Cuando era muy joven y estaba en la escuela,
hacía mis tareas antes de la cena;
ahora soy viejo y no puedo andar
incluso de noche debo trabajar.
—¡Estás descuidando la casa! —me gritó Peter desde lo alto de las escaleras cuando llegó un nuevo paquete al taller.
El contenido parecía en principio inofensivo: un evangelio apócrifo; una letanía; un Paraíso perdido y un Paraíso recuperado; una Aeropagitica; dos reimpresiones de Michael Drayton, Nymphidia y El Elíseo de las musas; Culto, símbolos y atributos de Venus, de Felix Lajard, publicado en París en 1837 y necesitado de una reencuadernación; un minutario de la Compañía de Baños Turcos; varias recopilaciones de correspondencia; dos libros de visitas; dos libros de contabilidad en blanco; doce cuadernos negros; y finalmente, varios tratados de antropología, medicina y anatomía. La mayoría debía presentar el blasón de Les Sauvages Nobles, sobre todo los cuadernos, donde debería constar en la tapa, y no en la contratapa.
—¿Hueles eso? —preguntó Peter, arrastrándose por el taller mientras yo leía la carta de Diprose—. Es un pájaro enfermo que ensucia su propio nido. No has limpiado el taller como corresponde desde hace días, y la casa huele a grasa quemada.
Yo sabía que tendría que frotar bien y fregar con algo más que vinagre, pero de momento era el último de mis problemas. Si los encargos que llegaban al taller de Encuadernaciones Damage eran sólo la mitad de lo que había deseado, pensé, mis expectativas iniciales debían de haber sido realmente excesivas. Y Diprose me recordaba en su carta que lady Knightley insistía en su deseo de conocerme.
Pero Peter tenía razón. A pesar de que mantenía las ventanas del taller escrupulosamente pulcras para ayudar a nuestros ojos cansados por el trabajo, no había limpiado las de la casa desde enero, por lo que el ambiente estaba más en penumbra que nunca. Una gruesa capa de mugre lo cubría todo, y yo era consciente de que realizaba las tareas de la casa (lavar la ropa, cocinar, fregar las cacerolas, limpiar la chimenea, llenar los cubos de carbón) de forma cada vez más descuidada. Raramente me quedaba tiempo por la noche para remendar nuestra ropa, por lo que los vestidos de Lucinda y mis delantales estaban repletos de agujeros. Por fortuna, Peter sólo se cambiaba de pijamas de tarde en tarde, cuando alguna de las mezclas milagrosas del doctor Chisholm se derramaba en su pecho. Los días de colada, en que me levantaba a las cuatro de la madrugada para calentar el agua, se espaciaban cada vez más, así que a diario me ocupaba solamente de las manchas en la ropa más sucia, poniéndolas en remojo, frotándolas durante la pausa de la mañana, enjuagándolas en algún momento de la tarde y dejándolas secar frente al fuego por la noche. A la mañana siguiente la ropa siempre estaba manchada de hollín y polvo de la chimenea, las lámparas de aceite y las velas, pero al menos estaban más limpias que si las hubiese colgado en el patio.
Peter también tenía razón respecto a que las tareas de la casa eran interminables y circulares, pero se equivocaba al afirmar que correspondían más al temperamento femenino. En todo caso, no se correspondían con el mío. Siempre me encontraba deseando ansiosamente comenzar el trabajo en el taller, a pesar de la presión de las tareas hogareñas, ya que en la encuadernación obtenía resultados, objetos que podía sostener en mis manos y de los cuales podía sentirme orgullosa. No le veía mucho sentido a encontrar placer en la limpieza del umbral o la preparación de un pudín de ciruelas: ambas cosas desaparecerían en minutos, junto con la prueba de mi esfuerzo.
Aquella mañana las quejas de Peter sólo conseguían hacerme sentir encerrada en una jaula. Para evitar enfrentarme a la enorme carga de trabajo y a la ira de Peter, decidí visitar a lady Knightley en Berkeley Square.
Puse a calentar un poco de arena, sacudí y limpié una vez más mi vestido de flores y me concentré en parecer algo más presentable. No era fácil, pensé, hasta que empecé a peinarme frente al espejo. ¿Eran mis ojos cansados que me traicionaban, o mis canas habían desaparecido? Me veía más joven, parecida a la muchacha que recordaba de años atrás. ¿Acaso este nuevo régimen de vida me hacía florecer? Lamentablemente, no eran mis ojos, sino el cepillo de pelo y el espejo sucio quienes me traicionaban. Llevaba semanas sin limpiarlos: mugriento por la suciedad de mis cabellos cada vez que me peinaba, me ennegrecía el pelo con cada cepillado. Sonreí ante mi propia vanidad; hoy iba a conocer a una verdadera dama.
Volví a la cocina, puse la arena caliente en una bolsa de algodón, la llevé a la habitación donde Peter estaba recostado y la coloqué a sus pies, en la cama.
—¿Adónde vas? —me preguntó.
—A ver a una dama por unos libros.
—Necesito que te ocupes de mí.
—Volveré pronto. ¿Qué necesitas?
—Concentrado de carne.
—Cuando vuelva compraré un poco de jugo de carne en la tienda de Sam Battye —dije.
Sabía de antemano que mentiría y le diría que no había, aunque no porque no pudiésemos permitírnoslo. Al volver le prepararía un arruruz, o unas tostadas.
Caminé con prisa desde la parte más sucia de la ciudad hasta la más agradable. No podía estar demasiado tiempo lejos de Lucinda, ni de mis encuadernaciones.
Esta vez no fue Goodchild quien abrió la puerta flanqueada por los árboles esféricos, sino una mujer pequeña y rechoncha que parecía haber caído por accidente en una de nuestras prensas, que le había arrugado la cara y ensanchado el cuerpo antes de que algún mecánico se diera cuenta y la sacase de allí. Era una pequeña columna de pliegos horizontales: su frente sobresalía por encima de sus cejas, la nariz sobre el mentón, el mentón sobre el cuello, y los pechos sobre el vientre, un poco como los viejos edificios de estilo Tudor que había en Holywell Street o junto al río.
—He venido a ver a lady Knightley.
—¿Tarjeta?
—No tengo tarjeta.
—¿Nombre?
—Soy la señora Damage.
Me cerró la puerta en la cara y oí cómo corría el pestillo. Me quedé observando un momento los finos herrajes de latón de la puerta negra, antes de volverme hacia Berkeley Square, con sus enormes árboles y su césped recién cortado, donde no crecían malas hierbas. Cuando me volví de nuevo, la puerta seguía cerrada, así que comencé a bajar las escaleras. La tarde estaba perdida, pero al menos podría decirle a Diprose que lo había intentado. Crucé la calle y me detuve al borde de la hierba. Me puse en cuclillas y extendí la mano para tocarla. Me sentí como si estuviese cometiendo un delito.
—¡Señora Damage!
Retiré rápidamente la mano y me puse de pie de un salto, como si me hubiera picado una abeja, pero no me volví.
—¡Señora Damage! ¿Qué hace? —era otra vez la criada, llamándome desde lo alto de las escaleras de los Knightley.
Con la cabeza gacha, me apresuré a cruzar la calle para no tener que explicarme a gritos. He tocado el césped. Lo siento tanto. Usted verá, en Lambeth no tenemos ese césped.
Pero antes de que pudiese hablar, la mujer volvió a dirigirse a mí:
—La llevo a ver a lady Knightley.
Subí corriendo las escaleras, temiendo que me cerrase de nuevo la puerta en la cara, entré apresurada en el salón, y otra vez me desconcertó la estatua del muchacho negro, ante quien agaché la cabeza como disculpándome antes de seguir a la criada al primer piso. Atravesamos el lujoso y alfombrado pasillo, pasamos por delante de la guarida de sir Jocelyn y nos detuvimos delante de otra puerta.
La criada la abrió, pero sin tiempo de hacerme pasar, se precipitó al interior, diciendo algo parecido a: «Déjeme ayudarla, señora». La puerta se cerró frente a mí, pero esta vez quedó entreabierta. ¿Debía empujarla con los dedos para mostrar mi presencia, o esperar hasta que alguien la abriese de nuevo? Me quedé mirando el haz de luz que se escapaba por la rendija. Escuché unos jadeos mientras la criada acomodaba unos cojines, luego una dama suspiró y oí cómo le servían una bebida.
—¿Dónde está la muchacha? —preguntó la voz que suspiraba.
Unos pasos se acercaron a la puerta. Por la expresión de la criada al abrirla, comprendí que debí haberla seguido cuando ella había entrado. Una mujer menos educada que yo hubiese pensado en un gracias, aunque fuese sólo para susurrárselo al pasar.
La mujer, recostada en una tumbona color malva, tenía todo el encanto y la sensibilidad que le faltaba a su criada, pero eso se debía a que ella era la dama, no la sirvienta.
—Gracias, Buncie —dijo para despedir a la criada, y se volvió hacia mí—. ¡La pequeña encuadernadora! —exclamó—. Venga, siéntese aquí, junto a mí. ¡Déjeme verla!
Pero era ella a quien yo quería ver, preferentemente sin ser vista, así como a su gloriosa habitación. Era un paraíso de feminidad y dulzura; ella no era el único tesoro de la habitación. Todo era sedoso, brillante, delicado y suave: chales con flecos, engalanados con rosas y peonías, adornaban los respaldos de las sillas y algunas de las mesas; la repisa de la chimenea estaba cubierta por una delicada tela con borlas rosas y verdes, algunas tan largas que temía que se prendiesen fuego. El sonido del canto de los pájaros era tal que nunca lo hubiese imaginado posible en Londres, incluso más fuerte que cuando había estado en Berkeley Square, y los cuencos con flores secas emanaban un aroma tan intenso que todas las telas de la habitación parecían recién lavadas con agua de rosas. Estaba tentada de acariciarlo todo, pero nada más pensar en ello, la habitación entera pareció chillar: «¡No con esas manos mugrientas!», así que tragué saliva y seguí observando.
Las paredes estaban tapizadas de un delicado color azul. Las molduras doradas entre los paneles brillaban como si fuesen de oro puro. Los capullos que estampaban la cretona parecían estar a punto de florecer en cualquier momento, y las flores daban la sensación de poder cortarse del sofá para ponerlas en un florero. Del techo colgaban tres enormes candelabros de cristal, más limpios de lo que jamás lo estarían mis corrientes lámparas de gas. Frente a las ventanas había enormes asientos que permitían disfrutar de unas vistas que parecían cuadros: árboles y un cielo tan azul que no podía ser el mismo que había visto en Berkeley Square, y que definitivamente no era el que cubría nuestras cabezas en Lambeth. En este lugar todo destilaba pureza, exuberancia y paz.
Descubrí mi diario en su escritorio, junto a un precioso secante, un tintero, una bandeja con plumas y un abrecartas. Era el diario encuadernado en seda azul bordada con flores rosas, doradas y plateadas, y efectivamente combinaba con la decoración del ambiente. Cuando la dama palmeó una vez más la silla a su lado, la vista de sus manos me hizo esconder, avergonzada, las mías.
El puño del que surgía su mano estaba bordado con hilos rojos y azules que parecían gemas, y alrededor de la cintura llevaba una elaborada faja enjoyada con cuentas rojas y azules. Su rostro no era precisamente hermoso: sus facciones eran más mediocres que lo que daba a entender lo expansivo de la habitación, y sus ojos, que parecían no verme, eran pequeños y en forma de almendra. Sus labios eran finos, y cuando sonreía lo hacía sin separarlos, aunque como diría mi madre, al menos sonreía. Sin duda le hubieran agradado descripciones como «enigmática» o «triste». El color de su tez habría cautivado a nuestros pintores modernos, y al igual que la habitación, se desprendía de él cierto brillo dorado.
—¡Así que usted es mi gran encuadernadora! —Su tono de voz era quedo, pero con una nota autoritaria, como si sólo hablase para destilar ingenio o sarcasmos inteligentes—. Déjeme mirarla bien. No puedo explicarle el revuelo que provocó Charlie cuando nos dijo que usted era una mujer. Dígame, señora Damage, usted debe de ser extremadamente inteligente para poder llevar a cabo esta tarea. ¿Es un trabajo muy duro?
Nunca podré recordar lo que respondí. Supongo que hablé con simpleza y timidez, y que ella no lo notó ni le importó. Recuerdo haberme preocupado sobre todo de mi pronunciación.
La conversación fluyó razonablemente, y ella llevaba la iniciativa. Hablaba con frases cortas, como si fuese a quedarse sin aire. Pero no escatimó alabanzas a mi trabajo de encuadernación y me reveló su pasión por el tema. Me indicó las diferentes estanterías, pidiéndome que cogiese aquel libro de poesía, o ese otro de diarios, y se los llevase. Las estanterías estaban llenas hasta el tope, y era difícil sacar los libros por los costados del lomo. No hubiera sido el primer lomo rasgado al intentar coger un libro. Yo estaba tan ansiosa que temía mancharlos con las manos, por lo que pensé en pedirle un pañuelo para protegerlos. No caí en qué absurdo era que a una encuadernadora le inquietara que sus manos, que manipulaban libros a diario, no pudiesen sostener un libro terminado durante unos segundos.
Evidentemente ella no compartía mis reservas, ya que frotó las pieles y las telas que cubrían los libros de la misma manera en que yo trabajaría la piel de un pollo antes de meterlo en el horno, y abrió los libros con tal fuerza que parecía enseñarme cómo cortar el pollo por la mitad. La cantidad de lomos que rompió aquella tarde durante mi breve visita podría haberme dado trabajo durante días, sin mencionar las cabezadas. En todo caso, si alguna vez los encargos de Diprose disminuían, siempre podría ofrecerle mis servicios. Además, aunque algunos de sus libros poseían bellas encuadernaciones, no había nada que yo no pudiese realizar, e incluso descubrí algunos ejemplares que jamás hubieran salido de Encuadernaciones Damage en ese estado. Poco a poco comencé a darme cuenta de que podía considerarme una encuadernadora medianamente competente, con capacidades que superaban mis propias dudas.
—¿Ha estado usted en América? —me preguntó de repente.
Le respondí que no. Intenté añadir algo apropiado, pero supuse que no le interesaría saber que la única persona de mi familia que había realizado un viaje de larga distancia era el tío abuelo de Peter, que fue enviado a las colonias por motivos políticos y se llevó a sus primos con él. Peter, en un rapto de rectitud moral, había decidido no compartir los detalles conmigo, y ahora me tocaba a mí ocultarlos a mi empleadora.
Ella llenó mi silencio con unos suspiros, dando a entender que había algo que le preocupaba. Volvió a cerrar los ojos y me preguntó si conocía las actividades de la Sociedad de Damas para la Asistencia a los Fugitivos de la Esclavitud. Una vez más, tuve que desilusionarla.
Según me explicó, ella era miembro de dicha sociedad, que colaboraba con la Sociedad Británica y Extranjera contra la Esclavitud. Me contó, hablando cada vez más rápido y casi sin aliento, su iniciación en el movimiento abolicionista al entrar en la edad adulta, cuando sintió cómo se quitaba de encima el peso de la frivolidad social para remplazarlo por una causa importante, que pesaba mucho pero no la aplastaba.
Finalmente acepté que no necesitaba tener nada interesante que decir. Mientras la escuchaba, dejé que mi mirada se perdiese nuevamente por la habitación, y esta vez descubrí un panfleto enmarcado que mostraba una figura no muy distinta de la estatua del salón, aunque de rodillas y encadenado. Sólo pude distinguir el título: «¿Yo no soy un hombre y un hermano?».
—Déjeme hablarle de los horrores que nuestros hermanos de color sufren todavía en América… —continuó.
Me los contó, y tenía razón al calificarlos de horrores. Sin embargo, no podía evitar pensar en nuestros propios hospicios, que se parecían bastante a lo que ella contaba: mujeres separadas de sus esposos, niños separados de sus madres, enfermedades, hambre, los cuerpos de muchachos encontrados sin vida y que todo el mundo sabía que había sido su señor, pero que nadie podía acusarle, ya que no eran más que sus juguetes, todos ellos, incluso los más pequeños. Así, a medida que hablaba de latigazos y cuerpos colgados de los árboles, yo seguía sin ver muchas diferencias, aunque estaba segura de que lady Knightley encontraría alguna. Me sentí aliviada cuando al fin decidió mencionar el propósito de nuestro encuentro. Temía que lo hubiese perdido de vista, y esta vez no tenía idea de cuál podría ser la razón de mi presencia. Incluso comenzaba a pensar que esto era lo que hacían las damas de su condición social para entretenerse: llamar a una mujer desventurada y atormentarla con espantosas historias acerca de lo que la gente de nuestro color hacía a las personas de otros colores en tierras lejanas.
—Una de las principales actividades de nuestra sociedad, además de las interminables campañas a favor de la abolición, es conseguir patrocinios. Cada año juntamos el dinero suficiente para ayudar a un puñado de fugitivos de la esclavitud en su huida y a reconstruir su vida. Es muy duro vivir como hombre libre, incluso en un Estado donde la esclavitud ha sido abolida. Es más seguro Boston que Virginia, y Canadá que Boston. Pero lo más seguro es Europa. Los más afortunados podrán llegar hasta aquí, y aquí les ayudamos.
»Hay un esclavo en quien estamos particularmente interesadas. Lady Grenville visitó a unos amigos en Virginia el año pasado, y quedó tan impresionada por el joven muchacho que logró recaudar una suma bastante importante en reuniones de sociedad y ventas benéficas para comprarlo a su amo. Pero, por desgracia, lady Grenville ha muerto, y la responsabilidad de este asunto ha recaído sobre mí. Le encontramos un puesto de porteador en Farmer y Rogers, en Regent Street, pero ha tenido la mala suerte de que lo despidieran por llegar tarde. Merece una segunda oportunidad. Quisiera poder brindarle una posición más estable, en un comercio más íntimo y familiar, para que pueda ganarse la vida y reducir su dependencia de nuestra sociedad.
»El hecho inevitable es que se trata de un hombre. Todas quedamos bastante sorprendidas al descubrir que nuestro encuadernador era una mujer, pero…
—Sólo puedes tener la mitad de lo que deseas.
—¿Perdone?
—Oh, discúlpeme, señora, estaba pensando en voz alta. Mi madre solía decir: «Sólo puedes tener la mitad de lo que deseas». No me refiero a usted, por supuesto, pero…
—Ya veo, sí. —Pareció sopesar mis palabras un momento—. Un sentimiento bastante particular. Pero efectivamente, en esta situación uno sólo puede tener la mitad de lo que desea. —Asintió despacio con la cabeza—. Veo que usted no es una persona ordinaria, por lo que imagino que será capaz de manejar esta situación especial.
¿Qué podía responder? ¿Acaso mi vida no era lo bastante dura para hacer también de madre de un fugitivo vagabundo? ¿Y qué pasaba con los millones de pobres almas agolpadas en el umbral de mi puerta en Lambeth que también merecían un empleo? ¿Y si los encargos disminuían? De momento, entre Jack y yo nos apañábamos bien, pero ¿qué sucedería el día en que mi eficiencia aumentase y pudiera encuadernar un libro dos veces más bello en la mitad del tiempo? A lady Knightley jamás se le habría ocurrido preguntarme si esto encajaba con mis planes para el negocio, o si el comercio iba lo suficientemente bien para poder pagar a otro empleado.
En ese momento ella barrió todos mis temores y convocó directamente a mi más baja naturaleza, la cual, dada mi desesperación, era muy receptiva.
—La sociedad le ofrecerá a cambio un subsidio sustancioso. No pretendemos que usted cubra los gastos de formación e instalación de su propio bolsillo. Recibirá una suma inicial de cinco libras, seguidas de veinticinco chelines al mes.
¡Cinco libras! No podía negarme. De todas formas, sabía que no tenía muchas opciones, pero el dinero acabó con todas mis dudas. En mi cabeza ya tomaba forma un plan rudimentario: nuevos clientes, la eficiencia de un renovado triunvirato en el taller… Además, aunque fuese un hombre, pero estaba tan desesperado como yo, y sin duda agradecería incluso hacer el trabajo de una mujer: podría dejarle toda la costura y el plegado.
—Usted llevará la cuenta de cualquier daño que ocasione a sus pertenencias, y nosotros lo cubriremos. —En ese instante todas mis dudas regresaron con fuerza. ¿Acaso había aceptado contratar a un animal salvaje?—. He dicho que usted no era una persona ordinaria. Si hace esto por mí, probará ser una persona extraordinaria.
Yo no me sentía precisamente extraordinaria, sino más bien temeraria. ¡Pero cinco libras, y veinticinco chelines al mes!
En algún momento dejó de hablar, ya que hizo sonar una campanilla que se encontraba sobre una bandeja junto a su tumbona y me miró con una enorme sonrisa. Esperamos en silencio hasta que Buncie apareciese en la puerta. Me puse de pie y me preparé para salir.
—¿Señora Damage?
—¿Sí, señora?
—No mencione nada de esto a Jossie. Seguramente trataría de intervenir, y yo no estoy dispuesta a tolerar otro sermón sobre la esclavitud.
Tras decir esto, cerró la boca y miró hacia otro lado.
—Pero… —Hice una pausa, y oí como Buncie refunfuñaba a mis espaldas, de manera que sólo yo, y no su señora, pudiese escucharla. Pensé en lo que sir Knightley me había dicho sobre mí y mi familia—. Pero él… él… sabe todo lo que ocurre en el taller.
—Pues no tiene por qué saber esto, ¿no es así? —soltó.
Y entonces Buncie me acompañó hasta la puerta, y yo corrí de vuelta a casa, intrigada por este nuevo pacto con una nueva extraña y elegante persona, suspendida en su habitación mágica, en medio de una ciudad llena de secretos.