El reloj del adiós

El manto negro de la noche ya hacía varias horas que había caído sobre las azoteas de los edificios. Desde arriba, la ciudad se veía como un punto de luz en una cueva. Había una infinidad de luces encerradas dentro de carcasas de plástico o cristal. El ambiente todavía se respiraba húmedo y algunas máquinas de limpieza intentaban deshacerse de la basura arrojada a la calle durante el día ya pasado. La labor resultaba difícil, ya que el agua recién caída del cielo había dejado el asfalto embarrado en algunos puntos. No solía llover muy a menudo en la ciudad, pero en esta ocasión las nubes que normalmente pasaban sin más pena ni gloria por ella habían descargado contra todo pronóstico una cantidad más que apreciable de lluvia, dejando algunas zonas cubiertas de charcos que evocaban en la mente de Felipe momentos de la infancia, pero no de la suya, sino de la de los demás. Felipe no estaba, de todas formas, solo en medio de la calle. Además de los barrenderos que realizaban casi de manera hipnótica sus tareas de limpieza y recogida, había otras personas que trataban de volver a sus casas del modo más rápido posible, ya fuera porque alguien les esperara en ellas, tuvieran que madrugar al día siguiente o simplemente porque temieran lo que se podía esconder tras la próxima esquina.

Felipe no pensaba en nada de eso en aquellos momentos. El reloj se le había caído por accidente al suelo mojado y sabía lo que eso significaba. Entonces únicamente tenía ocupada su mente en una cosa.

—¿Qué me deparará el futuro ahora que se ha roto otra vez el reloj? —se dijo a sí mismo.

Se agachó para recogerlo del suelo y lo observó detenidamente. La esfera de cristal se había resquebrajado por la mitad, pero a pesar de ello los números digitales seguían sucediéndose uno tras otro sin descanso y marcando una cadencia a la que Felipe por desgracia ya se había acostumbrado después de tantos años. El reloj marcaba las 2:34 de la madrugada. Una vez que vio que el reloj podría seguir funcionando quizás algunos minutos más, decidió incorporarse y volver sobre sus pasos para encontrarse de nuevo con Sandra, a la que había dejado en la estación, sin despedirse, como siempre.

Felipe comenzó a caminar hacia aquel lugar, que se encontraba a escasos diez minutos. Algunas gotas tardías procedentes del cielo cayeron sobre el rostro de Felipe y se confundieron con las lágrimas que, tímidamente, asomaban por sus ojos. No era la primera vez que le ocurría. Llorar no era una práctica común entre los suyos y todavía no había logrado acostumbrarse a pesar de los años. Al tiempo que aceleraba el paso se secó con la manga de su gabardina los ojos. Los zapatos mojados chapoteaban de vez en cuando en algún charco sin saber que a su dueño no le importaba lo más mínimo.

«Seguramente me darán unos zapatos nuevos cuando acabe con esto», pensó.

Al recién brillo adquirido por los zapatos se le unió el de las estrellas que comenzaron a reflejarse en los charcos más grandes, ya que las nubes habían comenzado a dispersarse. Las luces de neón también cumplían su papel, por lo que a Felipe se le antojó que se trataba de una situación un tanto irónica, de modo que dirigió una mueca sonriente al cielo. Le pareció que la lluvia era muy apropiada dadas las circunstancias.

A pesar de la sonrisa, hacía mucho tiempo que Felipe no se reía. De hecho, ni siquiera recordaba haberlo hecho alguna vez. No formaba parte de su carácter. «¿Cuándo fue la última vez que lo hice», pensó. No se acordaba. Nunca lo haría. Sin embargo, sí consiguió rememorar aquella vez en que imitó la risa. Era la de Abe, un niño que al año siguiente se convertiría en muchacho, aunque ni él mismo supiera que ya era un adulto o por lo menos así debía ser, pues sus padres acababan de morir en el barracón S-4a, el destinado a las duchas. Felipe lo observaba con admiración y sorpresa desde uno de los ventanucos de la caja (así era como llamaban los prisioneros a los barracones del campo). Abe jugaba en silencio con los hijos de otros padres ya muertos a un extraño, e incomprensible para Felipe, juego de imitación. Él quería participar y a modo de jugador invisible repetía cada uno de los gestos de los niños sonriendo al compás marcado por ellos. Quizás fue uno de los momentos más felices de su vida, tal vez porque no había descubierto cuál era su verdadero papel en ese juego. Tarde o temprano lo haría, sin duda.

Al cabo de media hora, Felipe miró su reloj recién estrenado. Aquella vez se trataba de un reloj de agujas chapado en oro. Realmente bonito, además de parecer muy resistente. Permanecía absorto en sus pensamientos cuando vio acercarse una sombra por detrás de él. Ésta era alargada y estaba duplicada a causa de la acción de algunos focos procedentes de las torres de vigilancia cercanas. Los pasos resultaban lentos y pausados. Finalmente, se detuvo a unos dos metros de Felipe. A pesar de que sólo había girado su cabeza levemente hacia el lugar de donde intuía que provenían los pasos, sabía quién era. Le habían hablado de los tipos como el que se le acercaba por detrás. Los tipos que, vestidos apropiadamente según la ocasión y el tiempo, realizaban un trabajo equivalente al de Felipe, pero con un propósito contrario.

—Maldita sea, Felipe —dijo el hombre cuya sombra se duplicaba—, no deberías estar aquí. No ahora.

—¿Cómo sabes mi nombre?

—Todos nosotros nos conocemos bien los unos a los otros, Felipe. Sabemos cuándo llega alguien nuevo. Por cierto, ¿qué hacías mirando por el ventanuco de la caja?

Al tiempo que preguntó con fingido desconocimiento tiró al suelo el cigarrillo que fumaba y lo apagó con la bota. Mientras se movía enérgicamente para apagarlo, un destello plateado refulgía del lado izquierdo de su pecho. La bota era de color negro y brillaba casi de una manera sobrenatural. Hacía juego con el resto del uniforme, impecablemente planchado, sin una sola arruga.

—Estaba mirándolo a él. A Abe.

La mirada de Felipe entonces se dirigió nuevamente al interior del barracón acompañada de una leve sonrisa, quizás la última antes de despedirse de Abe. Cuando volvió otra vez los ojos hacia aquel hombre se dio cuenta de que no podía comportarse de una manera tan inocente. No podía hablarle así, tan sinceramente. Entonces le dijo:

—No te lo vas a llevar.

El hombre uniformado rió abiertamente. Felipe se extrañó al pensar que un ser de esas características pudiera experimentar un sentimiento tan humano como la risa y él no.

—Eres divinamente ingenuo, Felipe. Me lo lleve o no, vas a perderlo de todos modos; así que no te encariñes con él. ¿Has dicho que se llama Abe, no?

—Así es. Se llama Abe. Su padre se llamaba Peter y su madre Marie. Ninguno de los dos eran judíos (él era inglés y ella francesa), pero parece ser que eso no ha importado mucho. Los soldados alemanes han continuado con su política de exterminio. Descubrieron que la abuela de Marie lo era. Eso pareció ser suficiente.

—Una verdadera lástima —interrumpió el hombre uniformado. Cada vez que se movía y asentía con la cabeza de manera cínica los destellos de su pecho se reflejaban en el rostro de Felipe.

—Peter y Marie eran campesinos. Huyeron de su granja después de que unos soldados borrachos irrumpieran en ella echándolos a patadas e insultándolos. A pesar de que Peter opuso cierta resistencia, no pudo evitar que lo dejaran inconsciente. Tampoco pudo hacer nada por su hija mayor, que fue repetidamente violada, ni por su esposa Marie, que esa noche compartió algo más con su hija que el nombre. Dos horas más tarde la hija murió desangrada junto a los soldados, que descansaban plácidamente después de una noche de juerga. Peter y Marie estaban inconscientes, mientras el pequeño Abe se había escondido de los hombres malos.

—¡Bravo por Abe! —dijo el hombre uniformado.

Felipe prefirió obviar el sarcasmo y continuó, adoptando un gesto de desprecio y de incredulidad al mismo tiempo:

—Cuando despertaron los padres vieron a su hija tirada en el suelo. Peter se incorporó y vio atónito que su granja, su casa, estaba siendo quemada. Los soldados de la noche anterior ya no estaban y en su lugar había otros tantos que se regocijaban al contemplar arder los sueños de Peter y de Marie. Fue entonces cuando se dirigió hacia el cuerpo inerte de su hija y, junto a su madre, descubrió que una parte de él también había muerto. Marie rompió a llorar y Peter cayó de rodillas al suelo, al mismo tiempo que abrazaba a su hija. Poco después, unos soldados se acercaron y los ataron. Ni Peter ni Marie ofrecieron resistencia alguna, ya que observaron que ya habían cogido a Abe. «¿Adónde nos llevan, Peter?», preguntó Marie. El final de la historia de Peter y Marie se ha acabado hace escasamente tres cuartos de hora, en las duchas del barracón S-4a.

—El final de la historia de Abe también se acerca, Felipe.

—No todavía…

—Tú tienes que cumplir tu papel, al igual que yo. Ninguno de los dos elegimos estar donde estamos ahora, pero has de pensar que somos peones en un gigantesco tablero de ajedrez cuyos ejércitos son las dos fuerzas más poderosas del universo. Yo sólo estoy aquí para saber si finalmente se viene conmigo. Entiéndelo, es sólo un niño, pero…

Entonces, el hombre de uniforme se asomó por el ventanuco del barracón y observó cómo Abe dormía plácidamente junto con otros niños que, además de él, eran hijos de la guerra, de aquella Gran Guerra que no habría de haberse repetido. Felipe observó que, al acercarse junto a él para mirar dentro de la caja, la insignia de las SS alemanas ya había dejado de centellear, en parte porque ya no le daba la luz de los focos de las torres. El hombre del uniforme prosiguió:

—Ahora duerme. Yo nunca he dormido, ¿y tú, Felipe?

Felipe no contestó.

—Seguramente piensas que soy un ser horrible. Gracias al atuendo que llevo mucha gente así lo creerá, tal vez no ahora, pero sí dentro de algunos años. Pero no estamos hablando ahora de ropajes, sino de lo que somos realmente. Somos dos caras de la misma moneda, Felipe. No podremos vivir el uno sin el otro y creo que nos veremos más de una vez.

El hombre del uniforme lanzó otra mirada al interior del barracón. Se quedó mirando fijamente a Abe, como si estuviera escrutándolo. A continuación hizo una mueca como la que hace un jugador de póquer cuando pierde una mano que tenía prácticamente ganada. Felipe se percató de ello.

—Yo únicamente hago mi cometido.

—¿La crueldad también forma parte de tu trabajo? —contestó Felipe airadamente.

—Ah, lo dices por mi sarcasmo. Si me tomara esto en serio y me implicara emocionalmente con las personas enloquecería. Tú tampoco deberías hacerlo. Si no es hoy, dentro de un tiempo acabarás por perder a Abe.

—En cualquier caso me alegro de que tu visita haya sido en vano.

—Tenía que asegurarme, Felipe. Ya nos veremos en otra ocasión. Por cierto, si es así me presentaré. Ahora mismo se dirigen a mí como el teniente Weissner. No es mi verdadero nombre, pero me gusta. Puedes recordarme por él si así lo deseas.

Después de la falsa presentación, Weissner comenzó a alejarse de Felipe, quien se sentía doblemente aliviado por la marcha de aquel ser y por Abe, al que seguiría acompañando y guardando durante muchos años. Entonces Felipe, mucho más tranquilo, se marchó por un tiempo de aquel lugar y lo hizo sin despedirse de Abe, como siempre había hecho.

Ése fue un momento feliz, sin duda alguna para Felipe. Ahora lo recordaba como si lo estuviera viviendo en aquel instante. «Mis pasos avanzan tan rápido como lo hicieron los años con Abe», pensó. También pensó en cómo aquel niño consiguió escapar con vida del campo de los barracones; en cómo consiguió reconstruir, ya siendo un muchacho, la granja de sus padres; en cómo se enamoró de la chica más guapa del pueblo y se casó con ella, teniendo cuatro niños y dos niñas; en cómo consiguió dar a sus hijos todo el cariño que sus padres, por culpa de la guerra, no consiguieron darle a él. Pero también pensó en los malos momentos; en aquellos en que Abe recordaba a sus padres y a su hermana Marie; en aquellos en que sus ojos se perdían en el vacío tras observar la marca azul en su piel con el número 3125; en aquellos en que la ginebra invadía sus recuerdos. Felipe estuvo con él en los malos y en los buenos tiempos, durante muchos años, hasta que el 16 de diciembre de 1989 se rompió su reloj. Abe había muerto mientras dormía, a causa de una parada cardiaca.

—Nunca olvidaré ese día —se dijo Felipe mientras miraba en un escaparate el reflejo de su propia imagen, que no le decía nada. Nadie se lo decía.

Dejó de verse reflejado en el momento en que siguió su camino. En ese instante Felipe comenzó a reflexionar sobre la duración de los pensamientos, que en apenas un segundo son capaces de transportar la conciencia de los hombres al lugar donde los recuerdos, buenos y malos, tienen su morada, de modo que siempre rememoren de dónde son y, lo que es más importante, qué es lo que son. «¿Eso me convierte en un hombre como los demás?», pensó. Después, miró su reloj nuevamente. Habían pasado unos cuatro minutos.

La esquina por la que tendría que girar para encaminarse por la avenida hasta llegar a la estación se encontraba a pocos metros. De pronto, se le figuró que una sombra se escondía bajo la luz de una farola aún húmeda por la lluvia. Felipe sintió cómo su corazón le latía casi al compás de sus rápidos pasos. No quería encontrarse otra vez con aquel Weissner, por lo que se dijo a sí mismo que no podía ser él, que se debía de tratar de un alma solitaria que vagaba por la calle… Pero enseguida se convenció de que estaba engañado. «Ellos nunca te ven; nunca», pensó; y sin embargo, la sombra lo hizo, le clavó la mirada.

—Creí que la noche iba a ser solitaria, como todas las demás —dijo la sombra, al mismo tiempo que se acercaba a Felipe, descubriendo su viejo rostro.

—¿Cómo puedes hablarme…? Ninguna persona puede hacerlo —dijo Felipe.

—Tienes razón. No pensaba que me fuera a encontrar con uno de los míos.

Felipe se acercó asombrado al hombre del viejo rostro. Sólo hace muchos años se encontró a alguien como él mismo y no fue una experiencia muy agradable. Se alegró de que no fuera Weissner, o como diablos se llamase, y se acercó para abrazarlo mientras el hombre del viejo rostro lo miraba un tanto sorprendido.

—Me siento tan solo… es la primera vez que puedo abrazar a alguien.

—Te comprendo —respondió el hombre viejo—. Todos pasamos por lo mismo. Nuestro trabajo es harto solitario y en la mayoría de ocasiones no se nos recompensa como es debido.

Felipe se apartó ligeramente de lo que ahora se le antojaba una figura paternal.

—¿Cómo te llamas?

—Manuel.

—Encantado de conocerte. Yo me llamo Felipe.

—¿Adónde ibas tan deprisa, Felipe?

—Verás… mi reloj se ha parado.

—Lo siento mucho. No hay nada en el mundo que nos haga entristecer tanto. Ningún humano lo entendería, ¿verdad?

—Ellos también sufren. No como nosotros, pero ellos lloran la pérdida de los seres queridos.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Manuel con un gesto compungido.

—Se llama Sandra.

—¿Todavía sigue viva?

—Sí, es que… —Felipe titubeaba— parece que el reloj sólo se ha detenido parcialmente. La verdad es que es algo extraño. Parece como si se me hubiera dado una oportunidad para despedirme de ella.

—En ese caso no merece la pena que te quedes hablando con un pobre viejo como yo. He estado en numerosas ocasiones en tus mismas circunstancias y sé que despedirse es muy importante. Ve con ella. Además, si sigues hablando conmigo te voy a contagiar mi melancolía.

—Creo que ya me la contagiaron, pero hace ya muchos años —dijo Felipe al tiempo que miraba al suelo.

—Creo que en realidad a todos nos la contagiaron… —murmuró Manuel.

—¿Cómo dices?

—No, no es nada.

En ese momento los dos callaron y la calle de la ciudad pareció ponerse de acuerdo con ellos en pactar un profundo silencio.

—Oye, Manuel, podrías acompañarme hasta la estación de autobuses. Para mí sería muy importante.

—¿De veras quieres que te acompañe? Lo haré encantado.

Felipe y Manuel comenzaban a andar cada vez más deprisa a medida que se acercaban a la estación. «Dos minutos, Felipe, dos minutos», se decía a sí mismo. «Todavía tienes tiempo». Tiempo era precisamente lo que más tenía Felipe, quien, preocupado por Sandra, no advertía que Manuel se iba quedando atrás. Ya a escasos metros de la estación, en un lugar donde las sombras daban amparo a los dos ángeles, Manuel se paró a descansar agotado por la rápida caminata. En efecto, Felipe no advirtió que el viejo ángel era incapaz de seguir su ritmo; pero tampoco se dio cuenta de que éste se encontraba asimismo sumido en sus propios pensamientos y temores, al igual que él.

—Felipe, espera. Necesito respirar un poco —jadeó.

—¡Vamos! No hay tiempo.

—Ella no va a estar dentro. Si la buscas en el albergue de la estación —dijo Manuel con un tono apesadumbrado— no la vas a encontrar. Está cerrado.

—En ese caso buscaremos fuera. Tiene que estar por alguna parte… Vayamos a la calle de atrás. ¡Eso es! Allí hay poca luz y es posible que se haya ido a dormir bajo las sombras.

—Felipe, tengo que hablar contigo.

—¡Vamos! No tenemos tiempo que perder. A Sandra se le ha acabado prácticamente el suyo. Tengo que despedirme de ella.

Manuel en ese momento asintió con la cabeza y pensó que en aquellos momentos lo mejor sería acompañarlo. Más tarde quizás podría hablarle de la melancolía, como lo llamaban entre ellos, o simplemente la tristeza, como realmente debería llamarse, que poco a poco fue invadiendo a los ángeles a lo largo de su existencia y que debía culminar en el momento en que un ángel se despidiera por última vez de la persona a la que guardaba, porque en ese instante, la melancolía acumulada por tantos años, y que es compartida por todos ellos a causa de una espiritualidad naturalmente vinculada, haría que aquel ángel se sintiera tan triste que deseara su propia muerte, acabando de esta trágica manera con la esencia de su propio ser, compartido por todos y en todos los demás ángeles. Afortunadamente, Manuel sí que pudo hacerlo; pudo hablarle de todo esto y de muchas otras cosas, porque Felipe acabó encontrando a Sandra cinco minutos más tarde en un frío callejón próximo, inerte y cubierta por unos cartones, bajo los cuales cada noche de invierno intentaba encontrar abrigo.

Al final, Felipe llegó tarde a su último encuentro con Sandra y se alejó de la estación con lágrimas en los ojos, acompañado por el viejo ángel, quien intentaba consolarlo; y Felipe lo hizo sin despedirse de Sandra, como siempre.