La confesión del difunto

—Y, entonces, ¿cuál fue la determinación que se tomó con ellos?

Darío vestía una camisa bajo la cual el vello del pecho pugnaba por salir hacia el exterior, como si buscase el aliento perdido en aquel antro de mala fama, aunque de buen vino, llamado «La bodeguita».

Su interlocutor fumaba constantemente un cigarrillo tras otro. Negro, de los más baratos, preferiblemente. Siempre había pensado que liarse uno mismo el tabaco era de bohemios, de niñatos. El Romo siempre repetía el mismo ritual cada vez que fundía una cajetilla (lo cual ocurría al menos un par de veces cada día): disimulando malamente su malestar, hurgaba en el interior del sucio anorak marino, observaba el tesoro efímero conseguido, le arrancaba el chivato sin miramientos y, con una fuerza medida, golpeaba la cabeza del reo hasta que el primer incauto tenía la osadía de sobresalir de entre sus iguales.

—Se les iba a llevar a juicio, por supuesto —contestó ya con el cigarrillo besándole el labio inferior.

La bodeguita estaba hasta los topes aquella mañana aún fría de marzo. El camarero no paraba de gritar con una bandeja en cada mano el nombre del que había pedido el surtido de ibéricos y el lomo de cerdo al jerez.

—Lo nuestro no está todavía. —Le faltaba la interrogación a las palabras de Darío. El Romo hizo un gesto de indiferencia.

—Se les llevó a la comisaría, claro.

—Pero eso no consta en ningún informe…

—Claro que no. Ellos no han estado detenidos en ningún momento. —Y el Romo soltó una carcajada que casi le hizo expectorar lo poco húmedo que transitaba por sus pulmones. Prosiguió—: Aquí en Sevilla no las llamamos por su nombre. Casi siempre decimos «la uno norte» o «la tres sur». La comisaría es un piso que se encuentra en el barrio de Triana. Nada oficial, ya me entiende.

—¿Y allí qué se hace?

—Se consigue información. —El Romo le dio una buena calada al cigarrillo y, por unos momentos el humo difuminó sus duros rasgos—. Pero no era el caso. Los tipos con los que tratábamos eran unos auténticos profesionales, de ahí que algunos otros policías como yo estuviéramos metidos en esa mierda.

—Si dice que no buscaban información de ellos, ¿qué es lo que podían conseguir?

—Ése era el caso —contestó el policía—. Ya lo sabíamos todo de ellos.

El camarero por fin gritó el nombre del otro, de Darío, el periodista que servía al Romo de confesor o, al menos, el que le daría la extremaunción. Se levantó impaciente, no tanto por la comida que les esperaba sobre aquel suculento plato con chorizo picante, queso manchego y jugoso jamón de bellota, sino por la delicatessen periodística que el Romo le servía en bandeja de oro. Tal vez, la comida los podría distraer del objetivo fundamental de la entrevista, de modo que lo más conveniente sería terminar con todo aquello cuanto antes (lo del plato, se entiende).

El policía comenzó a hablar sin ningún pudor, a la vez que masticaba gustosamente el jamón de «La bodeguita». Aprovechó sin duda el tiempo que el negro le dejaba para comer o dormir.

—Esta gente era profesional; y alguien de arriba determinó que podían ser valiosos.

—¿Sabe quién le dio la orden?

—Siempre es un mando. Lo jodido es que uno nunca sabe quién es a ciencia cierta. Si estuviera metido en este mundillo vería que uno se va enterando de las cosas. Sin más. —El Romo le pegó un buen trago al tinto de la barra—. Los tipos, los de la banda, eran unos asesinos implacables.

—¿Españoles?

—En absoluto. Del Este. Al parecer ex combatientes del ejército ruso repudiados en su país. Debería haberles hecho una foto cuando estaban en la silla e incluirla en su reportaje. Los tíos no se inmutaron lo más mínimo. Con un par, sí señor. Lo que decía es que nos llegó la orden. La información que pudieran tener ya era de sobra conocida por quien debiera conocerla. Lo que había que hacer con ellos era borrarlos del mapa, pero no en el sentido en que usted piensa, sino más bien eliminar cualquier rastro administrativo. Mire, Darío, a los mandos les interesa esta clase de gente para hacer el trabajo sucio, el que es verdaderamente detestable.

—¿Pero cómo pueden convencerles? —Darío miró de soslayo el plato con la comida y de pronto el apetito lo abandonó. Se le revolvió un poco el estómago.

—Entienda esto: yo me encargo de pegarles dos hostias para que se enteren de quién es el que manda, pero sin pasarse, claro. Otros se dedican a borrar las huellas. Y hay quien tiene el don de averiguar cuál es el punto débil de la persona y atacar por ahí. Usted lo sabe bien. —El Romo ahogó una carcajada entre su propia tos cavernosa, que en aquella ocasión le manchó la palma de la mano con unas gotitas imperceptibles de sangre, ínfimas, como si se tratara de sudor tintado de rosa.

Cuando la entrevista tocó a su fin, Darío se marchó solo hacia su casa. El Romo se quedó unos minutos más reflexionando acerca del confesor que se había buscado a última hora. «Al menos, tal vez no iré derecho al infierno». Sin embargo, albergaba una duda: ¿sería uno de aquellos rusos el que precisamente podría acabar con la vida de Darío?