4

Duérmete, mi niño,

duérmete, mi bien.

Mamá fue al molino

a moler el trigo.

Duérmete en la cuna,

que saldrá la luna.

Teníamos papel suficiente para preparar dos álbumes (uno en cuarto y uno en octavo), varios cuadernos de notas (dos en doceavo, dos en dieciseisavo, dos en veinticuatroavo y dos en treintaidosavo) y varios diarios poco elegantes para que las muchachas anotasen sus secretos en ellos. Y todavía nos sobraban algunas hojas. Pero por más ricos que fuésemos en papel, éramos pobres en cuero: nos quedaba un poco menos de una lámina de cuero de Marruecos, y no era bastante para cubrir diez álbumes de diferentes tamaños. Por supuesto, la Biblia debería estar completamente encuadernada en cuero, pero sabíamos, sin necesidad de decirlo, que habría que esperar a vender los álbumes antes de empezar a pensar en ella.

—¿No podemos encuadernarlos a media piel? —propuse.

Cortar diez lomos y cuarenta ángulos de la media lámina que teníamos sería una tarea titánica, pero no necesariamente imposible.

—Por supuesto que no. No podemos poner tela sobre un papel de esta calidad. No seas ridícula. Además, necesito que Jack nos ayude, tú y yo solos nunca lo lograremos. Todo esto es bastante estúpido.

Peter no había encontrado a Jack en su casa. En cambio, se había topado con Lizzie, su madre enferma, quien se había limitado a encogerse de hombros y ofrecerle un té que Peter rechazó por el agua pestilente del río con que ella lo preparaba y la ginebra que le añadía. Peter no tomaba ginebra por principios.

—¿Hacia dónde va el mundo? —clamaba enfadado a su regreso—. ¿Dónde ha quedado el respeto por la edad, la experiencia y la profesionalidad? Aquella mujer debería haberme suplicado para que no denuncie a Jack a la justicia por incumplimiento de contrato. Estaba sorprendido, Dora… No, estaba muy enojado ante su insolencia. Él está a nuestro cargo y es nuestro aprendiz, y lo que ha hecho es muy serio.

Me mordí el labio mientras miraba la media lámina marroquí, intentando resolver los dos problemas que se nos presentaban. Me preguntaba si no sería mejor que fuese yo a casa de Jack para hablar con Lizzie. Quizá los matices de su voz y su actitud me mostrasen algo que a Peter se le había pasado.

Pero en ese momento oí que Lucinda me llamaba desde casa, por lo que dejé a Peter solo en el taller y fui a coger a mi niña en brazos. Ella me cantó una cancioncilla y comenzó a trenzar mis cabellos, mientras yo recorría la casa reflexionando sobre cómo superar el primer escollo de mi plan maestro: no teníamos suficiente cuero. Pasé la mano sobre los libros que teníamos junto a la chimenea, como si el contacto con sus tapas pudiese inspirarme, pero el viejo cuero no fue de gran ayuda. Teníamos una buena colección de libros, y yo los había leído todos de cabo a rabo más de una vez. Estaban todos ajados, ya que cuando Lucinda era más pequeña se divertía cogiéndolos de los estantes y apilándolos en el suelo. Las víctimas de sus juegos infantiles necesitaban una nueva encuadernación, pero ninguna de las ediciones que poseíamos era lo bastante buena para merecer el esfuerzo. Teníamos una Biblia, El progreso del peregrino y varios libros de poesía. Fue en estos últimos donde se detuvo mi mano, como si estuviese buscando algunas líneas, un verso que me animase y me brindase ayuda o inspiración. William Blake, por supuesto. Keats. Wordsworth. Pero mis manos no cogieron uno al azar, ni las páginas se abrieron para mostrar algunas palabras donde pudiese encontrar una respuesta. Dejamos los libros y subimos las escaleras para doblar y planchar juntas la ropa.

Pero el espíritu de Wordsworth vino con nosotras, ya que mientras alisaba las sábanas gastadas en busca de manchas de humedad, recordé haber leído en algún lado que la hermana del poeta, Dorothy, cortaba sus propios vestidos para encuadernar con ellos sus primeros libros de poesía. Nunca había visto ninguno, pero podía imaginar la bonita y gastada tela de flores cubriendo los hermosos poemas florales para protegerlos con el amor de una mujer. Pero sin la genialidad de los escritos de Wordsworth, los vestidos de Dorothy no hubieran sido dignos de descansar en el escritorio de una dama, como requería el señor Diprose. Necesitábamos algo mejor. Sin embargo, la idea seguía revoloteando por mi mente, y recordé también una historia de las bibliotecas reales y de sus magníficas encuadernaciones hechas con la tela de los chalecos de Carlos I. Pero yo no tenía chalecos majestuosos que utilizar en mi prensa. Sólo tenía un vestido elegante: el de los domingos, el de mi boda, el que había llevado el día anterior y que aún estaba lleno de lodo y secándose en la cocina.

Entonces recordé la maleta de mis padres que guardaba en el trastero. ¿Me atrevería a mirar qué había en ella? ¿De qué me estaba escondiendo? Finalmente, cogí la maleta, la puse sobre la cama y la abrí.

Encima había algunos recuerdos: un anillo de oro del tamaño de un chelín envuelto en un trozo de cuero de Marruecos rojo; un trozo de cartulina decorada con violetas y tréboles impresos y doblada, en cuyo interior había dos mechones de cabello rubio claro que no eran míos, sino de los gemelos enfermizos que nunca conocí; un par de botas usadas con las lengüetas ladeadas y los bordes despegados, demasiado pequeñas para intentar repararlas y poder aprovecharlas. Pasé los dedos por el interior, donde en otros tiempos se habían posado los tobillos de mi madre. Me pregunté cuánto me darían por ellas en la casa de empeños, y si a mi madre le molestaría.

Debajo de las botas había un vestido guardado con algunas flores de lavanda. No era nada especial, pero estaba hecho con seda de excelente calidad, apenas gastado en los codos y donde rozaba la faja, a pesar de que tenía más de cuarenta años. Se lo había regalado a mi madre la mujer para quien trabajaba de institutriz, que nunca lo había utilizado. Era un vestido a la moda de los años veinte, y mi madre había intentado sin éxito adaptarlo primero para ella, y luego para mí. Yo me lo había puesto dos veces, en las noches de verano que Peter me llevó a Cremorne y a los Jardines de Vauxhall, y siempre me había sentido patosa y pasada de moda con él, aunque adoraba la sensación de la seda contra mi piel y me encantaba el color, azul claro con enaguas amarillas.

Supe inmediatamente que serviría. Me pregunté cómo no se me había ocurrido venderlo a los judíos, o a Huggitty, o incluso llevarlo al norte, a los vendedores de ropa que se ponían junto al río, y agradecí al cielo no haberlo hecho. Su destino era ahora más importante que ser un simple vestido para una dama o la esposa pobre y poco elegante de un librero. Su historia no había terminado, sino que se convertiría en varios libros cuya vida no hacía sino comenzar.

Lucinda me ayudó a descoserlo con cuidado, y guardamos las finas tiras de lazo color crema de los puños y el cuello. Incluso reservé los minúsculos triángulos de seda de las pinzas del busto y la cintura, con el objetivo de utilizarlos como apliques. Sólo tuve que descartar un trozo de la parte trasera de la falda, manchada de hierba.

Finalmente, Lucinda y yo recuperamos todos los hilos de colores que encontramos en mi costurero, conversando e incluso riendo juntas. A lo largo de los años, había conservado los restos de las cintas que había cosido, y como toda buena ama de casa, tenía una amplia variedad de colores y texturas, sedas, algodones y linos. Apliqué rosas, dorados y crudos a la seda azul, que al final de la tarde se habían convertido en flores bordadas. En la seda amarilla, cosí una puntilla plateada, trenzada en elegantes espirales. En la maleta también encontré una sarga estampada bastante interesante, que podría transformar en un bonito cuaderno decorado con retazos de cuero color burdeos recuperados de lomos y ángulos demasiado pequeños, y repujarlo con un simple dibujo entrelazado que fuese desde la cabezada hasta un centímetro antes del borde de la tapa. Incluso recorté un cojín, que una vez desprovisto de los ribetes gastados podría convertirse en un álbum de terciopelo morado bordado con hilo dorado y sedas de colores en forma de rosas y cardos, con los ángulos dorados y cintas rosa pálido para atarlo.

Lucinda y yo se lo llevamos todo a Peter, que estaba en el taller, y observamos su rostro con atención mientras pasaba los dedos por la tela y la desplegaba con cuidado.

—Me alegro de que hayas encontrado esto. He llegado a la conclusión de que los diarios deben ser en media piel, y lo que has encontrado funcionará perfectamente para las tapas —dijo Peter con solemnidad—. Además, deberemos continuar sin Jack. Me temo que no tenemos otra opción.

—¡Hemos trabajado mucho, papá, fue muy divertido! —dijo Lucinda aplaudiendo.

Acaricié sus cabellos y le di un beso. Yo también estaba ansiosa por comenzar la siguiente fase del trabajo.

Primero, Lucinda y yo doblamos y frotamos los papeles con hueso pulido mientras Peter se recubría las manos con sulfato de magnesio, y luego trabajamos en los diferentes puntos que se necesitaban para cada tipo de libro. A Peter siempre le había gustado que yo me encargase de esta parte: me preguntaba mi opinión sobre todo, desde qué agujas utilizar hasta el encolado, el tipo de punto, las guardas, la colocación de los nervios, la diferencia entre el punto sobrehilado y el punto redondeado, o qué hilo correspondía a cada tipo de papel.

—¿Puedo ir a jugar a la calle, mamá?

—Claro que sí. Gracias por tu ayuda, mi niña. Aquí estaré si me necesitas —respondí.

Instalé el viejo telar y comencé a coser los pliegos para preparar los libros. Tras haber sido arrojada a los pozos del peligro, finalmente comenzaba a sentir el sol en el rostro mientras trabajaba por nuestra causa. Mi aguja atravesaba una y otra vez las páginas de los pliegos y las cuerdas verticales del telar, y mecida por el ritmo regular intenté convencerme de que viviríamos de nuevo en los buenos viejos tiempos en que el dinero no era un problema, y que cuando terminara de coser sólo habría una pequeña enmienda a nuestras prácticas habituales, es decir, que haría el trabajo de Jack en lugar de Jack, y el trabajo de Peter en lugar de Peter.

A pesar de que hice una pausa al mediodía para preparar el almuerzo de Peter y Lucinda, a la una de la tarde ya había cosido todos los álbumes y libros. Me puse de pie junto a la silla en la que Peter dormitaba bajo su periódico.

—Ya estoy lista para continuar, si quieres —dije.

Volví al taller, perforé los hoyos y preparé las correas de vitela para reforzar las costuras. Pronto Peter estuvo junto a mí, estudiando las pilas de páginas en blanco.

—No podemos hacer esto. ¡Sería desperdiciar el papel holandés! ¿No tenemos un papel de mala calidad para enseñarte? Esto va a ser muy difícil, si no eres siquiera capaz de notar algo tan fundamental.

—Podríamos descoser algún libro viejo nuestro… ¿El progreso del peregrino, o El escocés?

—Quizás.

—O… —Comencé a hurgar en el cajón de los retazos—. ¿Qué te parece esto? —pregunté, sosteniendo un montón de viejos papeles amarillentos y un poco rasgados por todos lados, aunque sólidamente cosidos; unas doscientas páginas sin cortar ni roturar.

—Te pedí que lo hicieras hace años, ¿recuerdas? Creo que le enseñé a Jack con esto —dijo con melancolía—. Servirá, pero habrá que martillarlo primero.

Y así fue como empezamos. Cogí el delantal de cuero de Jack y me lo até alrededor del blusón azul pálido de trabajo. Calenté un poco de cola mientras Peter preparaba el cuero y marcaba en él diez formas de tamaños diferentes.

—Por una vez tenemos suerte en nuestra lastimosa situación. Sobra la cantidad justa para trabajar en tu especie de diario. Así podremos hacer una prueba antes de comenzar con los asuntos serios.

Cuando la cola se licuó, pinté una gruesa capa sobre el lomo y salpiqué un poco entre los pliegos, corté la cabezada unos centímetros por encima y por debajo y comencé a doblar, surcar y acomodar el libro. Pero resultó más difícil de lo que esperaba, y Peter no me ayudaba. Mientras yo martillaba de manera desigual se limitó a decir:

—¿Le preguntaste a Diprose cómo prefiere los lomos?

Negué con la cabeza.

—Idiota —masculló—. ¿Y si es uno de esos tipos horrendos que prefieren los lomos planos a la moda? Déjame ver qué has hecho. Muévelo hacia aquí. Ahora dale la vuelta. —Guardó silencio un momento, con la respiración silbando entre sus dientes y apretando las mandíbulas cuando se concentraba. Luego dijo—: No es precisamente un tercio de círculo, pero tampoco es plano. Primera regla: nunca curves demasiado los lomos. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Porque… —Miré una de las esquinas del marco de la ventana, como esperando encontrar allí la respuesta—. Porque si no el lomo no sería lo bastante flexible. Los márgenes se reducirían por la curvatura. Si se fuerza más allá de su capacidad, el lomo se abriría en el centro como un libro de contabilidad, y tensaría la costura.

Aunque no fuera su aprendiz, había prestado atención a las lecciones, lo que no era demasiado consuelo a la hora de luchar contra las abrazaderas de la prensa, cortar los pliegos con una sierra inmanejable o hacer agujeros con un punzón. Al cortar el cuero mi mano tembló, y aunque no podía acusar al cuchillo de pensar por sí mismo, sin duda éste se negaba a seguir las instrucciones de mi mente, y el resultado fue un corte picado y desigual, demasiado fino en algunos lugares y demasiado grueso en otros.

—Peter, por favor, no lo consigo.

—Efectivamente —respondió.

Entonces cogí la parte manchada de hierba de la falda, corté un trozo del tamaño adecuado y lo acomodé sobre las tapas, para luego colocar el cuero sobre el lomo y las junturas. Lo alisé y redondeé, y lo volví a alisar y a redondear, pero seguía estando lleno de bultos, y así descubrí lo inepta que era para realizar mi propio plan. Me molestaba que Peter se negase a ayudar. ¿Acaso para él era más importante confirmar que yo, en tanto que mujer, era incapaz de realizar este trabajo que librarnos de nuestras deudas?

Mis meditaciones fueron interrumpidas por el sonido de la puerta exterior del taller, luego unos golpes más fuertes y finalmente una voz:

—Señor Damage. Soy yo, señor Damage. Jack. Por favor…

Peter se acercó a la puerta, pero no podía hacer girar la llave con sus dedos hinchados. Abrí yo lo cerradura, pero me escondí detrás de la puerta para que fuera el cuerpo del señor Damage el que llenara el espacio que se abría frente a la calle.

—Siento haberme ido, señor Damage. Por favor…

—Guárdate tus excusas, muchacho —bramó Peter—. Entra de una vez y deja de armar jaleo en público. ¿Acaso no tienes modales?

Cerré la puerta detrás de Jack y puse la llave de nuevo.

—Lo siento, señor Damage —insistió Jack.

Parecía haber pasado por un mal momento: tenía los ojos hundidos y oscuros, y los cabellos tan aplastados y grasientos que apenas se notaba que era pelirrojo.

—¿Lo sientes? —La voz de Peter se había calmado, lo que probablemente no significaba nada bueno. Jack lanzó una mirada hacia el viejo bastón de abedul que había en el paragüero, cuyos golpes había recibido más de una vez. Yo cerré los ojos ante tal idea, y supe que tendría que irme antes de que comenzara el castigo. Pero Peter se limitó a decir—: No necesitas disculparte. Me bastará con un mes de tu salario.

Jack estaba boquiabierto, pasando su mirada horrorizada de Peter a mí, y nuevamente hacia Peter. Sólo había faltado ocho días. Pensé que debía intervenir. Tenía que defender a ese pobre muchacho. Pero ya me había adjudicado todo el poder que había osado robarle a Peter. Todavía no era la jefa del taller, así que me quedé en silencio, cobarde como era.

—Un mes de salario del muchacho cuya incompetencia casi me cuesta el negocio. Mejor que te laves la cara y te subas los calcetines, chico, ya me has hecho bastante daño. Que no se diga que Damage no es bueno contigo: te da una segunda oportunidad y te ayuda a resarcirte. —Peter se dirigió a la cortina que separaba el taller de la casa—. Voy a preparar más cola, y cuando vuelva quiero ver lo agradecido que estás. No sucede todos los días que un maestro acepte de nuevo a un aprendiz que le ha perdido el respeto.

Jack inclinó la cabeza, pero me miró de reojo, detrás de sus rizos, antes de analizar el trabajo que yo había hecho en su lugar. Compartimos una sonrisa. Amaba a Jack casi de la misma forma en que amaba a Lucinda. No era mucho más joven que yo, pero todavía parecía un niño. Nunca mostraba interés por las muchachas, ni tenía novia. Con un poco más de carne en el rostro incluso podría ser apuesto. Pobrecito, no pude evitar pensar. Era demasiado bueno para los barrios bajos. Era como un abedul plateado esquelético, que brillaba incluso en invierno, cuando los otros árboles parecían ramas muertas.

Le pasé su delantal, que cogió sin decir palabra, y luego acarició con el dedo la bisagra que había estado haciendo en el libro, sobre la prensa.

—¿Qué es esto, señora Damage? ¿Intenta hacer mi trabajo? —preguntó.

—La necesidad obliga, maestro Jack. ¿Qué piensas?

—No es de lo mejor que he visto —dijo frunciendo la nariz.

—No, yo tampoco —reconocí—. Me alegra que hayas vuelto. Tengo que centrarme en el acabado, si queremos que esto funcione.

—Bueno, trataré de arreglar el desorden que ha hecho, para que al menos pueda utilizar el lomo para practicar.

—Gracias, Jack —susurré, mientras Peter volvía con la cola—. Es bueno tener un amigo aquí.

Cuando cayó la noche, una pila de libros en blanco de diferentes tamaños esperaba en los bancos, secándose, y aunque nosotros seguíamos a punto de caer en el hospicio, por lo menos aún no habíamos caído. Sabíamos que era una carrera contrarreloj, y si los alguaciles, los cobradores, la policía o quien fuere llamaban a la puerta de nuestra casa, todo lo que había en el interior sería suyo. Incluso la señora Eeles estaba en su derecho de reclamar las rentas atrasadas embargando todo lo que poseíamos. Si lo hacía, tendríamos apenas cinco días antes de que lo llevase a la casa de empeños.

Pero yo estaba decidida a que nadie pusiera las manos sobre mis preciosos álbumes. Nadie excepto Charles Diprose y sus clientes. Antes de que estropeasen nuestro trabajo, permitiría que Peter fuera a prisión, pensé. Aquella noche, y todas las noches que siguieron, antes de irme a dormir, cogía los libros con cuidado, uno por uno, y los colocaba bajo una tabla que había debajo de nuestra cama, hasta que estuvieron listos para llevárselos al señor Diprose.

La mañana en que debía entregar los álbumes, finalmente se había secado el barro de la falda de mi vestido de flores. Cepillé las costras en el jardín y lavé las zonas donde se había adherido la tierra. A mi regreso, el vestido estaría igual de sucio, pero no podía permitirme llegar a la tienda del señor Diprose con la ropa en ese estado.

Habría querido poder hacer lo mismo con mis manos, que, arrugadas, manchadas, enrojecidas, delataban que había estado trabajando. Un par de guantes las habrían escondido de Diprose, pero no tenía ni un par de guantes de algodón. La familia para la que mi madre trabajaba solía decir que si no pueden pagarse guantes para niños, es mejor no usar guantes nunca. En cierto sentido tenían razón, ya que los guantes son difíciles de limpiar y costosos de remplazar, por lo que a una mujer que debe realizar hasta el más pequeño de los trabajos sucios le conviene más no llevarlos. Pero aquel día me hubiera gustado tener un par de algodón. Nunca pareceré una dama, con o sin guantes: no tenía ni cintura ni caderas dignas de ese nombre, mis brazos eran más musculosos que los de Jack, y nunca había visto a una dama de sociedad con una nariz respingona como la mía, unos ojos grises como los míos y cabellos quebradizos como los míos. Así, mientras llevaba la caja de libros a la tienda del señor Diprose, cualquiera podía ver mis manos agrietadas y frías, rojas por el trabajo y amarillas a causa de la presión. Estaban a la vista de todo el mundo.

—Vaya, vaya, señora Damage. Qué placer verla —me saludó Pizzy en la puerta, y cogió la caja de mis manos.

Diprose apareció por la puerta trasera.

—Supongo, por esta visita, que el pie de Peter sigue molestándole —dijo, y él y Pizzy intercambiaron una sonrisa que me excluía.

No podría decir cuánto tiempo estuvimos conversando, ya que todo lo que recuerdo es el momento en que Diprose me pidió que abriera la caja para analizar su contenido, y su primer «muy bueno», seguido de un «estoy impresionado». Y por fin pude comprobar que los libros eran, en efecto, muy buenos e impresionantes. Quizá lo había sabido siempre, pero su veredicto me permitió creerlo. Tampoco recuerdo cuánto me pagó por ellos, pero fue a la vez como el rescate pagado por un rey y como un insulto a un pobre. Haber ganado una pequeña cantidad de dinero era un gran logro, y me recordaba todo lo que necesitábamos para ponernos a salvo. Estaba encantada, orgullosa y preocupada, todo al mismo tiempo.

Cuando partí, caminé en dirección nordeste a través de calles desconocidas, entre gritos y gente, durante casi una hora, hacia Clerkenwell, donde estaba el comerciante de tejidos James Wilson. Impulsada por la reacción favorable de Charles Diprose a mis encuadernaciones de tela, o más bien ante la ausencia de quejas, planeaba investigar si valía la pena encuadernar nuestra Biblia en tela antes que en piel, para economizar algunos peniques. El olor de los colorantes y del tratamiento de los tejidos me llevó hacia el almacén, donde pude tocar las muestras de batistas y bucaranes. Acaricié los tejidos que imitaban el cuero y escuché cómo el vendedor me explicaba que servían para todo, desde libros hasta gorras, cortinas o ataúdes, pero los precios me sorprendieron.

—Si quiere tela, debe pagarla, cariño —me dijo—. Es por culpa de los yanquis. La escasez de algodón. Hoy en día hay menos algodón que honor en esa tierra. ¿A qué se dedica usted? ¿Sombrerera? ¿Costurera?

—Mi esposo es encuadernador. Está demasiado ocupado para venir hoy, y su aprendiz está enfermo. Usted sabe cómo es eso.

—¿Entonces por qué la envía aquí, si podría habérselo dicho él mismo y ahorrarle el viaje? ¿Acaso no lo sabe? ¿Qué ha estado utilizando hasta ahora? ¿Papiros? —Se rió de su propia broma mientras yo me sonrojaba a causa de mi ignorancia. El taller Damage no era una factoría industrial que producía gran cantidad de libros encuadernados en tela—. Es peor que en Crimea, se lo digo yo —continuó—. Mire esto. Es una tela de la mejor calidad, Charles Winterbottom. Antes valía siete peniques el metro. Durante la guerra, costaba cuatro chelines y seis peniques. Hoy en día no se consigue por menos de seis chelines. ¿Por qué cree que todos se han puesto a encuadernar con telas lisas? Nada de qué preocuparse. En unos años, los libros se convertirán en artefactos históricos.

Y mientras reflexionaba sobre los encuadernadores víctimas de la guerra, y la perspectiva de que los Damage corriesen el mismo destino, me di cuenta de que en realidad me daba miedo ir a donde realmente tenía que ir. Para mí, una mujer, no había peligro alguno en las tiendas de telas. Pero el cuero era diferente: las curtidurías me aterrorizaban.

Partí nuevamente, esta vez en dirección sudeste, a través del corazón de la ciudad y hacia el otro lado del puente de Londres. Con cada pisada contra el pavimento me dolían los huesos de las piernas. Estaba cansada y necesitaba sentarme. Por aquí las casas eran miserables, tan derruidas e irreparables como sus habitantes. A medida que me acercaba a los edificios anchos y bajos de las curtidurías, bajo mis pies los adoquines se iban enrojeciendo y cubriendo de mechones de pelo animal, cartílagos aplastados y lana, como de un raro musgo rojo y marrón. Esa maldita moqueta se espesaba al tiempo que me acercaba a la fuente del olor pestilente, tan intenso que revolvía las tripas ante la terrible imagen no de la muerte, sino de la lenta putrefacción que le sigue. Se adhería a las ruedas de vagones y carruajes y a los zuecos de madera de los trabajadores. Caminaba con cuidado para no resbalar y entrar en contacto con aquel limo de muerte. Unos destartalados puentes de madera pendían sobre los arroyos de las mareas que condenaban a este distrito londinense a su horrible comercio y proveían de agua suficiente (pero no precisamente limpia) dos veces al día a los curtidores y preparadores de cuero. Y donde no llegaba el río se veían enormes piscinas de aguas oscuras y grasientas que burbujeaban amenazadoras, expeliendo gases venenosos, como heridas que apestaban a animales en putrefacción. Unos niños pequeños, con las piernas enrojecidas, en cuclillas y armados con varas afiladas, hurgaban en busca de carne que, yo esperaba, venderían para elaborar comida para gatos, y no para elaborar pasteles. Con ellos había también niños más mayores que llevaban cubos de mierda de perro, que en las curtidurías servía para limpiar las pieles recuperadas de los pozos de cal. Les pagaban ocho peniques por cubo. Los niños tenían el rostro hundido y la nariz achatada, como si hubiesen sido creados para limitar la cantidad de aire envenenado que penetraba en sus cuerpos.

Pasé de largo del almacén de Felix Stephens, ya que sabía que le debíamos dinero, y me dirigí hacia el letrero que anunciaba «Pieles selectas y prendas de cuero». Dudé un instante frente a la puerta, y cuando finalmente entré, me topé con cientos de pieles apiladas hasta el techo y una importante cantidad de hombres gritando precios, escribiendo notas y saliendo apresurados con grandes rollos de piel bajo el brazo.

—¿Busca algo?

—Sí —respondí con falsa confianza.

Quizá la voz de aquel hombre fuera juvenil, pero su piel estaba tan curtida como sus mercancías, y tenía los brazos fuertes como un buey. Le expliqué lo que buscaba, y él me mostró varios cueros de Marruecos, pieles de cerdo y de becerro, y me permitió examinarlos todos.

—¿Qué es esto? —pregunté, señalando una línea que corría a través del cuero.

—Pué ser una vena. Demasiado recta pa' cicatriz.

Extrajo varias pieles de otra pila y me mostró algunas con marcas de desuello y cicatrices de peleas o de trampas.

—¿Éstas son más baratas? —pregunté.

—Depende —dijo encogiéndose de hombros—. Son bestias salvajes que vivieron bien su vida. A usté le parece imperfecto, pero pa' otros es muy bonito.

—¿Y esto qué es? —pregunté señalando un parche blanco en uno de los cueros de Marruecos, que aparte de ésa, no tenía otras manchas.

—Lo llamamos la marca del beso —respondió el muchacho sin emoción alguna—. Es donde las pieles se tocan unas con otras en los pozos, así que los curtientes no llegan hasta allí. Quiere decir que alguien no hizo bien su trabajo. Seguramente un irlandés.

—¿Me haría un descuento por ella? —pregunté.

Excepto por la mancha, era de muy buena calidad, y sabía que podría disimularla de alguna manera.

—Vale —dijo el muchacho tras pensarlo un minuto.

Sólo compré una piel: una pieza de esta calidad sin marca de beso me hubiese costado dos chelines y cuatro peniques, pero la compré por un chelín y seis peniques. Me parecía suficiente para encuadernar ocho libros en octavo.

No estaba demasiado lejos de casa, al otro lado de la niebla y del ayuntamiento, y mientras caminaba me preguntaba cuánto osaría gastar en comida para esa noche, o si sólo cenaríamos sobras. Hundí la nariz en el cuero, que olía mucho mejor lejos de la curtiduría, y dejé que su magnífico olor de animal muerto me alimentase. Era como haber comprado también la carne. Las monedas de Diprose todavía bailaban en una bolsa bajo mi falda, y sentí una suerte de cosquilleo, que sin serlo, era casi como una esperanza.

Jack marcó las dimensiones de la Biblia y cortó el cuero. Recortó las esquinas y el lomo con la precisión de un cirujano, lo colocó sobre una losa de mármol y separó con cuidado la dermis, afinándola ligeramente en los ángulos y en las partes superior e inferior del lomo. Debió de ser duro para Peter observar a Jack con el cuchillo que él no había podido coger, separando con precisión el cuero que él sólo hubiera sido capaz de destruir.

—¡Una pizca de cola, nada más una pizca! —ordenó Peter mientras Jack humedecía un lado de la piel y repartía la cola por el otro, alisándola con firmeza a lo largo de las cartulinas.

Dobló el cuero hacia la parte superior de la cartulina e hizo un pliegue sobre la cabezada con la plegadora de hueso para dar forma al cuero. En ese momento tuve que irme para preparar a Lucinda para la siesta y llenar los cubos de agua, antes de que la cortaran de nuevo. Cuando regresé, Jack había repetido el proceso en la parte inferior de la cartulina y del lomo, luego en los lados y finalmente en las esquinas, donde el cuero formaba un inglete perfecto. Jack era muy diestro, entre otras cosas porque había aprendido de un experto. Para terminar, colocó las portadas y los libros entre una lámina de hojalata y una franela y los acomodó en la prensa.

Había que esperar al menos doce horas antes de que estuviese listo para el acabado. Me hacían falta todas las horas que la casa y Lucinda me dejasen libres, necesitaba prepararme para el acabado. Su carácter definitivo me intimidaba. A diferencia de la limpieza de la casa, en la que pueden pasarse de largo manchas o marcas para luego volver atrás, la inscripción de las letras y las doraduras no podían borrarse ni pintarse por encima. El acabado es signo de nobleza y excelencia, desde el oro en sí hasta las herramientas utilizadas, que como ocurre con las que se ven en joyería, provoca gran satisfacción tenerlas en las manos. Calenté las herramientas de Peter en la estufa, y comparadas con mis cacerolas y cucharas, parecían horribles. Mezclé clara de huevo con agua para preparar la albúmina de encuadernación, y me sentí como una alquimista. Luego haría tortillas, salsas o natillas con las yemas, y me sentiría un ama de casa. El acabado es la manera en que el libro se presenta ante el mundo y se hace notar. El cosido y el pegado se parecen al trabajo de las mujeres, ya que no se notan a menos que estén mal hechos. Sólo doce horas, y la tarea, el honor y la responsabilidad serían míos.