lo mejor posible. Lavé a Lucinda con una toallita fría, le ayudé a ponerse el camisón y la abracé a ella y a Mossie con fuerza mientras recitaba sus plegarias.

—Mamá, creo que los ángeles son los bebés de Dios.

—¿No lo somos todos?

—Sí, pero ellos son los que se quedan con él en el cielo.

Le di un beso y bajé para preparar las cataplasmas de Peter. Mezclé un poco de pan con agua en una cacerola, y cuando estuvo bien caliente, coloqué la pasta sobre un trapo limpio. Luego subí deprisa las escaleras para ver qué miembro de Peter necesitaba más atención esa noche.

—No, ahora no —gruñó—. Ya basta. Ven a la cama y reconfórtame.

Me quité el delantal, pero en lugar de ponerme el camisón, me acosté junto a él en camisa, coloqué su cabeza sobre mi antebrazo y le acaricié las mejillas mientras me murmuraba:

—Quédate conmigo, enfermera. No me dejes, enfermera. No vuelvas a trabajar, Dora…

Apagué la vela y me quedé quieta, en la oscuridad, escuchando el ir y venir de la sierra de Jack en el taller. Cuando la respiración de Peter se transformó en ronquidos, me liberé de su pesada cabeza, me volví a poner el delantal y bajé de puntillas al taller. El reloj marcaba las diez, y el aire estaba helado.

Jack y yo trabajamos juntos, iluminados por una sola vela clavada en la prensa hasta que él partió cuando las campanas de la iglesia dieron las doce. Yo dejé de trabajar a las dos de la madrugada, apagué la vela y me dirigí a la cocina, donde limpié los cuchillos a la luz de la luna con bicarbonato y papel de lija. No podía dejarlos en remojo porque la hoja se oxidaría y el mango se pudriría. A pesar del cansancio, decidí preparar la maceración de gotas negras, ya que tardaría varias semanas en estar lista. La mezcla de opio, zumo de frutas verdes, levadura, azúcar y nuez moscada era una receta de mi madre, aunque ella nunca había tenido el privilegio de utilizar opio turco. Finalmente, rastrillé la estufa de la cocina y la dejé lista para la mañana siguiente, y conté cuántas velas nos quedaban para poder vernos a través de la oscura niebla de la mañana.

Esas velas, con sus lenguas de fuego, lamiendo el oxígeno y nuestros peniques, ¿qué historias podrían contar sobre las páginas que iluminaban, noche tras noche, en un rincón de Lambeth, en lo más profundo de esta sórdida ciudad?