6

Al viejo Bonifacio le gustaba brindar,

con su jarra de cerveza señalando al mar.

Y cuando de noche oía cantar

su camisa al viento dejaba volar.

—Eres muy afortunada por estar casada con un hombre moderno como yo —dijo Peter entre dos ataques de vómito. La ipecacuana estaba haciendo efecto, y sus entrañas respondían—. A la mayoría de los miembros del sexo débil no se les permite siquiera ser vistas fuera de sus casas. Si deben ir al mercado, van directamente al mercado y vuelven de inmediato. Si no tienen que ir al mercado, los comerciantes llaman a sus puertas.

Pero Peter estaba equivocado. La vida de una mujer, fuese cual fuese su rango social, nunca podía mantenerse oculta: las mujeres se exponían en el mercado, y las que no iban al mercado se exponían en fiestas y bailes. Aun así, asentí respetuosa y retiré sus cabellos hacia atrás mientras sufría unas arcadas particularmente violentas, que provendrían de lo más profundo de sus tripas si éstas no estuviesen vacías a causa de la purga de calomelanos.

—Sin duda, has sido bendecida con un esposo como yo —volvió a decir, escupiendo hilillos de jugos gástricos.

Yo estaba de acuerdo con él.

El vomitivo lo agotó rápidamente y se metió en la cama con instrucciones específicas de que nadie le molestase. Pero yo estaba ansiosa sin la ayuda de sus ojos. El libro de plegarias quizá fuese más pequeño que la Biblia, no obstante, los espacios de cuero de Marruecos rojo donde iba la cenefa parecían burlarse de mí, a pesar de mi relativo éxito con la Biblia. Temía volver a cometer un error en la primera línea de piñas, o en la última, lo que dificultaría la inserción de papel vitela.

Jack seguía burlándose de mí con lo de BANTA BIBLLA, y eso me restaba confianza; además, sabía que Lucinda sufría por mi ausencia. Ella era perfectamente capaz de divertirse sola, por supuesto, pero un hijo necesita a su madre casi más que un taller al encuadernador, o una casa a alguien que la limpie, o incluso un hombre a su esposa. Todo esto sin mencionar que el río corre en los dos sentidos: yo también sufría mucho la ausencia de Lucinda.

Estuve todo el día pensando en las herramientas mientras me ocupaba de las tareas de la casa. No confiaba lo suficiente en mí para comenzar sin Peter. Pero al día siguiente se negó a ayudarme otra vez, por lo que decidí utilizar un dibujo adecuado a mis capacidades y a las herramientas con las que contaba. Sería una media piel de cuero de Marruecos rojo, y utilizaría el resto de seda amarilla para la tapa y la contratapa, bordadas con los colores de la acuarela de la portada de la Biblia. Luego se me ocurrió pintar una escena bíblica sobre un trozo de papel holandés para utilizarlo como forro. Estaba plegando el papel con tanta fuerza que temía que se rompiese, pero debía confiar en que, si eran similares en espíritu, podría considerarse que ambos libros «hacían juego».

No debí haberme preocupado tanto durante aquellos días. Cuando finalmente volví a Holywell Street y presenté el libro al señor Diprose, él lo miró por encima con desinterés, con el dedo índice apoyado entre la nariz y el labio superior mientras se acariciaba la barba con el pulgar.

—Mmmm, bien, bien —dijo. Separó su silla del escritorio y siguió pensando—: Bon. Creo que ya podemos irnos.

—¿Irnos? ¿Adónde, señor Diprose?

—He informado a mi cliente, sir Jocelyn Knightley, sobre la desafortunada cuestión de su sexo, y para mi sorpresa, no parece molestarle en absoluto. Al contrario, diría que le agrada. Desea continuar sus relaciones con Encuadernaciones Damage, en contra de mi parecer. Su presencia es muy oportuna, y podemos ir a verle esta mañana.

El señor Diprose cortaba las vocales y escupía las consonantes, como si las vocales fuesen espacios abiertos y peligrosos que necesitaban ser rodeados y ordenados por consonantes fijas y predecibles que dictasen los confines de la vocal.

Se puso el abrigo y me guió hacia la salida. Caminamos rápidamente en dirección al Strand, donde levantó la mano para llamar a un carro. Me dejó subir primero y luego me siguió. Parecía desgarbado y entumecido, como si le costase inclinarse. Me atrevería a decir que hubiésemos avanzado más rápido a pie, dado el ritmo al que se movía el taxi a través del denso tráfico de Westminster. A medida que marchábamos hacia el oeste, los carruajes y los caballos se iban volviendo más escasos, y el ritmo de los que estaban sobre el pavimento era aún más lento: las damas de alcurnia paseaban por las calles hacia los jacintos de Green Park, sospechosos dandis y personajes de oscura reputación reían bajo el sol de primavera, y el perfume de la moda y la limpieza abundaba a nuestro alrededor.

—Hábleme de sir Jocelyn —pedí al señor Diprose.

—¿Tan ansiosa está para revelarse como una parvenue ante quien es el dernier cri, el non plus ultra del elegante mundo patricio al que vamos a entrar? —preguntó, riendo de sus propias ocurrencias.

—No tengo siquiera la pretensión de ser una parvenue, señor Diprose. No tenía idea de estar llegando a un lugar importante.

—Pero así es, querida, ahora que es una empleada de sir Jocelyn Knightley.

—Creí que estábamos trabajando para usted.

—Soy algo más que un vendedor —dijo con una ironía tal que dejaba claro que no se consideraba un vendedor—. Un «procurador», si usted prefiere —continuó, torciendo los labios en la última sílaba—. Y le procuro a sir Jocelyn sus servicios, contra mi voluntad, si me permite añadir. Seguirá trabajando para mí y a través mío, pero es él nuestro cliente, y es a él a quien debemos informar.

—¿Está usted descontento con este arreglo?

Diprose suspiró y se encogió de hombros:

—Ya veremos. Habrá muchos encargos para usted: libros raros, curiosidades, «arcanos» de la literatura… Tiene usted mucha suerte. Todo irá bien. —A pesar de sus palabras, su tono de voz revelaba que no estaba precisamente encantado con el giro que habían tenido los acontecimientos—. Ya veremos. Vigilate et orate, debemos estar atentos y rezar.

—¿Qué es lo que veremos?

—Quisiera compartir la confianza de sir Jocelyn en su plan. Después de todo, usted es una mujer. Donde hay problemas, cherchez la femme

El carro nos llevó hacia el lado oeste de Berkeley Square y finalmente se detuvo delante de un gran edificio blanco. Tuvimos que subir siete enormes peldaños, cada uno de ellos más ancho que mi cocina. A cada lado de la puerta de entrada hacían guardia dos árboles en miniatura podados como esferas. Diprose llamó a la puerta, e inmediatamente un mayordomo alto y de cabellos grises apareció ante nosotros.

—Buenos días, Goodchild —dijo Diprose.

—Buenos días, señor Diprose —respondió Goodchild con un ligero movimiento de cabeza que, según aprendí más adelante, estaba reservado a aquellos que, sin pertenecer a la clase alta, merecían cierto reconocimiento.

Su voz era grave y agradable: el tipo de voz que uno espera oír en una sala de lectura alrededor de un libro, no frente a la puerta de uno de los mejores lugares de la ciudad.

—Permítame presentarle a la señora Damage.

—Buenos días, señora Damage. Lamento informarle de que lady Knightley no recibe visitas hoy. ¿Quisiera dejar su tarjeta?

—No, Goodchild —intervino Diprose—. ¿Sería tan amable de decirle a sir Jocelyn que el encuadernador está aquí y que le está esperando?

Goodchild se hizo a un lado para dejarnos entrar, revelando detrás suyo una estatua extremadamente realista pero tristemente inerte de un muchacho negro alto hasta mi cintura, que en una mano sostenía una jaula blanca de metal y en la otra dejaba que se posaran tres aves exóticas de color amarillo. Un taparrabos le caía de manera precaria hasta la rodilla derecha, aunque su decencia estaba preservada por la imposibilidad de remangar su indumentaria de bronce y cristal. Me pregunté si también habría llamado la atención de Diprose la primera vez que la había visto, o si desde el principio le había arrojado su abrigo encima, como hoy.

Mientras subíamos la escalera alfombrada escuché el sonido de un piano, que supuse estaba siendo tocado por las manos de lady Knightley. Seguramente serían unas manos tersas y blancas, no como las mías. Seguimos con parsimonia a Goodchild hasta lo alto de la escalera, donde el mayordomo golpeó con suavidad una puerta de paneles que se erigía frente a nosotros.

—Adelante —dijo una voz.

Goodchild mantuvo la puerta abierta para nosotros.

Era exactamente como había imaginado un club para caballeros: pasado de moda, polvoriento y lleno de humo. Un hombre se puso de pie detrás de un gran escritorio tapizado en color burdeos y se dirigió hacia nosotros avanzando con gracia. Era alto y lánguido, como los bailarines de contradanza de Cremorne estampados en las cubiertas de mis partituras. Tenía dedos largos y delicados, y unos pulidos zapatos marrones calzaban sus grandes pies. Cogió mi mano destruida por el trabajo con la suya, llenándome de vergüenza y, muy a mi pesar, no pude mirarle a los ojos. Un mechón de cabello castaño claro con reflejos dorados caía sobre su frente, e imaginé los finos dedos de lady Knightley acomodándolo en su lugar. Sus ojos eran pardos y brillantes, como los de un oso, y todo su ser desprendía un halo de entereza y orgullo. Contra los dictados de la moda, su bronceado presumía un contacto permanente con el sol, y su rostro, como pude constatar, era del tipo amigable. Llevaba demasiado tiempo observándole, así que dejé caer mi mirada.

—Señora Damage —dijo besando mi mano.

Su voz también era lánguida, y sin ser fuerte rezumaba y llenaba toda la habitación. Era una voz líquida y profunda, casi hipnótica, aunque como el regaliz, también algo empalagosa. Retiré la mano antes de perderme por completo.

Busqué con la mirada al señor Diprose en busca de ayuda, pero él ya se había instalado en un sillón tapizado de cuero, con un vaso de whisky en la mano. Había otro sillón frente al suyo, al otro lado de la chimenea, y entre ambos, un sofá exótico de cuero cubierto con una alfombra persa roja y cojines bordados. Me pregunté si debía sentarme en él, aunque nadie me pidió que tomase asiento. Aun así seguí buscando, aunque no sabía qué. Sir Jocelyn se puso a mi lado, flexionó las rodillas para que su cabeza estuviese a la altura de la mía y siguió mi mirada, como queriendo ver lo que yo estaba viendo.

La habitación era de color marrón, muy marrón. Todos los muebles eran de caoba o roble oscuro, tapizados en cuero de color chocolate con brocados de tonos burdeos, y las paredes eran del color del té. En la penumbra del lugar, las maravillas brillaban ante mis ojos, sin que yo pudiese evitar que mi mirada saltase de un objeto a otro con una promiscuidad alarmante.

Tenía miedo de lo que veía, y era precisamente el miedo lo que me anclaba en mi lugar. Los animales, que parecían tan elegantes en los libros de dibujos de Lucinda o a una prudente distancia en el circo, me aterrorizaban en la proximidad. Sus pieles, cabezas y colmillos me observaban lascivamente desde el suelo y las paredes, y aunque yo sabía que estaban muertos, era como si de repente pudiesen cobrar vida al sentir mi presencia, oler mi miedo, y devorarme donde me encontraba.

Entre las cabezas de animales, se exponía la típica parafernalia de cazadores y aventureros: varios instrumentos (sextantes, telescopios, compases, microscopios y todo tipo de medidores), y mezclada con los cuadrantes y las cabezas de las paredes colgaba toda una variedad de armas de fuego, algunas lanzas tribales, tocados bordados y escudos.

Me sentí un poco más cómoda cuando mi mirada se topó con una serie de estanterías repletas de libros, todos finamente encuadernados y decorados con cueros de muchos los colores, y con la pared detrás de su enorme escritorio tapizado en cuero, contra la cual descansaban varios armarios con puertas de vidrio, algunos llenos de libros y otros de instrumentos médicos y equipos de exploración. Miré la estantería más cercana por encima de mi hombro, donde se agrupaban varios volúmenes de Richard Burton: Primeros pasos en África oriental, Relato personal de un peregrinaje a Medina y La Meca y Sistema completo de ejercicios con la bayoneta. Junto a ellos, los Viajes misioneros de Livingstone. Knightley no ordenaba alfabéticamente. Quizás era su sección africana.

En la estantería de al lado estaban los libros de anatomía, y la colección era tan impresionante que mi pulso se aceleró. Peter se habría desmayado al ver tantas obras maestras compartiendo el mismo estante. Había dos libros de Galeno: uno era una edición moderna de Oeuvres Anatomiques, el otro un volumen antiguo y ajado de De anatomicis. También estaban el gran Atlas de anatomía en cuatro tomos de Bourgery, La anatomía del cuerpo humano de Cheselden y varios libros de Quain y Gray. Pero el libro más precioso y estimable de la colección era un gran folio, negro y dorado, llamado De humani corporis fabrica libri septum, de Andrés Vesalio, el fundador de la ciencia de la anatomía. «Sobre la estructura del cuerpo humano»…

—¿Le interesa el Vesalio, señora? —preguntó sir Jocelyn.

—Sí, señor —respondí—. Nunca había visto un ejemplar. De hecho, nunca había visto libros de anatomía. —Aunque me apresuré a añadir—: Pero he oído hablar de los más famosos.

—Y tienen bien merecida su fama. El autor fue lo bastante valiente para robar él mismo un cadáver de la morgue, con el fin de discutir las tesis de Galeno y mostrar que los macacos no eran anatómicamente iguales a los humanos.

Lo miré seriamente, sin saber cómo esperaba que reaccionase. No era habitual que los hombres hablasen de aquella manera a mujeres como yo. Fue entonces cuando distinguí el elemento más perturbador de la habitación: me fascinaba y repugnaba a la vez, sin poder determinar de qué se trataba exactamente. Pronto me encontré observándolo sin ningún disimulo. Sentí cómo sir Jocelyn se alejaba de mí y se dirigía a donde se encontraba Diprose, pero aun así no podía desviar mi atención del objeto. Era una especie de escultura grotesca de un torso humano, como las clásicas figuras antiguas de mármol, con los brazos y las piernas truncados (lo que nunca supe si era intencionado o no, si los escultores habían decidido concentrarse en el torso o si el paso de los siglos había dado cuenta de la cabeza y las extremidades). Pero esta figura era diferente. La superficie había sido pintada para que pareciese piel humana, aunque faltaba la carne en determinados lugares. Tenía un pecho perfecto y hermoso, con un pezón sorprendentemente realista, sin embargo, en el lugar donde debería haber estado el otro se abría una cavidad color naranja. Horrorizada, se me erizó la piel al comprender que estaba observando el interior de un cuerpo humano.

—Mire cómo lo observa —susurró Knightley, y yo intenté con fuerza alejar la vista de aquella figura horrenda.

Crucé la mirada de Diprose, que también parecía bastante incómodo, y bajé la vista hacia la chimenea, encendida a pesar del calor, y de allí al sofá, y del sofá nuevamente a la figura truncada frente a mí.

—En efecto, sir Jocelyn —respondió Diprose—. Y es por eso por lo que, con todo respeto, le aconsejo que proceda con cuidado.

No escuché la respuesta de Knightley, aunque sabía que observaba cómo luchaba conmigo misma tratando de encontrar un lugar donde posar mi mirada. Finalmente decidí clavar la vista en ellos, a la espera de que se dirigiesen a mí, y por un momento lo conseguí. Pero seguían observándome como si fuera una curiosidad científica, así que bajé los ojos y me encontré una vez más mirando aquella cosa, dejando que mis ojos penetrasen más allá de la piel, hacia el maravilloso interior del cuerpo humano.

Al cabo de un momento, sir Jocelyn se dirigió hacia la estatua y puso una mano sobre su hombro. Con la otra mano me indicó que me aproximase:

—Venga. ¿Quiere observarla más de cerca?

Supongo que asentí, y mis piernas comenzaron a avanzar hacia él. Pero estaba a punto de caminar sobre un tigre muerto. Dudé un instante, escuché a Diprose reír con disimulo, y al fin planté mi pie con firmeza sobre la piel de tigre. Ésta cedió con suavidad a mi peso, y me parecía que iba a resbalar.

—Debo advertirle, señora Damage, que este objeto no suele considerarse apto para mujeres. Hasta ahora, no son muchas las que lo han visto. De hecho, quizás usted sea la primera. Santo Dios, hoy podría ser un día histórico. Pero mis consejeros me han dicho —y aquí sonrió con benevolencia— que usted posee ciertas cualidades que demuestran que es diferente. —Al decir esto, señaló con el dedo el lugar que yo estaba mirando—: Lo encontré en París. Es de papier maché, hecho por Auzoux.

Hundió las manos en la carne fría del torso y extrajo cojines rosas, tubos y bultos de formas extrañas, explicándome qué era el hígado, los riñones, el esófago y otros órganos que ya no comprendí a causa de mis propias tripas que se revolvían por solidaridad. Me preguntó si quería tocarlos, pero negué con la cabeza.

En aquel momento la puerta se abrió y apareció Goodchild trayendo una bandeja con té y galletas, y pude sentir el gruñido del hambre al que tanto me había acostumbrado últimamente.

—¿Ya ha conocido a mi esposa, señora Damage? —me preguntó sir Jocelyn mientras avanzaba hacia la chimenea—. Ella esperaba conocerla. —Una vez más negué con la cabeza—. Estaba ansiosa por encontrar una encuadernadora a quien poder sumar a su causa preferida: una encantadora defensa de los negros. No se lo tome muy en serio; yo no lo hago. A pesar de todo, debo considerarme afortunado de que no haya elegido la moralidad como pasatiempo favorito. O el voto.

Goodchild dejó la habitación, y sir Jocelyn se inclinó para servir él mismo.

—Dime, Dipsy —continuó dirigiéndose a Diprose—, ¿no te parece extraño que, habiéndonos beneficiado de la esclavitud durante siglos, nuestra conciencia se despierte tras el descubrimiento de nuevos métodos para la producción de azúcar? ¡Con qué facilidad borramos las vergüenzas del pasado con las virtudes del presente, siempre y cuando sigan siéndonos útiles! Son puros disparates. Disparates, hipocresía y egoísmo.

Diprose lanzó una risilla tonta. No tenía nada que añadir al argumento, y probablemente ya no le quedaban más palabras extranjeras que incluir en la conversación. Se limitó a asentir ante la afirmación de sir Jocelyn de que eran las fuerzas del mercado, y no la moralidad, las que llevaban a la abolición del comercio de esclavos en Inglaterra.

—Dios bendiga a mi querida esposa. Todavía toma el té sin azúcar, a pesar de que detesta su amargo sabor. ¿Y usted, señora Damage? —preguntó sirviendo el té en un taza de porcelana china. Entonces, mientras agregaba una y luego otra cucharadas de azúcar, me preguntó—: ¿Azúcar?

—Gracias —dije cogiendo la taza, y observé cómo agregaba una rodaja de limón en la taza que ofrecía a Diprose, aunque él no se sirvió. En su lugar encendió un puro, marcado con las iniciales «JRK».

Diprose tomó un sorbo de té y murmuró algo que no pude comprender, aunque escuché la palabra Kaffir, que ya había oído antes, en el mercado de Lambeth, tras una pelea. Después de todo, Diprose había encontrado una palabra extranjera. Supongo que intentaba ser gracioso, pero sir Jocelyn no se rió.

—Dipsy, Kaffir viene de una palabra de origen árabe, Kaffir, que significa «infiel». Tiene una sonoridad parecida al término xhosa kafula, que significa «sentarse encima», pero la palabra que utilizas está a un continente de distancia de lo que quieres decir. Si deseas emplear un término despectivo para describir a un hombre de color, al menos utiliza uno geográficamente correcto.

Sir Jocelyn estiró las piernas, dejando al descubierto unos calcetines de seda y unas zapatillas que también llevaban sus iniciales bordadas. Podía imaginar aquellas piernas abriéndose camino a través de pantanos infestados de cocodrilos y densas selvas. Lo veía aporreando a un tigre devorador de hombres mientras cantaba el aria de Don Giovanni y desollarlo con las manos desnudas para calmar su hambre. Podía representarme su poderoso cuerpo yaciendo a causa de la malaria o la disentería, aunque no por mucho tiempo.

De repente, se puso de pie.

—Señora Damage, usted es la persona indicada para lo que necesitamos. —Mis mejillas se sonrojaron hasta alcanzar el brillo rosado de la luz de su escritorio—. Lo adivinó su naricita impertinente. —Nunca nadie había llamado a mi nariz «impertinente». Sólo respingona—. Usted tiene una nariz discreta, y buena aptitud para los negocios. Y su precioso mentón indica que aprende rápido, que es creativa y espontánea sin dejar de ser prudente. Su frente me dice que tiene sentido del humor y que es bastante coqueta. Los rasgos dicen mucho, pero no se bastan a sí mismos. Lo importante es cómo se habitan esos rasgos, cómo se manifiestan sus cualidades en la vida real.

Recogió una carpeta encuadernada en piel, extrajo unos dibujos y me los entregó. Eran croquis, dibujados en carboncillo, de todas las encuadernaciones que yo había hecho para Diprose.

—¿Tenemos razón al asumir que fue usted quien hizo estos dibujos?

Asentí con la cabeza ya que mi boca estaba demasiado seca para hablar, a pesar del té.

—¿Y quién los grabó?

Me hubiera sido imposible mentir, aunque entonces no sabía si una mentira me salvaría. Volví a asentir, y finalmente logré articular:

—Jack hizo el armado.

—Claro, Jack. Ya volveremos a él. Pero ¿fue usted quien realizó el acabado?

—Sí, señor.

—Excelentes noticias. En la encuadernación, siempre surgen problemas cuando hay división del trabajo. Es como si la inteligencia se perdiese en la brecha entre el dibujante y el realizador. ¿Sería correcto afirmar, señora Damage, que usted brinda la misma atención a una encuadernación simple que a una compleja?

—Por supuesto, señor. Mis precios sólo varían en función del tamaño del libro y de la cantidad de oro utilizada.

—Desde luego. ¿Su padre era Archibald Brice, último en la estirpe de Encuadernaciones Brice, en Carnaby Street, muerto de enfermedad pulmonar el 28 de septiembre de 1854? ¿Y su madre era Georgina, muerta de cólera el 14 de septiembre de 1854? ¿Ningún hermano vivo? ¿Su esposo, Peter, fue aprendiz primero en Hammersmith, el taller de Falcon Riviere, y luego en el taller de su padre tras la muerte de Riviere? —Asentí—. ¿Se casaron en junio de 1854? ¿Peter recogió el testigo de la encuadernación y se instalaron en Lambeth en noviembre de 1854? ¿Padece reuma? ¿Ahora es inválido?

Asentí, una y otra vez.

—Supongo que estará tomando salicilatos, y probablemente quinina, también, pero no han funcionado —continuó—. Y seguramente habrán intentado otros maravillosos ungüentos, todos sin éxito. ¿Tiene síntomas de gota? ¿De ciática? ¿De pleuresía? ¿De nódulos en el periostio?

Yo ya había dejado de asentir, puesto que no sabía qué responder. Sir Jocelyn agitó el brazo, como desestimando cualquier comentario.

—Pero volvamos al tema —dijo—. Jack Tapster, aprendiz en vuestro taller desde diciembre de 1854, domiciliado en Howley Place, en Waterloo. ¿Algún problema con él?

Negué con la cabeza. Se sentó en el escritorio y cogió algo para añadir alguna observación a sus notas. No una pluma, sino un lápiz de oro con una gran joya colorida encastrada en el extremo.

—Gracias, señora Damage. Ya puede retirarse. Pronto nos pondremos en contacto con usted para comunicarle nuestras intenciones. Que tenga un buen día.

Dejé mi té, me puse de pie y ambos caballeros hicieron lo mismo, mientras yo caminaba hacia la puerta. Goodchild no apareció para abrirme. Detrás de mí, pude escuchar a Diprose volver en sí y pedirme que le esperase.

—Supongo que debo llevarla de vuelta a su casa —dijo, y me sostuvo la puerta mientras salíamos.

Nos dirigimos hacia la escalera y bajamos.

—Vaya, todo ha salido bastante bien, dadas las circunstancias —comentó.

—¿No debería haberme callado respecto a Peter y su reuma? —pregunté ansiosa—. Aparentemente, él ya lo sabía todo. No podría haberle mentido, ¿no? No como le mentí a usted al principio. ¿Debería haberlo hecho? Sabía que tendría que haberlo hecho…

—Vamos, vamos, querida. Usted no ha engañado a nadie. Sir Jocelyn le ha concedido la bendición de su visto bueno, y malgré moi, usted y yo no tenemos más opción que aceptarlo.

En ese momento hubiese querido saber por qué aquel hombre sentía tanta aversión hacia mí. No sabía si lo avergonzaba, si lo tentaba, si le repugnaba o si eran las tres cosas a la vez, pero por alguna razón relacionada con aquellos sentimientos, había decidido que yo no le gustaba.

Llamamos a otro taxi y volvimos a su comercio. Corrió el pestillo de las puertas trasera y delantera y reunió algunos manuscritos a su alrededor.

—Primero, el Decamerón de Boccaccio —dijo sosteniéndolo frente a mí, sin entregármelo, y yo pude sentir la acritud de su aliento—. Tiene algunas magníficas ilustraciones, c'est-à-dire, son del tipo más exuberante. —Hablaba agitadamente, sin mirarme a los ojos—. En la encuadernación, deberá plasmar su espíritu, no los detalles —suspiró, y agregó—: Esto la mantendrá muy ocupada. Tendré los primeros libros para usted en cuanto consiga traerlos de Ámsterdam.

Me sentía tan perturbada que no se me ocurrió preguntar por el paradero de los libros, si estaban disfrutando de las vistas y los deportes que ofrecía Ámsterdam, o si el propósito de todo esto era un simple negocio. Yo era muy inocente. Las cosas cambiarían mucho y muy rápido para mí.

—Tenga. También necesitará esto —me dijo entregándome un instrumento pesado, como una gran herramienta de encuadernación, o un sello.

Lo examiné con cuidado: parecía un escudo de armas. En el centro se veía un escudo, dividido en cuatro por dos cadenas cruzadas. En el cuadrante superior izquierdo había una daga; en el superior derecho, un clarín; en el inferior izquierdo, una gran hebilla como de cinturón; en el inferior derecho, un gallo cantando. El escudo estaba sostenido, a la izquierda, por un elefante rampante, a cuyos pies yacía un cañón con tres balas esperando ser cargadas, y a la derecha, por un sátiro, también rampante, apoyado contra una columna alrededor de la cual se enrollaba una serpiente. Sobre el escudo ardía un fuego en una chimenea en forma de castillo, con racimos de uvas colgando de ella. En medio del escudo serpenteaba una cinta con algo escrito, de forma ondulada e invertido, que yo no podía leer.

—¿El escudo de armas de Knightley? —pregunté.

Les Sauvages Nobles —respondió Diprose, pero yo no lo comprendí—. La mayor parte de los libros llevarán este escudo en la contratapa, y ocasionalmente en la tapa, si el dibujo lo justifica. En el momento oportuno recibirá instrucciones al respecto.

—¿Y la paga?

—Señora Damage, virtus post nummos!

Su insulto velado sólo consiguió envalentonarme.

—Señor Diprose, usted sabe que no tenemos medios para comprar el material necesario.

—Le enviaré algunas cosas para ayudarla —respondió irritado.

Luego se inclinó hacia mí y colocó sus manos sobre los muslos, para poder mirarme a los ojos.

—Dígame, muchacha, la definición de «discreción».

Tragué saliva.

—Prudencia —solté.

Pero pensé un poco más. Discreción viene del latín discernere, que significa percibir. La capacidad de «percibir». Mi madre, la institutriz, se deleitaba desafiándome con juegos de palabras como éste. Circunspección: circumspecere, mirar alrededor. Debería haber insistido más todavía. Podía escuchar su voz, pero ahora necesitaba encontrar mis propias palabras.

—Significa adoptar —tenía que tomármelo con calma— la conducta apropiada a cada situación. —Hice una pausa—. Lo que significa pecar de prudencia —añadí.

—Pues necesitaremos mucha prudencia —respondió—. La paga será generosa, una vez que haya demostrado discreción. Seguramente usted también necesita asegurarse que je ferme ma bouche. Qué simpático, ahora estamos guardando los secretos del otro. ¿Tenemos un arrangement?

Asentí. Satisfecho, me cogió la mano, me ayudó a ponerme de pie y me entregó el Boccaccio. Comencé a avanzar hacia la puerta del local.

—No, señora Damage —dijo el señor Diprose—. A partir de ahora, deberá salir por la puerta trasera.

Lo miré inexpresiva.

—¿Teme a los fantasmas, señora Damage?

—¿Fantasmas?

¿Acaso estaba analizando mi entereza como miembro del sexo débil?

—Fantasmas —repitió—. Se dice que hay un fantasma en Holywell Street. ¿Me permite que la haga temblar un poco con la historia?

—Adelante, por favor —me quedé junto a la puerta trasera esperando el relato.

—Hace mucho tiempo, un muchacho al que llamaremos Joseph llegó proveniente del campo, digamos Lincolnshire, para ganarse la vida en la ciudad. Digamos que era impresor. Joseph fue abandonado una noche en la oscuridad de Holywell Street tras haber estado bebiendo con otros impresores, pero sabía que no estaba muy lejos de la calle principal, cerca del Strand. Caminó en una dirección, luego en otra, luego giró, giró una vez más, hasta encontrarse dando tumbos por callejones sinuosos. Pronto estuvo completamente perdido.

—¿Qué fue lo que le sucedió?

—Hay muchas teorías al respecto, pero nadie ha podido confirmarlo. Usted y yo sólo podemos imaginar la crueldad que yace en estos callejones irregulares. Nunca encontraron su cuerpo, y su espíritu no pudo alcanzar la libertad. Se dice que su fantasma todavía se aparece por Holywell Street, recorriendo las calles angostas, sin llegar nunca hasta el Strand, y volviendo constantemente al inicio de su periplo, donde vuelve a empezar. Pero usted, señora Damage, parece capaz de encontrar la salida.

Entonces dibujó un mapa de los callejones en un trozo de papel.

—Vaya por aquí, y luego doble aquí y aquí. Aparente seguridad, mantenga la cabeza gacha y camine rápido. —La ruta que me señalaba me llevaría hacia el espacio abierto del Strand, y no a Holywell Street—. Cuando regrese aquí, hágalo por este mismo camino. En cachette. Dé tres golpes en la puerta trasera. Es mejor así.

Al salir, corrí por los callejones como me había indicado, y por fortuna no me crucé con nadie, vivo ni muerto. Al llegar a casa, no le conté los pormenores de los eventos del día a Peter, sólo que el señor Diprose había decidido encomendarnos más libros. No quería ofuscar a Peter con los detalles, que ya me perturbaban a mí lo suficiente. Aquella noche soñé que me perseguían. No el larguirucho sir Jocelyn, ni el estirado Diprose, sino un maléfico y animado modelo de anatomía. Corría tras de mí entre los bancos y las prensas del taller, riéndose e insultándome a través de su cuello rosado. Al llegar a la puerta de la cocina, me volví y le hice frente. El modelo también se detenía y se calmaba, dejándome golpear su piel pintada, y yo metía las manos en sus órganos, que no eran fríos y duros sino blandos, tibios y húmedos. Yo reía mientras los tocaba, los sopesaba en mis manos y los sostenía a contraluz.

Conocer el funcionamiento interior, comprender lo que hay dentro, ver a través: a cambio, habría soportado el humo del puro, los hombres que miraban, las cabezas de animales y los caminos entre callejones. O al menos eso pensaba por aquellos días.