Aquellos labios desconocidos

Todos los viernes la profesora de literatura otorgaba a sus alumnos el honor de realizar un examen de ortografía. El negro se fundía sobre el blanco de posibilidades infinitas en la mente de Roberto, el cual con cada palabra que escribía perdía dos más en su recuerdo. Lo notó justo en el momento de poner su nombre en la parte superior. Desaparecieron seis palabras de su memoria. A pesar de ello, continuó con el primer ejercicio, pues aquellas palabras ya formaban parte del recuerdo de lo que alguna vez había recordado. Cada vez dudaba más acerca de lo que debería escribir o no. Las lagunas se sucedían una tras otra y, a continuación, gracias a lo recurrente de la imaginación de Roberto, le vinieron a la mente paisajes inundados de lagos infinitos, perfectos, que confluían en un pequeño reloj de agua.

«Quedan quince minutos para terminar el examen», dijo la profesora. Para aquel entonces, Roberto apenas recordaba algo de su lengua materna y a duras penas logró entender lo que había comentado aquella mujer vestida con pantalón vaquero y blusa de color blanco. Había mesas alrededor y gente anónima garabateaba trazos negros sobre hojas en blanco. Miró angustiado en torno y, de pronto, fue consciente de que él mismo había estado salpicando de (¿cómo se llamaba… tinta?) aquella extensión blanca, infinita, inalcanzable que se dibujaba ante él. Aquel blanco eterno lo abismó en sus propios pensamientos, en aquella nada huérfana de palabras, vacía de significación.

«El examen ha terminado. Tengo que recogerlo», dijo de nuevo la profesora. Pero Roberto no entendió nada de los sonidos que emitían aquellos labios desconocidos.