2

¿Qué hay en la alacena?,

preguntó Azucena.

Un codillo de ternera,

respondió su compañera.

¿No hay nada más?,

preguntó Tomás.

Es suficiente,

dijo Vicente,

y todos se fueron rápidamente.

Ni Sven ni Jack aparecieron por el taller a la mañana siguiente, y Peter salió poco después de la hora a la que deberían haber llegado. Yo confiaba en que fuese a ver al tal Diprose que había mencionado, el de los libros de medicina, pero Peter no regresó, ni siquiera por la noche. A decir verdad, yo estaba bastante agradecida, ya que nuestras reservas de comida habían disminuido, y él era el principal consumidor. Ocupé todo el día en incrementar el ahorro de la casa: el papel que guardaba para encender el fuego lo vendí al ropavejero junto con todos los trapos y restos de tela que no necesitaba para quitar el polvo. Mezclé los contenidos de tres cajas de galletas y dos tarros de mermelada y también se los vendí, junto con dos jarras de peltre. Incluso hubiera vendido los restos de nuestra comida, pero los necesitábamos para alimentarnos. Corrí hacia la puerta cuando escuché sonar el timbre y el grito «¡Ropa vieja!»; era el judío que siempre llevaba veinte sombreros apilados en la cabeza como la torre de Pisa. Le vendí el sombrero de verano de Peter, dos de mis tres gorras, una sábana, unas enaguas y medio litro de grasa para freír. Limpié la casa lo mejor que pude, y puse en la mesa nuestro mantel más blanco y más limpio. Para mí era muy importante que a su regreso, Peter pudiera seguir confiando en su propio hogar. Con todo el dolor y la inseguridad de su vida comercial, sería aquí, entre los dioses del hogar, donde podría encontrar paz y tranquilidad. Porque esta falta de trabajo nos costaría mucho, y pondría a prueba su entereza como hombre.

Confié en que al día siguiente regresaría trayendo buenas noticias, y que yo no tendría que preocuparlo con asuntos de mujeres, como el precio de la comida, o el estado de mis cacerolas, o la nueva visita de la señora Eeles, justo después de irse el ropavejero. Además, había trabajado duro para crear un ambiente industrioso, prometedor, alegre y austero. Incluso había pensado en servir a Peter su tostada fría y no muy fresca, para hacer durar más la mantequilla: no quería que mi esposo se preguntase si su pobreza era culpa mía.

Pero cuando no regresó al día siguiente, ni por la noche, comencé a preocuparme. Examiné todo lo que teníamos en los dos dormitorios para ver qué podía vender. Allí guardábamos las cosas de menor calidad, ya que Peter quería que el salón mostrase nuestra mejor cara a la sociedad. Recuperé una jarra del lavabo en la habitación de Lucinda, una jabonera de nuestra habitación y una de nuestras dos tazas de baño. No podíamos prescindir de los orinales, ni del baño de asiento de hojalata, pero hurgué en el botiquín para vender el instrumental médico con que habíamos intentado curar sin éxito los reumatismos de Peter: vendas, cintas de sangría, tijeras, cucharas, compresas y botellas vacías, que metí en la jarra para dárselas al ropavejero. Las habitaciones ya estaban bastante vacías, sin cuadros que descolgar de las paredes ni alfombras de valor. Mientras bajaba las escaleras cargando mi botín, comprendí que ignoraba intencionadamente la maleta de mis padres, que estaba en el trastero. Apenas recordaba su contenido, pero junto al brazalete hecho con los cabellos de mi madre que llevaba en la muñeca, era lo único que me quedaba de ellos.

Sin embargo, los sentimientos no son más fuertes que el sentido práctico, así que volví a subir las escaleras, me dirigí a la otomana que había a los pies de nuestra cama y saqué varios metros de crepé negro. Era el velo que había llevado cada día durante los seis meses que siguieron a la muerte de mis padres, y que estaba guardado desde hacía casi cinco años. Se había vuelto áspero, tieso y quebradizo, como si se hubiese oxidado. Lo llevé al salón y Lucinda me ayudó a extenderlo y pasarlo lentamente sobre el vapor del hervidor. Luego lo salpicamos con alcohol, lo enrollamos en el Illustrated London News y lo colocamos cerca de la chimenea para que se secara. A la mañana siguiente, Peter seguía sin aparecer, lo desenrollamos, lo ventilamos junto al fuego y salimos a la calle.

Llamamos a la puerta de la señora Eeles. La abrió con cuidado, como temiendo que fuésemos zorros listos a atacar su gallinero.

—Me habéis cogido por sorpresa. Entrad, queridas.

La señora Eeles estaba magnífica sin su capa de luto: llevaba un vestido negro gastado con lazos y unos enormes moños deshilachados que recogían su dobladillo en grandes presillas, bajo las cuales se adivinaban los bordes de sus enaguas de gasa negra. Llevaba puestos unos quevedos, y en sus dedos se acumulaban anillos de azabache.

—Santo Dios, ¿qué es lo que traéis? ¿Es un…? ¿Realmente…? ¿Puedo echar un vistazo?

Extendimos el velo sobre el sofá tapizado de flores gastadas. La habitación era sorprendentemente colorida para alguien tan preocupado por la muerte: los antimacasares eran blancos ribeteados con cintas de color lavanda, la alfombra era de un azul profundo, y todas las superficies estaban cubiertas de chismes y figuritas. Dos ponis haciendo cabriolas, tres lechuzas de cristal, un violín en miniatura, una colección de dedales, una serie de cucharillas de plata con mango de hueso, una pila de libros de plegarias… También había un tablero de ajedrez con todas las piezas dispuestas que, junto a un gran conjunto de fotos enmarcadas, era la única fuente de color negro de la habitación.

—¿Qué me has traído, cariño? —preguntó la señora Eeles.

—Es un crepé muy fino, que compré nuevo. Sólo lo llevé durante seis meses. Esperaba… no, me preguntaba si podría interesarle.

—¿Un solo luto?

—En realidad, dos. Pero se superpusieron —hice una pausa. Había imaginado que cuanto menos usado, mejor. No se me había ocurrido que varios lutos podían tener un efecto acumulativo, que los sentimientos perdurarían y, en algún momento, podrían producir algún tipo de emoción—. Usted sabe, mis padres…

—Oh, mi pobre muchacha. Dios bendiga tu alma huérfana.

—¿Usted… usted cree que podría tomar esto como pago de la renta?

La señora Eeles, pensativa, pasó los dedos por el velo, acercó su cabeza a la tela y la olisqueó sonoramente.

—Te daré dos meses a cambio.

Yo estaba tan sorprendida que ni se me ocurrió regatear.

—¡Gracias! Dos meses, sí, pues, ¡gracias, señora Eeles!

Yo todavía me tambaleaba cuando escuché la voz de Lucinda:

—¡Mira, mamá, está durmiendo!

Las fotografías sobre la mesa redonda del otro lado de la habitación habían llamado la atención de Lucinda, pero yo estaba distraída, y me preguntaba si no era demasiado tarde para pedir tres meses de renta. Jugueteé con el brazalete de mi madre como pidiéndole disculpas: nunca lo vendería, pero si la señora Eeles lo tomase a préstamo, quizá me daría media corona por él y podría recuperarlo más adelante.

—¡Y éste también duerme!

—Son querubines durmientes. ¿No son preciosos? ¡Sobre todo sabiendo que se han ido! Si no te lo digo no te das cuenta, ¿verdad?

—¿Ido? —preguntó Lucinda.

—¡Muertos! —respondió la señora Eeles—. ¿A ti ya te han hecho un retrato?

Lucinda negó con la cabeza.

—Claro que no. Tu mamá no cargará con esos gastos hasta que tengas al menos doce años, por supuesto. Pero si te murieras antes, ella querría un recuerdo tuyo, ¿no crees?

—¡Señora Eeles!

—¿Son sus hijos? —continuó Lucinda.

—¡Lucinda! —exclamé—. ¡Ya basta!

La verdad sea dicha, era a la señora Eeles a quien quería regañar.

—No, cariño. Nunca tuve la fortuna. Son los niños de mi pobre hermana, que en paz descanse, algunos primos y otros familiares más distantes e inquilinos. A todos los he conocido, por supuesto, por carta o en persona, si no, no sería apropiado, ¿no crees? Mira éste de aquí: explotó con un barco de vapor mientras su madre lo saludaba con un pañuelo moteado. Nunca hay que utilizar un pañuelo moteado, trae muy mala suerte.

—Realmente debemos irnos, señora Eeles. Gracias, de verdad, muchas gracias. Vamos, Lucinda.

Abrí la puerta de la calle, y desde lo alto de las escaleras descubrí que la señora Eeles tenía vista directa a la plataforma del Ferrocarril Necropolitano y a la sala de espera para los anglicanos, aunque no a la sala inferior, reservada a los inconformistas[3].

—Claro, queridas. Gracias por pasar a visitarme. Sois bienvenidas cuando sea, ya sabes. El velo es adorable, Dora, eres un tesoro. Siempre supe que los Damage no erais como los otros…

Cuando regresamos a casa Peter seguía sin aparecer, y temí por su seguridad. Aquella noche conocí la tortura de una madre que no puede alimentar a su propia hija, al ofrecerle como única cena un plato de pan duro y unas cortezas de queso, que Lucinda comió rápido como si se tratase de buñuelos de manzana con natillas. Yo no podía sino mirarla y sentirme vacía, pues había comido la corteza del pan dieciséis horas antes. Le dije que no tenía hambre, que me dolía la barriga y que tenía unos peniques para comprar algo mejor por la mañana.

Mientras la acostaba aquella noche, un tren salía de la estación de Waterloo a la distancia.

—Mamá… —dijo en ese tono de voz importante que anuncia una pregunta hermética.

—¿Qué sucede, cariño?

—¡Acaba de pasar un tren!

—Ya sé.

—¿Mamá?

—¿Sí?

—¿Es un tren de muertos?

—Querida, duérmete.

—¿Es un tren de muertos, mamá?

—No, cariño —dije suspirando—. Los trenes de los muertos no pasan de noche.

—Pero, mamá, ¿y si es un tren especial, que sólo funciona esta noche?

—No creo que eso sea posible.

—Puede que sí, si muchas personas se mueren en la misma noche.

—Puede ser, pero eso no ha sucedido hoy.

—¿Y si es un tren que no lleva fantasmas?

—Ningún tren lleva fantasmas.

—Sólo personas muertas.

—Sí, y también algunas vivas. Ahora calladita y a…

—Pero, mamá, ¿qué pasa si el tren de los muertos salió de la estación con un muerto, y otras personas vivas y muertas, pero el espíritu del muerto se quedó en el andén?

—Lucinda, mi amor, no deberías preocuparte por esas cosas.

—Pero ¿y si pasara, mamá?

Apoyé mi mano sobre su pecho.

—Pues bueno, sería una situación complicada. Pensemos. ¿Por qué un espíritu querría quedarse atrás? ¿No preferiría quedarse con su cuerpo hasta que lo entierren, y después irse al cielo?

—Pero, mamá, puede que no le gusten los trenes. Quizá le parezca que van demasiado rápido.

—¿Y por qué habría de preocuparse por ello?

Quise añadir que de todas formas ya estaba muerto, por lo que no le daría miedo morir, pero me pareció que era llevar la explicación demasiado lejos.

—Mamá, ¿los fantasmas deben sacar billete, o sólo sus cuerpos?

—Creo que sólo los cuerpos, pero son las personas vivas quienes lo sacan en su lugar.

—¿Y si al fantasma no le dejan comprar el billete? ¡No le dejarían subir al tren!

—No. Pero no creo que…

—Mamá, ¿y si el espíritu no puede subir al tren, y no sabe adónde va el tren, y no puede seguirlo, y acaba entrando en mi habitación por la ventana?

—¿Y por qué haría eso?

—Porque aquí se está bien, y quizá quiera alegrarse un poco si acaba de morirse y perder a su familia, y tal.

—No creo que eso suceda.

—Pero podría. ¿Y si sucede? Mamá, ¿tú vendrías rápido y le mostrarías cómo salir de aquí?

—De inmediato. Le preguntaría por qué pared entró, y lo enviaría de vuelta por allí, con un mapa del cementerio al final de la línea. Y ahora, mi amor, a dormir.

La volví a besar mientras la escuchaba suspirar.

—Buenas noches, mamá.

Salí de puntillas de su habitación.

A la mañana siguiente seguíamos sin noticias de Peter, así que Lucinda y yo volvimos a salir. Las puntas de nuestras botas asomaban debajo de nuestras faldas y volvían a ocultarse mientras avanzábamos por los adoquines mojados, encorvadas y con la cabeza gacha a causa de la lluvia. Primero llevamos algunas cosas para venderle a Huggitty, un trapero ambulante. Era el tipo de comerciante que vende todo lo que puede conseguir: fue a él a quien hacía tiempo le había comprado el piano por algunos peniques. En nuestra época de novios, Peter siempre me sorprendía con nuevas partituras que había encuadernado especialmente para mí, y decía que sólo en los salones de los pobres faltaba un piano. Preocupada por su dignidad y por el placer de Lucinda, no pensaba revenderlo. A cambio, llevamos a Huggitty el botín del salón: un paragüero, nuestros antimacasares bordados, el reloj de mármol negro de la repisa de la chimenea y uno de mis dos vestidos bonitos. Incluso preparé una lista de los objetos del taller de encuadernación, pero aunque Huggitty era cruel y deshonesto y me había dicho que yo era «una verdadera joya», incluso si hubiese encontrado a alguien con más escrúpulos que Huggitty, yo sabía que los marcos anticuados, las herramientas y las prensas no valían nada. No desde que los libreros esperaban que los encuadernadores tuviesen guillotinas, máquinas para coser y váyase a saber qué más.

Al salir de casa de Huggitty tuvimos que concentrarnos para ignorar el olor que salía de la panadería de al lado, consolándonos con la certeza de que utilizaba la peor harina de todas las panaderías de Lambeth. Atravesamos la lluvia, con las puntas de las botas entrando y saliendo de las faldas, rumbo a nuestra siguiente destinación: Sam Battye, el carnicero. Me autorizó a colgar un anuncio ofreciéndome como profesora de piano, ya que no podía permitirme pagar las tarifas de la Lambeth Local Gazette.

Dentro y fuera, dentro y fuera… Yo observaba las puntas de mis botas como si en ello me fuera la vida, aunque de vez en cuando levantaba la cabeza y miraba a mi alrededor buscando a Peter entre la multitud, en los callejones o en las entradas de los edificios. Dentro y fuera, dentro y fuera, un ritmo regular que ocultaba el ruido de nuestras tripas y el golpeteo incesante de la lluvia. Intenté distraerme pensando en cómo sería llevar uno de esos miriñaques que sostienen la falda, para que nada pueda rozar las piernas. No me gustaría, recuerdo que pensé, porque tendría las piernas mucho más frías. Me quedo con mis enaguas de crin de caballo. Pero luego me di cuenta de que podría quedarme con mi enagua de crin de caballo, incluso si tuviera un miriñaque, y llevarla debajo para abrigarme; absorbería las salpicaduras de los charcos sin que nunca nadie lo supiese.

Nos dirigimos hacia un cartel con tres bolas doradas dibujadas que marcaba la entrada de la casa de empeños; como de costumbre, ésta se encontraba junto a una licorería. Una vez dentro, nos sentamos en un cubículo y esperamos nuestro turno en aquel ambiente lúgubre.

—¿Cómo que sólo siete? ¡La semana pasada me dio ocho chelines por el vestido! Sabe que volveré el lunes, soy un buen negocio para usted. ¿Qué demonios pretende?

Vimos cómo el empleado negaba con la cabeza y repetía «siete» a una mujer sin cabellos y con un ojo morado.

—¿Y la cena del domingo? ¡Piense en ello! ¿No tiene corazón?

Luego le tocó a un hombre prácticamente desdentado, que depositó dos pares de pequeños zapatitos sobre el mostrador, recogió sus dos chelines y salió a tumbos rumbo a la licorería. Luego vino otro, que se quitó el abrigo, el cinturón y las botas y observó cómo sus prendas eran empaquetadas y etiquetadas. No pude evitar mirarle fijamente mientras salía cojeando, los dedos de los pies asomando de sus calcetines raídos, sosteniéndose el pantalón con una mano y agarrando los peniques con la otra, también rumbo a la licorería.

—Olvidó empeñar su pañuelo —nos dijo el empleado cuando se acercó a nosotras—. Ya volverá más tarde.

Temblé al pensar en lo que le quedaba por empeñar. Si los prestamistas aceptasen su ropa interior, sin duda aquel hombre era capaz de regresar desnudo a su casa a cambio de llenar su barriga de cerveza.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó silbando entre sus dientes separados mientras yo colocaba sobre el mostrador dos sólidas cucharas de plata en cajas de terciopelo rojo, un florero plateado, unos pendientes de perlas y una pequeña caja de música con incrustaciones de nogal. El empleado mordió las perlas, pasó los dedos por las cucharas y las miró a contraluz con una lupa, y verificó el mecanismo de la caja de música—. Diez chelines —dijo finalmente.

Yo estaba boquiabierta.

—¿Por todo esto? ¡Valen mucho más! ¡Necesito al menos una libra!

Él parecía insensible a mi indignación, y clavó la vista en el mostrador; lo que fuera que yo pudiese decirle, ya lo había escuchado antes.

—Cuanto menos le dé, menos tendrá que pagar para recuperarlo todo —contestó con filosofía.

Finalmente acepté los diez chelines, que eran mejor que nada. Sentía las monedas tintineando en mi bolsa, así que propuse a Lucinda que eligiese lo que más le gustara en la panadería. Cogió una porción de tarta de albaricoques y una rosquilla. No compré nada para mí, pero me lamí el azúcar de los dedos tras pasarle a Lucinda sus pastas. Intenté calcular cuánto debíamos para saber qué podía permitirme comprar de cena, pero tenía mucho miedo a descubrir la verdadera profundidad de la penuria en que nos encontrábamos. Dentro y fuera, aunque ahora más lentamente, las puntas de nuestras botas avanzaban sobre los adoquines, esquivando estiércol y frutas podridas mientras rodeábamos el Teatro Real en dirección a New Cut. Observé a los afiladores y hojalateros, y a los gitanos que reparaban sillas sentados sobre fardos de mimbre bajo la lluvia, erguidos como gallos, y me pregunté cómo hacían para vivir sin dinero, y qué haría yo en esa situación. Nos abrimos camino entre los puestos de ropa de mala calidad, zapatos y ferretería y buscamos a los tenderos más amables, a quienes compramos unas anguilas estofadas, medio kilo de patatas, media docena de huevos, mantequilla y cosas por el estilo.

Regresamos a casa con nuestras vituallas, que Lucinda colocó en su sitio mientras yo rascaba el depósito vacío de carbón en busca de algo con lo que encender el fuego. En aquel momento alguien llamó a la puerta y entró sin esperar a que yo abriera, casi golpeándome el rostro con ella. Era un hombre alto, de ojos grises y hundidos y mentón saliente, que se puso a recorrer el salón, olisqueando los muebles como un perro buscando dónde orinar.

—¿Señora Damage? Vaya, encantado. Ahora es usté que nos debe. ¿Qué tiene pa' dar?

—Perdone, pero ¿quién es usted?

—No, perdone usté. Skinner, pa' servirle.

—Señor Skinner —ya había oído ese nombre antes, pero no recordaba dónde—, ¿en qué puedo ayudarle?

—Soy un conocido de su esposo. Nosotros… digamos que trabajamos juntos. Él me debe. Así que ahora usté me debe.

—¿Por qué? ¿Qué le ha sucedido?

—Le dejaré que él se lo cuente. Pero si lo quiere de vuelta, tiene que pagá. Así que otra vez: ¿cuánto tiene?

Ahora lo recordaba: Skinner era el más temido prestamista al sur del río.

—¿Lo tiene prisionero?

—¡Naaaaaaaa! No diga tonterías.

—No pienso pagarle ni un penique hasta que no hable con Peter.

—¿Entonces tiene pasta?

—No he dicho eso.

—Ya, pues más le vale tené. Porque puedo poné en venta tó lo que hay aquí mañana mismo si quiero, pero visto bien no hay suficiente ni pa' pagá al subastador.

—¿Cuánto dinero debe?

—Cincuenta libras más sesenta por ciento de interés.

—¡Cincuenta! ¡Sesenta! ¡Él nunca firmaría nada en esos términos! ¡En el banco podríamos haber obtenido un préstamo al siete por ciento!

—Tengo todo aquí, firmado por él. ¿Quiere leerlo?

—No, no quiero. Resolveremos esto ante el juez.

Fui a recoger mi chal, avanzando con cuidado para no hacer ruido con las monedas de la bolsa que llevaba en la cintura y ponerme en evidencia.

—Oiga, ¿así trata a un hombre caritativo?

—¿Caritativo? ¡Especie de matón! ¡Usted no es más que un criminal y una bestia! —grité pasándome el chal por los hombros.

—No é cierto señora, yo soy un filántropo. Pregunte a cualquiera en la calle. Cualquiera que haya tenido problemas, como su esposo. Mire, aquí tengo tó, firmado por él.

Miré el papel manoseado que me mostraba, y vi que era una factura por cincuenta libras, a ser cobrada trimestralmente en cuotas, con interés creciente. También vi el sello del abogado, y los términos del contrato, y la firma de Peter al final.

—Es mi vocación, señora. Me hice prestamista guiado po' mi corazón. Sammy Skinner, un buen samaritano, a su servicio. Venga, que soy mucho más guapo que el cobrador que vendrá a reclamar si no paga.

—Pues lamento desilusionarle, señor Skinner, pero no tengo dinero para darle. Tendrá que ver el asunto con mi esposo cuando regrese. Porque supongo que usted le permitirá volver, ¿no? Si no puede trabajar no podrá pagarle, así que le conviene dejarle ir.

—Hágame un favor, señora, y pague ya.

—Ya le dije que no tengo dinero.

—Perdone que me ría, señora —dijo con calma—, pero los dos sabemos que usté está diciendo mentiras. Lo oigo, ¿sabe? El ruidito bajo su falda. ¿Cree que no reconozco el sonío del dinero cuando lo oigo? Si no, no sería un buen prestamista, ¿no le parece?

Quedé petrificada, mirándolo con horror, y sentí que Lucinda nos observaba.

—Venga ya —dijo con voz arrulladora, como alguien que intenta convencer a un perro de que suelte un pollo—. Démelo. Así, buena chica.

Llevé la mano a la bolsa bajo la falda, pero no la cogí.

—Hala, mujé. ¿O tengo que buscarlo yo mismo?

Deslicé la mano bajo mi falda, deshice el nudo que sostenía la bolsa y busqué las monedas, cuando vi que Skinner negaba con la cabeza.

—Démela. Esto es una tontería. Lo quiero todo —y diciendo esto, me arrancó la bolsa de la mano, metió sus dedos flacos en ella, la arrojó al suelo vacía y partió, llevándose consigo mis ocho chelines.

Ahora ya podía afirmar, tras la visita de Skinner, y demasiado orgullosa para pedir ayuda, que había llegado al punto en que la desesperación superaba al orgullo. Entonces, a la mañana siguiente, una de esas horribles mañanas en que el agua se había congelado en las cacerolas por la noche, dejé a Lucinda con Agatha Marrow, donde sabía que le darían de comer, y luego, dentro y fuera, dentro y fuera, las puntas de mis botas me llevaron de vuelta a la casa de empeños.

Esperé en la taquilla mientras el hombre se ocupaba de un pobre diablo cuyo rostro evidenciaba más miseria de la que yo era capaz de imaginar. Entregó una manta con la misma expresión de pena que si estuviese entregando a un niño y obtuvo un chelín a cambio. Quise correr tras él y asegurarme de que le quedaba al menos una manta en casa, pero no hubiera servido más que para hacerme sentir mejor frente a su tragedia. Además, temía que su respuesta fuese «no».

—¿Cuánto por mi plancha? —pregunté en el momento cuando la puerta se cerró detrás de mí.

—Cuatro peniques.

—¿Cuatro? ¡Con lo que tengo que pagar para cruzar el puente, no me queda casi nada! ¡Necesito al menos seis peniques!

El hombre negó con la cabeza:

—Entonces, tendrá que darme algo más.

—¡Pero sólo le estoy pidiendo seis peniques! ¿Acaso una plancha no vale eso?

—Tengo veinte planchas ahí —dijo moviendo la mano en dirección a los almacenes que tenía detrás suyo—. Por todas he pagado cuatro peniques, ni uno más. Tenga, cuatro para usted.

—¡Pero yo necesito seis!

—¿Qué más tiene?

—Nada.

—¿Y el anillo? —preguntó señalándome el dedo.

—¡No! ¡No puedo! ¡Es mi alianza!

El hombre se encogió de hombros y me dio la espalda. Pensé en volver a casa, coger mi propia manta, o uno de los chalecos de Peter, para llegar a los nueve peniques, pero necesitaba ir al norte del río esa mañana, y temía que si me retrasaba más terminaría por siempre del lado de los prevaricadores y los desesperados.

—¡Por favor, no se vaya! ¡Ayúdeme! Deme seis peniques por la plancha y se los devolveré, lo prometo…

—No se moleste, señora, Ya he oído lo mismo antes. Deme el anillo, y le pagaré lo que creo justo por él. Si lo devuelve pronto, quizá su marido nunca se dé cuenta de nada.

Así que me quité la alianza y se la di. Me quedé mirando la marca blanca que había dejado en mi piel, a la espera de su veredicto.

—Tres chelines.

—¡Maldito! ¡Vale al menos una corona! ¿Acaso pretende escupir sobre el nombre de mi esposo?

—¿Que es…? —preguntó cogiendo una pluma.

—Damage —respondí mansamente—. Peter Damage. En el 2 de Ivy Street, Lambeth.

Cuando terminó de completar el recibo, me lo dio junto con las tres monedas plateadas.

Y luego dentro y fuera, dentro y fuera, las puntas de mis botas me llevaron hacia el norte, a través de los pantanos donde los bribones (o los que esperan la marea, o los recolectores del Strand, o como se quiera llamarlos) se abrían camino en las aguas poco profundas del Támesis, bajo la lluvia, recogiendo fragmentos de hierro o madera, con sus hijos junto a ellos que, enterrados hasta la cintura en el barro, buscaban con los pies algún trozo de carbón o cualquier cosa que hubiese caído de las barcas, para vender su botín a un chelín los cincuenta kilos. Los observé tratando de encontrar a la familia de Jack, o a Jack, porque Dios sabe cómo estaría ocupando sus días y ganándose la vida sin el taller de los Damage. Finalmente llegué hasta el puente de Waterloo, y junto con los buenos días le di un chelín al cobrador del peaje. Esperé mi cambio de once peniques y medio, pasé por el torniquete y caminé por el puente.

Ahora necesitaba más que nunca el dentro y fuera de mis pies congelados para seguir avanzando. Una vez que pasaban el peaje, los taxis aumentaban la velocidad como para compensar el tiempo perdido, y yo sentía que de no mantener el paso, alguno de ellos, o incluso el viento, me tirarían por el borde del puente condenándome a una muerte helada y maloliente. Pero mientras lo pensaba, me dije que siempre podría agarrarme al pasamanos durante mi caída y quedar colgando de él. Allí estaría yo, colgando del puente, aferrándome con todas mis fuerzas. Quizás evitaría la caída, pero nunca tendría la fuerza suficiente para trepar de nuevo y ponerme a salvo. Además, si lo lograra, lo único que conseguiría era volver a quedar en el camino de otro taxi o recibir otra ráfaga de viento.

La niebla era muy densa sobre el puente: en lugar de quedarse suspendida como una nube, se agitaba y arremolinaba en una corriente rápida, como si el oscuro Támesis que pasaba por debajo fuera una fantasía en comparación con el desbocado río de niebla que debía cruzar. No en vano a este puente se le llamaba el Puente de los Suspiros. El viento me traía los aullidos de las vidas tiradas a la basura junto con sus medios peniques. Desde aquí el mundo parecía tan sombrío que no podía evitar preguntarme cuántos futuros suicidas habían pagado el peaje y solicitado una devolución tras haber cambiado de opinión a mitad del puente. Desde arriba, era imposible decir cómo empeoraría allí abajo.

Y dentro y fuera, dentro y fuera hasta el centro de la ciudad, donde esperaba encontrar ayuda. No osaba llamarla caridad.

Primero visité el Instituto de Ayuda a Mujeres en Desgracia, donde esperé en la cola durante dos horas con el estómago vacío, pero como mi desgracia no era de tipo moral, no tenían tiempo para mí.

Luego me dirigí a la Cofradía de Mujeres Afligidas, pero como no era viuda y no tenía una camada de niños que alimentar, mi aflicción no contaba demasiado.

En cambio, la Sociedad para la Promoción del Empleo Femenino me dio esperanzas; allí afirmaron que poseía cualidades para ser institutriz, y pude haberlo sido si no se hubiesen estremecido cuando sugerí que mi hija me acompañase mientras trabajaba. Pero no tenía alternativa: sin duda, la perspectiva de quedarse sola con su padre inválido para cuidarla le habría provocado convulsiones. Las garras de la pobreza no eran sino las uñas de un gatito comparadas con esa posibilidad.

La lluvia recomenzó durante mi regreso a Lambeth. Dentro y fuera, dentro y fuera, alcé mi falda para que no se salpicase con el agua de los charcos y me envolví todo lo que pude en mi chal. Dentro y fuera, dentro y fuera, pasé frente a las enormes puertas del Hospicio de St. Saviour, y las puntas de mis botas se movieron dentro y fuera de mi falda con la mayor velocidad posible para alejarme de ese lugar maldito. Mucho más que una madre ausente que jugaba a ser institutriz, el asilo habría significado para Lucinda una muerte segura.

Finalmente llegué hasta Remy & Randolph, los más modernos encuadernadores de Londres, donde un guardia me dijo entre bostezos que podía ganar ocho chelines, ¡ocho!, trabajando cincuenta horas por semana como plegadora de papel, siempre y cuando trajese una referencia.

—Aquí prefieren a las muchachas que a las mujeres. Las muchachas son más baratas —me advirtió mientras me alejaba.

Recuerdo que cuando dejaba atrás Remy & Randolph los faroleros comenzaban sus rondas, y me mortificaban toda clase de preocupaciones: que Lucinda tuviese un ataque en mi ausencia, que Peter no regresase nunca, que no tuviese otra opción más que recuperar la maleta de mis padres y venderla, o al menos empeñarla, y obtener así el dinero para vivir otros dos días. Con la caída de la noche se intensificó el frío, y yo movía los dedos de los pies dentro de las botas para intentar no congelarme. Seguí caminando, dentro y fuera, dentro y fuera, a través de New Cut, entre los doscientos puesteros, los vagabundos acurrucados en las puertas de las licorerías y los muchachitos de cinco años que juntaban el estiércol de los caballos para las curtidurías Bermondsey.

La lluvia arreciaba, y pronto mi ropa estuvo empapada. El chal de lana estaba pasado por agua y la falda chorreaba a causa de las salpicaduras de los carruajes que me adelantaban. Pronto todas mis prendas estuvieron húmedas y pesadas, y yo apestaba como un animal mojado. Recuerdo que me envolví en la capa e intenté recoger un poco la falda mojada con la mano, mientras el viento hacía flaquear mis rodillas debilitadas y tiraba al suelo con la falda a mi alrededor como un globo aerostático desinflado. Ya no me quedaba fuerza en las piernas, ni siquiera para ir a buscar a Lucinda a casa de Agatha Marrow. La nariz me goteaba, pero los brazos no tenían la energía suficiente para coger el pañuelo. Incliné la cabeza para, con la gorra, ocultar el rostro a la multitud que me rodeaba.

—¿Necesitas ayuda? —graznó una vieja voz detrás de mí. Hundí más la cabeza en el cuello del vestido y me quedé en el suelo—. Ven, preciosa. ¿La suerte te ha dado la espalda? Estoy seguro de que tienes una historia triste para contar.

Vi un par de elegantes botas marrones algo raspadas y el dobladillo de un abrigo de sarga marrón. Una mano enguantada se me ofreció, pero yo era incapaz de cogerla.

—Ven conmigo —dijo el hombre, ahora con voz más suave.

Me pregunté si no sería uno de esos hombres de las misiones que rescatan a los pobres de la calle y les ofrecen abrigo en la iglesia por la noche, lo que sólo consigue retrasar unas horas su muerte en algún charco de ginebra y cosas peores.

—¿Dónde vives? —preguntó, y las palabras se formaron en mis labios, pero era como si una escarcha las cubriese como una telaraña y no las dejase salir.

Intenté decir que vivía en Ivy Street, junto al Ferrocarril Necropolitano. No muy lejos, podía caminar hasta allí. Pero él no me oía.

Ivy Street. Quizá no fuera una de las mejores calles de Lambeth Palace, ni tan elegante como Vauxhall o Kensington, aunque tampoco era una de esas hileras de chabolas amontonadas al borde del río, o las pocilgas de Southwark y Bermondsey. Ni era tan pura como el suroeste de Lambeth Palace, ni tan terrible como Bedlam, más al sur. Ivy Street se encontraba en una posición intermedia, suspendida entre dos destinos, al igual que yo en ese instante.

—Ivy Street —logré decir finalmente.

Pero el hombre no oyó lo que dije, porque insistió:

—Ven conmigo, y quizás haya redención para ti, te lo garantizo. Conozco un lugar cálido y agradable…

Le dejé ayudarme a ponerme de pie, y cuando me tambaleé un instante pasó la mano alrededor de mi cintura para sostenerme. Unas llaves colgaban de su cinturón. Temblé ante la idea de que se tratase de uno de los agentes del hospicio.

—Y más apropiado que las alcantarillas para una mujer como tú.

Hurgué en mi manga en busca de mi pañuelo, pero no estaba allí.

—Toma, coge el mío.

Levanté la mano para coger el pañuelo blanco que me ofrecía, pero él comenzó a limpiarme la nariz como hace una madre con su hijo. Era una persona amable, a pesar de pertenecer a «ese lugar».

—¿Ya puedes caminar? —dijo ofreciéndome el brazo, pero yo no lo cogí. Avancé un poco el pie derecho e intenté apoyar mi peso en él. Estaba segura de poder andar—. Vamos, cariño.

Comenzamos a caminar juntos, pero no tomados del brazo, aunque yo agradecía su presencia. Llegamos al final de la calle y yo le indiqué con la mano que era suficiente y agradecía su ayuda, pues estaba claro que él iba por un lado y yo por otro.

—No, no, no, guapa. Creo que no me has entendido. Vamos por aquí, es más confortable que la calle y… —bajó el tono de voz— más acogedor.

Sus ojos amarillos se clavaron en los míos, y acercó tanto su rostro que podía distinguir la cera de su bigote. Debajo, su boca seca se deformaba en una malvada sonrisa.

—Entonces, ¿qué eliges, cerdita traviesa?

Y mientras hablaba, las nubes de vapor que formaban sus palabras flotaban entre nosotros, como si yo debiese leer en ellas la verdadera elección que me planteaba:

—¿Qué prefieres, el hospicio o el prostíbulo?