A mi bebé y a mí
nos cocinaban en la empanada,
la masa estaba caliente.
Como no debíamos nada
al panadero por la empanada,
trepamos fuera del recipiente.
Mentiría si dijese que no reflexioné sobre su propuesta. Antes solía preguntarme cuán peligrosa debía volverse la vida para que una mujer eligiese el mal camino, y ahora ya lo sabía. Porque lo que devolvió la fuerza a mis piernas no fue la palabra prostíbulo, sino hospicio, así que me precipité a la calle, detrás un autobús que avanzaba dando tumbos, y crucé al otro lado. El tráfico no era denso, pero suficiente para crear una barrera móvil entre nosotros que impidió que aquel hombre me siguiera. Se quedó de pie al otro lado de la calle, gritándome a través del ruido de los coches:
—¿Así que mi dinero no es lo bastante bueno para ti? ¡Te espera el hospicio, mujerzuela! ¡El hospicio, perra desagradecida!
Sin embargo, lo que yo temía era que su dinero sí fuese bueno. Me pregunté cuánto me costaría dejar que ese hombre me llevase a su cama grasienta y abrir las piernas para él. Pensé en ello durante todo el camino hacia Ivy Street, a través de Granby Street, un lugar conocido por las señoritas que allí se ofrecían. No entré en Ivy Street, ni en Granby Street, por supuesto, sino que continué andando, hacia las barriadas junto al río. No, todavía no pensaba en ejercer aquel oficio. Pero sabía que no nos quedaba carbón en el sótano, ni leña con la que encender el fuego, así que merodeé por las calles sombrías donde los edificios se inclinaban tanto hacia el centro de la calle que casi se tocaban encima de mi cabeza. Me topé con una mujer con el rostro enrojecido, de pie en el marco de una puerta. Tenía los ojos hundidos y fríos como el hielo, y superando mi vergüenza le supliqué que me diera un poco de leña. Por la cantidad de gente que había en su casa, supe que era una de esas personas que, en esta época del año, agradecían tener que vivir con otras quince en una habitación, ya que así al menos se calentaban los unos a los otros.
Pensé que quizás ella permitía a veces que los hombres la tomasen a cambio de dinero. No quería juzgarla como prostituta, sino preguntarle a alguien que supiera cómo era, cuánto cobrar, cómo no odiarlo, cómo no odiar a los hombres, cómo no odiarse a sí misma…
Me miró de arriba abajo sin decir palabra y entró en la casa. Quizás había leído mi mente y la había ofendido. Le escuché gritar algo a un niño. Tenía acento irlandés. El muchacho corrió fuera de la casa y pasó a mi lado con los pies descalzos, y sus piernas grises bajo los harapos eran como las de un muerto. Me di la vuelta para irme, pero la mujer me gruñó, y en su gruñido había algo que me indicaba que me quedase. El niño pronto regresó, con un par de ramas gruesas y algunos trozos de carbón. Me los dio, mirándome fijamente con sus ojos negros sin alma. Hubo una época en la que no hubiera tocado a un desdichado como aquél ni con guantes para el fuego. Así fue como descubrí que a veces son los más miserables quienes ayudan a los que se encuentran en su misma situación.
Volví cargando mis regalos a casa y abrí la puerta, con la intención de encender el fuego para calentar el ambiente antes de traer a Lucinda. En la oscuridad distinguí una forma sobre la alfombra, frente a la estufa apagada. Oía un jadeo, puntuado por unos chillidos que parecían los de esos monos que bailan junto a un órgano.
—¿Quién hay aquí? —pregunté con cuidado.
Mantuve la puerta abierta con el pie a pesar del frío, por si tenía que salir corriendo. La forma calló, y finalmente comenzó a gemir y llorar, y por el tono de su voz supe que se trataba de Peter. Cerré la puerta, dejé caer mis pequeños fardos y me arrojé a la alfombra junto a él, apoyando mi mano en su espalda. Peter se estremeció y se acurrucó contra una esquina como un animal perseguido, balbuceando. Distinguí algunas palabras en su discurso incoherente.
—Ah… ah… la… ah…
Le seguí hasta la esquina y me acurruqué a su lado, asegurándome de estar a menor altura que él y le miré a los ojos, sonriendo para darle ánimos.
—La… la…
Busqué sus manos para sostenerlas a la altura del pecho, como en una plegaria de comunicación, pero en cuanto lo toqué, retrocedió chillando de dolor. Pude sentir brevemente la hinchazón de sus dedos, y me asustó pensar dónde habría estado. Sin duda, no en un lugar menos húmedo que nuestra casa.
—¿Dónde has estado, mi amor? Dímelo…
—La… La… ca…
—¿La carta? ¿La carroza? —intenté.
—La… ca, ca… —continuó—. La casa…
—¡La casa! —repetí.
Peter asintió, pero después negó con la cabeza, lo que me confundió aún más. ¿Acaso quería descansar un poco? ¿Saber qué había pasado en su casa? Su rostro parecía negro en la penumbra. Me moví un poco para permitir que la luz de las farolas de la calle le iluminase la cara, y vi que tenía rasguños, hinchazones y manchas de sangre seca y fresca.
—Voy a buscar una toalla —le dije suavemente, pero protestó y siguió repitiendo casa, así que me quedé junto a él, intentando descifrar sus palabras.
Finalmente suspiró con fuerza y dejó caer el mentón contra el pecho. Siguió sin revelar nada, así que lo acomodé en el sillón Windsor y fui a la cocina. Preparé el fuego y volví al salón para encender la chimenea, subí a la habitación en busca de una toalla y regresé a la cocina para hervir un poco de agua.
Finalmente, le limpié el rostro lo mejor que pude mientras él parpadeaba y gruñía, y le apliqué un poco de ungüento.
—Toma, amor, bebe un poco de té. Luego me lo contarás todo.
Le serví una taza y la coloqué entre sus manos malheridas, y después fui a casa de Agatha Marrow en busca de Lucinda.
Lucinda dormía en una tumbona entre pilas de ropa limpia. La cogí en brazos y me preparé para partir. Agatha no dijo ni una palabra, pero puso un paquete de papel contra el vientre de Lucinda y nos sostuvo la puerta mientras salíamos. De vuelta en casa, acosté a Lucinda en su cama y sentí la tibieza de su vestido en donde había estado el paquete. Dentro había cuatro bollos de queso y perejil. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerme a llorar y devorarlos allí mismo, y bajé las escaleras para ofrecérselos a Peter, que aún se debatía con la taza de té para llevársela a los labios. Partí uno de los bollos en pequeños trozos y fui metiéndolos en su boca reseca, intentando que las migas derrochadas sobre su camisa no me distrajesen. Contuve el hambre hasta que terminó su bollo y entonces me lancé sobre el mío, y al terminarlo pasé el dedo húmedo por el papel para recuperar hasta la última migaja. Incluso pensé en recuperar las migas de la camisa de Peter. Envolví los dos bollos restantes en un paño y los guardé en el aparador para el desayuno de Lucinda. Me sentía extraña por haber recibido aquellas limosnas, pero la alegría recorrió mi cuerpo hasta la punta de mis pies congelados.
—Me atraparon —murmuró finalmente Peter con la boca llena—. En la casa para deudores. Blades y el viejo Skinner me metieron allí dentro. Skinner me lo quitó todo. Consiguió una orden de arresto a cambio de un chelín y me arrojó en la casa para deudores. Blades también.
Oía a Lucinda en el piso de arriba revolviéndose en la cama.
—Yo sólo me comprometí por veinticinco libras. Pero en el documento dice cincuenta. Tiene mi firma. Y habíamos acordado cinco por ciento, no… no…
—¿Cuánto? —me atreví a preguntar.
—Treinta por ciento —mintió.
—Esos tipos te cobran lo que quieren —dije como paralizada—. Sesenta —quería gritar—. ¡Lo he visto, Peter, sesenta!
Peter no dijo más. No quedaba nada de su voz, no quedaba nada de él. Parecía Paul Dombey, el personaje de Dickens.
—¿Cuánto tiempo tenemos? —pregunté al fin.
—Una semana.
—¿Vendrán los alguaciles?
—Si la señora Eeles no nos embarga antes. ¿Podremos impedir que pasen los días?
Estas palabras, en boca del respetable Peter Damage, eran una triste prueba de cuán bajo había caído.
—No es necesario, Peter —dije negando con la cabeza—. Ya me he ocupado de ello. El alquiler de los próximos dos meses está pagado, mi amor. No te preocupes.
—¿Cómo?
Me miró sorprendido.
—Te lo contaré más tarde.
Aquella noche no logré dormir, a pesar del terrible día que había pasado. Me sentía débil y hambrienta, desesperada por comer más. Mi cuerpo no descansaba, y mi sueño era nervioso. En mis pesadillas, los espectros de mi hija, mi esposo y mi padre flotaban alrededor del lecho de muerte de mi madre, pero yo no sabía quién estaba vivo y quién muerto, ya que todos aparecían cenicientos a causa del horror y la privación, y todos me pedían a gritos que los salvase.
Mi madre, Georgina Damage, murió el 14 de septiembre de 1854, doce días después de enfermar de cólera. Se debilitó muy rápidamente, y la vida se le escapaba cada vez que usaba el orinal. Todo en ella estaba seco: la piel, escamosa al contacto; la boca, ajada no sólo en los bordes sino dentro, en el paladar, en la lengua. No importaba cuánta agua bebiese, nada calmaba su sed. Pronto ya no pudo ni tragar agua; tampoco vertía lágrimas, aunque sabía que se estaba muriendo, y a veces su rostro se contraía, como si llorase en seco. Los doctores dijeron que le diésemos mucha sal, para mantener el agua en sus tejidos, pero ya era demasiado tarde, y me daba la sensación de embalsamarla con tanta sal era pecado. El olor a pescado del cólera inundaba la casa y las calles alrededor de la bomba de agua contaminada de Broad Street. Incluso ahora, cuando paso junto a los puestos de los pescaderos, recuerdo los días terribles de muerte en nuestra pequeña casa al norte del río. Sin todo aquello, nunca hubiéramos dejado Hastings en busca del centro del comercio de libros.
Mi madre me pedía que le pasase una esponja húmeda por el rostro, y que se la dejase en los labios para chuparla. Pero estaba demasiado débil, y el agua se deslizaba por sus labios y humedecía su barbilla. Aunque yo ya tenía diecinueve años y me preparaba para ser madre, no estaba lista para perderla, a pesar de que hay millones de miserables en el mundo que pierden a sus madres siendo apenas recién nacidos o niños. Le limpié el mentón y el cuello, y por su palidez supe que estaba a punto de dejarnos, y que ya no podía reconocerme. Abrió mucho los ojos por última vez y me miró, sin llorar. El doctor me había dicho que no podría llorar, aunque quisiese. Murió así, con los ojos abiertos. Los tenía tan secos que tardé veinte minutos en cerrarle los párpados, utilizando mis propias lágrimas como lubricante. Su cuerpo no estaba frío como el mármol, como suele decirse. Parecía más bien madera petrificada, de lo reseca que tenía la piel. Mientras la lavaba para vestirla, mis lágrimas caían sobre su cuerpo y se mezclaban con el agua, y era tan grande mi pena que casi no tuve que utilizar el cubo. Pero las lágrimas no servían de nada, y nada podían hacer por su cuerpo reseco, y me sentí tan avergonzada de mis excesos de llanto que nunca más volví a llorar.
A la mañana siguiente, con los miembros entumecidos, quité las cenizas de la estufa para encender un nuevo fuego y puse agua en el hervidor. Mientras preparaba el desayuno, pasé las manos por la mesa, los respaldos de las sillas, el piano. Pronto llamarían a la puerta y nos quedaríamos estoicamente de pie, renunciando a todas nuestras pertenencias frente a los alguaciles, o los cobradores, para luego ser abandonados en nuestra casa vacía. ¿Dónde dormiría Lucinda, y cómo haría Peter para tomar el desayuno?
Sin embargo, era una sensación extraña, que se mezclaba con una cierta idea de libertad, como si los muebles fuesen algo fastidioso, y que al llevárselos nos quitaran un peso de encima. En ese momento supe lo que debía hacer. Quizá la respuesta siempre había estado dentro de mí, pero tuve que liberarme de mis ataduras antes de poder comprenderla.
Así que otra vez aquella mañana las puntas de mis botas fueron dentro y fuera, dentro y fuera de mi falda, aunque esta vez el dobladillo estaba bordado con un listón verde aún en buen estado que contrastaba con las flores opacas del cambray. Era mi vestido de novia, y el único que había sobrevivido a Huggitty, ya que sabía que alguna vez debería parecer decente, y que además combinaba con una gorra que me protegía un poco de la lluvia. Había dejado una nota sobre la mesa, asegurándole a Peter que no tardaría mucho, pero sin revelar mi destino. Con un poco de suerte, Lucinda aún no se habría despertado a mi regreso.
Pagué medio penique y volví a atravesar el puente de Waterloo. Todavía estaba oscuro. No miré los pantanos de Lambeth, sino que mantuve la vista clavada en mis botas de cuero, dentro y fuera de mi vestido verde. Era un color que infundía esperanza, fresco y primaveral. Me sentía pura.
De vez en cuando lanzaba una mirada hacia los barcos de vapor que pasaban silbando bajo el puente, repletos de empleados en dirección a los muelles de Essex Street, o Blackfriars Bridge, o al embarcadero de St. Paul's, o al muelle de Old Shades, junto al puente de Londres, donde el barco se iría liberando de su cargamento de seres con trajes oscuros. Sentía el aire grasiento en mi piel: el aliento de Londres.
Los faroleros hacían la ronda con sus escaleras, cerrando las llaves de paso de cada farola, y las calles ya estaban repletas de mercaderes, criadas y empleados, todos envueltos en gruesos abrigos. Entre ellos había algunas mujeres: sirvientas que avanzaban en parejas, esposas trotando al lado de sus esposos mercaderes y damas cubiertas con sus velos seguidas por sus sirvientas. Todos iban de dos en dos, y yo me sentí en evidencia estando sola. Todo el mundo me observaba impunemente, sobre todo los hombres. Las mujeres son expertas en miradas veladas. ¿Por qué los hombres miraban tan directamente? ¿Acaso iba demasiado arreglada, o no lo bastante elegante? ¿Parecía una sirvienta que había escapado de su empleadora, o una prostituta? Sin compañía, me convertía en una mujer pública, un término reservado para aquellas mujeres que caminaban con coquetería, que parecían siempre apuradas e iban un poco demasiado arregladas, para ser vistas y significar el precio que había que pagar por ellas. Hubiera querido un acompañante a quien poder coger del brazo y liberarme de la curiosidad de los pasantes, volverme invisible.
Avancé por Wellington Street con determinación y estudiada indiferencia, dejé Somerset House a la derecha y Duchy Wharf a la izquierda hasta llegar al cruce con el Strand. Giré a la derecha, temblando pero con decisión, y cada vez más inmune a la mirada de los hombres.
Por mi camino se cruzaban periodistas y gacetilleros del Illustrated London News, cuya sede estaba cerca, así como doctores del King's College, frente al cual me encontraba. Caminé entre compradores, caballeros que tenían allí negocios, carros de las compras, miriñaques, barrenderos, vendedores ambulantes, golfillos y carretillas, todos entrando y saliendo del incesante flujo de carruajes, taxis y autobuses. El ruido era ensordecedor: las ruedas con cubierta de hierro de los carruajes golpeaban contra el adoquinado, los conductores de los autobuses voceaban su destinación, los vendedores de periódicos gritaban las noticias, y finalmente me sentí anónima, irrelevante, difuminada entre la espesura de la multitud.
Pronto me encontré frente a las puertas de la iglesia de St. Mary-le-Strand, que marcaba la intersección con Holywell Street. Aquí el tráfico estaba completamente bloqueado, ya que el Strand se dividía en dos caminos, uno de los cuales era el delgado sendero isabelino de Holywell Street y su tortuoso entramado de callejones, a donde yo me dirigía. No podía ver por encima de la multitud, así que levanté la vista al cielo, hacia las casas sobresalientes, los magnánimos gabletes y las enormes ventanas bajo las cuales colgaban letreros de madera y grandes figuras, como la medialuna que señalaba la mercería del otro lado de la calle. Las viejas casas alargadas de yeso se encimaban como las personas en la calle, privadas de la luz y brisa pero rebosantes de mugre y enfermedades.
En la intersección con un fétido callejón que desembocaba en un poco hospitalario laberinto, tuve que esperar bajo una farola a que pasara la gente. De la farola colgaba un cartel, anunciando la inminente demolición de Holywell Street y la construcción de una nueva calle que terminaría con la pestilencia y la decadencia de este anacronismo metropolitano, y traería una circulación ordenada a esta anárquica reliquia de una era pasada. Se abrió un hueco entre la multitud, pero antes de poder ponerme a avanzar, advertí que la fecha del cartel era «julio de 1852». Fue el primer indicio que vi de la tenacidad de Holywell Street, de cómo era capaz de resistir contra los urbanistas y su búsqueda de luz, aire e higiene para todos, de la determinación con que seguiría colgando de su propia mugre.
Durante otra pausa en mi caminata, descubrí una pequeña placa gris que señalaba la ubicación de un pozo sagrado, que en su época brindaba ayuda a los peregrinos que iban a Canterbury. Sus aguas curativas ofrecían un anticipo de las maravillas que les esperaban en el más allá. Mientras respiraba el aire rancio de la calle, recordé con pesar la muerte de mi madre, y pasé los dedos por su brazalete.
Los letreros me intrigaban: «Champú - Se planchan sombreros - Barbería - Libros»; «Depósito de maletas - Libros - Plantillas para los pies»; «Vendedores ambulantes - Repuestos de comercio»; «Perforaciones - Almanaques - Libros de texto»; «Mercancías St. Clements - Libros»; «Libros en francés, inglés y español»; «Grasa de oso recién sacrificado», y aquí temblé al encontrarme cara a cara con un verdadero oso, vivo, respirando, peludo y con la lengua seca, que me miraba con tristeza encadenado miserablemente a la verja de la barbería, como sabiendo que el próximo sería él.
Pronto la cantidad de gente comenzó a disminuir, y pude comenzar a mirar los escaparates. Pero enseguida deseé no haberlo hecho, ya que el primer escaparate que vi hizo que detuviera en seco mi camino. Casi a mi pesar, miré a través de los cristales estrechos de la vitrina de un local, donde las telarañas estaban iluminadas por una lámpara de gas y ocultaban a medias el interior oscuro. Ante mis ojos se exhibían daguerrotipos, grabados, litografías o como quiera que se llamen, y los motivos que los ilustraban eran muy claros: una muchacha saludaba al amanecer sin otra cosa encima que un miriñaque, otra reía mientras planchaba una prenda de ropa no identificada que seguramente pensaba ponerse luego, otra más preparaba limonada de manera tal que dejaba a la vista sus tobillos, otra abría ostras con los brazos desnudos, y unas bailarinas relajaban sus miembros junto con su moral. Me alejé sonrojada del escaparate, y pude ver a un caballero de patillas amarillas que sonreía ante la evidencia de mi interés y mi mirada franca y desvergonzada. Mi madre habría llorado si me hubiese visto.
Retrocedí, desviando la mirada, y verifiqué con atención las señas, la tarjeta que llevaba en la mano. La había cogido del taller esa misma mañana:
Sr. Charles Diprose, 128 Holywell Street, Londres Proveedor de profesionales del libro. Importador de especialidades francesas y holandesas. Se compran libros.
Por fortuna, el resto de los escaparates entre la imprenta y el negocio del señor Diprose eran menos llamativos: pilas de libros nuevos y viejos, láminas de calles de la ciudad o de paisajes rurales idílicos, panfletos médicos y científicos, periódicos y tabloides, ropa de segunda mano y muebles viejos. Tampoco podía evitar mirarlos, pero por razones más físicas: los comercios exhibían sus productos en la acera, y yo debía rodear las pilas de libros y esquivar las bamboleantes hileras de ropa vieja.
Finalmente distinguí el letrero «Diprose & Co.», balanceándose en sus bisagras bajo la pequeña figura tallada de un negro fumando una larga pipa, con una falda de paja, una corona dorada haciendo juego y una lámpara de gas junto a su cabeza. Era inútil intentar descifrar qué representaba, pero fue un alivio descubrir que no había ningún grabado indecente en el escaparate. La fachada de la tienda era pequeña y bien puesta, con una campana de latón brillante que hice sonar. Pronto respondió un muchacho que preguntó qué me llevaba hasta allí.
—Quisiera hablar con el señor Charles Diprose, por favor —dije con dulzura.
—¿Por qué motivo? —preguntó con un temblor en la voz y un pavoneo que no despertaba simpatía.
Era pelirrojo, como Jack, pero sus cabellos eran de un insípido color naranja lavado, igual que una zanahoria recién cosechada, sin el tono cobrizo intenso de los cabellos de Jack. Sus labios torcidos y las pecas que salpicaban su piel tenían la misma palidez que sus cabellos.
Yo no estaba preparada para ese interrogatorio inicial. Me había preparado para el encuentro con el señor Diprose, y no tenía planeado fracasar incluso antes de estrecharle la mano. Tartamudeé como pude las palabras Damage, encuadernadores, esposo, negocio, señor Diprose, ante las cuales el ayudante suavizó su defensa y se deleitó con mi incomodidad.
—Ha salido, pero no tardará en volver. Puede esperarle aquí —dijo, y me llevó al interior mal ventilado donde dos hombres estaban siendo atendidos.
Al verlos dudé un instante, pero el ayudante me señaló una silla en un rincón, donde finalmente tomé asiento. Los hombres alzaron sus sombreros ante mí, intercambiaron una mirada entre ellos y volvieron a ocuparse de los libros que había en el mostrador.
—Estos volúmenes son —el hombre hizo una pausa y me lanzó una mirada mientras elegía las palabras con cuidado— libros «artísticos» de anatomía.
Eché un vistazo y pude distinguir los grabados dorados de los lomos: Claves para el dibujo del cuerpo humano, de John Rubens Smith, y Estudios sobre la conexión entre la ciencia de la anatomía y las artes del dibujo, la pintura y la escultura, de Pieter Campen. Habíamos encuadernado copias de ambos libros en el taller, cuando las necesidades económicas pesaban más que los principios, aunque por supuesto Peter nunca me había permitido verlos. Yo sabía que eran libros inapropiados.
—La de Camper es una muy buena edición —explicó el vendedor—. Es una reimpresión de la traducción inglesa de 1794.
—Pero lo que yo busco es anatomía «médica».
—Ah, claro, anatomía «médica». Tengo varias copias del Quain, y una edición espléndida del Gray, bastante modernos. Aunque si prefiere a Aristóteles y su chef d'oeuvre…
—Jovenzuelo, usted no tiene… ¡Yo nunca…! ¡Que tenga usted un buen día!
Y los hombres se volvieron para salir, levantando nuevamente sus sombreros ante mí, cuando otro caballero entró apresurado en el local a través de una cortina que colgaba detrás del mostrador. Era un hombre barrigudo, de hombros anchos, mejillas rosadas y barba oscura. Tenía la piel y los cabellos brillantes, y su sombrero de seda estaba manchado de grasa. Incluso la levita negra parecía empapada. Yo hubiera dicho que intentaba parecer un caballero, y que sabía lo suficiente para conseguirlo.
—¿Quiénes eran, y por qué se han ido? —preguntó en un susurro y con el aliento entrecortado, mientras se quitaba el sombrero.
—Unos remilgados —respondió el ayudante.
En ese instante el hombre negro y rosado se fijó en mí. Se volvió hacia el muchacho sin dejar de mirarme, como intentando descifrar mi posición y las razones de mi presencia, buscando la frase apropiada.
—Es la señora… mmm… ¿Damson? ¿Damsel? —dijo el ayudante.
—La señora Damage —respondí.
—¿La señora Damage? —repitió el caballero, con calidez pero aún con reservas—. ¿La esposa de Peter Damage? —Asentí—. Señora Damage, yo soy Charles Diprose —cogió mi mano y la besó.
Aunque hubiese llevado guantes como corresponde a una dama, habría sentido la humedad de sus manos. Su beso dejó en la mía una huella, como baba de caracol. Hizo un gesto a su ayudante para que cerrase la puerta.
—No he tenido el placer de conocer a su esposo —continuó—, pero sí conozco su trabajo y su contribución al sindicato. Il se porte bien?[4]
Sin duda Diprose pensó que mi tardanza en responderle se debía a que no comprendía el francés, más que a la inseguridad sobre qué responderle, así que volvió a preguntar:
—¿Cómo está su salud?
—Bien, señor —dije finalmente.
El chico estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia fuera, como montando guardia.
—¿Y su aprendiz, Jack? ¿Cómo se encuentra?
—Bien, señor. Jack es un buen aprendiz.
—Y por supuesto, Sven Ulrich.
—Sí, claro.
—He oído que ya no está con ustedes. Los alemanes son difíciles de conservar. Son muy precisos, grandes artesanos. Es imposible retenerles sin pagar un alto precio.
Lo observé sin saber qué responder, boquiabierta por el miedo. ¿De qué más se había enterado? ¿Qué le habían contado los otros miembros de la profesión? Por supuesto, le habían explicado todo. Siempre estaban al tanto de lo que sucedía en el negocio de los demás. Seguramente sabía lo rudo y maleducado que se había vuelto Peter Damage, que nadie quería ya trabajar con él, que había bajado la calidad de su trabajo, que ya no tenía la calidad suficiente para ser un maestro encuadernador y que estaba al borde de la bancarrota y la pobreza.
—¿Qué la trae por aquí? —preguntó finalmente.
—Peter, quiero decir, el señor Damage, me envió. —Al menos debía intentarlo, a pesar de lo que ese hombre supiese sobre nuestra situación—. Hubiera venido él mismo, pero se ha lastimado una pierna y no puede caminar. Me ha autorizado para venir aquí, incluso fue él quien lo propuso. Tiene las manos aún en perfecto estado, ¿sabe? Todavía puede trabajar.
Diprose me sonreía. Tenía que seguir adelante. Pensé que se parecía ligeramente a Guillermo IV, aunque sólo lo justo para provocar un ligero respeto.
—No he podido evitar saber, señor, que unas semanas atrás usted envió su tarjeta a mi esposo, pero me temo que no haya recibido respuesta. —Su sonrisa se mantenía intacta—. Bueno, en realidad asumo que no ha recibido respuesta. Es por el muchacho de los recados, usted sabe, no se puede confiar en él y… Bueno, en fin, cualquiera que fuese su intención al enviar la tarjeta, mi esposo quisiera ayudar. Si lo que desea es que trabajemos, quiero decir, que él trabaje, todavía puede hacerlo.
Diprose acercó una silla y tomó asiento. Vi que le costaba doblar la cintura: flexionó las rodillas hasta el límite y luego se dejó caer en la silla con un resoplido. Cruzó los brazos sin decir nada, pero con un gesto me indicó que continuase.
—¿Se trataba de trabajo? Quizá ya no lo necesite más… —Me sentía incómoda, y no podía evitar hablar de forma incongruente—. Disculpe que le moleste, señor, es que a mi esposo no le gusta ignorar a sus clientes, y trata de ofrecer un servicio impecable a los libreros, bibliotecas y distribuidores, que le proveen de… de…
Diprose levantó una mano y volvió la cabeza sin dejar de clavarme la mirada. Me mordí el labio mientras le observaba hacer gestos a su ayudante, quien se inclinó para que le susurrase algo al oído antes de desaparecer detrás del mostrador en la parte trasera del local. El señor Diprose no dejaba de mirarme, con los brazos cruzados. Mis ojos se paseaban desconcertados por los paneles de madera y los expositores, como si pudiesen indicarme qué hacer a continuación. Alisé mi falda, y estaba a punto de decidirme a salir al anonimato de las calles de Londres cuando el muchacho regresó con un sobre de papel Manila. Se lo dio a Diprose, quien me lo ofreció directamente. Era muy pesado. Miré el sobre en mi regazo, luego a Diprose, luego al sobre de nuevo.
—Es una Biblia —dijo.
—¿Una Biblia? Creí que usted se ocupaba de libros de medicina.
—Aquí nos ocupamos de todo tipo de libros, señora Damage —dijo burlándose de mí. Inclinaba la cabeza hacia un lado, como intentando medirme—. ¿Conoce usted a sir Jocelyn Knightley?
Negué con la cabeza.
—¿No ha oído hablar de él? —continuó—. ¿No ha leído en los periódicos nada sobre su triunfal estancia con las tribus de Sudáfrica? Ma chère, se trata de un eminente médico: un peu erudito, un peu científico, un peu aventurero. Sus espectaculares proezas en el continente negro han llamado la atención no sólo de la comunidad científica, sino también de la Iglesia. El obispo de Reading, nada menos, ha propuesto fundar una misión entre los salvajes, y es por esto por lo que sir Jocelyn nos ha encargado un nuevo manuscrito, impreso primero en latín y luego escrito a mano en la lengua local, para presentar al obispo en agradecimiento a su apoyo. Diga al señor Damage que me prepare algo simple, clásico. Alguna representación de la bondad de Dios en los climas tropicales. Tiene tres semanas.
—Gracias. Por supuesto, señor.
Diprose se apoyó en los brazos de su silla y se inclinó hacia delante como si fuese a ponerse de pie, pero su cuerpo se mantuvo pegado a la silla. Por un momento pensé que tenía dificultades con la maniobra. Pero entonces abrió mucho los ojos y me miró, como diciéndome algo. Comprendí que esperaba a que me levantara yo, para poder hacerlo él.
Sin embargo, yo me quedé sentada.
—Señor, no conozco bien los procedimientos habituales, pero… Para poder utilizar los mejores materiales en el trabajo… ¿Podría usted anticipar una pequeña cantidad al señor Damage?
—Je vous demande pardon?
El hombre no era más francés que yo, por lo que mi audacia aumentó en proporción directa a su insistencia en hablar un idioma que suponía que yo no comprendía.
—Debe pagar por anticipado —dije.
¿Acaso aquellas palabras habían salido de mi boca? Aquel hombre no me agradaba, pero necesitaba su encargo. Sentía en mí el clamor de la desesperación resonando como una campana, y luché para no ponerme en evidencia.
—Tres semanas es mucho tiempo antes del pago. —Sentí que mis mejillas se sonrojaban—. Supongo que el obispo querrá el mejor cuero de Marruecos, y un dorado consecuente.
Diprose no soltaba los brazos de su silla.
—Muy original —dijo—. No es costumbre de la casa el pagar por anticipado. No se estila en el comercio del libro. —Sin dejar de mirarme, le dijo a su ayudante—: Pizzy, me temo que le hemos estado ladrando al árbol equivocado. —Hizo el gesto de recuperar el sobre—. Señora, nos hemos equivocado con su esposo. Me despido de usted, antes de seguir desperdiciando su tiempo.
Si le hubiese devuelto el sobre en aquel instante, quizás el futuro de mi familia habría sido muy diferente. Pero mientras lo sostenía contra mi pecho, haciendo una pausa para ordenar mis ideas, él pareció reconsiderar su actitud, ya que me indicó con su mano una caja de papel que yo no había visto hasta entonces, en una esquina detrás de mí.
—El mejor papel holandés, un excedente que no necesito. Lléveselo, y diga al señor Damage que puede utilizarlo como le plazca. Siempre estaré dispuesto a comprar cuadernos en blanco. Hay un mercado importante de cuadernos para mujeres, de bolsillo, diarios, álbumes, que voulez-vous. Estoy seguro de que existen muchas otras formas de describir un fajo de papeles encuadernados delicadamente al gusto de les femmes. —Me hizo un gesto de entendidos—. El señor Damage debería ser capaz de fabricar unos cuantos en menos de una semana. Le pagaré al recibirlos.
Pizzy, el ayudante, sopló el polvo de la caja, la levantó, se volvió hacia mí e hizo una pausa. Parecía no estar seguro de si podía dármela. Quizá lo estimaba incorrecto, o demasiado pesado, o inapropiado. Yo no tenía tantos pruritos: eran mis papeles, mi billete para salir de la insolvencia. Cogí la caja y deseé los buenos días a los caballeros.
—Au plaisir de vous revoir, madame —dijo Diprose inclinándose.
En efecto, la caja era pesada, como pude comprobar incluso antes de llegar al puente de Waterloo. La llovizna me manchaba el rostro y hacía que el hollín de mi gorra me bajase hacia las orejas y el cuello. Todavía no eran las diez, pero las calles estaban repletas de gente. Mientras atravesaba el muro de comerciantes sentí como si estuviese cruzando el puente de Waterloo en el sentido equivocado. Había también carniceros, con sus delantales rayados blancos y azules, cargando sobre los hombros bandejas cubiertas de papel parafinado, rebosantes de trozos de carne oscura. Y panaderos cuyas mercancías, más apetitosas, despedían un aroma dulzón a través de los olores a estiércol de caballo y cloacas. Incluso las lecheras, con sus blusones blancos y los cubos tapados colgando de los yugos, que parecían un segundo par de brazos, se dirigían hacia el norte, como si todo el mundo estuviese huyendo de Lambeth, guiados por la estrella polar, hacia Westminster y el centro, donde todo era más rico, y no regresarían hasta que lo hubiesen vendido todo. Con mi caja de papel holandés en las manos, no podía evitar sentir que iba en la dirección equivocada.
Abrí la puerta de casa con el pie y dejé la caja junto a la entrada. Un sentimiento de paz me invadió: al fin estaba en casa.
—¿Dónde has estado? —La voz de Peter tronó con más fuerza de lo que esperaba, visto el estado en que se encontraba la noche anterior—. ¿Dónde?
—Yo…
Me puse firme y flexioné los dedos para borrar las arrugas rojas y blancas.
—¿Dónde?
—Te lo explicaré… Déjame explicarte…
—¿Explicar? ¿Explicar qué? ¿Cómo explicar que una madre abandone su casa, a su esposo, a su niña? ¿Sin decir nada antes? ¿Cómo te atreves? ¿Sabes lo que nos has hecho, a ella y a mí? —y diciendo esto, señaló un bulto en la alfombra junto a la chimenea apagada. Era Lucinda, tapada con una manta. La sangre abandonó mis mejillas congeladas.
—¿Qué le ha pasado? Dímelo —pregunté.
Volé a su lado sin esperar la respuesta; Lucinda dormía, aunque yo sabía, como sólo una madre es capaz de saber, incluso antes de mirarle el rostro, el color de los labios o los puños cerrados, que había tenido un ataque en mi ausencia.
—¿Cómo esperas que yo lidie con… con eso? —escupió Peter—. ¿Cómo podía saber qué hacer? ¿Cómo esperas que ocupe el lugar dejado por su… por su madre? ¿Cómo puedes hacerme algo así?
—¿Qué sucedió? ¿Cómo está Lucinda?
Quería saberlo todo: si había venido poco a poco, o si se había despertado y sufrido el ataque al ver que me había ido, si él había intentado tranquilizarla o si la había dejado padecer sin ofrecerle apoyo, como si el ataque fuese un capricho.
Peter no parecía escucharme, o quizá las preguntas eran demasiado complicadas para él, ya que se referían a una tercera persona.
—Tú… tú… prostituta irresponsable —despotricó.
Tenía los ojos enloquecidos y febriles, pero no me asustaba. Me sentía distante, como si estuviese observando a un lunático por la ventana. Me volví hacia Lucinda. El corazón me latía con fuerza, pero yo sabía que ella estaba a salvo, que el peligro había pasado. De este modo confirmé la importancia de mi presencia: aunque iba a tener que ganar dinero para mantener a mi familia en estos momentos difíciles, debería ser con Lucinda a mi lado. Todo esto me dio el coraje y la convicción necesarios para emprender la tarea de persuasión que me esperaba.
—Bueno —dije a Peter—. He regresado a mi sitio. No volveré a irme, lo prometo.
Era como hablarle a Lucinda, no a un hombre adulto. Pero advertí, detrás de lividez, el alivio de verme de nuevo.
Fui hacia la cocina para preparar una pequeña cama frente al brasero en la que recostar a Lucinda. Sabía que tendríamos que comenzar a vivir en una sola habitación para poder calentarnos, como los pobres desgraciados que no tienen otra alternativa. Cuando volví al salón, me encontré con Peter acariciando una de las hojas de papel como si fuera de oro.
—¿Qué es esto? —preguntó, demasiado sorprendido para enojarse.
—Papel holandés hecho a mano, pesado, color marfil, con una interesante filigrana que todavía no he examinado bien, pero que lleva las letras L, G y…
—Voy a ignorar tu insolencia. Repito, ¿qué es esto? ¿Para qué es? ¿De dónde lo has sacado?
El momento había llegado.
—Tengo una propuesta, Peter. Una pequeña idea, que surge de la inspiración que me brindas cada día al trabajar por nuestro bienestar. Me preguntaba, y esperaba que aceptaras, si…
Peter se puso de pie y sostuvo el papel contra la luz para examinar la filigrana.
—… bajo tu jurisdicción… —continué.
—También fibra de lino —murmuró para sí.
—… aceptarías que yo te ayude en el taller.
Se volvió hacia mí.
—¿Perdona? ¿Has dicho algo?
—Sí, Peter. —No iba a tartamudear como con Diprose—. ¿No crees que podríamos, si tú me guiaras, continuar con el trabajo en el taller?
—No haremos nada de eso —bramó Peter.
Le quité el papel de las manos. Estaba a punto de dar su opinión, y no podíamos permitirnos perder ni una hoja de papel. Volví a ponerla en la caja. La boca de Peter parecía abrirse en busca de aire mientras las palabras se iban formando en su mente.
—No pienso incluirte entre los muchos ejemplos de personas de tu sexo que roban el trabajo de hombres honestos y sus pobres familias, amenazando la estructura de la organización familiar que hizo grande Inglaterra.
—Pero, Peter, yo sólo seré como tus manos, dirigida por tu cerebro y por las órdenes de tu boca.
—¡Tú! ¿Tú… serás mis manos? Cuando recobres el juicio, que evidentemente has perdido, comprenderás lo absurdo de imaginar que esas pequeñas manos son capaces de levantar un martillo, por no hablar de golpear en el lugar correcto y con la fuerza apropiada. ¡Qué absurdo es creer que puedes aprender lo que lleva siete años enseñar a un aprendiz, y toda una vida para perfeccionar! O la capacidad de tomar la decisión acertada frente a los infinitos problemas de trabajo que aparecen a diario, o de diferenciar un encuadernado de calidad de una chapuza, o de lograr que los márgenes queden derechos, los lomos curvados, las letras precisas, las tapas resistentes… ¿Entiendes lo que te digo? ¿Eh? ¿Lo entiendes?
—Sí —respondí—. No.
—¿Te has vuelto loca, mujer? ¿Qué te preocupa tanto que quieres degradar mi oficio? Hoy has ido a visitar a un hombre sin otra compañía que la de tu conciencia. Supongo que mi reputación se la das de comer a los cerdos.
—¿Tengo que responderte? Peter, estás enfermo. No tenemos dinero. Pasamos frío y hambre, y los alguaciles llamarán a nuestra puerta dentro de seis días. Seis días. Tenemos una caja de buen papel y una Biblia africana. ¿Quieres que los quememos para calentarnos, o hacemos algo útil con ello?
Prefirió no escucharme. Hablaba como si se dirigiera al cuadro de La anunciación que colgaba en la pared detrás de mí.
—Mi delicada criatura —dijo con una débil sonrisa—. Eres demasiado buena para el trabajo manual, demasiado preciosa para las artes. Compadezcamos a esas pobres mujeres que deben abrirse camino en el mundo y ganar su propio dinero, cuando deberían estar ocupándose de las ganancias de sus esposos. —Sus ojos se habían puesto vidriosos—. Agradece tu existencia dependiente y trabaja según tus fuerzas, embelleciendo tu casa y alegrando el corazón de tu esposo. Piensa en nuestra reputación. —Sus ojos comenzaron a brillar, y me quemaba con la mirada—. ¡Piensa en lo que dirán de nosotros! «Allí va un hombre que no es lo suficientemente hombre para mantener a su esposa». «Allí va la mujer que lleva los pantalones en su casa». Piensa en ello, Dora. ¡Es peor que la muerte! ¡Piénsalo! ¿Tienes algo que decir al respecto?
Y así me ofreció la oportunidad perfecta para vencerle con sus propios argumentos:
—Claro que sí, Peter. ¿Qué pasaría si saliera de verdad a abrirme camino en el mundo? En eso tienes razón, ya que, cuando fuera a la fábrica, al mercado o a la mansión de mi señora, me señalarían y dirían: «Allí va la vergüenza de Peter Damage». Peter Damage, en prisión a causa de sus deudas. Que perdió su casa y dejó a su esposa y a su hija en la pobreza. ¿No es mejor lo que te propongo? Te estoy ofreciendo una solución que salvará las apariencias. Podemos recuperar a Jack. Está en deuda con nosotros, y ha violado la ley al no venir a trabajar. Y tú siempre nos dirás lo que debemos hacer y lo que no. Yo no seré tu cerebro, sino tus manos, tus brazos y tus músculos, y bien sabe Dios que músculos no me faltan. He pasado toda la vida en un taller de encuadernación, primero oyendo las órdenes de mi padre a los mecánicos y luego las tuyas. ¡Y si no me ayudas, Jack y yo nos apañaremos solos! ¿Tan difícil será?
Ignoraba cómo se tomaría mis palabras. Parecía estar conteniendo la respiración. Tenía el rostro enrojecido, pero no sabía si de ira o vergüenza, y temía lo que pudiera surgir de sus labios fruncidos y sus puños cerrados. Pero debía seguir adelante.
—¿Entonces, estás de acuerdo con que los libros salgan del taller con tu nombre impreso, aunque no hayas tenido nada que ver en ellos, y se exhiban en los comercios del Strand y Westminster, mostrando a todo el mundo tu destreza? Contigo o sin ti, pienso encuadernar libros. A partir de mañana por la mañana, Encuadernaciones Damage está abierto al público. Así que te lo pido, Peter, guardemos esto entre nuestras cuatro paredes. No empañemos el nombre de Damage. Limitemos nuestra vergüenza pública. Utilízame para ello, inténtalo. Ponme a prueba, no tenemos otra opción. Ponme a prueba, y si fallamos, pues fallamos. —De repente me sentí como una verdadera lady Macbeth—. Basta que tenses tu valor —dije, sabiendo que Peter no reconocería la cita de Macbeth, pero no se me ocurrían otras palabras para expresarme— hasta el punto donde quede firme, y no fallaremos.
¿Acaso estaba, como lady Macbeth, llevando a mi señor a una trampa mortal? ¿Estaba perdiendo las condiciones de mi sexo, o peor aún, despreciando su condición masculina? Lo miré, y me sorprendió encontrar sólo desdén. Él ya había perdido su hombría. Era impotente. Y no tenía nada que perder.
—Bueno, nunca lo había visto así —dijo en un suspiro—, desde el punto de vista de una esposa.
Se puso el abrigo y una bufanda y se acomodó el sombrero en la cabeza. Intentó ponerse los guantes, pero el dolor era demasiado fuerte y se dio por vencido, arrojándolos al suelo con una mirada de desprecio. Lo observé acercarse a la puerta.
Había fallado. Me pregunté hacia dónde demonios se dirigía, a qué prestamista acudiría, a qué antro de criminales, prostíbulo o taberna iría, invadido por la ira. Al menos no me había golpeado. La idea de que la puerta se cerraría detrás de él y que no lo vería nunca más cruzó mi mente por un instante.
—¿Adónde vas? —pregunté con voz ronca, y levanté la mano como despidiéndome.
Me lanzó una mirada hosca, alzando una ceja.
—Al río, mi tonta esposa —dijo—, a averiguar en qué alcantarilla se esconde Jack.