La siguiente historia la hallé en el interior de un códice al que nadie había prestado atención durante muchos siglos. La he adaptado a la lengua actual de su majestad la Reina Lasindreth IV, debido a las grandes diferencias lingüísticas con respecto a la época de los doce reyes. La acción del tiempo ha estropeado muchas páginas, de modo que he tenido que completar algún que otro fragmento perdido o ilegible. Sin duda alguna, mis pesquisas han dado su fruto y, tras muchas generaciones, por fin daremos luz a los extraños acontecimientos que giraron en torno a la llamada «corona de las doce gemas», artefacto maravilloso que concedía a su portador (siempre un rey de la temible dinastía Fuilaher) poderes extraordinarios. Cada una de las gemas que la formaban, acumulaba el poder del rey anterior, de suerte que aquel que ocupara el lugar número trece, acapararía los poderes de los doce monarcas que lo habían precedido y sería el más fuerte y temible de todos. Las gemas de la corona sólo absorbían el poder de los reyes en el momento de morir éstos. El rey Tersis de Fuilaher ocupó el duodécimo lugar y nadie se explicó nunca cómo consiguió el máximo poder de aquel objeto maravilloso.
Todos se encontraban hacinados a lo largo del interminable corredor que en círculos descendía incansablemente hacia las profundidad. Las miradas de los nerviosos soldados se intercambiaban continuamente mientras no cesaban los empujones. Nadie sabía muy bien cuál era realmente su misión. Sólo les habían dejado clara su orden primordial: escoltar al Rey. Viendo aquel panorama, a Dorován se le antojaba difícil pensar que los más de doscientos soldados de la Corte de Fuilaher pudieran escoltar de este modo a su protector, de ahí que pensara que los motivos de su incursión en la vieja Torre de Antaño fueran otros. «La guardia de elite es la que realmente está realizando las labores de escolta», pensó.
Una voz se alzó en el fondo de la siniestra espiral descendente. «¡Alto!», dijo. A los pocos segundos, los empujones se sucedieron con más frecuencia de lo normal, al mismo tiempo que se iba abriendo poco a poco un pasillo. Dos compañeros retiraban a un tercero que, al parecer, se había desmayado a causa del sofocante ambiente. Cuando pasaron por su lado, Dorován se inclinó para mirar a los ojos del soldado llevado en volandas y en ellos vio un destello de miedo. Algunos otros soldados hicieron caso omiso de su compañero, en un gesto claro de no sucumbir a lo desconocido, al destino que les esperaba más abajo.
—¿Por qué no lo miras Daszar? —preguntó Dorován a su hermanastro, que se encontraba a escasos centímetros de distancia.
Daszar no contestó. Se limitó a hacerle un gesto displicente, como perdonando su inocencia.
—No miro porque es posible que nuestro futuro puede que sea más amargo que el de ese soldado —contestó al rato Daszar—. Al fin y al cabo parece haber tenido suerte.
A éstas les siguieron otras palabras que Daszar pronunció en voz baja. Nadie las escuchó salvo Dorován, quien se extrañó de que blasfemara de aquel modo contra su señor. A Daszar parecía importarle poco que los pensamientos del Rey pudieran estar presentes siempre en la conciencia de sus vasallos. Nunca le había importado. Desde tiempos inmemoriales, los antecesores de Tersis Fuilaher, el actual rey, siempre habían tenido ese «don» que ellos mismos atribuían a la providencia divina como muestra de su apoyo. Tersis era el duodécimo regente de las vastas tierras herencia de sus ancestros y parecía que sus ansias de poder no tenían límite.
Finalmente se volvieron a reagrupar todos y continuaron su procesión a través del pasadizo curvo que los envolvía. Cada vez la tensión era mayor, pues ninguno de los jóvenes que se encontraba en el corredor había estado antes en una situación tan vulnerable. Hubo un momento en que dos soldados perdieron los nervios y comenzaron a pelearse. Al parecer, uno de ellos había empujado a otro (algo obvio, por otra parte, dadas las circunstancias) y le había hincado ligeramente la daga que llevaba envainada al cinto. Enseguida los separaron.
El calor aumentaba conforme iban avanzando y a Dorován le apetecía cada vez más salir de ahí y alimentar a Diril, su pajarillo. Lo llevaba escondido en la cinta del petate que recorría el pecho para sujetarlo.
—No puedo sacarte, Diril. Se darían cuenta.
Diril se movía inquieto en la bolsa y al final sacó la cabecilla por un lado y comenzó a piar. Algunos de los soldados se quedaron mirándolo, pero el pajarillo no cejó en su empeño.
—Dorován, ¿qué narices estás haciendo…? —preguntó Daszar.
Pero Dorován sólo estaba concentrado en Diril. El pájaro continuó piando y piando, cada vez con más fuerza. Estaba claro que los soldados no eran los únicos que estaban asustados. Al poco tiempo la marcha se detuvo de nuevo. Otra vez se abrió una brecha desde el fondo del túnel. Parecía que alguien se dirigía hacia donde estaba Dorován. Una sombra se proyectaba, siniestra, en las paredes del pasadizo, gracias a la acción de las numerosas antorchas que portaban algunos de los soldados. Pronto se dibujó un casco de enrevesado diseño a escasos metros de Dorován. Finalmente éste consiguió ver los ojos de Athalkas, que se clavaron en los suyos.
—Dorován Agon —dijo en un tono solemne.
—Sí, señor, ése soy yo.
—Lo sé. Le conozco. Más de lo que debería, joven. —Sus palabras frías amilanaron a los compañeros que se encontraban alrededor de Dorován. Athalkas era un capitán experimentado y su frialdad era fruto de los largos años luchando bajo el yugo de Tersis. Y eso se notaba en el hueco que le había dejado en la cara (le faltaba parte de la mandíbula). Pero también se hacía evidente al escuchar sus palabras, también entrecortadas por el peso de los años y de las muertes vistas en el campo de batalla. Prosiguió diciendo:
—Sabe que los perros de guerra, junto con los caballos y demás animales adiestrados en el combate debían dejarse en el campamento antes de la incursión en la Torre.
—Sí, lo sé. Pero Diril…
—¡Ah! Diril… Un nombre muy caballeresco para un pájaro, ¿no le parece?
Dorován no contestó.
—¿Acaso ese pájaro —continuó— forma parte de nuestros animales adiestrados?
—No, señor. Sólo se trata de una criatura que encontré cerca de la costa, al paso por las Dunas de Ordion.
—Bien, soldado. Aunque fuera un animal adiestrado para el combate, su acceso a estos pasadizos estaría prohibido. Y sabe usted también que los que están a cargo de los animales de guerra suelen cogerles cariño. Sin embargo, a ellos tampoco se les deja que los lleven consigo.
—Lo sé, señor.
—En ese caso, deberá soltar al pájaro.
—Señor, no creo que supiera salir de aquí.
—Eso no es de mi incumbencia. ¿Se da cuenta de que hemos detenido la marcha por culpa de un simple pájaro? —Athalkas había acercado su marcado rostro al de Dorován.
—¿La marcha hacia dónde…?
La pregunta de Dorován enseguida obtuvo respuesta. Athalkas le propinó una fuerte bofetada que resonó en todo el corredor.
—Respete mis órdenes y usted será respetado. —El rostro de Athalkas no se inmutó en ningún momento. Dorován se echó la mano a la sonrojada mejilla y asintió levemente.
—Bien. Entonces deme a mí el pájaro. Yo lo mantendré a buen recaudo.
—Yo puedo guardarlo, señor —intervino de pronto Daszar—. Me haré cargo de él y lo soltaré enseguida.
—Muy bien, soldado. Le hago cargo. No quiero ver a ningún animal por aquí, salvo a los lobos que ustedes llevan dentro.
Tras una pausa larga dijo:
—Y prepárense para lo desconocido. Nos encontramos ante el principio de lo que va a ser la etapa más gloriosa de nuestro pueblo y ustedes van a ser los protagonistas de los cantos de los héroes que nos aguardan allá abajo. Sólo les pido un último esfuerzo. Síganme.
Al oír las palabras sosegadas pero contundentes de Athalkas, los soldados que se encontraban a su alrededor parecieron contagiarse de la seguridad de su superior y volvieron a emprender con fuerzas renovadas el camino hacia el túnel sin fin.
—Dorován, estás loco. ¿Cómo se te ocurre infringir las normas? ¡Por los dioses!
—Entiéndeme, no podía dejar a Diril allí… —Los dos hermanastros cuchicheaban en voz baja.
—¡Diril! ¿Por qué le has puesto ese nombre?
—No se lo puse. Me lo dijo él.
—Ahora resulta que te comunicas con los animales —dijo Daszar con sarcasmo y se pasó la mano por la cabeza. Tras una pausa larga durante la que sólo se escuchaban las botas de los incursores y los sonidos de su respiración, Dorován le dijo a Daszar:
—Gracias, hermano. —Daszar hizo un gesto con la mano como quitándole importancia al tiempo que se sonrió. No quería que se le escapara la sonrisa, pero al final así fue.
Las gotas de sudor ya comenzaban a resbalar por el rostro de Dorován. No era el único. Las paredes, sobre las que se proyectaban las nerviosas miradas de los soldados, también lo hacían. Daszar se dio cuenta de que uno de sus compañeros estaba comenzando a ponerse nervioso y a entrarle miedo. Así que empezó a hablar con él. Dorován miraba a todos los lados buscando algo que le diera alguna pista de hacia dónde iban. Paradójicamente, sólo le venían a la mente recuerdos de su pasado. Se encontraba en una situación en que no sabía ni adónde iba ni de dónde venía. Nunca lo había sabido realmente. Recordó su infancia junto a Daszar y al padre de éste, quien lo acogió al encontrarlo abandonado en el bosque. El bosque de Ilaher. El desaparecido bosque de Ilaher. Dorován era huérfano, aunque no realmente. El padre de Daszar, Darezar, lo había criado como a un hijo y les había enseñado a los dos lo mejor de sí mismo. Siempre quiso saber quiénes fueron sus auténticos padres. De repente pensó: «¿Encontraré la respuesta aquí?». Esbozó una sonrisa. A lo mejor el camino para averiguar la verdad pasaba por no saber que en realidad estás llevando tus pasos sobre ese camino precisamente.
La marcha volvió a detenerse. A Daszar se le erizó el vello del cuerpo protegido por la cota de mallas. Miró extrañado a Dorován, quien parecía conocer mejor los síntomas de la magia.
—Tranquilo, Daszar. Es sólo un hechizo de protección. Dardras habrá creído oportuno protegernos.
Un destello azul iluminó los rostros de los soldados al tiempo que unos miraban al suelo con los ojos cerrados y otros sonreían al sentir el leve cosquilleo de lo mágico dentro de sus seres. Siguió un fogonazo. Al poco tiempo, otro destello azul y a continuación la luz se tornó pálida. La densidad del aire parecía mayor. Dorován se encontraba como pez en el agua imbuido de aquella magia que envolvía el único mundo que en aquellos momentos existía en las mentes de los soldados de Tersis. La Torre de Antaño. Hasta Dorován se dejó llevar por los pensamientos que procedían de la mente de su señor y amo, amplificados por Dardras, el mago exiliado procedente de Sirberna. Pero no como el resto, que yacía inmóvil pareciendo disfrutar del espectáculo que se presentaba ante sus ojos. La inmensa pradera verde que les esperaba al final del combate. Dorován podía tocarla, sentirla; disfrutaba con ello, aunque sabía que no era más que una ilusión. Estaba claro que se acercaban más y más a su destino y por eso Dardras les enseñaba lo que les esperaba después de la batalla: el descanso del guerrero.
El corredor comenzó por fin a abrirse. Al fondo se apreciaba cómo poco a poco el ensanche iba cobrando vida y se hacía cada vez más grande. La piedra gris que rodeaba todo el corredor anterior se transformaba en una sólida roca de color negruzco. La marea humana acabó desembocando en una amplísima bóveda que todos miraban sorprendidos, asustados, inquietos. Algunos echaron mano a las empuñaduras de sus espadas y estuvieron a punto de desenvainarlas. Otros miraban a lo lejos, o al menos eso creían, pues era imposible dada la oscuridad que impregnaba cada uno de los remates que había en el techo, situado a más de treinta metros de altura. Unas columnas grabadas con extrañas inscripciones sujetaban esa construcción imposible que albergaba muchos más secretos que los que conocían los soldados allí presentes; más, incluso, que los que el propio Tersis pretendía encontrar.
Una voz se alzó sobre los murmullos de los que allí se encontraban. Era la de Athalkas, detrás de cuya sombra se encontraba otra que lo sobrepasaba en altura.
—¡Soldados!
Después de oír a su capitán se escuchó el gran estruendo de las botas y alabardas al cuadrarse sus dueños en estricta formación. Daszar y Dorován se miraron por el rabillo del ojo.
—Se os encomendó la guardia y custodia de vuestro señor, el gran Tersis de Fuilaher. —Había a escasos pasos de la sombra de Athalkas cinco caballeros con las armaduras del color del azabache. Se miraron con rostro severo. Eran la guardia personal del Rey.
Tras una pausa, Athalkas se echó unos pasos hacia atrás de manera que su sombra acabó por confundirse con la del hombre que se encontraba detrás de él. Mientras proseguía, se encorvó en señal de reverencia.
—Pues bien… ¡Aquí tenéis a vuestro rey!
El clamor de más de doscientos guerreros hizo retumbar los mismísimos cimientos de la Torre de Antaño, en una explosión de júbilo que hasta hizo que a Dorován se le pusiera la carne de gallina. Casi estuvo a punto de gritar y desenvainar su espada, tal y como hacía el resto de sus compañeros, pero no tanto por la emoción de ver a su rey, sino más bien por lo liberador que podía resultar.
La figura de Tersis era realmente imponente. Rozaba los dos metros de altura y la corona que llevaba hacía que cualquiera a su lado sintiera la altivez de la mirada de un rey que estaba llamado a escribir una página de la Historia. Era de oro blanco la corona, con once gemas del color del ónice pulcramente talladas dispuestas alrededor del casco central. Sólo había una que destacaba sobre el resto. Se trataba de la duodécima gema, una esmeralda, la más bella jamás vista. Su color verde hacía que de vez en cuando los reflejos que proyectaba fueran de la limpidez de un hermoso lago cristalino. Su portador era el duodécimo rey de las Tierras de Fuilaher. Bajo la corona se hallaba un curtido rostro cubierto por una barba blanca a medio crecer y el gesto de un rey que sólo había perdido un combate desde que fue armado caballero bajo la orden de su maestro Al-Mwarabi, de las tierras del Sur. Los ojos de Tersis eran del mismo color que la esmeralda.
Dorován se quedó mirándolo fijamente. A pesar de haberlo visto en más de una ocasión, no podía evitar caer en la tentación de verse atrapado por el innegable carisma y dotes de líder que siempre lo habían caracterizado. No obstante, terminó por fijarse en la cimitarra que adornaba su cinto.
—Escucha, Daszar. ¡Eh! —Daszar estaba también algo absorto en sus propios pensamientos.
—Dime.
—¿Habías visto antes esa cimitarra?
—A ver. Espera. —A Daszar le costaba ver con la oscuridad que los rodeaba—. ¡Vaya! Juraría que es la primera vez que la veo.
—Ya me imaginaba yo. La que yo recordaba tenía la punta acabada en una doble media luna.
—Tienes razón —interrumpió Daszar con curiosidad—. Y además ésta parece reflejar unas luces rojizas…
—La punta está remachada por tres medias lunas. Nunca había visto una obra de orfebrería tan perfecta —exclamó con sorpresa Dorován.
El Rey dio un paso hacia adelante una vez que el estruendo hubo cesado. El silencio se adueñó entonces del ánimo de los guerreros. Después, la nada.
Tersis no necesitó decir ni una sola palabra. Se acercó a la hilera de soldados que componía la primera fila y la escrutó de arriba a abajo. Confiaba plenamente en sus hombres y ellos también lo seguirían hasta el final, incluso si ello implicaba su propia destrucción. Oldeher, uno de los caballeros azabache desenvainó su enorme espada. Conocía a su señor desde hacía diez años, desde que fue su instructor en la escuela de combate. Tersis se giró dejando su capa al vuelo y antes de que le diese tiempo a ésta para dejar de ondear en la oscuridad, Tersis comenzó a correr enfurecido hacia uno de los muros.
—¡Seguidme!
Su guardia fue la primera en reaccionar. No tardaron en hacerlo el resto de soldados que se dejaron contagiar por la cólera ciega personificada en el albino rostro del Rey. Pisadas, empellones, clamor. Todo se sucedía muy rápidamente y Dorován no tuvo tiempo de reaccionar. No era él mismo. Era uno más de la turba que seguía apasionadamente los designios de su señor. No sabían adónde se dirigían. ¿Qué más daba? Lo único que les importaba ahora era el placer de la destrucción, de la conquista; la recompensa final, el honor. El más allá. El muro se acercaba y no detenían su marcha. Dorován se acordó de Diril. ¡Dios mío, Diril! Que Daszar lo cuide. Está indefenso. Un estruendo derribó el muro de piedra y el polvo gris de los restos volatilizados por Dardras cubrió las cabezas de casi todos los guerreros. No se veía nada salvo una tenue luz al fondo. De repente la figura de Tersis pareció crecer. Se supone que ellos debían protegerlo a él, pero la sensación era la inversa. Tersis cuidaría de ellos. El calor había aumentado. Las pisadas se sucedían cada vez más aprisa y el ruido era aún mayor. «Diril ven, que no te ocurra nada.»
La maciza puerta de hierro esperaba con paciencia al ejército. En su interior escondía el secreto de la venida de Tersis a la Torre de Antaño. Los soldados descendieron por la cueva de espiral que les conduciría a su destino último. Al fondo, una sobria y gigantesca puerta adornada por dos braseros incandescentes daba la bienvenida a los inesperados visitantes. Tersis, que iba a la cabeza, refrenó la marcha. La puerta se había entreabierto. Entonces, hizo un gesto a Oldeher y a Hiknaher, quienes tomaron la delantera y llegaron antes que nadie a la puerta. Una vez allí, empujaron con todas sus fuerzas el enorme portón. Tenían que darse prisa; enseguida llegaría el resto. El sufrimiento por el esfuerzo se notaba en sus rostros, pero la puerta cedió en cuestión de segundos. La masa humana que se disponía a entrar tuvo que apiñarse para que pudiera caber por la oscura hendidura de hierro. Aun así, fueron muchos los que cayeron y tropezaron, y los que fueron pisoteados.
El espectáculo era impresionante.
Un foso de más de cien metros de diámetro se desplegó ante los ojos de los incautos guerreros. En el centro, el vacío. El ejército se dispersó a ambos lados de la circunferencia que dibujaba el borde del abismo derramándose a su alrededor como la sangre del soldado caído en combate. Unos por la derecha y otros por la izquierda. Ésta sería la última vez que Dorován vería a su hermanastro Daszar, quien tomó el camino opuesto al suyo. Continuaron por el borde del precipicio con ciegas ansias de combatir a un enemigo invisible, que no tardaría en hacer acto de presencia.
Antes de que los soldados se reencontraran en el otro extremo de la entrada, la luz y el calor lo inundaron todo. El fragor de los ánimos en los soldados cesó de repente. Todos quedaron perplejos ante el espectáculo que veían sus ojos. Una impresionante bola de fuego surgía del fondo del abismo. El pánico entonces se adueñó de muchos de los presentes. Unos corrieron a refugiarse; otros cayeron al vacío empujados por la multitud enloquecida. El fuego subía y ardía cada vez más cerca y sólo la mitad del ejército mantenía su posición. Los ojos de Dorován vieron cómo la caótica masa en llamas tomaba forma. No era posible. ¡Estaba cobrando forma humana! Dorován había oído cosas acerca de los demonios del fuego, pero pensaba que sólo se trataba de historias de los juglares.
El torso llameante del fantástico ser se asomó al borde del abismo. De pronto, una lengua de fuego enorme se dirigió hacia ellos. Muchos se protegieron en vano con sus escudos, pero no pudieron hacer nada para evitar su desenlace fatal. En ese momento, los más valientes se dirigieron a combatir por sus compañeros caídos. Mandobles y golpes se sucedían a un ritmo frenético y Dorován se encontraba, sin haberlo planeado, a la cabeza del grupo atacante. Cualquier oponente habría sucumbido a la ira de los leales soldados de Fuilaher. Pero era inútil. El simple acero resultaba inservible ante las colosales dimensiones de un ente invulnerable en apariencia. A pesar de todo, después de una estocada fallida de Dorován (que silbó en el vacío y que hubiera atravesado a un oponente humano), Larth, uno de sus compañeros, consiguió dañarlo levemente, a juzgar por la extraña mueca que esbozó la criatura. La espada de Larth había fallado en un principio su trayectoria y fue a parar a una roca cercana. Con el tremendo golpe, que dejó incluso al propio soldado con la muñeca dolorida, saltaron chispas que acabaron rozando el flujo llameante del demonio, tras lo cual pareció retorcerse levemente. No obstante, ése fue el único atisbo de victoria que se pudo reflejar en las esperanzas de los soldados de Tersis. Un tercer soldado se abalanzó con su alabarda sobre el demonio aprovechando que estaba lanzando por el aire a otros dos hombres que finalmente cayeron al vacío dando vueltas sobre sí mismos. El monstruo de fuego parecía distraído, pero sólo aparentemente. Con un simple gesto de su mirada hizo estallar un bola de fuego a escasos palmos del alabardero; y con otro de su mano derecha lo lanzó decenas de metros hacia atrás. Dorován lo contempló todo impotente y vio cómo su compañero de armas envuelto en llamas pasó volando por su lado rozándole el hombro. Lo que venía tras él era más peligroso. La alabarda había salido también disparada e iba derecha hacia el joven. Dorován hizo un gesto reflejo con los brazos al tiempo que se inclinó levemente (lo que le dio tiempo) y consiguió que el proyectil no impactara de lleno sobre él. A pesar de todo, éste le desgarró la desprotegida zona del antebrazo izquierdo. Se lamentó amargamente de haber perdido su escudo en el combate.
—La batalla es dispar —dijo en un tono gélido Dardras a Tersis. Ambos se hallaban en las inmediaciones de la inmensa puerta de hierro rodeados por Oldeher, Hiknaher, Thirir, Gaher y Liknahar, la guardia de elite del Rey.
—No se trata de una batalla, viejo mago.
—Entonces, ¿qué es?
—¡Oldeher! Tráeme el brasero de la puerta y préndele las brasas. —Tersis hizo una larga pausa que aprovechó para mesarse la barba—. Se trata de un tributo.
Mientras pronunciaba estas palabras, se arrodilló al mismo tiempo que se quitaba la corona de las doce gemas y a continuación la extendió hacia adelante con un gesto de sumisión aparente. El demonio de fuego se dio cuenta de que Tersis le estaba ofreciendo su corona y acudió a recoger tan deseado presente. Media docena de soldados sucumbió ante las violentas zancadas del demonio, que pisoteó excitado el suelo de la impresionante bóveda. Deseaba conseguirla. La anhelaba.
¿Qué ocurría? ¿Por qué huía? La confusión del combate habían hecho mella en la moral de Dorován. Se echó hacia atrás mirando con estupor al vacío, pero no a aquel por el cual se habían precipitado muchos de los suyos, sino al de su mente y sus sentimientos. Todo se movía despacio. La sangre fluía por su brazo derecho… Su mano… no podía… moverla. De pronto Daszar lo llamó. Oía el eco de su voz. No sabía si era realidad o ficción esto que estaba viviendo. La verdad del campo de batalla. Pero no era una lucha justa.
—¿Qué hago aquí? —susurró. La vista se le nublaba. La herida era más grave de lo que él creía en un principio.
«La justicia en la batalla no existe. Entonces, qué hacer aquí. Nunca debimos haber venido… a este infierno en la Tierra.»
—¡Daszar! —gritó desesperado—. ¡Hermano!
Dardras, el viejo mago, retrocedió un paso tras la sombra de Tersis ante la visión del horrible ser que poco a poco se dibujaba cada vez más cerca de sus retinas.
—No te separes de mí, viejo, o sufrirás las consecuencias. —La voz del Rey pudo haber helado hasta las brasas preparadas en un instante por Oldeher, su mano derecha, quien tenía una habilidad innata con la magia ígnea.
—Dios mío… —dijo Dardras. Tersis entonces esbozó una leve sonrisa—. Esto es de locos.
A los pocos segundos, los rostros de los siete se iluminaron con el arder incesante del ente demoníaco. Lo tenían ya delante de ellos. A todos se les aceleró más aún si cabe el corazón al contemplar tan insólito espectáculo de luces, sombras y fuego ensordecedor. El fuego subía y bajaba a lo largo y ancho de la criatura haciendo remolinos en torno a él. Todo su cuerpo era un fluir constante, como una cascada, pero no de agua, sino del incandescente elemento. Las pupilas de Tersis se iluminaron.
—Me cedes tu corona… —El demonio expectoró su intento de imitar la voz humana, pero solamente consiguió una burda y grotesca imitación.
—Tú eres el auténtico rey en estas profundidades del abismo, oh, señor Dessaraqar —dijo Tersis.
—Tal y como pactamos… Ikh akte quozektarr.
—Ektarr mahe Lessereqar, mi señor. —La guardia de elite se quedó perpleja ante las dotes lingüísticas que demostraba Tersis—. Yo abdico y te corono Rey de Fuilaher y te imploro que me conviertas en tu más fiel vasallo.
—Que así sea. Rey y vasallo… hasta tu muerte, humano. —El demonio se acercó al rostro de Tersis y bajó las llamas que formaban su cabeza para permitir que éste le colocara la preciada corona.
—Que así sea… —asintió Tersis; y con estas palabras acercó la corona de las doce gemas al ser sobrenatural, que la cogió y se la colocó sobre su cabeza con un gesto de satisfacción apenas visible por el fuego.
Dorován tropezó debido al aturdimiento. No podía ser posible que Tersis estuviera hablando con aquel ser. Se le volvió a nublar la vista, pero aun así anduvo unos pasos. Ahora llegaban los ecos de aquellos que cayeron al abismo los primeros. A Dorován no le llamó la atención ese hecho sobrenatural, tan sólo posible en un mundo como el suyo, en el que las personas eran capaces de las maravillas más increíbles, pero también de las más terribles atrocidades. Esto sólo podía pasar en ese mundo. Sí que se fijó en un bulto caído en el suelo, unos metros más allá de él. Recorrerlos se le hizo eterno, no solamente por el dolor del brazo y el mareo, sino porque un terrible presentimiento lo asaltó. Poco a poco se fue acercando a la figura humana que parecía estar ocultando algo… algo se movía bajo ella. No lo ocultaba, sino que lo había protegido hasta su muerte. El presentimiento entonces se cumplió y las lágrimas brotaron de los ojos de Dorován en un torrente de amargura. Era Daszar. Estaba recostado con la mitad de su cuerpo aún humeante y en posición fetal. El piar de Diril confirmó que Daszar consiguió cuidar de él incluso hasta su propio final. Dorován lo recogió después de abrazar a su hermano y lo acarició, mojándolo sin querer con su propia tristeza. Finalmente, no pudo aguantar más y se desmayó, no sin antes observar entre la niebla de su inconsciencia una figura que le resultaba familiar…
El sonido del acero de aquellas espadas realizadas con el arte de un maestro no era como el de otras armas. Conforme se las desenvainaba, se podía escuchar el titilar agudo de las musas que inspiraron a su creador. El tacto de aquella cimitarra era suave y limpio y cortaba el aire como si lo hiciera con el agua: un guerrero lo podía sentir. Tersis sabía que ganaría aquel combate. Lo pensaba en esos momentos en los que echaba mano a la empuñadura de la cimitarra de las tres lunas que Ihil Dassar, padre de Oldeher y el mejor armero del reino, le había forjado con la ayuda de Dardras el mago. Dirigió su pensamiento hacia Oldeher, quien se encontraba esperando las órdenes de su señor. «¡Ahora!», pensó, y su leal guardián obedeció al instante. Una brasa incandescente como dos puños de grande voló por obra de la espada de Oldeher hacia Tersis, quien desenvainó completamente su cimitarra de tres lunas y partió por la mitad la pequeña bola de fuego, haciendo saltar multitud de diminutas chispas. Éstas alcanzaron el rostro del demonio, que no pudo hacer nada por evitarlo. ¿Cómo un simple humano había logrado sorprenderle? Un grito monstruoso de dolor invadió la soledad del abismo. Éste era el momento para obrar su auténtico plan. Con el contacto de la brasa la espada había adquirido un color rojizo y con un golpe certero Tersis, poseído por una histérica sonrisa, la incrustó en mitad del cuerpo del demonio de fuego, paradójicamente sensible al propio elemento que le infundía la «vida». La gruta en su totalidad tembló debido a la tremenda estocada. Tersis gimió de dolor también al recibir la última descarga de energía del ente sobrenatural, pero a pesar de todo su sonrisa y su mueca enloquecida de gozo no desaparecieron de su rostro. A continuación, la luz y el fuego cegaron a todos los que aún se encontraban vivos en aquella maldita cueva. Era el último estertor de Dessaraqar.
La corona cayó al suelo y Tersis miraba altivo a los circunspectos presentes. Estaba ardiendo y el blanco de su oro brillaba con más intensidad que antes. Se agachó para cogerla y sus manos no notaron el calor que a cualquiera le habría abrasado las manos. La observó detenidamente antes de colocársela de nuevo sobre la blanca cabeza. Ya no se podía ver la esmeralda. En su lugar sólo una gema reluciente del color del ónice, como el resto; aunque ésta brillaba con la intensidad del fuego… del fuego de Dessaraqar.