Allí arrodillado, aquel inmenso mar le parecía a Ulntar un enorme coloso. Las olas se despedazaban una y otra vez contra la orilla y el viento helaba cada poro de su vieja piel. No sabría decir si estaba eufórico o si, por el contrario, la calma nacía en su corazón. Siempre se sentía así cada vez que visitaba aquel lugar maravilloso. La noche lo impregnaba todo de una magia indescriptible y la negrura rodeaba todo cuanto alcanzaba la vista de Ulntar, incluido él mismo. Tan sólo se oía el bramido de las olas. Luego, silencio. Y otra vez el eterno ciclo.
A Ulntar le gustaba recordar entonces las leyendas de su pueblo. Aquellas que cantaban las gestas de Haro el Guerrero o de Weriste, primera reina de Wurnk, el territorio elegido por los dioses. Entre todas ellas, sin embargo, había tres que le agradaban especialmente y tenían que ver con las historias de esos seres fabulosos adorados por su pueblo. Los extraños los llamaban dioses, pero él prefería denominarlos cariñosamente hermanos, ya que era uno de ellos.
Ulntar no pudo resistir la tentación de levantarse y, tras haberse sacudido delicadamente la arena de su cuerpo desnudo, miró fijamente a las estrellas, las cuales reflejaban su titilante mirada con idéntico fulgor.
—¡Oh, vamos! Continúa con la historia, Cristóbal. —Los ojos de María parecían reflejar precisamente esas mismas estrellas—. No me dejes con las ganas de saber el final.
—No te voy a contar ya el final, chiquilla. Acabo de empezar.
—Bueno, tú sabes a lo que me refiero. ¡Venga, venga, venga!
—Veamos… —Cristóbal sonreía con una pícara expresión. No podía evitar sucumbir a la insistencia de la chica que lo traía loco desde hacía ya unos meses—. No, por hoy es suficiente.
—Pero, ¿por qué eres así?
—¿Así, cómo?
—Siempre me dejas con la miel en los labios.
Cristóbal comenzó a ruborizarse ligeramente. Le gustaba saber que las palabras que él decía eran algo dulce para María, aunque seguramente no tanto como lo serían los labios de ella sobre los suyos. Ella lo notó, pero hizo caso omiso. Cambió de tema.
—Hablando de labios. Los llevas cortados, como siempre. Deberías cuidarte.
—Lo intento, pero con este frío…
—¿Frío? —Ahora era María la que sonreía, pero con un punto de malicia—. Yo más bien diría que hace mucho calor por aquí. Aunque parece que te afecta más a ti.
En ese momento, los dos cruzaron las miradas y, con una leve sonrisa, los enamorados que aún no sabían que lo eran se lo dijeron todo sin mediar palabra.
—Ya en serio, Cristóbal. Si quieres podemos quedar mañana y me cuentas más de tus historias.
—Me parece muy bien. ¿Quedamos en el mismo sitio?
—En la puerta del cine, ¿no?
Se despidieron amigablemente y se pusieron los guantes. Hacía frío en la ciudad por aquella época. Los más viejos del lugar seguramente recordarían que hace ya más de veinte años un frío similar acabó convirtiendo la playa en un fino tapete de blanco nácar. Al ajustarse la bufanda cuando sólo había recorrido unos metros, Cristóbal miró por el rabillo del ojo a María. Le gustaba mucho pasar el tiempo con ella. En ocasiones se preguntaba en qué preciso instante dejó de ser su amiga para convertirse en algo más. De ella tenía muchos recuerdos y la mayoría agradables. Le gustaba su forma de reírse de los demás, pero también de sí misma. Le encantaba su forma de ver las cosas, de verlo a él. Una vez se puso a correr con María por medio de la calle, sin sentido alguno; simple juego de adolescentes. Le hacía mucha gracia ver cómo ella intentaba cogerlo. María en muchas ocasiones le decía que se burlaba de ella; pero no era así. A Cristóbal también le gustaban sus pequeñas manos y sus piernas talladas en blanco marfil. «Como la playa hace unos años», pensó. En ese momento la vio alejarse por la calle Mayor. Miraba los escaparates de ropa de soslayo, como si en el fondo ella quisiera que las faldas, los zapatos, los bolsos… la miraran a ella y no al revés. Cristóbal la siguió con la mirada hasta que se difuminó con el resto de la gente.
¡Pam, pam, pam! Los pesados pies de Ulntar caían como tambores de piedra sobre la superficie de la playa. Los granos de arena salpicaban la espalda del poderoso ser y parecían sufrir una erosión de dos mil años a cada pisada. Los agitados pasos se sucedían uno tras otro. Tres días habrían pasado corriendo de no ser por el hechizo de Arlaac, quien había sumido al sol en un profundo sueño del que únicamente podía despertarlo el amanecer de un nuevo astro que lo sustituyera. Así era el poder de la magia de los dioses. Sin embargo, Arlaac no era hermano de Ulntar.
La playa se acababa. En un entorno imposible como aquél, la arena se extendía hasta el horizonte, con dos orillas a cada lado. Ulntar miraba ambas con circunspección. Se agachó nuevamente para saborear el agua del mar. Cabía la posibilidad de que no volviera a hacerlo nunca más, puesto que la primera tarea que lo aguardaba era la de atravesar el Bosque de los siete ecos, el cual ya podía divisarse a lo lejos.
—Todavía no has dicho por qué hace todo eso Ulntar —interrumpió súbitamente María.
—¡Ay, alma de cántaro!
—¿Qué pasa? No te burles…
—Qué inocente… —Cristóbal la cogió dulcemente del suave cabello ondulado—. A ver, ¿de qué van todas las historias?
—Hmm…¿de amor?
—Pues claro, chica.
—Pero eso ocurre con las canciones. Todas las canciones tratan del amor.
—Esta historia trata de un amor, como las canciones que has dicho.
—Las que he leído yo tratan de misterios no resueltos, barcos piratas, enigmas aún por descubrir…
—Entonces, ¿la historia no te gusta? —Cristóbal imitó una cara triste, pero sonriente. Esperaba la complicidad de María.
—No seas tonto. Claro que me gusta —María contemplaba el suelo como si fuera en ese momento una niña—. ¡Sigue, sigue!
¡Pam, pam, pam! Otra vez los pesados pies de Ulntar sobre la arena. De repente, un árbol. Otro. Otro más. Recordó la historia que le contó su abuelo acerca del Bosque de los siete ecos, que en ese momento se abalanzaba desafiante sobre los rudos hombros de Ulntar, pinchándole con cada rama. Sintió en ese momento una punzada en todos sus músculos: a lo mejor era algo parecido al miedo.
En el Bosque de los siete ecos sólo se podían hacer siete ruidos, ninguno más. Todos ellos emitían un eco que provenía del infinito, de lo desconocido, de la propia imaginación de sus moradores. Ulntar no era realmente de allí. Más bien, un extraño en tierra ya ajena. El Bosque pertenecía a los dominios de la ninfa Orëssa y no permitía que nadie molestara con sus ruidos el eterno descanso de su amado, que yacía en el suelo de hojarasca con un eterno rictus.
Los pesados pies de Ulntar se transformaron en las plumas de un ave gigantesca que pugnaba por no levantar en exceso el vuelo, a pesar del suelo vidrioso de hojas (algunas marchitas, otras de un verdor espléndido) que forraban con un tapiz imposible los dominios de Orëssa.
«¡Crack!»
Y de repente un eco.
Ulntar sabía que iba a ser una tarea ardua, así que no se tomó el chasquido como una derrota. Intentaba recordar de nuevo las historias que le contaba su abuelo, aquellas que formaban parte de su infancia, parte de su ser.
Un suspiro.
Y de pronto el eco que venía de lo más hondo de la maldad de Orëssa, como un monstruo sombrío lleno de ímpetu.
El corazón de Ulntar latía con fuerza. Tenía un motivo claro: dejar atrás aquel bosque cuanto antes y reunirse con su amada. Más pasos. Algunas hojas secas caían sobre el rostro de Ulntar.
El tercer eco.
La mirada escapó furtiva a la caza del que profana su paz.
Cuarto. El final del bosque está cerca…
Ulntar, no mires atrás. Lo que acabas de escuchar forma parte tan sólo de la espesura de tu imaginación. No caigas bajo su hechizo, que enreda con la hiedra a todo aquel que desfallece ante los fantasmas de su imaginación.
Quinto eco… Ulntar no quería exhalar el aliento que emergía de su pecho, en un intento por contener su ruidosa respiración. Los árboles podrían delatarle…
Sexto. ¿Quién es el osado que mancilla su descanso? ¡Nadie puede escapar de mis dominios! Así que un dios había osado entrar en el lugar prohibido… Gran ofensa para la ninfa, la cual desató toda su rabia e imploró a los árboles, con lágrimas de cristal, que detuvieran al intruso. Unos brazos largos atravesaron entonces el bosque, mientras una lluvia de gruesos alfileres marrones caía al unísono sobre las espaldas de Ulntar. Orësa lloraba sobre el rostro de su amado. Él nunca más podría devolverle un beso siquiera.
Gritó Ulntar.
—¡Altara!
Y el eco se hizo esperar, pero no llegó. Ulntar acababa de escapar de aquel bosque con guardianes de madera y yacía de nuevo sobre la arena.
—Entonces, así se llama ella. —Los ojos de María se clavaban en los de Cristóbal con límpida candidez.
—¿Te refieres a la amada de Ulntar? —contestó—. Así es.
—Hmm… Él la busca por alguna razón. ¿Tal vez porque quiere pedirle perdón?
—¿Perdón por qué?
—No sé. Se habrá portado mal. —En ese momento ella sonrió buscando la complicidad de Cristóbal—. Ya sabes lo que les pasa a los chicos que se portan mal…
Los dos rieron.
—Cómo eres. Espero no portarme mal porque si no…
María y Cristóbal continuaron caminando cerca de la inmensa catedral dirigiendo miradas esquivas a los monumentos arquitectónicos que los envolvían con sabia antigüedad. Sus miradas se encontraban con menos frecuencia de la que deseaban, a pesar de que la mayoría de las veces se miraban de arriba a abajo.
—Puede que no sea ésa la razón por que la busque.
—Entonces… La chica se va a casar con otro.
—Piensa que su mundo no es como el nuestro. —El tono de Cristóbal se volvió interesante.
—¡Ya está! Tiene que rescatarla de algún peligro. —La cara de niña iluminó su bella sonrisa.
—Creo que por ahí te acercas más.
—Tanto ponerse interesante y luego vas y me cuentas una historia de príncipes y princesas.
—Ah, ¿qué pasa? Pensaba que te gustaban esas historias. Pero realmente te he dicho que te ibas acercando, no que se tratara de eso en concreto.
—Bueno, la verdad es que tampoco es una historia muy convencional. Él, de momento, no parece un príncipe y su mundo es muy diferente al nuestro.
—Cierto. Y de Altara no sabemos nada aún.
—De Ulntar, algo más. —Los ojillos verdes de María miraban hacia arriba—. ¡Le gustan las historias!
—Eso, eso. Parece que entre su mundo y el nuestro no existen tantas diferencias.
La animada conversación cesó por unos momentos mientras los dos compartían un silencio grato, de esos que sólo se disfrutan si existe la sensación de que la mera compañía del otro es suficiente. Pasó un buen rato y, al final, cuando Cristóbal y María se iban a despedir hasta otro esperado día, las nubes dibujaron en el horizonte jirones amoratados de cielo.
—Dile a Ulntar que me espere mañana en la Gran Avenida —dijo María.
—No lo dudes. Ahí estará.
En el cine había una cola larguísima para entrar. Sin embargo, muy pocos de los que estaban allí iban a ver la película escogida por Cristóbal. Tampoco María demostraba gran entusiasmo, así que hablaban de casi todo menos del hecho de estar en el cine. María soltaba graciosas puyitas de vez en cuando, pero Cristóbal no se lo tomaba a malas en absoluto. Los dos reían y de manera espontánea se cogían, se abrazaban o incluso buscaban las manos del otro en un ciego y leve intento. Una vez dentro de la enorme sala vacía, la proyección cobró vida y enseguida los dos se dieron cuenta de que la película iba a ser muy aburrida. María preguntó disimulando espontaneidad cuando en realidad lo había estado pensando desde que se despidieron el día anterior.
—¿Cómo continúa la historia de Ulntar?
—¿Dónde lo habíamos dejado?
—Acababa de salir airoso del Bosque de los siete ecos.
El hermano de los dioses ahogaba su asfixia en los recientes recuerdos de su amada, que revoloteaban dentro de su corazón con fuerza. Una vez que hubo descansado y remojado sus arañados pies en el agua de la orilla, observó el enorme peñón que tenía que atravesar. Éste se encontraba a unos kilómetros de distancia. Comenzó de pronto otra carrera sin rival visible hasta que llegó a los dominios del enorme accidente, colocado a conciencia por Áthula, rey de la tierra, y hacedor de las montañas. No debía de ser un obstáculo difícil, puesto que Ulntar era mucho más diestro trepando que nadando. Era otra posibilidad que había contemplado en su sueño, pero la rechazó tal vez por respeto a las aguas que lo vieron nacer una encapotada tarde de otoño. La maleza se acumulaba en los hombros de Ulntar y el sudor resbalaba y caía por sus cejas al tiempo que ascendía cada vez más por el peñón que lo separaba del otro lado, de las tierras de Armero. Ya en lo más alto, las divisó en el horizonte. Eran tierras vastas, secas. Había cañones que serpenteaban buscando una presa fácil. La hermosa playa tocaba a su fin. Se percibía el caos y el miedo, pues allí se encontraba Armero, guardián del puente que conducía a Altara. Ulntar en ese momento tuvo la convicción de que volvería a verla.
Cuando desapareció la playa del alcance de su visión y ésta se tornó en desierto, se sintió inquieto otra vez. Solamente su amor por Altara lo acompañaba en ese momento. La blanca Luna brillaba desde lo más alto y las estrellas salpicaban aleatoriamente un cielo vidrioso, no tanto por su disposición, sino por las lágrimas que brotaban tímidamente de los tiernos ojos marrones de Ulntar. No obstante, debía ser fuerte. Debía estar preparado para enfrentarse a Armero, que sin duda estaría ya esperándolo en la entrada del puente montado en su negro percherón.
—¿Por qué Ulntar tiene a todo el mundo en su contra? —preguntó María con avidez.
—Está en un mundo hostil.
—Va a buscar a su amada. ¿Y eso qué le importa a los demás?
—Cada uno parece tener su propia penitencia.
—¿Y Armero también la tiene?
—Shh, no seas impaciente.
—Venga, sigue, Cristóbal. Vaya rollo de película.
Las imágenes en blanco y negro se sucedían en el fondo de la sala sin que los ojos de los dos prestaran la más mínima atención.
Armero lo esperaba a caballo. Tanto jinete como montura parecían una prolongación de ellos mismos, pues se fundían como si se tratara de un solo y sobrenatural ser de plata. No se le veía al caballero rostro alguno y, de haberlo tenido, se habría parecido al miedo, al odio y al resentimiento por un amor que él nunca llegó a tener. La montura de Armero piafaba al tiempo que giraba sobre sí misma inquieta por la visita; pero el jinete no apartaba la vista de aquel dios.
—¿Me dejarás pasar? —dijo Ulntar con tono severo.
—Mi amo no me lo permite —respondió el eco que emergía de la oquedad del yelmo.
—En ese caso tendremos que luchar. Tú vas a caballo y yo sólo tengo la montura de mis firmes pies. Tú vas armado y a mí sólo me arman caballero los besos de Altara. No tengo miedo ni a ti, ni a los designios de tu amo.
—Tienes una voluntad firme Ulntar. Eso sin duda te ha hecho llegar hasta los dominios lejanos de nuestro mundo, allí donde no eres bien recibido. —Una pausa, entonces, interminable, surcó el rostro vacío del caballero y pareció transformarlo en una mueca apenas perceptible—. ¿Qué se siente?
—¿Al entrar en vuestros dominios? —respondió Ulntar un tanto receloso, pero intuyendo a qué se refería Armero.
—Qué se siente al ser amado, ser correspondido, saber que la otra persona piensa en ti, se acuerda de ti, te extraña, te siente cerca a pesar de la distancia…
En ese momento Ulntar captó toda la tristeza que envolvía al caballero, tan majestuoso en su montura colosal, pero tan ínfimamente pequeño por lo vacío de su corazón.
—Te lo contaré al volver con Altara por el puente y atravesar los cañones junto a ella. —A una larga pausa le siguió la réplica.
—Siempre te gustaron las historias, Ulntar.
—Mi abuelo tuvo mucho que ver con ello.
—Espero que te sea de utilidad. Mi amo es perverso. Intenta liberar a tu amada Altara. Yo proseguiré mi cautiverio de mil años.
Y el jinete se apartó del extremo del puente que guardaba y desapareció entre la bruma del arrepentimiento que lo atormentaba.
La película ya había acabado, y justo en ese punto de la historia los títulos de crédito con nombres en francés y alemán surcaban de abajo a arriba la negrura de la sala.
—¿Te ha gustado? —preguntó tímidamente Cristóbal.
—Vaya coñazo.
—Oh…Si quieres no te cuento más de la historia en ese caso… —Su rostro se había fundido ligeramente con el de la oscura sala.
—¡Qué va! —María rió tiernamente al tiempo que le acariciaba a él la mejilla—. Me refería a la película. Horrible. Me gusta mucho más lo que me estás contando. —Cristóbal acompañó la sonrisa de María al tiempo que él dijo:
—Vámonos ya. Mira que elegir un bodrio como éste…
—¿¡Qué!? ¿Tendrás morro? Pero si fuiste tú el que dijo que había leído una crítica que estaba muy bien, que se había metido en internet y había visto los comentarios…
En ese momento, los dos salieron corriendo persiguiendo el uno al otro, como en un juego adolescente. Reían y se encontraban flotando en un mar salado del cual sólo ellos dos eran los únicos amos. De pronto, Cristóbal dejó atraparse por María (ya lo había hecho un tiempo atrás) y sus miradas se cruzaron en el infinito, como las rectas paralelas de un amor predeterminado desde hacía mucho tiempo. Sus corazones no pudieron resistirse y obligaron a sus labios a solaparse bajo la oscuridad de una ciudad que albergaba bajo su terciopelo estrellado a los dos enamorados que en ese momento, sí, ya sabían que lo eran.
En aquel preciso instante Ulntar dirigía su vidriosa mirada a Altara, que se encontraba de pie con la daga que había arrebatado al temible guardián del calabozo apuntando directamente al cuello de Ulbar, el abuelo de Ulntar, señor de las lejanas tierras inhóspitas, dueño del mal que asolaba los corazones de su mundo y amo de Armero, el jinete que debía impedir el paso a Ulntar. Éste encaminaba sus palabras hacia el final de la historia. «Sus corazones no pudieron resistirse y obligaron a sus labios a solaparse bajo la oscuridad de una ciudad que albergaba bajo su terciopelo estrellado a los dos enamorados que en ese momento, sí, ya sabían que lo eran».
—Muy bien Ulntar. —El rostro de Ulbar reflejaba una soberbia contenida por el maestro que ve cómo su aprendiz lo supera—. Una buena historia. Os habría dejado marchar con una historia tan… irreal.
—¡No! —gritó Altara—. Ibas a matarme. —Cuando pronunció esa fatídica palabra, a Ulntar le resbaló una lágrima por la mejilla.
—¿Es eso cierto, abuelo?
—¡No me llames de ese modo! —Siguió una pausa interminable—. Cuando entraste en mi fortaleza te prometí que para liberar a Altara tendrías que contarme una buena historia. Como aquellas que me inventaba cuando eras un niño.
—Así lo he hecho —Ulntar susurraba las palabras, pero con tal convicción que pesaban como losas sobre la conciencia de su abuelo.
—Pues así sea. Que se cumpla mi palabra. Si me matarais no conseguiríais salir vivos de mi feudo. —Altara rompió a llorar, más que por miedo a herir a Ulbar por herir el propio corazón de su amado, que no soportaría ver morir a su abuelo, incluso después de que se hubiera convertido en todo lo contrario a lo que él recordaba cuando era pequeño.
—Ulntar, te lo juro —dijo entre sollozos de espesa amargura Altara—, me dijo… dijo que iba a matarme…
—Y ahora os dejo que marchéis. Salid de mis dominios.
En ese instante la mirada de Ulntar escrutaba a aquel que en su más tierna infancia había sido el creador de un mundo maravilloso de fantasías y ensueños plagados de palabras. Palabras bellas, palabras aterradoras, sutiles, irónicas, amorosas. Palabras con significado, sin él, juguetonas. Palabras como «abuelo», que ya había perdido curiosamente todo su sentido para Ulntar.
—Tal vez la explicación de todo lo que ocurre y lo que ha de ocurrir debas buscarla en las historias que llevan los vientos de nuestro acabado mundo. —Y las sombras dieron cobijo a Ulbar mientras su alma en pena deambulaba hacia el interior de su fortaleza.
Ulntar y Altara reposaban en un granulado océano de arena con dos orillas, una enfrente de la otra. El cuerpo de Ulntar ya había estado ahí hace poco tiempo, pero no así su alma, que ahora yacía junto a él personificada en la melena mojada en sal, los ojos despiertos, la mirada tierna y el amor de su piel contorneada. Era de noche todavía y la cúpula que los envolvía mágicamente dejaba entrever motas blancas radiantes y exuberantes. El sosiego, que ahora imitaba a un compañero invisible, había reemplazado al calor de los besos y al sudor empapado de sal y arena de los enamorados que eran dioses; aunque a partir de ese momento pensaron por siempre que fueron dioses porque se enamoraron.