1

Ya llueve, ya llueve,

en el bote hay mermelada,

y todas las muchachas

recogen la colada.

La primera vez que comprendí que teníamos problemas fue cuando Peter se desmayó detrás de la cortina que separaba el taller de la casa, al tiempo que la señora Eeles cruzaba la puerta de la calle. Ya había venido el día anterior, preguntando por él.

—Estaba aquí hace sólo un minuto, preparando la imprenta, o el plano —le dije.

Miré a los demás buscando confirmación, y todos asintieron. El libro de contabilidad en el que había estado trabajando para algún político o similar seguía sobre el banco: un manuscrito desnudo al que estaba tomando medidas para hacerle ropa nueva.

Había también otros indicios, pero decidí ignorarlos hasta que fue demasiado tarde, hasta que me enfrenté a las muchas evidencias de que el negocio estaba yéndose a la ruina, de que nos hundíamos en la pobreza y de que pronto seríamos indigentes. Para mí era como aprender a leer: los garabatos de un libro pueden observarse durante años hasta que, de repente, un día los jeroglíficos parecen reacomodarse en la página, revelando por fin su significado. Así sucedió con el rastro dejado por Peter Damage, y una vez que la verdad se abatió sobre mí, ya no pude ignorar sus largos dedos. La tetera vacía sobre la repisa de la chimenea, los cuchicheos entre Sven y Jack cuando Peter abandonaba la habitación, las interminables maldiciones, incluso delante de Lucinda y de mí… La señal más evidente fue la que yo había elegido ignorar: los ataques de Lucinda eran cada vez más frecuentes y virulentos.

La señora Eeles tenía la nariz larga y recta como un matacandelas, la arrugaba ante el olor del cuero y el pegamento. Todos los que entraban aquí hacían lo mismo, aunque nunca comprendí por qué. Era un olor mucho menos desagradable que el hedor de las calles de Londres pudriéndose bajo la lluvia. La señora Eeles parecía un pollo negro, con su capa triangular de luto que goteaba sobre las mesas. Su rostro enrojecido observaba con agitación las imprentas y armazones detrás del velo, como si fuese a encontrar a Peter entre los recortes de cuero que tapizaban el suelo. Ella solía pavonearse y ofrecer sus mejillas para que la besara, lo llamaba Pete o incluso Petey, le pedía que la llamase Gwin y reía entre dientes arrugando su redonda barbilla sin pudor alguno.

Estaba a punto de explicar el motivo de su visita, pero como eran las doce menos cinco, un tren pasó traqueteando frente a nuestra ventana y la señora Eeles alzó las manos para pedir silencio:

—Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna y otro el de las estrellas, pues una estrella es diferente de otra en resplandor. Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en gloria; se siembra…

Todos inclinamos la cabeza, y yo jugaba con el brazalete de mi madre que rodeaba mi muñeca mientras esperábamos a que el traqueteo del tren de la muerte acabase de sacudir los cimientos de la casa. Cinco años atrás, en 1854, la Necrópolis de Londres y la Compañía Nacional de Mausoleos habían inaugurado el «Ferrocarril Necropolitano» junto a Ivy Street, para poder transportar los cadáveres y sus deudos cuarenta kilómetros hasta Woking, donde habían construido el mayor cementerio del planeta. Yo había oído decir que la señora Eeles, tras heredar inesperadamente una pequeña fortuna de un tío que vivía en las colonias, había comprado a bajo precio las casas al final de Ivy Street. Quien fuere que hubiese vendido las propiedades a la señora Eeles no había comprendido sus inclinaciones: alguien más perspicaz le hubiera pedido más dinero, puesto que para ella era como tener vistas al Parlamento, o a un campo de criquet, si le gustase aquel deporte. El tren llevaba a los muertos hacia sus tumbas, pero a la señora Eeles la transportaba directamente al paraíso.

—… fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el postrer Adán, espíritu que da vida.

La señora Eeles tenía cierta fijación con la muerte. No quiero decir que viviera en un constante sufrimiento mórbido, sino que amaba la muerte con pasión: se regodeaba con el tormento. Le gustaba la muerte como a los niños los caramelos: le hacía perder la cabeza, la llenaba de alegría y le provocaba malestar.

—Perdón por la interrupción —dijo finalmente cuando el momento mortuorio hubo pasado—, pero hay un saldo pendiente con la renta.

Sus ojos recorrieron la pequeña habitación destartalada, apenas iluminada por dos lámparas de gas desnudas debido a que yo había retirado las pantallas para limpiarlas otra vez. Esperaba que no encontrara motivo de preocupación alguno sobre la manera en que cuidábamos su propiedad. Viendo los bancos maltratados, el papel pintado raído y nuestros delantales de cuero gastado, resultaba difícil creer que en este lugar se fabricaban objetos de gran belleza.

—¿La renta? —pregunté con una inocencia genuina.

Peter pagaba a la señora Eeles cada quincena, según sus propios pactos y el acuerdo tácito de que Encuadernaciones Damage no bajaría el nivel de Ivy Street. Ya había habido una tremenda jarana el verano anterior, cuando la señora Eeles había alquilado el número seis a un grupo de muchachas que decían ser bailarinas en la ópera de la Alhambra. La casa tenía goteras y un sótano lleno de grietas, sin importar cuántas veces intentasen repararla. Pero cuando la señora Eeles descubrió que las muchachas eran del tipo «alegre», las echó a la calle con lo puesto y les lanzó sus sugerentes vestidos desde la ventana. Aunque la señora Eeles podía ser un demonio si perdía los estribos, cuidaba sus fincas, a diferencia de otros propietarios. Además, yo había oído decir que su padre, un cantero que trabajaba el mármol, solía arrojarle sus botas a la cabeza, y Peter siempre decía que ella tenía la suerte de tener inquilinos a quienes poder arrojarles las suyas. Ella y Peter mantenían una relación especial, compartían sus obsesiones sobre la respetabilidad y la muerte: nada impresionaba más a Peter que la dignidad de pagar una deuda.

—Lamento tener que mezclarla en esto, querida, pero no he logrado atrapar a su marido en estos días —continuó diciendo—. No es que me preocupe, ustedes son personas honestas, y estoy segura de que no me veré obligada a echarlos a la calle, pero ya han pasado tres semanas y dos días desde el último pago.

—¿En serio? Diré a Peter que se ocupe de ello ahora mismo —contesté.

—¿Y cómo va usted, maestro Jack? Sin duda aquí mantiene los pies bien secos…

—Sí, gracias —murmuró Jack en respuesta, sin dejar de pegar las guardas de muaré de un libro con cubiertas de cuero de becerro sin tratar intitulado Las reglas y prácticas de las compañías de accionarios.

Jack Tapster vivía junto al río, y su casa se inundaba todos los años, pero el río había sido el sustento —o la muerte— de los Tapster desde que su padre había partido una noche después de una gran pelea para nunca más volver. Vivían entre el barro y los desechos. Fue la señora Eeles quien lo trajo ante nosotros, pues aunque los Tapster no eran gente de alcurnia, el destino y la tragedia parecían haberse cebado con ellos, y eso era algo a lo que ella no podía resistirse. Además, a Jack lo llamaban la Calavera, no sólo por la calavera negra que tenía tatuada en el brazo izquierdo, sino por su apariencia de esqueleto y su inusual suspicacia. Jack era para la señora Eeles una especie de recuerdo de que la muerte ronda siempre, y eso era lo que seguramente la había llevado a recomendarlo como aprendiz.

La señora Eeles ni se molestó en saludar a Sven, que era alemán, a pesar de ser el mejor acabador al sur del Támesis. Era un milagro que aún estuviese con nosotros; había llegado con su wanderjahre buscando empleo y nunca se había ido. Estaba trabajando en una plancha de cobre para Reglas y elementos de la guerra (para un mejor gobierno de las tropas de Su Majestad). Sven era el segundo al mando después de Peter, y estaba determinado a no cruzar una mirada conmigo (o con la señora Eeles).

—Peter debe de haberse olvidado, qué raro —dije—. Ha estado terriblemente ocupado, con la Navidad y todo eso.

Me di cuenta de que estaba intentando clavar la aguja en la madera del tambor de coser, mientras Lucinda tiraba de mi falda, pálida como la cera. La señora Eeles comenzó a avanzar hacia la puerta.

—Querida, sé que no tengo nada de qué preocuparme con los Damage —dijo cordialmente—. Sois una joven familia modelo.

A pesar de todo, me agradaba la señora Eeles. Se escandalizaba con las personas equivocadas, pero lo que no sabía era que yo la había visto desde la ventana de nuestra minúscula habitación sentada en su patio trasero, fumando pipa. Tampoco podía decirle, ya que no sabía cómo demostrarle que no me importaba, que me parecía bastante divertida. A veces venía a cobrarnos la renta con los rulos puestos, seguramente pensando que ya se había cepillado el pelo.

Cogí en brazos a Lucinda, y juntas saludamos con la mano a la señora Eeles, que se adentraba en la llovizna sombría. Vivía a la vuelta de la esquina, a dos casas del taller. Su imperio sólo abarcaba esta manzana, pero podía mantener alejada a la gentuza que perturbaba su sentido del decoro, es decir, irlandeses, italianos y judíos. A nuestro lado de la calle había unas quince casas, como una larga hilera de hermanas rojas con los mismos rostros angulosos y los mismos rasgos. Cada casa tenía dos pisos, con dos habitaciones por piso, una al frente y otra detrás, y un sótano, exceptuando la nuestra, la primera (o decimoquinta) casa, en el número dos de Ivy Street, que en lugar de sótano tenía dos pequeñas bodegas, demasiado pequeñas para otra cosa que no fuera almacenar el carbón y el pegamento para las mezclas. Pero la casa también tenía una habitación más delante de la planta baja que ocupaba la esquina (donde, si existiese la planificación urbanística, debería haber una taberna), y allí habíamos instalado el taller. Hasta ahora, los vecinos no se habían quejado de nuestra pequeña industria, a pesar de que hasta el más leve ruido atravesaba las paredes húmedas.

Sonreí a Nora Negley, delante del número uno, con su vieja cabra que siempre entraba en el salón cuando te sentabas a tomar una taza de té. En el número tres vivía Patience Bishop, una viuda a quien no le agradaban las visitas ni el té. Agatha Marrow conducía su carro tirado por un burro en dirección al número dieciséis. Vi que se había traído una nueva sirvienta del orfelinato para que le ayudara, ya que la última había muerto de paludismo de forma fulminante.

—Buenos días, Dora, cariño.

—Buenos días, Agatha.

—Lluvioso, ¿no?

—Lluvioso es la palabra.

—Ah, sí, lluvioso, ¿no?

Cuando las cosas nos iban mejor yo solía darle nuestra ropa a lavar, y aunque sus hijos eran los más desaliñados de toda la calle, me devolvía las sábanas milagrosamente inmaculadas, sin una sola mota de hollín. Pero cuando las lavaba yo, sin importar si las colgaba dentro o fuera, el tizne y la negrura de mi corazón, o de los corazones de la ciudad, siempre las manchaba.

Cerré la puerta en el momento en que Peter volvía de la casa, tímidamente.

—Yo… eh… estaba buscando el ungüento —murmuró—. Se ha terminado el del tarro del tocador.

Se puso a buscar sus gafas con los puños cerrados.

—Sí, se ha terminado —respondí en el mismo tono bajo, apenas alzando una ceja como para que no pudiese reprenderme por cualquier impertinencia.

En invierno, cuando preparé el ungüento anterior Peter lo había rechazado calificándolo de charlatanería. Pero aquel invierno no había sido tan lluvioso como éste.

Finalmente encontró las gafas sobre la mesa de encuadernación. Las recogió con cuidado, pero sus dedos ofrecían un espectáculo horrible y lastimoso, como si se llevase las gafas al rostro utilizando dos ubres de vaca. Pensé sugerirle que se untase mantequilla, pero me contuve, ya que sabía que con el dinero que nos quedaba no terminaríamos la semana, y Peter me regañaría si no tenía mantequilla para su pan tostado. Nos instalamos en medio de un silencio grave y frío. El único ruido que se escuchaba era el del repiqueteo de la lluvia en las alcantarillas y el gas de las tuberías, susurrándonos los misterios de la ciudad. Parecía como si nuestros destinos estuviesen atados a aquel silencio, pero fuéramos incapaces de comprenderlo.

Como de costumbre, a las dos de la tarde llevé a Lucinda de vuelta a la casa, con sus piernas alrededor de mi cintura y su cabeza apoyada contra mi cuello. Sus tersos cabellos rubios caían sobre mis hombros como la capa dorada de una dama. Para Lucinda, yo era la mejor, y a mí me alegraba poder salir del taller y ocuparme de las tareas de la casa mientras ella dormía. Olía los problemas, y no quería que Lucinda tuviese otro ataque.

Lucinda tuvo su primer ataque a los tres días de vida. En aquel entonces yo todavía no tenía leche, ya que tardó algunos días en subirme. Furiosa y hambrienta, la niña gritó con toda su fuerza antes de comenzar a convulsionarse sin control y a ponerse morada.

—Tranquila, pequeña furiosa —la reprimí, y como si me castigase por mis palabras, su cuerpo se soltó con violencia de mis manos y casi se lanzó al fuego.

Su lengüita minúscula le colgaba de la boca y sólo se le veía el blanco de los ojos, mientras ella se retorcía y sacudía cerca de las cenizas, como si tuviese el demonio dentro de su cuerpo y quisiera salir para volver al infierno de donde venía. La cogí en brazos y la abracé con fuerza, y luego la puse sobre la silla y pegué mi cuerpo al suyo mientras sus manitas y sus pies golpeaban mi vientre hasta que por fin se quedó quieta.

Estaba aterrorizada. Incluso llamé al doctor, que me dijo que se le estaban ajustando los dientes, le dio aceite de ricino y me advirtió que la próxima vez que tuviese un ataque, debía sumergirla hasta el cuello en agua caliente. Pero cuando las convulsiones continuaron después de que le hubieran salido todos los dientes no volví a llamar al doctor, ya que el miedo era mayor que la preocupación por el sufrimiento de mi hija. Había llegado a la conclusión de que mi niña sufría del mismo trastorno que había arruinado la posibilidad de llevar una vida normal a mi abuelo, y lo había confinado al asilo a los veinticuatro años.

Una vez, cuando tenía cinco años, los que tiene ahora Lucinda, fui a visitar al viejo Georgie Tanner con mi madre. Más que a mi abuelo, recuerdo a otro anciano en cuclillas frente a su cama, tirando de las sábanas, gritándole:

—¡Su Majestad! ¡Su Majestad! ¡No es posible! ¿Es usted?

Cuando nos acercamos se puso de pie, con las sábanas envolviendo su cintura y los huesos del pecho sobresaliendo a través de su pijama, y señaló a mi abuelo:

—¡Las damas de la corte! ¡Su Majestad el rey George III!

Ofreció una silla a mi madre y se volvió hacia mí, cogiéndome la mano y pegándola a su pecho.

—¡Recuerda! —me susurró, conspirativo—. ¡Mi ejército liderará la rebelión, y entonces gobernaré el mundo!

Cuando miré a mi alrededor para determinar el paradero de su ejército, crucé la mirada de otro hombre, que recostado en su cama se dirigió a mí con una voz pastosa:

—No he comido desde 1712.

Es probable que una niña de cinco años esté mejor preparada que un adulto para lidiar con tales exhibiciones de excentricidad mental. Con ello no quiero decir que la demencia siempre transforma a los adultos en niños, sino que los niños navegan constantemente entre las sombras de la razón, y por ello aceptan mejor las muestras de locura. En efecto, mi madre se sentía más incómoda que yo por la experiencia, y si no la hubiera tomado como ejemplo de cómo reaccionar en tales circunstancias, el recuerdo que tengo de mi abuelo sin duda sería más agradable. En cambio, mi recuerdo de George Tanner es la imagen que mi madre tenía de él: un motivo de sufrimiento, de olor avinagrado, yaciendo inerte en la cama, con los ojos clavados en el techo y la boca entreabierta, de la cual goteaba la última poción química destinada a controlar sus ataques.

No estaba loco, incluso una niña de cinco años podía darse cuenta. Simplemente no había tenido suerte, ya que a los hombres no siempre se los encierra, ni siquiera por locura, aunque haya más hombres locos que mujeres. La locura es femenina. «Es una loca», suele decirse, como quien dice institutriz, o costurera o asesina. Pero no es igual con los hombres. Debería decirlo, pero seguramente terminarían por encerrarme. Durante nuestro noviazgo, Peter me llevó una vez a ver Hamlet en el Teatro Real, y cuando vi a Ofelia supe que no estaba loca. Quería gritar que aquella belleza, con flores en el pelo y hiedra en los dedos de los pies, no podía estar loca. Era Hamlet quien estaba loco, culpándose de esa manera, y también Claudio… No obstante, ¿quién es lo suficientemente valiente para recluir a un rey y a un príncipe? Quería decírselo a toda la sala, pero me hubieran acusado de estar afectada por el calor, y de que las lámparas de gas me estaban perturbando la mente, lo que probablemente era cierto.

Lucinda tampoco estaba loca, aunque cuando se padece el Gran Mal hay que ser cuidadoso. Llevamos una vida tranquila, de acuerdo a lo delicado de su situación: Lucinda me acompaña todas las mañanas mientras coso y preparo los pliegos en el taller, por la tarde me ayuda con las tareas de la casa, y por la noche leemos libros, inventamos historias, cantamos o tocamos el viejo piano. En invierno, nos sentamos junto a la chimenea y pegamos juntas hojas de papel para hacer libros pequeños y simples, encuadernados con trozos de piel o tela del taller. En verano, nos sentamos en nuestro pequeño jardín y pegamos juntas hojas de verdad, y luego colocamos nuestros libros vegetales entre los arbustos para las hadas. He ocultado mi ansiedad a Peter, ya que no es correcto molestarle con preocupaciones de mujer, pero también la he ocultado a la profesión médica. Me arrepiento de muchas cosas en mi vida, y ésta no es una de ellas.

A Lucinda y a mí nos gustaba ayudar a los encuadernadores, y pegar y doblar los pliegos no era difícil. De vez en cuando daba apreciados consejos sobre los libros, y había hecho algunos diseños para las portadas. He disfrutado mucho leyéndolos: las propuestas de ley, las tesis académicas, las historias, las memorias de personajes importantes y los consejos para triunfar en los negocios (Peter mantenía los libros de anatomía lejos de mi alcance). Aquellos tratados me parecían más edificantes e interesantes que las novelas de amor que solían recomendarse a las personas de mi sexo. Leer me hacía feliz: el día de nuestro compromiso, mi padre me había definido ante el padre de Peter, William Damage, como «libresca», y aunque supe que no lo había dicho como un halago, funcionó bien en mi pareja con el aprendiz de encuadernador de mi padre.

Seguramente a la hija de un encuadernador se le puede disculpar el amor por los libros, pero mi padre no asumía responsabilidad alguna al respecto. Culpaba a mi madre, que había sido institutriz antes de casarse. Según él, ella había cometido el error de criarme en el estilo de sus jefes, expandiendo, como consecuencia, mi intelecto más allá del interés de cualquier pretendiente que sus ingresos me pudiesen brindar. Estaba convencido de que no sólo sería una solterona, sino que tampoco tendría amigos, ya que me convertiría en alguien intelectualmente superior, aunque no económicamente, a las mujeres de mi clase. Así fue como aprendí a guardar en campanas de cristal mi amor por los libros, la política y el arte, inamovibles en la repisa de mi vida, y permití que se cubriesen con el polvo de la dejadez.

Mientras Lucinda dormía, retiré las plantas del alféizar de las ventanas, sacudí el polvo de los visillos de muselina, limpié los cristales con té frío para que la escasa luz del exterior pudiese pasar a través de ellos, alegrando un poco la habitación oscura con vistas al norte y ahorrándonos algunas velas, y finalmente limpié las lámparas. Dispersé las hojas del té del día anterior sobre las alfombras, las barrí junto con el polvo y lo deposité todo en la chimenea para quemarlo. Quizá los vecinos me hubiesen rechazado por no fregar el suelo, pero no quería añadir más humedad al ambiente y agravar el estado de Peter, así que me puse de rodillas y me concentré sólo en las zonas más sucias, frotando, limpiando y secando en el mismo movimiento. Quité los escarabajos, las arañas y las lepismas de los rincones de la cocina, bajé a la habitación donde Peter preparaba la cola, junto al depósito de carbón, y llené el cubo de agua. Froté los cacharros con arena y me puse a limpiarlos mientras la ropa colgaba sobre mi cabeza, prendida en el tendedero del techo sucio. Cada vez que volvía la cabeza, me golpeaba las mejillas algún trozo de ropa húmeda, como si un fantasma estuviese intentando intimar conmigo. El letargo se instaló junto a mí mientras trabajaba, y con él una ira silenciosa que me resultaba familiar: ésta era mi vida, éstas las paredes de mi existencia y los límites de mi esperanza.

Yo tampoco era un ama de casa particularmente buena. A pesar de mis esfuerzos, la casa nunca estaba lo bastante limpia. Era como si siempre faltase algo. Mi madre había sido un verdadero general del ejército en su manera de mantener impecables nuestras casas, primero en Hastings y después la que alquilamos en el Soho. Yo, en cambio, libraba una guerra que nunca ganaría, e incluso si alzase mi bandera blanca para rendirme, la bandera sería más bien de un gris sucio, por lo que nadie entendería que me estaba rindiendo. Pasé los primeros años de nuestro matrimonio esperando que Peter se diese cuenta de que yo no me concentraba especialmente en la perfección de las tareas hogareñas. Cuando al fin lo asumió, no pude evitar sentirme siempre culpable por haberle fallado. Si hubiésemos ganado cien libras más al año podríamos haber pensado en contratar a una joven sirvienta buena para todo que buscase su primer empleo, pero nunca lo conseguíamos. Antes pagábamos a una mujer para que me ayudase con las tareas más pesadas y la ropa una vez cada quince días, pero ahora ya no podíamos permitírnoslo. Tener una sirvienta era la máxima aspiración de Peter, no para aliviarme del peso de la casa, sino porque hubiera sido la prueba de un cierto ascenso social.

Sin embargo, la enseñanza preferida de mi madre, que también ofrecía a las niñas a su cargo (aunque nunca a los niños), era «lo que sea que desees, redúcelo a la mitad». Tanto si soñábamos con galletas a la hora del té, o con recuperarnos rápido de una enfermedad, mi madre afirmaba que, si se reducen las expectativas a la mitad, nunca se estará demasiado desilusionado. Así fue como aprendí que una niña educada sólo toma la mitad de lo que desea, y aprende a contentarse con ello. Y eso fue lo que hice, al menos en lo que respecta a Peter y a nuestra vida en Lambeth.

Tenía el blusón, el delantal, la gorra, el rostro y los brazos mojados y sucios, pero eran las cuatro, y Lucinda se estaba despertando. Así que me sacudí la ropa polvorienta y manchada, bajé a la niña a la cocina y la senté en una silla mientras preparaba la cena de Peter: huevos y albóndigas con patatas. Como el viento soplaba fuera con fuerza, no dejaba la cacerola destapada mucho tiempo, por miedo a que entrase hollín por la chimenea.

—¿Estás haciendo sopa de hollín para papá? —preguntó Lucinda detrás de mí.

—No, cariño, estoy preparando un estofado de tizne —respondí, besándola y acariciando su cabello alborotado por la siesta.

—¡Mmm! Me gustaría un poco de caldo de mugre.

—Y lo tendrás. Tan sólo espera a que el viejo señor viento sople un poco más de hollín por la chimenea, y lo atraparemos en la sartén para freírlo como corresponde.

En ese momento, Peter entró como una tromba del taller, con tal fuerza que temí que le provocase un ataque a Lucinda. Me gritó, dio puntapiés a la pata de la mesa como si quisiera que fuese yo e ignoró a Lucinda, que se acurrucaba en mis brazos.

—¿Dónde está? Debería haber uno en algún lado. ¿Dónde los has puesto, mujer?

—¿Qué estás buscando?

—Un cabo de vela, un cabo de vela. Jack ha olvidado encerar las cuerdas para una cubierta. Otra vez. Así que tendré que hacerlo yo. Otra vez.

Ni él ni yo sabíamos en este momento que sería la última cubierta que haría. Yo aún era incapaz de leer las señales.

—Aquí tienes uno —dije—. Y bebe esto antes de volver al taller.

—Es espantoso, y no funciona —contestó, pero aun así lo bebió y volvió a sus asuntos en el taller.

Peter tenía razón. La salicina no parecía ofrecer el alivio que prometía al dolor de sus maltrechas articulaciones.

Mientras que Peter era algo gordito, yo era más bien angulosa. Él solía quejarse de que era como dormir con un bastón, pero más que huesuda yo era musculosa, con brazos poderosos y hombros anchos, sin pecho ni caderas de los que merezca la pena hablar. Yo era consciente de que mis músculos me restaban feminidad. Mi nariz respingona y mi pelo lacio construían un rostro sin belleza. Sólo destacaba mi mentón, redondo y saliente como una protuberancia en una hogaza de pan. Éramos como Jack Sprat y su esposa, pero al revés. Quizá no sea correcto que yo describa los dedos de Peter como gordos: no eran gordos, al igual que la barriga de un desnutrido no es gorda, sino el peor síntoma del hambre. Los dedos de Peter eran el peor síntoma de otra cosa, y yo no sabía de qué. Su hermana Rosie me contó que al nacer casi se asfixió con la membrana amniótica, y que a los cuatro meses ya había secado de leche a su madre. El pecho de su madre se rindió ante él, y él ante su madre, puesto que ella era más bien adepta a la ginebra, mientras que Peter se convirtió en el representante de la mesura en cuanto comenzó a hablar. Sin embargo, a pesar de su moderación, Peter era capaz de beber litros y litros de agua o té. Hoy ya se había bebido nueve tazas de té, y se bebería otras seis antes de que terminara el día. Tres por cada una que tomaba Jack, cuatro por cada una que tomaba yo. Pero el té no era caro, y siempre me quedaban hojas para limpiar el polvo cada tarde. Además, era su único exceso, y yo creía que todo hombre debe cometer uno. No tiraba el dinero en la taberna, así que yo podía perdonarle su medio kilo de té semanal.

A las seis y media ventilé el pijama de Lucinda junto al fuego, luego la acosté, le leí una historia y la escuché mientras rezaba.

—Mamá… —me dijo en ese tono de voz que anuncia una pregunta difícil.

—¿Sí?

—¿Y si Dios no me cuida esta noche y pasa algo malo?

—Dios siempre cuida de ti, pequeña.

—Pero igualmente pasan cosas malas.

—Es cierto, aunque quizás ésa es la voluntad de Dios.

A pesar de que yo no lo creía, era lo que me habían dicho, y era lo que yo le decía, y lo que ella también diría a sus hijos, para que la conspiración no se detuviera nunca. Además, no tenía una respuesta mejor.

—¿Por qué Él quiere que pasen cosas malas si nos ama?

—Algunas cosas no pueden evitarse. Pero a ti no te sucederá nada malo esta noche.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo sé.

—¿Porque tú no lo permitirás?

—Exacto. No lo permitiré.

—¿Y si una araña entra en mi habitación y quiere meterse en mi cama?

—Deberás decirle que se vaya.

—¿Y si la mamá de la araña le dijo que me diga a mí que me vaya?

—Entonces me llamas, y yo vendré a acostarme contigo, y la araña verá que yo soy más grande que su mamá. Ahora, a dormir. Buenas noches.

—Buenas noches.

Y mientras salía de su habitación, como de costumbre di las gracias a Dios por habernos permitido vivir otro día, incluso si Él deja que sucedan cosas malas.

El reloj que había en la repisa de la chimenea marcó las siete cuando bajaba las escaleras. Eché un vistazo al salón, particularmente oscuro esa noche. Las paredes estaban empapeladas con ramilletes de flores marrones, y la única fuente de color era el mantel azul redondo de la mesa. A su alrededor se acomodaban cuatro sillas con respaldo de barrotes. Y frente a la chimenea, sobre una alfombra descolorida con motivos florales, había una silla tipo Windsor y un sillón con el tapizado gastado. En la pared de encima de la chimenea colgaba un viejo cuadro de La anunciación, y bajo él, sobre la repisa, el reloj negro de mármol, con un tarro de papel enrollado a un lado y una caja de cerillas al otro. Escuché cómo Peter se despedía de Jack y de Sven a través de la cortina, así que comprobé que las zapatillas de Peter estuviesen tibias por el fuego de la chimenea y que su pipa estuviese llena de tabaco fresco. Sabía que Jack lo estaba ayudando a ponerse el abrigo, y oí las llaves cerrando la puerta exterior del taller.

Peter saludó a Jack y a Sven mientras se alejaban por Ivy Street antes de caminar unos metros por la acera hasta la puerta principal de nuestra casa. Por supuesto, podría haber cerrado el taller desde dentro cuando todo el mundo hubiese partido y entrar en casa a través de la cortina. De esa manera se hubiera mantenido al abrigo del frío y la lluvia, pero los vecinos de Ivy Street se habrían quedado sin esta escena cotidiana, que veían todos los días.

Cuando se abrió la puerta de la casa, yo estaba esperándolo detrás de ella. Le retiré el abrigo y me agaché para cambiarle las botas por las zapatillas. Colgué el abrigo y dejé sus botas frente al fuego, separé su silla de la mesa y le serví su cena sin decir una palabra. Peter se quitó las gafas y comió rápidamente, sin placer. Entre bocado y bocado, me daba una conferencia sobre lo que se comentaba en el seno de la Federación de Encuadernadores del Sur de Londres.

—Hoy en lo de Remy han despedido a doce hombres, incluyendo a Frank y a Bates. Doce hombres, ¿te das cuenta? Han contratado a veinte mujeres, casi niñas, desde las navidades, y todas han conservado su empleo. Es un abuso, una desgracia terrible. Frank tiene seis hijos que mantener, y su Annie, Dios la tenga en Su gloria, murió de fiebres en el parto. Bates está acabado, sin duda terminará en la calle con el resto de su familia. Doce hombres, con esposas y sólo Dios sabe cuántas bocas hambrientas que alimentar.

Me señaló con el tenedor, del que colgaba un trozo de huevo que goteaba sobre la mesa.

—¿Por qué contratan mujeres? Eso es lo que yo me pregunto. No son lo suficientemente fuertes, ni lo suficientemente derechas. La encuadernación necesita una mente lineal y mano firme, sentido de la dirección y la rectitud. Las mujeres no pueden concentrarse en una sola tarea. Están acostumbradas a las actividades circulares de las tareas del hogar, una ocupación que nunca termina. —Para ser un hombre tan curvo, Peter pensaba de manera muy recta—. Terminar un trabajo es una carga demasiado pesada para ellas. Vale, puedes darle a una mujer el trabajo de más baja calidad, que haga revistas, que prepare el papel, que cosa los pliegos, que los doble… incluso puedes dejarle clavar de tanto en tanto, pero nada más.

Comía otro bocado y continuaba su perorata justo después, escupiendo las patatas.

—¿Dónde está la seguridad? ¡Las mujeres son las reinas del «mientras tanto»! «Voy a casarme algún día, pero mientras tanto trabajaré». Si eso no es egoísmo, no sé lo que es. ¡Y siguen trabajando una vez casadas, cuando su esposo ya lleva un salario a sus casas! ¡Y aun cuando ya tienen una familia! ¿Cuál es el resultado? ¡Niños abandonados por sus madres, mientras que un hombre honesto con una esposa obediente debe luchar para alimentarlos a todos con su único salario!

Tragó apuradamente, y lo acompañó todo con un gran sorbo de agua. Luego cogió otro bocado, pero el agua se le escapaba por la comisura de los labios, así que giró la cabeza a un lado, alzó el hombro derecho y se limpió la boca con la camisa, para poder seguir hablando sin soltar el cuchillo y el tenedor.

—La calidad de su trabajo es menor. Venderán un trabajo mal hecho, a cambio de menos dinero. Y sus expectativas también son menores. ¡Cobran dos peniques la hora! ¡Yo cobro un chelín, pero no ofrezco la misma calidad que ellas por dos peniques! ¡Su trabajo es inferior, no vale nada!

Atravesó otra patata con el tenedor, pero se deshizo entre las puntas. Volvió a intentarlo.

—Demasiadas máquinas —refunfuñó—. La mecanización implica una feminización, lo que tiene bastante sentido. He prometido a los de la Federación que mañana iré a echarles una mano.

En un nuevo intento fallido de clavar una patata tiró el tenedor al suelo. Mientras intentaba recuperarlo, lo vi parpadear, y finalmente se rindió, se frotó los dedos y se hundió en un silencio incómodo y en las verdaderas razones de su ira.

Porque ahora sus dedos eran como los puros que antes fumaba al final de la jornada, antes de pasarse a la pipa. Como llevaba la camisa arremangada vi también la hinchazón de sus puños y sus brazos. Apenas se distinguían las articulaciones. Me entró la necesidad de pincharlo con una de mis agujas de coser; no por malicia, sino porque estaba segura de que un pinchazo liberaría los litros de líquido atrapados bajo su piel y calmaría su sufrimiento.

No había parado de llover entre noviembre y enero. Cualquier otro encuadernador se habría regocijado de ello, ya que el clima lluvioso mantiene el cuero húmedo y maleable. Peter seguramente extrañaba el verano anterior, cuando el negocio iba mejor y yo tenía que llevarle toallas mojadas cada hora para envolver los libros. El calor había sido insoportable, pero a pesar del hedor era una alegría para nosotros, ya que por una vez las articulaciones dejaban en paz a Peter. Ese año tuvimos el verano más húmedo que recordábamos, sin contar con que también nos enfrentábamos al invierno más frío. A Peter el reumatismo siempre le había entorpecido el trabajo, pero esta ciudad eternamente húmeda lo había transformado en una esponja humana. Yo me daba cuenta de que su dolor era tal que a veces Peter hubiera querido ser arrastrado por los torrentes de lodo gris, a través de las cloacas y hacia el mar, para terminar finalmente con su vida.

Le traje su pipa y se la encendí mientras él la chupaba ávidamente. Luego me senté con mi costurero en la silla junto al fuego y me puse a remendar calcetas. Peter siguió sentado a la mesa, fumando su pipa, y durante un momento escuchamos la lluvia saturada de hollín martilleando contra las tejas del techo, y las ruedas de los carros chorreando sobre los adoquines. Me imaginaba a los hombres empapados fuera, buscando una taberna donde sentarse junto al fuego y entrar en calor, junto a otros hombres silenciosos que también buscaban calor, antes de regresar a sus habitaciones, donde no los esperaba una mujer que se ocupase de ellos (o los esperaba una mujer incapaz), nadie que cuidara de que no se metiesen en la cama con la ropa mojada. Siempre le agradecí a mi buena estrella no haberme casado con un bebedor o un jugador, pero Peter me diría que no era cuestión de suerte, sino la combinación de sus valores modernos y mi razonable administración de la casa.

Peter lanzó un gruñido, dejó la pipa a un lado y se frotó las manos.

—Dora —suspiró, y yo levanté la mirada—. No me gusta comentar las cuestiones del trabajo que corresponde al hombre entre estas cuatro paredes, y encima con mi esposa, pero me temo que no puedo ocultártelo más tiempo. —Hablaba por la nariz, como si se tragase las palabras que pronunciaba. Dejé mis agujas a un lado, y él asintió con reconocimiento—. Eres una buena esposa, y has sido de gran ayuda en el taller —volvió a coger la pipa y parpadeó—, pero tenemos problemas.

Sus ojos buscaron mi rostro para comprobar cómo reaccionaba, y finamente clavó la mirada en sus manos hinchadas. No esperaba verlo tan abatido. Mechones de cabellos grises poblaban su cabeza. Decidí que le dejaría hablar, y luego iría hacia él y le alisaría el pelo, incluso, si me dejaba, besaría su frente. Para lo que aspiraba a ser, Peter nunca iba bien arreglado.

—Yo… —Los sonidos de la húmeda ciudad de Londres crecieron a nuestro alrededor, como si intentasen ahogar la espantosa indecencia de un hombre a punto de llorar—. Ya no puedo seguir trabajando. —Peter hinchó el pecho y aspiró las lágrimas con fuerza. Tenía los labios rojos, húmedos y carnosos como los de un bebé, frunciéndose y haciendo pucheros bajo su bigote gris, como buscando algo que se encontraba debajo de su piel—. Me duelen las manos.

Hablaba como Lucinda cuando se caía, sólo que más grave.

—¿Quieres que llame al doctor Grimshaw? —pregunté—. Quizás es momento de que te hagan otro sangrado, o un enema para liberar tus entrañas.

Pero yo no quería invocar al doctor Grimshaw con su maletín negro, sus cuchillos y sus sanguijuelas. Podía mirar fijamente sus ojos maléficos y mostrarme tan imperturbable como una duquesa, pero por dentro temblaba temiendo que Lucinda tuviese uno de sus ataques en su presencia. Además, no teníamos dinero suficiente para una visita nocturna. Incluso durante el día nos costaría pagarla.

—No es cuestión de sangre ni de intestinos —escupió Peter con furia—. Ya no puedo trabajar. Estas manos… estas manos no me lo permiten. No puedo trabajar. No puedo encuadernar libros.

—Pero… ¿Y Jack? ¿Y Sven? ¿No podemos…? —comencé a decir, sin comprender.

Peter descartó sus nombres con un movimiento de manos, como si se tratase de moscas.

—No seas ridícula. En tu ignorancia, quizá pienses que todo lo que se necesita para encuadernar libros es un pasador, un acabador y alguien que doble y cosa, pero, francamente, sería absurdo dejar el taller de Damage en manos de un aprendiz, de un obrero, o de… ¡de una mujer!

Si algo se podía decir a favor de Peter era que trabajaba codo a codo con sus empleados.

Se puso de pie con una mueca, y comenzó a dar vueltas por el salón.

—No pueden hacerlo, Dora —admitió finalmente con un hilo de voz—. Lo intentamos hoy, lo hemos estado intentando durante semanas, por las tardes, cuando no estabas, sin embargo, no poseen la habilidad necesaria. Jack es lo bastante fuerte para ser pasador, pero es demasiado joven y está verde. Sven es tan buen acabador como yo, pero… en fin… él…

La habitación estaba helada, y me di cuenta de que el fuego de la chimenea se estaba debilitando. Me pregunté si Peter se molestaría si me ocupaba del fuego mientras hablaba.

—Además… —siguió tras una pausa, y su voz era aún más baja que antes—, Sven va a dejarnos. Ha comprendido que aquí no tiene futuro. Es demasiado bueno para seguir con nosotros, y se irá con Zaehnsdorf por veinticinco chelines a la semana. Yo le ofrecí dieciocho y me respondió escupiendo al suelo. ¡Maldito alemán, escupió en mi suelo!

Peter le dio otra chupada a su pipa y advirtió con disgusto que se había apagado de nuevo, por lo que se dirigió con sufrimiento hacia la chimenea para recuperar una cerilla utilizada que había sobre la piedra. Sus dedos gordos y redondos apenas podían coger el pequeño trozo de madera, y sus uñas, que hubieran podido ser de gran ayuda, estaban enterradas profundamente en sus carnes hinchadas. Me arrodillé junto a él y cogí la cerilla, la acerqué a las llamas y esperé a que se encendiese. Con dificultad, la pasamos de mis dedos a los suyos. Debía al menos conservarle la dignidad de encender su propia pipa.

Una vez encendida la pipa, Peter era incapaz de ponerse de pie: no podía apoyar las manos en el suelo para levantarse, o cogerse de algo para ayudarse. Yo me quedé detrás de él unos instantes, observando su cabeza despeinada, que se movía arriba y abajo, y escuchando sus bufidos y quejidos. De pronto, mis manos decidieron por mí, e hicieron algo que mi cabeza nunca hubiera permitido: se deslizaron bajo sus axilas y tiraron de él con fuerza hasta ponerle de pie.

No podría decir quién de los dos estaba más sorprendido. Supongo que ambos lo estábamos, pero Peter parecía estupefacto a causa de mi fuerza. Quizá no se había dado cuenta de que cargaba todo el tiempo con nuestra patilarga niña, que ya no era un bebé. Era como si Peter no supiese que los músculos se desarrollaban con el trabajo tanto en la fábrica como en casa, unos músculos que podían alzarse y aplastar a los hombres fofos que tenían el poder. ¿Acaso mis músculos no trabajaban dieciocho horas al día, para luego derrumbarse sobre la cama, demasiado cansados hasta para soñar?

—¿Qué vamos a hacer? —pregunté en voz baja, como intentando compensar la fuerza de mi cuerpo y recuperar un aspecto más femenino.

—¿Qué se puede hacer? —respondió con dureza, aún sorprendido por nuestro último contacto.

«Contratar a otro obrero», quise decir, furiosa por su enojo. ¿Acaso no era la respuesta obvia? Pero por supuesto me quedé callada, ocupándome de reavivar el fuego para devolver algo de calor a la habitación, avergonzada de lo que mis manos acababan de hacer.

Peter retomó su razonamiento, esta vez con un tono de voz solemne:

—No nos quedan muchos libros para terminar, y no tenemos nuevos encargos. Los libreros están perdiendo su fe en Encuadernaciones Damage. Herzina ya no nos compra. Chancellors nos ha abandonado. Barker & Bobbs simplemente nos ignora. El único que nos queda es Diprose, Charles Diprose. Es un especialista en libros de medicina, anatomía y esas cosas. No tiene sentido que vaya a verle ahora, pero he oído decir que apoya a los sindicatos.

—Podríamos mudarnos —dije tímidamente tras una pausa.

A cualquier persona sensible no le hubiera parecido una idea tan mala. Hacia el norte, cerca del río, o hacia el sur, cerca de las fábricas; el ambiente sería más insalubre, pero la renta bajaría sensiblemente. Claro que eso también implicaría un descenso en nuestro estatus: mudarse a una propiedad que costase menos de diez libras al año equivalía para Peter a perder su derecho a votar. El alquiler de nuestra casa costaba veinticinco libras al año, y una reducción de ocho o diez libras hubiera sido una ayuda significativa.

—Es ridículo —fue lo que me respondió—. Completamente ridículo. ¿Acaso tengo que volver a explicarte el daño que representa para nuestra posición social mudarnos a un lugar más barato? Te suplico que no intentes reflexionar más allá de las capacidades de tu sexo y de tu experiencia, y que reconozcas lo que significa perder nuestra casa y nuestra posición. Significaría que hemos fallado, sería indecoroso, indigno de un… de un verdadero hombre. ¡Tenemos un apellido respetable, y debemos preservarlo cueste lo que cueste!

Pero Damage no era un apellido respetable, y no tenía sentido pretender lo contrario. «¿Dónde está el daño?»[1], preguntaban tarde o temprano todos los libreros aspirantes a cómicos cuando venían en busca de sus libros, siempre creyéndose originales. Y en cuanto a mí, en el momento en que me casé me convertí en una mercancía dañada. Mi madre, la institutriz, solía decir: «¿Damage? Dommage!»[2], y yo sabía a qué se refería. Además, Peter nunca estuvo ansioso por continuar la línea de su apellido. En nuestra noche de bodas me llevó a nuestra habitación, donde había preparado un baño, y esperó fuera mientras me ordenaba a gritos que me frotase bien en todas partes con jabón fénico y bicarbonato. Cuando estuvo completamente satisfecho de mi limpieza, realizamos el acto en el que Lucinda fue concebida, pero antes de que yo pudiese llegar al clímax Peter pensó que estaba teniendo un ataque y que, como mi abuelo, tendría convulsiones. Lo hicimos otras dos veces después del nacimiento de Lucinda, ambas precedidas de jabón fénico y bicarbonato, lo que quizás explica mi aversión a las tareas de limpieza. Recuerdo haberle propuesto una tercera vez, algunos meses después, a lo que me respondió sorprendido: «¿Para qué quieres hacerlo?», como si le hubiese propuesto robar un globo aerostático para ver si podía llevarnos a la luna. Era una actitud inapropiada para una madre y esposa respetable. Poco a poco aprendí a no desearlo, y si alguna vez osaba proponerle tener más niños, Peter me hacía callar, preguntándome para qué quería traer más niños a este terrible mundo, antes de responder él mismo a la pregunta. Me decía que no quería que yo muriese dando a luz a nuestro décimo hijo, como le sucedió a su madre, que los dejó a él y a los siete que sobrevivieron al cuidado de su hermana. Y cuando ésta partió para trabajar de sirvienta, la responsabilidad no recayó sobre Peter, Tommy o Arthur, los mayores, sino sobre Rosie, que a los diez años debió cuidar de todos ellos. Al menos por aquel entonces, Peter ya trabajaba de aprendiz en el taller de encuadernación de mi padre, y Arthur preparaba su ordenación sacerdotal de la mano del obispo de Hadley, quien protegía a su familia, por lo que la vida ya era menos hostil para los Damage.

Peter llevaba callado un buen rato. Yo no creía que estuviese analizando mi equivocada sugerencia. La verdad era que Lambeth no había sido lo que esperábamos. Elegimos el lugar con la mejor de las intenciones: Peter era aprendiz en el taller de mi padre en Carnaby Street, y vivíamos en el piso de arriba, hasta que tuvimos que comenzar a buscar nuestra propia casa debido a mi embarazo. En ese momento mis padres murieron: mi madre de cólera, por haber bebido de la famosa bomba de agua de Broad Street, y mi padre poco tiempo después, a causa de una enfermedad pulmonar, aunque yo sospechaba que su corazón roto había tenido algo que ver. Yo estaba embarazada de cuatro meses. Podríamos habernos quedado en Carnaby Street, puesto que ya no necesitábamos mudarnos por falta de espacio, pero Peter estaba decidido a llevar a su preciada esposa y a su futura hija a un lugar más limpio. Elegimos Lambeth porque la Compañía Southwark & Vauxhall brindaba el servicio de aguas, y las cañerías llegaban a todas las casas, pobres y ricas, grandes y pequeñas. Pero los miasmas de la ciudad seguían envolviéndonos como un velo opaco, y con todos los pobres y huérfanos, y los tañidos de las campanas del hospicio, era como si nunca nos hubiésemos movido del Soho. Además, no nos iba mucho mejor que a los habitantes del hospicio: era todo lo que podíamos permitirnos, y todo lo merecíamos. Mientras andábamos recorriendo el barrio en busca de un lugar razonable, en la delgada franja de salubridad entre el río, al norte, y las barriadas infectas del sur, las palabras de William Blake comprimieron mi pecho:

Hay en Lambeth un grano de arena que Satán no puede encontrar. Tampoco sus demonios lo encuentran: es transparente y tiene muchos puntos de vista.

Pero en la época de Blake, en su casa en Hercules Place, Lambeth todavía era un lugar bendito: para él era un lugar sagrado. Pero para mí era tan difícil como para Satán encontrar ese grano de arena, e Ivy Street y la protección de la señora Eeles frente a posibilidades más sórdidas parecía ser lo máximo a lo que podíamos aspirar.

Peter seguía sin decir nada. Sin pensarlo, pero de alguna manera reconociendo la necesidad de reducir los gastos, me puse de pie y bajé la intensidad de la lámpara. La habitación se oscureció, y parecía más pequeña a medida que aumentaban las sombras danzantes del fuego.

Miré a mi esposo, quien no me miraba, a través de la penumbra. Pasamos el resto de la noche escuchando el golpeteo de la lluvia sobre los adoquines.

Si aquella noche se iluminaron las calles de Lambeth, no fue para nosotros.