Los ojos de uno miraban fijamente a los del otro. Las pupilas perplejas y serenas no respondían al gesto inquieto aunque decidido de la mirada del joven. Toda la conversación previa llevaba inevitablemente hasta aquel punto de inflexión. ¿Era posible hablar de tamaño atrevimiento en aquel mundo complejo y al borde de la quiebra? Los párpados rompieron aquella atmósfera de quietud, pero se trató de un simple espejismo.
—Entonces estás dispuesto a hacerlo —dijo la ronca voz al otro lado del escritorio. La pregunta sin signos de interrogación no era tal, sino más bien una constatación de lo dicho, una especie de subrayado retórico.
—Debías de imaginarlo desde hace tiempo —respondió el joven de calvicie prematura.
—Simple retórica. Juegos estilísticos aplicados al mundo real.
—En el fondo sabías que tenía que haber algo de cierto en todo esto.
—Supongo que te refieres a nuestras conversaciones —dijo el profesor recostado en su butaca made in China—. En cuanto a lo que sucede ahí fuera… no sé qué creerme, la verdad.
—Se está demostrando, así que…
—No lo vuelvas a decir. Si lo haces otra vez se me van a poner los pelos de punta.
—No lo haré. Pero eso no hará cambiar mi decisión, ni tampoco las cosas.
Claudio, el profesor de la Autónoma, se levantó súbitamente como si de pronto sintiese un fuerte calambre procedente de la silla. Por detrás de él la ventana dejaba pasar los abrigados rayos de sol de finales de otoño. Las perfectas líneas rectas del edificio de enfrente, el rectorado, le proporcionaban el sosiego que necesitaba tras haber escuchado las atrevidas palabras de uno de sus antiguos alumnos, Celso. El profesor continuó hablando con las manos unidas por detrás de la espalda.
—¿Te acuerdas de lo que hablábamos hace muchos años acerca de las plasmaciones?
—Imposible olvidarlo ahora —contestó decididamente Celso.
—Nos va a llevar a la ruina, si no lo ha hecho ya. Y encima tú ahora me planteas una barbaridad. ¿Cómo demonios se te ha ocurrido?
—En la carrera lo elegí a usted porque amaba la lectura, como yo.
—No habrá leído nada últimamente, ¿verdad? —El profesor se dio la vuelta como si alguien hubiera tirado de un imaginario hilo.
—Claro que no. No estoy tan loco.
—Un poco sí que debe de estarlo. De lo contrario no me hubiera confesado su plan.
—¿Y quién está cuerdo en los tiempos que corren?
La pregunta hizo que se abriera una herida en el interior de Claudio, el profesor. Apenas había comenzado a cicatrizar. Hacía unos meses, él se hallaba dando clase de Derecho romano en uno de los grandes aularios acristalados de la universidad. Desde allí, el profesor podía otear el horizonte tras una primera línea de alumnos más o menos aplicados, lo cual le imbuía de un sosiego que aplacaba su ansiedad recurrente. Aun peinando canas, los nervios le caracoleaban por el estómago cuando comenzaba el curso. Era algo inevitable, salvo por los momentos en que sus palabras continuaban surgiendo de sus labios a pesar de que su mirada se perdía por ese horizonte limitado por las transparencias del aula, y se imaginaba lejos de allí, dando su clase en medio de la naturaleza, rodeado por los mismos alumnos sentados, aquí y allá, de manera desordenada, en mitad de la hierba sin cortar.
En esos momentos, Claudio disimulaba muy bien las fugas de su mente (tal vez, el tedio de la clase escondía la transgresión de su voluntad). Y fue en una de ellas cuando ocurrió. El plano mudo de su mirada perdida ahogó el golpe que el cuerpo dio contra el suelo. Nadie se había dado cuenta de lo sucedido y mientras trataba de asimilar que su compañero de Filosofía y Letras se había lanzado al vacío desde el tejado del aulario, las palabras continuaron brotando de su boca, fuente de conocimiento para algunos, cobijo de bostezos para otros.
—Ninguno lo estamos, en realidad.
Claudio se dio la vuelta y siguió mirando a través de la ventana. Desde el lugar donde se encontraba (más lejos que la distancia física real entre él y Celso, su antiguo alumno) oyó cómo el joven recogía su mochila y una chaqueta marrón gastada, aunque no muy vieja. Ya cuando Celso se hallaba en el dintel de la puerta de aquel despacho anodino, le dijo al profesor:
—Me alegro de haber hablado nuevamente contigo. Hacía mucho tiempo.
De espaldas, Claudio hizo un gesto con la mano, pero no se dio la vuelta. De haberlo hecho, Celso habría visto los ojos rojos y la lágrima descendiendo por la mejilla.
El ámbar de las luces respondió a la llamada del mando a distancia. Celso se introdujo en su viejo Renault y, durante unos segundos, sintió que se aislaba del mundo. Más tarde tuvo la tentación de encender la radio, pero al final no lo hizo. Inició la marcha en silencio, tan sólo acompañado por el fluir del tráfico y el runrún de sus pensamientos.
Cuando llegó a su casa, solamente su gata le dio la bienvenida al entrar. Se trataba de una vieja casa reformada hacía poco tiempo. Los techos altos la convertían en un lugar demasiado frío para pasar el invierno, pero todavía no había llegado esa época del año. A pesar de todo, Celso se sentía gélido cada vez que deambulaba por las estancias de la casa. Demasiados recuerdos atados a esos muebles. Demasiadas imágenes impresas para siempre en las paredes de su recuerdo.
Colgó la desgastada chaqueta en el perchero de la entrada, tiró la mochila al suelo, sin importarle su contenido y se preparó un café. La pequeña cafetera metálica (pensada para dos personas como mucho) ardía sobre el fuego azul de la cocina al tiempo que su mente deambulaba por abandonados lugares perdidos en la distancia del recuerdo. Por ellos, una mujer descalza pisaba la fresca hierba del atardecer. Él sonreía al verla tan contenta y llena de vida. A veces ella lo miraba y Celso, abandonado en el recuerdo de su propia felicidad, le contestaba con una sonrisa sosegada, propia del que siente emociones puras.
«No te marches nunca, Beatriz», pensaba en sus recuerdos.
Pero Beatriz volvía a desaparecer, a pesar de que él podría pasarse horas observando sus pies descalzos y aquella sonrisa eterna de los que no vuelven y tampoco dejan que uno siga su camino.
Con el café caliente entre las manos se sentó en uno de los sillones verdes del anticuado salón. Solía tener antes un libro sobre la mesita de la lámpara, pero desde hacía tiempo los tenía todos guardados en el trastero. Sólo unos pocos sobrevivían allí arriba, compartiendo el espacio con él. La tentación de leer alguno siempre le sobrevenía en aquellas circunstancias, pero Celso se resistía como el que se pone a sí mismo a prueba para aumentar su autocontrol y ver cuál es su límite.
Miró a la habitación después de un sorbo placentero. Allí dormía una edición de un libro escrito hace muchos siglos. No quería pensar mucho en él, pero era tentador y emocionante. No le volvería a asaltar la idea otra vez. Había de controlarse. El tibio café lo ayudaba a tranquilizarse al mismo tiempo que lo empujaba al hábito adquirido desde que comenzó a leer libros por su cuenta. Debía dejar «La divina comedia» hasta que se decidiera por fin a leerla de nuevo, muchos años más tarde de cuando lo hizo por primera vez.
El despacho de Claudio dormía desde hace mucho tiempo un sopor de polvo y miradas de soslayo. Su mirada se escapaba irremediablemente por la ventana que envolvía gran parte de la habitación mientras repasaba la última grabación con las notas orales para un caso. El pensamiento siempre lo asaltaba súbitamente. A veces se trataba de su antiguo compañero, el que saltó al vacío; pero en otras ocasiones era él mismo, lo cual lo aterraba. Tratar de no pensar en lo que hacía que perdiera el sueño todas las noches era agotador. De vez en cuando, la fijación por las ventanas llegaba incluso a generarle ansiedad. Esto sólo ocurría en algunos momentos, cuando tenía la sensación de perder el control de las cosas, de su vida… de lo que le decían antiguos alumnos.
La escasa luz de la tarde comenzaba a abandonar el interior del despacho. Unas nubes de carbón coparon el fondo de la ciudad, al otro lado de la ventana. Aquel detalle hizo que Claudio se concentrara un poco más en la cinta que daba vueltas repetidamente dentro de aquella carcasa de plástico. Desde hacía tiempo, el profesor no leía ningún libro. La ansiedad aumentaba cada vez que rozaba si quiera el lomo de alguno de ellos. Las precauciones llegó a ampliarlas también al lenguaje escrito. No se sabía nada de algún caso parecido en este aspecto, pero desde entonces Claudio se abstuvo de sostener entre sus manos la vieja pluma que lo acompañó en sus años de la tesis doctoral.
Pasaron todavía un par de horas más antes de que Claudio terminara con el repaso oral del caso que lo tenía ocupado. Apenas hubo acabado, se quedó dormido en la mullida butaca del despacho.
Lo despertaron unos ruidos procedentes del pasillo, allá afuera, en aquel territorio inhóspito de sombras en duermevela. Por momentos, Celso no sabía muy bien dónde se encontraba. Tampoco conseguía acertar en su mente el momento exacto de la noche en que se hallaba. Todo era difuso, pero a pesar de ello se calzó las babuchas (le costó más tiempo de lo que sería normal) y buscó el batín, que probablemente estaría a los pies de la revuelta cama.
Sin encender ninguna luz, se dirigió a la estirada puerta de madera que daba entrada a su solitario mundo apagado. Observó a través de la mirilla y, a duras penas, consiguió distinguir una sombra que yacía acurrucada a un lado de la pared. El interruptor de la luz titilaba tibiamente. Notó un sobresalto en su interior y tuvo que tapar con la mano el pequeño ojo indiscreto. Aun así, la curiosidad era mayor que el miedo que comenzaba a palpitar por sus venas.
Abrió la puerta despacio y aquel bulto hierático apenas se movió. Lo único que hizo fue levantar la mano en un gesto algo displicente.
—¿Por qué motivo abres la puerta? —dijo entre susurros aquel ser.
—Te he reconocido —contestó Celso apoyado en una de las jambas de la vieja puerta—. Quería verte otra vez.
—¿Verme? ¿Para qué? Soy un viejo acabado.
—No lo eres —repuso el joven—. Si así fuera, no estarías aquí.
—He hecho mucho mal. Me he llevado a mucha gente por delante. Incluso lo tengo escrito en una carta.
—Al final lo conseguirás. Lograrás tu redención.
Aquella última palabra pareció despertar a aquella sombra y logró que se pusiera de pie. Aun así, tuvo que apoyarse en la pared en la que segundos antes había estado recostado.
—Bella palabra. Redención.
Cada uno de los sonidos le sonaron casi individualmente a Celso en sus pensamientos, que frecuentemente se veían mezclados con los remordimientos.
—El mundo ha cambiado —dijo la sombra—. Me encuentro fuera del mío. Si tuviera una espada en mis manos podría demostrarles a todos que se equivocan, que hacen mal en perseguirme. —Parecía ir recobrando el ánimo poco a poco.
—Tus tiempos quedan bien atrás, lo reconozco. Pero aquí sigues, dando guerra. ¿Quién te ha traído hasta aquí? ¿Lo sabes?
—Lo desconozco —contestó efusivamente aquel ser—; pero espero que no haya sido Don Luis. Eso sería un desafío en toda regla. El enésimo a lo largo de nuestras agitadas vidas.
—De mí ya no te acuerdas… ¿Verdad? —En el fondo, Celso ya conocía la respuesta.
—Nunca suelo olvidar una cara. Nunca lo he hecho. Tengo aquí grabadas —se señaló fuertemente la sien— cada uno de los rostros de aquellos que he matado.
—Y supongo que en el pecho…
—Guardo cada uno de los besos de las mujeres que he amado —contestó la sombra como si en el fondo recitara de memoria los pensamientos que surcaban la mente de Celso.
El joven asintió con una sonrisa desesperanzada, como si de antemano hubiese sabido que la sombra no lo reconocería.
El estrés hizo que los sueños de Claudio reverberasen el suave repiqueteo de la puerta de su despacho, unas horas antes. Claudio se hallaba observando fijamente el fondo de la sala, algo cambiada, con un ventanal enorme que daba a Central Park. Allá a lo lejos, sin que el profesor le dedicara mucha atención, a sus espaldas caía una lluvia interminable de personas que se precipitaban al vacío, todas ellas anónimas, repetidas, interminable sucesión de americanas de color beis y pantalones sacudidos por el aire. Para él, Claudio, nada de aquello existía por detrás de él; tan sólo la llamada leve aunque insistente de Celso al otro lado.
—Pase, Celso. —La puerta se abrió y el antiguo alumno asomó la cabeza un tanto extrañado.
—¿Cómo sabía…? Hacía mucho tiempo que no nos veíamos.
—Técnicamente, no —repuso Claudio—. Ha estado esta tarde en mi despacho. —El profesor estaba satisfecho: rostro afable y con unos cuantos años menos, recortado por la lluvia macabra de cadáveres con atuendo de profesor universitario. No sin cierta perplejidad, el joven entró vestido con una americana a cuadros y se sentó enfrente de su antiguo profesor de Derecho romano.
—Sé que hace tiempo que no nos vemos. A lo mejor lo pillo en un mal momento.
—Para nada. Observaba a través de la ventana.
—¿Central Park? —preguntó Celso como si estuvieran hablando de un apartamento con vistas al Montjuic—. Muy bonito. A Beatriz le gustarían bastante.
—Hablas en presente.
—Lo sé. Debería utilizar el pasado con ella. Pero no creo que aquí eso importe mucho, ¿no? —Celso miró alrededor nervioso—. Tú también confundes el pasado con el presente.
—No me extraña que siempre me tocaras los cojones durante las clases. Vaya preguntas me hacías. —El profesor sonreía con un punto de amargura—. Dime, ¿por qué has venido?
—¿Hablábamos de preguntas, verdad?
Claudio hizo un gesto apremiante con la mano. Quería que su antiguo alumno prosiguiera.
—Desde que lo que leemos se convierte en realidad, he estado pensando mucho en ella.
—A todos nos ha hecho pensar —añadió de pronto el profesor—. No sé cómo lo llevas tú, pero yo cada día me encuentro peor.
—Trato de ser positivo. Pragmático.
—Intuyo a dónde quieres llegar. —Claudio tuvo la tentación de girarse sobre sí mismo y contemplar la lluvia tétrica de hombres cayendo al vacío. Curiosamente, los cuerpos no se amontonaban al llegar al suelo. Simplemente las personas de allá afuera, de aquel parque onírico, paseaban con suma tranquilidad.
—Puedes tratar de adivinar, aunque tal vez partas con ventaja, ya que todo esto en realidad es un sueño. Tu sueño.
—Lo intentaré, pero tal vez sepa de antemano que no voy a acertar, porque realmente sé que tú me tienes que hacer una pregunta. —El profesor caviló durante unos segundos su afirmación. Contuvo las ganas de darse la vuelta, de mirar por la ventana, tal y como hacía en la vida real cada día, fuera del sueño. Prosiguió—: Conoces mi afición por la lectura; pero en el fondo conoces más cosas sobre mí. En aquellas entrevistas que teníamos tú y yo acerca de tus trabajos universitarios te hablé de mi gusto por la escritura, algo que en los últimos tiempos he tenido que abandonar. Ya sabes: la escritura implica lectura, con lo cual se podría invocar en la realidad cualquiera de los monstruos que creáramos en la fantasía del relato.
—Cierto —apostilló Celso—. Yo, al menos, sólo he tenido que acostumbrarme a no leer.
—Pues por todo lo que te he dicho… ¿Es posible que quieres que escriba alguna historia, tal vez? Una historia en la que aparezcas tú… O, mejor, una en la que tú y Beatriz estuvierais juntos otra vez…
—Es una buena deducción. Aunque resulta curioso que aun siendo todo esto un recuerdo de lo que ha pasado hace unas horas, cometas el mismo error que antes. —Celso sonrió con el gesto del alumno que gana al maestro por primera vez—. Se nota que admirabas a Clarín, profesor de Derecho como tú. No, no quiero que escribas nada.
—Muy bien, entonces. —Claudio fingía cierto enojo—. Suelta tu pregunta.
—Te agradecería que leyeras algo para mí. Beatriz murió, acuérdate. ¿Qué pasaría si invocáramos el universo creado por algún escritor?
—Por fin surgió la pregunta. —El subconsciente dormido del profesor sabía desde el principio cuál era, de ahí que no se sorprendiera lo más mínimo al escucharla por segunda vez—. ¿Por qué no quieres que invente un relato?
—¿Estarías dispuesto a hacerlo?
—No lo creo —contestó serio Claudio—. Ni una cosa ni la otra.
—Si inventaras una historia —Celso se pasó una mano nerviosa por la amplia frente despoblada—, moriría con ella rápidamente. Son efímeras. Y no recuerdan.
—¿Y cómo harías para que se prolongara en el tiempo?
—Creo que el libro debería ser un clásico; algo que perdurara en el tiempo, que lo haya conseguido de hecho. Los clásicos nunca mueren.
—No es seguro. —El profesor se echó hacia atrás, como si el bufido que había lanzado lo empujara violentamente. La silla made in China crujió como protesta.
—Claro que no lo es. —Los labios del antiguo alumno sostenían una tibia sonrisa que no encajaba con su auténtico estado de ánimo—. He pensado mucho desde que le ocurrió este desastre a nuestro mundo y creo que, si en lugar de invocar personajes, consiguiéramos traer un universo entero, podría sumergirme en él. ¿Te vuelvo a repetir la pregunta?
—No es necesario. —Y Claudio se dio la vuelta para observar a través de los gigantescos cristales.
En el asiento del avión, Claudio despertó de una cabezada. A su lado, Celso continuaba sumergido en algún tipo de ensueño. La luz ya no estaba encendida, así que podría levantarse en cualquier momento para ir al estrecho lavabo y refrescarse con un poco de agua. No quería despertar a su antiguo alumno, de modo que tendría que pasar junto a aquel hombre vestido de negro (no sabía a ciencia cierta si tendría veinte o cuarenta años), barba del color del tizón y trencillas finas como alambres.
—Excuse me, sir —dijo el profesor esbozando una leve sonrisa. El judío ortodoxo apartó inmediatamente las piernas hacia un lado, al tiempo que miraba fijamente a los ojos de Claudio, quien pensó cómo llevarían las personas religiosas el que se pudiera invocar a personajes de sus lecturas sagradas. Probablemente, muchos preferirían de nuevo la literatura oral.
El profesor se dirigió al baño y allí, una vez que esperó a que un señor orondo emergiera de aquel cubículo, se introdujo en su interior. Agradeció el agua fresca empapándole la cara pues cada una de las gotitas que caían al lavabo se llevaban parte de la ansiedad acumulada.
—Tranquilízate… —se decía a sí mismo.
El Aeropuerto Internacional Ben Gurion los recibió con muda cortesía. Nadie los esperaba, pero tampoco echaron en falta a ningún amigo allí. La intención de ir a Jerusalén estaba clara. El trasiego de personas casi los abrumaba, pero, tanto para Claudio como para Celso, tan sólo eran el coro de una tragedia no escrita, sombras borrosas a su alrededor; gente anónima, como los hombres de chaqueta beis que caían en el sueño del profesor.
Ya en el hotel, situado en las afueras de la capital, profesor y alumno discutieron los detalles de la lectura. Estaban bastante claros, pues realmente sólo se tenía que leer el libro y esperar a que pasara. Desde que había sucedido el primer caso nadie veía otra cosa aparte de personajes sin rumbo fijo que deambulaban fuera de sus universos literarios, como el Don Juan con el que había departido Celso en el rellano de la escalera. Hacer que algo más complejo, mayor que simples personajes, fuera invocado al mundo real se antojaba una tarea fútil.
—Está bien —comentó Claudio—. Comenzaré a leerlo cerca del parque de la Independencia. Convenimos en que es lo más aproximado a la «selva» de la que habla Dante.
—Al menos es un punto de inicio.
—¿A quién piensas encontrar?
—A Virgilio. —Sus propias palabras le resultaban extrañas, hasta para sí mismo—. Él me debería guiar hacia la entrada.
—Y una vez allí… ¿Sabrás a dónde ir, cómo buscarla?
—Me contentaré con que se haya materializado la puerta —contestó Celso—. Si Virgilio aparece y es capaz de conducirme hasta allí estaré satisfecho en parte.
—Tal vez no nos volvamos a ver. —El rostro del profesor estaba cansado. Miró al otro extremo de la habitación, donde se hallaba una edición vieja de «La divina comedia». En el fondo de sus emociones, aunque supiera que podría estar ayudando a un hombre a su propio suicidio, se sentía feliz porque leería de nuevo las palabras mágicas de un libro impreso, lo cual casi había desaparecido de su recuerdo.
—Yo no puedo seguir así. Todas las noches la veo en sueños. Es como si hubiera elegido ese mundo para visitarme.
—La verdad es que tratar de recorrer el infierno, el purgatorio y el cielo para dar con tu amada Beatriz tiene mérito. Es posible que no se halle en ese mundo en el que quieres internarte. A lo mejor está en otro diferente. Puede que incluso no…
—Sólo tiene sentido intentarlo si a través de Virgilio puedo llegar hasta el cielo real, o el infierno. —Celso sonrió irónicamente.
—Si se ha escrito tanto acerca de esos conceptos puede que, incluso no existiendo, hayan acabado por convertirse en reales. Eres audaz, querido alumno.
—Tal vez hagan una fiesta en mi honor. Puede que sea el primer personaje del mundo real que visita el universo literario.
La oscuridad era absoluta e impregnaba cada poro de Celso como si se tratara de un denso aceite negro. Su respiración era entrecortada y se sentía como animalillo atrapado en una inmensa tela de araña. Lo último que recordaba eran las palabras de Claudio que invocaban los versos de Dante en su «Divina comedia».
A medida que volvían a su mente imágenes de su propio mundo (el viejo profesor, el avión de Arkia Israeli Airlines, la universidad, Barcelona…) recobró la tranquilidad y el aire volvió a llenar sus pulmones con regularidad. A tientas, sus manos deambularon azarosas durante un buen rato tratando de aferrarse a cualquier punto de apoyo. Finalmente tocó algo; pero no se trataba de una roca, una rama o siquiera el suelo, sino la mano de alguien. Era fuerte y segura, áspera y encallecida. Tiró de él y en un abrir y cerrar de ojos la oscuridad se apartó de las dos personas que compartían aquel pequeño espacio luminoso, aunque la negrura aún se quedara revoloteando alrededor. El hombre era más bajo que Celso, aunque de una planta robusta a pesar de los años que cargaban sus hombros. Una túnica blanca y polvorienta cubría el torso y la mayor parte de las piernas.
—Virgilio… —La voz de Celso había hecho un esfuerzo sobrehumano para poder emerger de la garganta y apenas le dio tiempo a pronunciar el nombre de quien esperaría que lo condujese hasta las puertas del infierno.
Se lo quedó mirando un buen rato, con esos ojos profundos del que ha vivido miles de años, aunque fuera una vida en el recuerdo de escritores y estudiantes. No le soltó la mano hasta que lo hubo escrutado lo suficiente.
—¿Dónde estamos? No puedo ver nada —dijo el joven—. Estamos cerca… No puedo respirar bien…
—Mortal, eres tú quien ha de arrojar luz a las tinieblas de mi mente —contestó enérgico el poeta.
—¿Cómo? ¿Dónde he acabado…?
—¡Calla! Por allá van las almas de los condenados. No se dirigen al destino que su naturaleza les impuso. Vuelven a tu mundo, al igual que aquellas otras criaturas que ves por allí.
Los gritos, lamentos y llantos quejumbrosos fueron apartando la densa oscuridad que rodeaba a Celso y a Virgilio. A medida que el horizonte se iba dibujando ante ellos, éste perfilaba un paisaje aterrador de grotescos monstruos que asaltaban la ciudad de Jerusalén.
—¡Dios mío! He traído el infierno a mi mundo.