Cuando vuelva a casa
le diré a papá
cuál fue el mal trabajo
que hizo mi mamá.
Si ganó un penique,
cuatro se gastó:
mi abriguito nuevo
agujereó.
—BANTA BIBLLA —leyó Jack por encima de mi hombro—. Banta Biblla… ¿Quién es Banta Biblla? ¿El agente de policía responsable de las ofensas contra los lomos?
—No. Es el santo patrono de los malos artesanos.
—¿Qué se supone que dice?
—Santa Biblia.
—Ya. No se preocupe, señora Damage. Ya lo conseguirá. No está tan mal para un primer intento. He visto cosas mucho peores.
No había sido la más fácil de las mañanas. Todo había comenzado con una discusión sobre «Una simple representación de la bondad de Dios en los climas tropicales». Peter no tenía piñas, ni palmeras, ni hojas de higuera entre sus herramientas. Lo más cerca que había estado del trópico era Informes para el año 1856 sobre las propiedades coloniales presentes y pasadas de Su Majestad la Reina. Me pregunté en qué estaría pensando Diprose al encargar esta tarea a los talleres Damage. A pesar de todas sus curvas, Peter era un hombre más bien recto: sus cortes eran los más derechos de todo Londres. Su idea para esta cubierta era un motivo geométrico romboidal, con un reborde de líneas rectas de diferente grosor.
—Pero tú no posees la disciplina necesaria para trazar rombos regulares —me dijo sin rodeos—. Eres demasiado torpe. Olvidemos esa opción.
Sin embargo, no se le ocurría otra cosa. Yo había pintado algunas acuarelas en unos rectángulos de vitela, tan pequeños que sólo valían para hacer libros para enanos, pero por separado eran demasiado sensuales, demasiado hermosos, o demasiado peligrosos para que Peter considerase grabarlos en la cubierta. Ya había dibujado escenas bíblicas para Peter en otras ocasiones: la anunciación, incontables milagros, la crucifixión… Pero al tratarse de la bondad de Dios en el trópico, no podía salirme del Jardín del Edén, el árbol de la sabiduría, serpientes, fruta y diversos desnudos inocentes.
—Nada de fruta. Es demasiado sugerente, me recuerda la triste manzana prohibida —decía. O si no—: ¿Hojas de higuera? Prefiero una representación civilizada, es decir, con ropa, de los misioneros occidentales, antes que la hermandad desnuda y bárbara. —Y finalmente—: ¿Intentas hacerme enfadar con tus ribetes de serpientes, o eres estúpida? Diprose ha pedido algo simple —concluyó—. Diprose es un hombre de su tiempo. No le van ni la interminable filigrana divina, ni los excesos vulgares, ni esta florida falta de buen gusto. Y de hecho, a mí tampoco.
Por otra parte, mis dibujos eran demasiado elaborados para dorarlos. Podría haberlos bordado con seda de colores e hilos de oro y plata, o en satén blanco, con cenefas de animales, peces y pájaros, pero tanto Peter como yo sabíamos que nunca conseguiría dorarlos.
—Me parece que debemos comenzar por definir de qué eres capaz, y trabajar el dibujo a partir de tus enormes limitaciones —dijo finalmente Peter—. Un motivo de rombos está bien. Y una hoja.
Peter tenía varios moldes de hojas, pero eran de fresno, roble, sicómoro o castaño, no de palmera, baobab o gingko.
—La bondad de Dios en los climas tropicales —murmuré, mientras jugaba con las herramientas.
En mi mente empezaba a esbozarse un dibujo. Elegí un pequeño molde de corona, un diamante miniatura y un triángulo. Hice un borrador sobre una hoja de papel y le mostré mi idea a Peter.
—Impos… —comenzó a decir, pero se mordió el labio inferior y asintió lentamente.
Practiqué sobre el diario tan mal encuadernado a media piel con el que había comenzado y terminado mi carrera de encuadernadora. Peter me enseñó a dibujar la plantilla sobre papel y a colocarla encima de la media piel. Luego calenté las herramientas en la estufa y tracé poco a poco el motivo. Presionaba muy poco en algunos lados y demasiado en otros, la corona no estaba derecha y varios diamantes estaban mal alineados, pero poco a poco el cuero se fue cubriendo de hendiduras que representaban piñas pequeñas e imperfectas. Las coronas eran las hojas, y los diamantes y triángulos formaban la piel del fruto. De momento me limitaba a repujar en blanco, ya que no podíamos permitirnos perder una sola onza de polvo de oro en prácticas.
—Ahora, el lomo.
Peter me enseñó cómo sostener el libro en la prensa y preparar las leyendas. Separé los caracteres para «Santa Biblia», los calenté también en la estufa y los presioné contra el cuero. Charles Diprose no habría aceptado el trabajo, pero incluso Peter sabía que era un comienzo admirable. Algunas letras estaban torcidas, había presionado mucho en ciertos puntos, y sostenido las herramientas en el ángulo equivocado, por lo que un costado de las letras era más profundo que el otro, pero el texto era legible.
—No importa. Debemos continuar hacia nuestro objetivo con determinación. Ya has practicado lo suficiente con esa… esa… piña, y no nos queda más que esperar lo mejor.
Con una regla, marqué sobre una cuadrícula de papel la ubicación precisa de cada molde. Coloqué la cuadrícula sobre la portada de la Biblia. Luego llevamos el libro y los moldes a la caseta del rincón. Jack cerró la puerta exterior con llave y tiró la cortina que la tapaba, cubrió la base de la puerta con una cinta de fieltro y corrió la cortina a través de la puerta interior y alrededor de la caseta.
Marqué el dibujo sobre papel, quité el papel y calenté los moldes para comenzar a repujar. Pinté el dibujo con albúmina, utilizando un pincel de pelo de marta, y lo dejé secar. Luego repetí el dibujo y pinté una nueva capa. Finalmente, ante la insistencia de Peter, repetí la operación una tercera vez. Luego, cogí el oro de la caja fuerte que había debajo del banco, engrasé las impresiones, coloqué el oro por encima y calenté los pequeños hierros de marcaje.
Era insoportablemente lento, y la irrevocable naturaleza del proceso era desalentadora: podía quemar el cuero, o cortarlo, o colocar el molde en el lugar equivocado, o marcar el cuero de forma desigual… Cuando llegó el momento de colocar el oro, ya no había vuelta atrás. Contuve la respiración; me sentía algo mareada.
—Que no te tiemblen las manos —insistió Peter, aunque mis manos no temblaban, y ambos lo sabíamos—. Donde pones el hierro, el oro se queda para siempre —murmuró, pero yo lo estaba haciendo bien. A pesar de que ejercía una presión desigual, manejé los moldes poco a poco, lo que aumentaba la cantidad de luz reflejada por el oro—. Dale dignidad al dibujo. Despacio y con firmeza…
Pronto Peter dejó de darme instrucciones, y al fin aceptó, no sin algo de tristeza, que, efectivamente y por fortuna, yo tenía un pulso firme. Luego se fue, no sé si en busca de salicina o para descansar un poco. Me detuve mientras Peter corría las cortinas, para que al oro no le diese el aire. Cuando se fue, continué con mi trabajo.
«Dale dignidad al dibujo. Despacio y con firmeza». Sus palabras aún sonaban en mis oídos. Seguí grabando, cuatro, cinco, seis, siete piñas más. Ya iba por la mitad de la cubierta. Luego, contra mi voluntad, me puse a pensar en lo que ya había hecho, y en lo que me quedaba aún por hacer, y me felicité por lo bien que estaba, lo que me dio una falsa sensación de confianza. Entonces pensé en que Lucinda pronto necesitaría comer algo, y después dormir la siesta. Casi podía oírla vagando por la casa y llamando «Mamá, mamá». Lucinda sabía que no debía irrumpir en el otro lado de la cortina, pero… ¿Y si lo hacía? Perdí la concentración y actué como hacía mi madre: mis manos se apresuraron, intentando hacer varias cosas a la vez en lugar de concentrarse en la tarea que estaba realizando. Así fue cómo cometí dos errores a la vez: quemé el cuero y coloqué mal el molde, lo que implicaba que el grabado y la impresión final no coincidirían del todo. En un intento por repararlo, humedecí el cuero y lo raspé con un alfiler tratando de borrar la impresión, pero sólo conseguí arañar el cuero y empeorarlo todo.
Retrocedí, ofuscada y sin aliento, observando la hilera central de piñas. No sólo una, sino todas estaban descentradas y superpuestas, desparramadas como niños jugando en el parque más que como alumnos formando apretadas hileras en la escuela. Me detuve, preguntándome por qué siempre había sido tan dura con Peter en cuanto a su incapacidad de hacer más de una cosa a la vez.
Pero no me autoricé a desesperarme por mucho tiempo. Simplemente salí del taller para ir a ver a mi niña y hacer lo que, en el fondo de mi corazón, sabía que era lo mejor. Ya no volví al trabajo aquel día, sino que me ocupé con tareas de la casa para contrarrestar mis preocupaciones. Y cuando escuché ruidos en el taller, no osé bajar para ver qué hacía Peter allí. Oía los insultos, los gritos, el estrépito del banco al recibir una patada, y luego jadeos, resoplidos y sollozos. Temblaba en la cama mientras intentaba forzarme a dormir. Sabía que tendría que haber bajado y afrontado una responsabilidad que ahora era mía, pero decidí dejar a Peter en paz. Debí de quedarme dormida en algún momento, ya que me desperté con el tañido de las campanas de la iglesia, que tocaban las cinco, con las manos aferradas al cubrecama. Peter dormía profundamente junto a mí. Recogí los orinales, bajé las escaleras y removí los fuegos para reavivar las brasas. Entonces fui al taller.
Todo estaba como lo había dejado. La pata del banco no delataba la patada que había recibido, nada yacía en el suelo o fuera de lugar, lanzado para aplacar la ira del maestro. Con cuidado, descorrí la cortina que escondía la caseta y descubrí mi Biblia en la misma posición en que la había dejado el día anterior. Sólo faltaba el centro del cuero de la portada. Alguien, con extrema habilidad, había recortado un rectángulo perfecto alrededor del desastre que yo había hecho y lo había retirado limpiamente. En su lugar, había colocado otro rectángulo perfecto de vitela color crema, insertado en el cuero de Marruecos rojo. Alguien había grabado unas líneas rectas perfectas a su alrededor, como si ésa hubiese sido la intención desde el principio, formando parte del majestuoso y festivo dibujo de la bondad de Dios en el trópico. Y en la vitela estaba mi acuarela del Jardín del Edén, repleto de palmeras, cocoteros, fuentes, cigarras, monos y exquisiteces diversas. Por debajo, el cuero de Marruecos rojo esperaba su grabado de piñas. Sonreí, y descubrí que no podía esperar para ponerme a trabajar.
Pero antes barrí el suelo, quité el polvo de los muebles, limpié la chimenea, preparé el fuego, el desayuno, calenté agua y ventilé la colada. Preferí no despertar a Peter: sus aventuras nocturnas casi terminan con él. No se levantó de la cama hasta las once, y sólo porque el frasco de salicina se había terminado. Le envolví las manos con vendas, esperando que esto forzase la reabsorción de fluidos por su cuerpo, preparé el té y, con nuestros últimos peniques, me dirigí al mercado y a la farmacia en compañía de Lucinda.
Finalmente, a las cuatro de la tarde, me puse a trabajar.
Peter no me pidió verlo, pero cuando terminé le llevé el libro a la cama y lo sostuve frente a él, girándolo de todos lados para que lo inspeccionase. En el lomo se leía claramente «SANTA BIBLIA». Peter estaba recostado de lado otra vez, con las piernas recogidas y en posición fetal, como un bebé, presionando sus manos hinchadas entre los muslos. Levantó poco a poco la cabeza, asintió y volvió a cerrar los ojos. Envolví la Biblia en muselina y llevé a Lucinda otra vez con Agatha Marrow antes de dirigirme la tienda de Diprose por tercera vez en tres semanas.
—Buenos días, señora Eeles —saludé al llegar al final de Ivy Street.
—Buenos días, cariño.
Ese día no llevaba puesto el velo, sino un enorme sombrero negro. Parecía que alguien le hubiese volcado un cubo de carbón en la cabeza. Un niño de tez cetrina y dientes de conejo, de unos diez años, caminaba junto a ella.
—Su madre acaba de morir, lo llevo a comer un bocado —explicó empalagosamente—. «Nos ponemos en peligro a todas horas; en medio de la vida estamos en la muerte». Saluda a la señora Damage, Billy.
—Hola —dijo Billy sin mirarme.
—Hola, Billy —respondí—. Deberías jugar con mi hija Lucinda mientras estés por aquí. Pronto la encontrarás en la calle.
Billy asintió, preocupado por la envergadura del vestido de luto de su guardián provisorio. Miré con nostalgia los guantes negros de la señora Eeles. No eran finos y blancos como los de una dama, pero me habría apañado perfectamente con ellos. Yo tenía los dedos manchados de la tintura del cuero y ajados por todos lados, como si se hubiesen vuelto de cuero. Ironía del destino, las damas llevaban delicados guantes blancos sobre sus delicadas manos blancas, mientras que quienes más los necesitaban, las mujeres que trabajaban duramente, no podían permitírselos, o de haber podido, no tendrían derecho a utilizarlos, a riesgo de ser calificadas de mujeres rápidas, o fáciles, o algo peor aún. La señora Eeles sí porque sus guantes eran negros, y además, ya tenía fama de mujer excéntrica.
El señor Diprose me recibió en la puerta de su local, cogió la Biblia y la desenvolvió. Yo temía que no estuviese contento con el dibujo, o con la encuadernación, o peor aún, que me descubriese por las manchas de mis dedos o la baja calidad del trabajo. Observó la Biblia en silencio durante varios minutos. Sus labios formaban una línea fina, y su rostro estaba sonrojado, como el de Peter cuando se enfadaba.
—Vous me troublez, madame —fue lo único que dijo, y expresó su perplejidad subiendo al piso superior por las escaleras de madera.
Creo que esperé unos quince minutos. Mientras tanto, no entró en la habitación ni un alma, pero oía ruidos en el piso de arriba: pasos, martilleos, maquinarias… Miré hacia la calle a través de la cortina, y del otro lado de la ventana vi a clérigos, hombres de negocios, muchachos, muchachas y barrenderos recorriendo con prisa las calles atestadas. El silencio dentro del local era tal que parecía como si me hubiese quedado sorda. Las ventanas eran gruesas y los techos altos y magníficos. Los olores, como el ruido, se quedaban fuera, y mientras me relajaba entre el aroma de los libros, el cuero y los aceites, advertí mi propio olor y me di cuenta, al tiempo que el señor Diprose bajaba las escaleras, de que apestaba.
—Estoy aturdido, señora Damage.
—¿Disculpe, señor? —pregunté, sin saber cómo responder a su comentario.
—Que hoy ha logrado aturdirme, señora. —En mi mente desfilaban imágenes en que me veía golpeando al señor Diprose con una bota, o con un libro, o incluso con las manos desnudas. Quería reír, pero preferí no hacerlo. Creo que finalmente sonreí—. Yo había solicitado una simple representación de la bondad de Dios.
—En el trópico —añadí educadamente.
—Y su esposo no me ha tomado al pie de la letra.
—¿No, señor?
—Claro que no. Ha superado mis expectativas. Ha logrado la expresión más compleja, y me atrevo a decirlo, la más femenina, de la bondad de Dios que jamás haya visto. Me habían comentado que su esposo era hombre de líneas y ángulos, de formas funcionales, cuyas encuadernaciones mostraban el orden y la probidad de nuestro Señor. Él hace encuadernaciones para el Parlamento, ¿no es así? —Asentí—. No quisiera avergonzarla, pero he oído decir que su esposo pasa por un mal momento. Yo me considero una suerte de filántropo de la industria del libro. Me apiado de los hombres desafortunados, sabiendo que sin duda tienen esposas amadas y niños que alimentar. Si le di esta Biblia a su esposo para encuadernarla fue por compasión. No era un encargo importante, pero él ha conseguido darle importancia. Vuelvo a repetirlo, vous m'avez frappé, señora Damage, al presentarme algo tan hermoso.
Creo que me sonrojé, y por un instante fui tan inconsciente que casi me pongo a aplaudir.
—Eso no significa que esté completamente satisfecho —advirtió—. La pieza intercalada hace que el conjunto sea muy frágil, no creo que resista mucho. Pero seguro que el obispo tendrá en su haber más de una Biblia, con lo que podemos suponer que no se llevará ésta en el equipaje para su próximo viaje al fin del mundo. ¿Señora Damage?
—¿Sí?
—El trabajo es majestuoso, pero yo sólo puedo pagar a su esposo los honorarios convenidos.
No esperaba más, pero volví a casa dando brincos con las monedas tintineando felizmente en mi bolsa. Sin embargo, a pesar de mi excitación trataba de no olvidar las sumas que debíamos (a Skinner y Blades, al tendero, al vendedor de carbón, a Felix Stephens y los otros proveedores, sin contar lo que necesitábamos para comida) e intentaba calcular cuánto podría pagar a cada uno esta semana para dejar a todo el mundo contento por un rato, y cuánto nos quedaría para comprar algunos retazos de cuero y de seda para fabricar más cuadernos con el papel holandés restante. Sabía que siempre podría venderlos a Diprose, pero también planeaba fabricar un libro especialmente elegante y tratar de venderlo a los libreros que no habían sido demasiado perjudicados por los problemas de Encuadernaciones Damage. También había algunos antiguos clientes de Peter a quienes esperaba poder informar de que Damage estaba de nuevo funcionando, con el mismo dueño pero con nuevo personal.
Pero cuando llamaron a la puerta del taller al día siguiente, con unos golpes particularmente secos y poco amigables, el corazón me saltó a la garganta como si fuese una niñita asustada, segura de que se me había acabado el tiempo. Sin detenerme a pensar en la imagen que daría una mujer sola en el taller de un encuadernador, corrí hasta la puerta para abrir, martillo en mano, antes de que la persona del otro lado tirase la puerta abajo y nos atacase por obstrucción de la justicia.
Al principio no le reconocí. Llevaba unos guantes marrón claro con costuras marrón oscuro, y en la mano, un gran maletín plano que cubría a medias su rostro, pero el brillo aceitoso de su sombrero negro de seda lo delató. Bajó el maletín y mostró su barba oscura, bajo la cual llevaba un pañuelo morado manchado de grasa.
—¡Señor Diprose!
—Bonjour, madame —dijo levantando el sombrero—. Perdone mi intrusión. Le he traído a su esposo dos nuevos manuscritos. Creo que le agradarán.
—Usted… ehhh… yo…
—¿Puedo pasar?
—Por supuesto, qué maleducada soy. Adelante, por favor.
Hubiera sido lícito si el papel hubiese estado recién plegado y colocado en el telar. O si los pliegos cosidos hubiesen estado en el banco esperando ser plegados. O si Jack hubiese estado allí, y no en la papelería de Holborn, adonde le había enviado para que entregara nuestra tarjeta de visita. Pero para alguien que conocía el oficio como el señor Diprose, el martillo en mi mano y el tarro de cola recién preparada sobre el banco dejaban claro que yo estaba haciendo el trabajo de los hombres. Por supuesto, no violaba la ley, pero sabía que no era conveniente hacerlo público.
Dejé rápidamente el martillo a un lado, y estaba a punto de inventar una historia sobre dónde se encontraban Peter y Jack cuando Peter entró desorientado en la casa. Tenía el pelo erizado como la cola de un pato, y el rostro estaba igual de arrugado que las sábanas que acababa de abandonar. Los vendajes de sus manos estaban sucios y deshilachados, e inmediatamente Diprose clavó su mirada en ellos. Los ojos y la boca de nuestro visitante formaban tres oes silenciosas, y sus mejillas estaban perladas de gotas brillantes de sudor, como rocío.
—Señor Diprose, permita que le presente a mi esposo y propietario de Encuadernaciones Damage, Peter Damage.
—¿Cómo está usted? —dijo Diprose extendiendo la mano y retirándola casi en el acto, sin poder apartar la mirada de los vendajes de Peter.
—Señor Diprose, es un honor conocerle. Encantado —dijo Peter con seriedad, como intentando compensar la ausencia de apretón de manos.
—Dígame —murmuró Diprose, mirando las manos de Peter—, ¿estoy interrumpiendo algo?
—No, no —respondió despreocupadamente Peter—. Estábamos… nada que no pueda esperar. —Luego dijo algo sobre el trabajo en el taller, el mercado actual del libro y la lamentable calidad del papel hoy en día—. E insisto en agradecerle el magnífico papel holandés que nos ofreció. Es un placer encuadernarlo. ¿Los diarios se venden bien?
—Así es —dijo Diprose despacio, ahora concentrado en los restos de cola seca que cubrían mis manos como horribles verrugas.
Me excusé, cogí un trapo y fui a la cocina a preparar un poco de té. Podía oír los cuchicheos y tonos apremiantes de la conversación.
—Usted también ha estado en el sindicato, señor Damage. ¿Cuánto hace que rompió con ellos?
—Todavía no hay nada decidido, sólo propuestas —respondió Peter mansamente.
—Eso es pura hipocresía.
—Es conveniencia, señor Diprose. Mis manos se curarán pronto.
No pude escuchar cómo seguía la conversación, pero luego el señor Diprose debió de acercarse a la cocina, ya que sus palabras, en tono amenazador, fueron inconfundibles.
—Podría provocar muchos problemas por su culpa, y lo sabe.
—¿Y lo haría? —respondió Peter.
Lanzó aquellas tres palabras al señor Diprose como un desafío, y yo me sentí orgullosa de saber que seguía siendo un verdadero hombre.
Me hubiera gustado ver el rostro del señor Diprose durante la pausa que siguió. Él tenía todo el poder, y probablemente estaba sopesando si Peter era una víctima o un oponente digno. Con calma, como si fuera a tomar una decisión trascendental.
—Je suis un philanthrope, señor Damage. Oí decir que un hombre del sindicato pasaba por momentos difíciles, y quise ayudar. Esperaba que usted me devolviese la gentileza, pero me ha decepcionado.
—Seguramente decepcionar es demasiado…
—Mi cliente más importante, sir Jocelyn Knightley, también está decepcionado. Usted me ha puesto en una situación embarazosa. Le apoyé ante él con el encargo de la Biblia, y quedó fascinado con su trabajo. Desde entonces, ha comprado uno de sus cuadernos y un álbum para su esposa, que está encantada con él. Ha alabado el bordado, y la elegancia sin pretensiones con que combina con su salón. Era como si lo hubiese encargado especialmente. Sir Jocelyn ya está pensando en enviarle nuevos pedidos, y ahora debo desilusionarle. Usted me ha avergonzado.
—Si lo que le ha gustado es el trabajo, ¿qué importancia tiene la intervención de una mujer? Dora sólo remplaza mis manos mientras no funcionan. No tiene cabeza para este trabajo.
—Sir Jocelyn es un científico, señor Damage. —El señor Diprose parecía exasperado—. Necesita un encuadernador para los trabajos de toda su vida. Su especialidad es la etnografía, el estudio de los pueblos primitivos. Su investigación en frenología, fisonomía y las necesidades más básicas de la humanidad le han llevado al conocimiento más profundo de los pueblos salvajes del que nadie ha logrado hasta el momento. Es un personaje celebrado en la comunidad científica. ¿Acaso debo explicarle las consecuencias de exponer ese tipo de literatura a una mujer? La donna è mobile. Sólo confundiría su mente y perturbaría su constitución.
—Estoy completamente de acuerdo… no había pensado… mi querida esposa… Pero, señor Diprose, no hay ninguna razón para que no continuemos con las Biblias, los diarios y esas cosas. —Peter había comenzado a rogar. No era agradable escucharlo—. Cosas más suaves. Cosas de mujeres. Y en cuanto mis manos estén curadas, podré satisfacer los deseos del eminente lord Knightley. Por favor, señor Diprose. Estaría muy… muy agradecido.
Diprose hizo una pausa. Sin duda, las súplicas de Peter habían sacudido su naturaleza filantrópica. Pude oír el clic de su portafolio y el crujido de papeles.
—Me incomoda ver la vid del talento marchitarse en el suelo pedregoso de la tribulación, señor Damage. Quisiera poder ayudar a aquellos que se encuentran en situaciones tan desesperadas. —Me pregunté si el señor Diprose no sería soltero, o viudo. Haría una excelente pareja con la señora Eeles, ya que ambos eran incapaces de resistir el tufo de la desesperación—. Aquí tengo un pequeño libro de plegarias. Es del mismo tipo que la Biblia, y también, está impreso primero en latín y luego escrito a mano, pero debe plegarse en un formato más pequeño. Como verá, es en veinticuatroavo en lugar de en dieciseisavo. Pertenece a la misma colección. —Siguió otro sonido de papeles y el de un sobre al abrirse, luego el tintineo de monedas—. Esto es un anticipo por el trabajo —dijo Diprose—. Deberían ser dos manuscritos, pero desafortunadamente, el segundo es de una naturaleza sensible, como ya le he explicado, y considero que no es apropiado dejárselo a usted.
Separó algunas monedas y guardó el resto en el bolsillo de su abrigo.
—¿No dirá nada de esto en el sindicato, verdad? —suplicó Peter mientras el señor Diprose se ponía de pie para salir.
—En síntesis, me está pidiendo que guarde su secreto. Que tenga usted un buen día, señor Damage, y bonne chance.
Peter entró en la cocina, casi sin fuerzas, y se recostó en el suelo frío. Yo entré en el taller, conté las monedas y corrí a la farmacia.