En la cafetería por siempre

Elisa siempre me hace la misma faena. Acordamos que siempre nos veríamos en la cafetería donde nos conocimos, pero ya hace tiempo que viene faltando a su cita… Y la verdad es que resulta extraño, dada la sinceridad que empapaba sus palabras al decirme que estaríamos juntos por siempre, que recordase la cafetería de su amiga Marta, aquel mágico lugar de nuestra primera cita. Parece raro, pero sus palabras se me repiten casi constantemente en la cabeza o, más bien, en el corazón sin ningún motivo aparente, porque no llego a contextualizarlas claramente. Sólo sé que son suyas. En cierta manera, creo, ella me quiere decir algo, o preguntar algo, o pedirme ayuda… No lo sé. Sólo sé que es la cuarta vez en este mes que llego a la cafetería, me siento, espero, me levanto, miro a través de la ventana que da a la calle, me vuelvo a sentar y continúo esperando. Espero, y no viene.

Ese sitio me trae muy buenos recuerdos. Es una pequeña cafetería situada dos calles más arriba del ayuntamiento, en pleno centro de la ciudad. Recuerda mucho a los cafés de principios de siglo en donde los poetas se reunían para hablar de sus versos. Si no fuera porque dejé de fumar hace ya bastantes años, me liaría un cigarrillo y empezaría a disfrutarlo aquí mismo con aires de bohemio. La cafetería la regenta Marta, la amiga de Elisa. Nunca le caí muy bien. Marta siempre le decía a Elisa que yo era un soñador, y lo que una mujer necesitaba no era un hombre soñador, sino uno práctico, según ella. En efecto, Marta era una mujer con los pies en el suelo que a duras penas consiguió el dinero para montar el café. Ella sí que era práctica; y trabajadora. Quizás eso fue lo que acabó endureciéndole el carácter con el paso de los años.

—¿Quiere que le sirva algo, caballero? —me preguntó con voz inquisitiva una joven camarera.

—No, gracias. Yo sólo miraba por la ventana… Estoy esperando a una persona.

—Pero es que usted debe consumir algo si quiere estar aquí sentado.

—Déjalo, Isa —interrumpió Marta—. Es el marido de Elisa.

—Perdone, no lo sabía —contestó la camarera mirándome—. Usted no se preocupe, puede estar el tiempo que desee ahí sentado. Ya sabe, de vez en cuando entra en la cafetería algún que otro indeseable que…

—Te comprendo —dije—. Seguro que estás muy atareada.

—Usted no lo sabe bien. Ayer, todo el día aquí trabajando y cuando estábamos a punto de cerrar entró un hombre que se puso bastante pesado conmigo, me entiende, ¿no?

—Sí, creo que sí.

—Pues eso —prosiguió—, que al final tuvimos tal bronca que casi llamamos a la policía.

Yo también me he enfadado alguna que otra vez con Elisa, aunque mis recuerdos de la última discusión que tuve con ella me resultan muy vagos. Debió de ser hace bastante tiempo. Me acuerdo de que ella se quejaba de que estaba falta de cariño. Siempre decía que parecía que yo quisiera más a mi coche que a ella, lo cual no era, evidentemente, cierto; pero la verdad es que a mí me costaba mucho decirle todo lo que ella significaba para mí. Ya lo decía su amiga Marta, yo era un soñador, y quizás por ello me bastaba simplemente con contemplarla un segundo para sentirme ilusionado y feliz durante el resto del día.

Los problemas con Elisa empezaron desde el momento mismo en que me asignaron un caso de asuntos sociales. Al menos, fue a partir de entonces cuando noté que algo no funcionaba en nuestra relación. Una pobre mujer (se llamaba Esperanza) había recibido una paliza brutal por parte de su marido, pero había escasas pruebas y las familias de ambos no colaboraban demasiado. De hecho, daba la impresión muchas veces de que ponían trabas para inculpar al marido: realmente increíble. Así que tuve que dedicarme en cuerpo y alma durante mucho tiempo a ayudar a esa mujer, y claro, la primera persona que echaba de menos a su marido era Elisa.

—Llevas tiempo que pareces ausente —decía ella.

—Sabes que mi trabajo puede llegar a ser muy absorbente si te lo planteas como algo personal. Es la única manera de intentar que determinadas cosas se arreglen.

—No sé qué te pasa, pero desde hace varios meses…

—Estoy muy ocupado, pero siempre te tengo en el… Yo…

—Me gustaría —decía Elisa con los ojos brillantes— que todo fuese tan fácil como al principio. Ya no me besas al volver a casa, ni me coges de la mano las pocas veces que salimos juntos al parque. Los dos nos estamos haciendo viejos juntos y parece que lo que había… lo que hay entre nosotros dos también está envejeciendo.

Yo no sabía qué responderle. Se equivocaba, pero yo no sabía qué responderle.

—Perdona, esto… ¿Te llamabas Isabel, no?

—Así es.

—Me puedes traer un café, por favor —le pregunté—. Parece que se retrasa.

—Cómo no. ¿Lo quiere solo o cortado?

—Solo, por favor. Creo que solo será mejor.

—Enseguida se lo traigo.

Quizás no debería haberle pedido el café. Hace diez minutos que dejó la persiana metálica de la entrada entreabierta, como a punto de cerrar. Es lógico, solamente quedo yo en la cafetería. No debería ser así. No sé por qué Elisa no viene. Deberíamos estar los dos juntos aquí, en la cafetería de nuestra primera cita, en la cafetería donde prácticamente empezamos a conocernos y a enamorarnos uno del otro. ¿Por qué me hace venir si no tiene la intención de hacerlo ella? A lo mejor no puede; o no quiere… Estaremos juntos por siempre: eso fue lo que ella me dijo. Elisa, siempre que decía algo, lo cumplía. No puede estar engañándome o burlándose de mí, ella nunca lo haría. Me siento solo.

—Aquí tiene su café.

—Muchas gracias. ¿Cuánto le debo?

—No se preocupe, se lo apunto.

—Muy bien. Como quiera. Ojalá me trataran tan bien en todos los sitios a los que voy.

—No es nada. Me ha dicho Marta que usted viene muy a menudo a este café y, además, me cae bien.

—Me siento halagado…

—¿Me permite que me siente? Prácticamente ya se ha acabado el trabajo por hoy y estoy agotada.

—Claro que sí. Siempre resulta agradable conversar con alguien, y más si es una mujer. Sabes, siempre he pensado que las mujeres siempre tienen un corazón más puro que el de los hombres, sobre todo, desde que conocí a mi esposa.

—Elisa, ¿no?

—Sí. Supongo que Marta te habrá hablado de ella. Son muy amigas.

—Ya me ha contado. Las dos eran compañeras inseparables de instituto. ¿Usted estudió con ellas allí?

—No, qué va. Conocí a Elisa en tercero de carrera, aunque ya me había enamorado de ella mucho antes. Nuestra primera cita la tuvimos precisamente en esta cafetería… y a lo mejor aquí también tenemos la última.

—No diga esas cosas.

—Parece ser la triste realidad, aunque últimamente la realidad que vivo me parece un sueño, un sueño terrible del que no puedo despertar, porque al hacerlo creo que seré consciente de lo que ha sucedido en mi vida. No quiero despertar.

El tiempo pasa rápido. Casi sin darme cuenta transcurrieron varios meses desde que empecé con el juicio de Esperanza. También pasaron varios meses de soledad al lado de Elisa. Ella se sentía igual que yo, incluso peor. Sin embargo, conseguí que Esperanza ganara el juicio y se quedara con la custodia de sus hijos, además de meter a ese individuo en la cárcel. Es curioso, ante mí tenía a una pareja que se había ido separando por motivos más que evidentes. Por el contrario, Elisa y yo nos distanciábamos sin saber por qué. La corriente del río nos conducía inexplicablemente a sitios opuestos.

Mis compañeros de trabajo y yo decidimos hacer una cena. En teoría, se celebraba mi reciente éxito, aunque en realidad todos ellos lo único que querían hacer era vernos a mi esposa y a mí juntos. Sabían que algo no iba bien entre nosotros dos, así que intentaban unirnos como fuera. Lo que no sabían es que finalmente lo conseguirían, aunque no del modo deseado.

—¿Has cogido las llaves de tu querido coche? —preguntó sarcásticamente Elisa.

—No me gustaría empezar con la discusión de siempre. Preferiría que hoy fuese una noche tranquila para los dos… Sí, sí que las he cogido.

—Lo siento. Sabes que no me gustan mucho los viajes en coche.

—Seguro que es por eso —le contesté—. Además, el restaurante al que vamos está sólo a quince kilómetros de la ciudad. Llegaremos en menos de diez minutos. ¿Lo llevas tú todo?

—Creo que sí… el bolso, las tarjetas de crédito, el móvil… Sí, creo que lo llevo todo.

En ese momento, Elisa me miró y esbozó una leve sonrisa, como queriéndose disculpar por el anterior comentario. No le di importancia, en principio, ni al sarcasmo, ni a su sonrisa. Lo que ocurriría a continuación marcó y marcará el resto de mi existencia.

¿Qué ha pasado? Lo último que recuerdo es que otro coche me deslumbró y sin querer di un volantazo… Me siento muy extraño… Todo parece haberse desvanecido delante de mí. Lo único que alcanzo a ver es la figura de Elisa. Ella no se mueve. Está inmóvil. Yo tampoco puedo moverme, pero sí que puedo sentir… Siento la mano de Elisa. ¿Por qué me tiene cogida la mano? No puedo apretarla… Realmente no puedo mover ninguna parte de mi cuerpo; pero sé que estoy bien. Sé que mis brazos están enteros, aunque doloridos. Las piernas las tengo aprisionadas. La cabeza parece que todavía me funciona… No sé… Algo dentro de mí está desapareciendo. Un momento, Elisa me aprieta la mano suavemente.

—Parece que poco a poco va despertando de su sueño —dijo Isabel a Marta.

—Eso parece. Cuesta mucho a veces hacer frente a la dura realidad. Elisa sabía que él era un soñador y eso le ha ayudado a él a superar su pérdida.

—La verdad es que es muy triste —contestó Isabel—. No sé si sería mejor que todo se quedara tal y como estaban las cosas antes. Al menos, él todavía podría pensar que ella aún sigue con vida.

—Yo creo que lo mejor es que haya despertado de su sueño.

Parece que Elisa se está despertando. Cada vez me aprieta con más fuerza la mano. Está abriendo los ojos. Noto cómo la luz en ellos se va tornando en oscuridad a cada instante… No puede ser. Esto no nos puede estar pasando a los dos. Se me está muriendo delante de mí y no puedo hacer nada. Ni siquiera puedo moverme para acariciarla por última vez. La sonrisa de antes no podré olvidarla jamás, no. Esa sonrisa que pasé por alto. Su última sonrisa sincera.

Me miró fijamente como queriéndome decir algo. Intentó separar sus labios, pero el terrible dolor, suyo y mío, se lo impedía. Finalmente, sus susurros resbalaron hasta mi corazón:

—¿Recuerdas la cafetería donde nos empezamos a conocer? Allí estaremos juntos por siempre…