Una clase elemental

En un principio, las cosas parecían fáciles; pero, como suele ocurrir en las historias de detectives, siempre se complican. Este relato comenzó hace ya muchos años. Mi amigo y yo éramos todavía jóvenes… e inconscientes. Creía que el director no nos iba a pillar, pues aquel día dejó la puerta de su despacho abierta, así que no hubo más remedio que entrar allí para apropiarnos de dos fotografías viejas. Cualquiera habría pensado que el individuo que aparecía en ellas era alguien normal, pero nada más lejos de la realidad. Se trataba de la foto del asesino que últimamente merodeaba por los alrededores del instituto. Claro, siempre teniendo en cuenta que Marcos, el chico al que había conocido el año pasado en la clase de segundo curso, tuviese razón. ¡Qué historia estaba a punto de comenzar!

—Entonces, ¿tú estás seguro de que ahí está la fotografía esa? —me preguntó Luisillo con la cara de besugo que solía poner cuando no terminaba de comprender algo del todo.

—Sí, hombre, sí. ¿No ves que me lo ha dicho Marcos?

—¿Y quién es Marcos?

—Uno de la clase de segundo.

—Ah… —Tras una larga pausa y después de barruntar mucho la respuesta, al final su pensamiento fluyó densamente—: Pero yo no lo conozco.

—¡Qué pesado estás hoy, Luisillo! No lo conoces, no. Está repitiendo curso. —Lo cogí del brazo apretando fuertemente y me dirigí con él hacia la puerta entreabierta del despacho del director. Entre susurros, mi estúpido compañero de clase me decía:

—Como nos pillen, Blas —por cierto, ése es mi nombre y, como se podrá suponer, no le tengo especial aprecio—, vamos a tener un vis a vis con el jefe de estudios.

—Eso suena raro. Además, no van a descubrirnos. Venga, pasa tú primero.

Entramos finalmente y en el interior no se veía ninguna fotografía a simple vista, tan sólo algunas fotocopias tiradas por aquí y allá. Lo único que me pareció de interés fue una agenda que se encontraba al lado del teléfono, uno de ésos antiguos que tienen una rueda en vez de teclas. Me pregunté entonces si sería como en algunas viejas películas de la Guerra Fría, y si tendría conexión directa con el presidente o, al menos, con el jefe de estudios.

—No hay nada, Blas. Un momento —Luisillo veía lo que estaba haciendo y, al parecer, no le gustaba lo más mínimo—, no lo hagas. No…

Así que cogí rápidamente la agenda, algo que tampoco se podría considerar un robo. Quizás como máximo una apropiación indebida. Lo sé porque mi padre es abogado y me ha ayudado mucho. Y también porque me gustan mucho las películas en blanco y negro.

Por la tarde, una vez que las clases ya habían terminado, estuve hojeando la agenda. Estaba plagada de números de teléfono y anotaciones extrañas del director del instituto, Rodrigo. Siempre iba fatigado de un lugar a otro. Algunos compañeros míos (entre ellos el propio Marcos) decían que el director alguna vez daba clase, tal vez de latín, pero nadie estaba seguro de aquella teoría. Estuve a punto de escribir algo en la clase de lengua acerca del verdadero trabajo del director, a propósito de un ejercicio que trataba de las leyendas urbanas; pero al final cambié de opinión. Nunca se sabe en qué terrenos pantanosos te puedes meter sin quererlo.

No pude encontrar información de gran valor, al menos en el primer contacto con aquel pequeño manuscrito indescifrable de letras y números. Más adelante sí que lo haría.

Cuando terminé mis deberes (al día siguiente debíamos presentar el cuaderno a Arturo, el profesor de historia) me puse a ver la tele. Desde que teníamos la TDT, no paraban de poner programas de televisiones locales que me parecían muy entretenidos. Había uno en que relataban los sucesos misteriosos que habían tenido lugar en la localidad. Se llamaba «El delincuente en la otra esquina» y bajo este ridículo nombre se escondía un ameno y cutre programa con dos intrépidos reporteros (y poco más) que iban patrullando el barrio (muchas veces era el mismo) en busca del crimen en directo. A mí me parecía muy divertido, porque era como ver una de esas novelas que había leído, y que todavía seguía haciendo, pero, digamos, en versión española.

Obviamente, aquel día estaban hablando, micrófono acolchado en mano, de los asesinatos que alguien estaba cometiendo en la zona. Nada de pistas definitivas ni ninguna clase de conexión entre las víctimas; tan sólo la manera de morir. Deseaba que dijeran algo más acerca del arma del crimen o algo de eso, pero se censuraban a ellos mismos por aquello de la investigación policial.

En manos de esta clase de detectives poco se podría llegar a saber acerca de la verdad de los hechos, de modo que decidí tomar cartas en el asunto. Lo del despacho del director era únicamente el primer paso.

Al día siguiente, durante el desayuno, les comenté a mis padres una curiosa teoría que tenía al respecto de los asesinatos del barrio.

—Tal vez el asesino que buscan está en el instituto. Yo creo que es un profesor.

—Blas, por Dios —dijo mi madre a punto de atragantarse con el zumo de naranja—, no digas majaderías.

Mi padre hizo amago de censurar mi comentario, pero algo en el periódico lo distrajo y delegó en mi madre las labores pedagógicas.

—En los libros el asesino siempre es el menos sospechoso —continué.

—Los libros no son el mundo real.

—¿Pero eso es bueno o es malo? —contesté con la inocencia que me caracterizaba, al menos, hacia mis padres.

Mi madre no llegó a responder y se limitó a levantar los ojos hacia arriba, en busca de las cejas, con su gesto típico de indignación. A continuación se volvió a sumir en sus propios pensamientos. Desde que Piñón, nuestro perro, había muerto hacía unas semanas, mi madre solía desaparecer del mundo real y quedarse en alguna isla remota y solitaria por algún tiempo.

Ese mismo día, en la clase de historia, entregué mi libreta al profesor con una amplia sonrisa de satisfacción por el trabajo bien hecho. Arturo se quedó como siempre esperando a que saliéramos todos del aula prefabricada (con aire acondicionado, eso sí, aunque sólo funcionase de vez en cuando) y me quedé adrede el último. Me llevaba bien con aquel profesor, aunque tengo que reconocer que no era lo suficientemente duro con algunos alumnos. A veces se le subían a la chepa.

—Quería comentarle algo, Arturo.

—Tú dirás. La libreta me la has entregado, ¿verdad?

—Sí claro. No tiene que ver con las clases, sino con lo del asesino.

—¡Ah! Dime, dime. No me estarás asustado por lo que cuentan en la televisión.

—No sería ésa la palabra, exactamente. Quería preguntarle, profesor, si sospecha de alguien.

—No le he prestado mucha atención a la noticia. Ya sabes que en estos temas la prensa se mueve mucho por el sensacionalismo.

—Un poco sí me preocupa, la verdad. Tengo algunas sospechas. Hay un amigo que me ha comentado ciertas cosas…

Arturo sonrió y adoptó las maneras de la gente mayor que habla con niños, utilizando ese tono ñoño y casi misericordioso.

—Si tienes alguna pista no olvides decírselo a la policía. —Su sonrisa enseñaba la mayor parte de sus dientes blancos y aún jóvenes—. Por desgracia poco se puede hacer, sobre todo si eres un alumno más del instituto. Pero si el detective averigua algo, no olvides decírmelo.

Lo más probable es que Arturo supiera de mi afición por la lectura de libros policíacos, de ahí su desdén algo paternalista. Alguna vez me han comentado que en las sesiones de evaluación muchas veces se habla de cosas sin importancia, tratando de cumplir con el aburrido trance burocrático; y que se pierde mucho tiempo contando anécdotas y poco más. Por eso no me extrañaba que Arturo estuviera al tanto de mis aficiones.

No me gustó nada la actitud del profesor, ya que creía que podría hablar de algo serio con él. Pero estaba claro que todavía era un niño y, por lo tanto, los demás, los adultos, me veían como eso mismo.

Les demostraría lo equivocados que estaban.

Al día siguiente, tal y como esperaba, mientras caminábamos juntos hacia el instituto Luisillo y yo, comentamos lo del último cadáver hallado.

—¡Qué fuerte, Blas! —exclamó mientras se movía como una tortuga, bajo el enorme peso de su mochila roja—. Ya es el tercero que encuentran. Anoche lo vi en la tele.

—Ya. Yo también, pero en la radio. No han comentado los detalles.

—¿Te imaginas? A lo mejor se cargan a uno de los profesores. Estaría bien que se quitaran de en medio a la «Serpiente». No soporto que me suspenda todas las veces por las faltas de ortografía.

—No haría eso el asesino. Sería demasiado evidente —repliqué en tono solemne—. Marcos me ha dicho que es alguien de dentro del instituto. Además, al que habría que matar es a ti. Tú eres el que has herido de muerte a la lengua española. Es motivo suficiente. Sería un buen móvil.

—¿Un buen qué?

—Déjalo. —Entonces propiné un sonoro capón que produjo un sonido algo hueco, como la cabeza de mi amigo. Salí corriendo y nada pudo hacer el lentorro de Luisillo. No consiguió alcanzarme hasta que llegamos a la entrada del instituto.

Aquel día las clases me parecieron terriblemente tediosas. Los profesores se empeñaban en demostrarnos que lo que nos enseñaban nos serviría para algo en el futuro. Más de una vez mi mente se escapó a parajes extraños donde todo era mucho más divertido y donde los mayores no me trataban como si todavía fuera un niño. Vale que aún no me habían salido pelos en las piernas, pero en cosas de cabeza aventajaba a mis compañeros. Me daba la impresión a veces de estar rodeado de imbéciles totales que ni siquiera se molestaban en abrir los libros. Pero es que lo de los profesores todavía era mayor delito: ni tan siquiera les llamaban la atención.

Por la tarde, después de comer, traté de hablar con mis padres, pero se ve que aquel día no tenían muchas ganas. Y no es que habláramos con mucha frecuencia, pero de vez en cuando intercambiábamos alguna que otra frase. Mi padre se fue enseguida al despacho y mi madre se quedó mirando otra vez (y con la mirada triste) el álbum de fotos en el que salía Piñón, nuestro difunto perro.

Ya casi había anochecido cuando me dirigía a casa de Luisillo, para hacer juntos los ejercicios de inglés. Yo no quería, pero mi madre y la suya siempre habían sido bastante amigas, así que no había tenido más remedio que aceptar al principio de curso. También tengo que reconocer que la madre de Luisillo siempre me agasajaba con alguna sabrosa merienda, por lo que la monotonía del «Pues no lo entiendo» de mi amigo se hacía menos pesada. Aquel día el tema se acabó desviando a lo que, con más frecuencia, salía en los medios (ya no eran sólo los locales).

—Yo no creo lo que dice ese Marcos amigo tuyo —dijo Luisillo cuando pareció que su cerebro no daba para más con los verbos irregulares.

—Pues es cierto. Me ha vuelto a decir que el sospechoso que vio por la ventana mientras huía era exactamente igual al de la foto. Lo único que debemos hacer es buscar la foto. Sería un gran hallazgo.

—La foto no la encontramos en el despacho del dire. Yo creo que se trata de algo de drogas. La mayoría de asesinatos son por esa razón.

—Estás muy equivocado. Según Marcos…

—¡Siempre estás igual con el tal Marcos! —Luisillo se atrevió a interrumpirme de una forma que me cabreó muchísimo. Creo que llegué a ponerme rojo de ira, pero pude controlarme. Aun así, no fue eso lo peor; lo que dijo a continuación firmó su sentencia de muerte—: Y, además, he preguntado por las clases de segundo y no conocen a ningún Marcos. Ni siquiera la psicóloga ha oído hablar de él.

—¿Has hablado con la psicóloga de esto? —pregunté incrédulamente.

—Claro. Y me ha dicho que no hay ningún Marcos en todo el Primer Ciclo.

—Acabemos con esto ya. Mañana tenemos el control de verbos con el «Mortadelo».

—No tengo ganas, Blas.

—He dicho que te vas a aprender esto y lo vas a hacer.

Estuvimos un rato más preguntándonos los verbos. El mal rollo se quedó flotando en el ambiente, pero al menos conseguí que Luisillo aprendiera cinco o seis verbos.

A la mañana siguiente, llegué un poco más tarde que de costumbre (creo que en lo que llevábamos de curso sólo me habían puesto dos retrasos: uno en la clase de Arturo y otro en la de la «Vampiro»). La mayoría de las clases fueron bastante rutinarias, si no contamos el examen de verbos del «Mortadelo» o la expulsión del aula de Roberto alias «Voy a ser un desgraciado toda mi vida». Este chico nunca aprendía. Tenía la mala costumbre de verbalizar cualquier clase de pensamiento que se le pasara por la mente. Evidentemente, eso sacaba de quicio a los profesores, que, una y otra vez, le llamaban la atención, pero muchas veces sin demasiada convicción. Mientras salía por la puerta, Roberto saludó a parte del público, que llegó a jalearlo como si de una estrella se tratase.

La última hora era la de dibujo. Con todo el follón último del barrio me había olvidado de que la clase de aquel día iba a ser práctica, y que necesitaría un lápiz. No me hizo falta echar un vistazo al estuche para saber que no estaría allí, de modo que pedí permiso a la profesora, me levanté discretamente de mi silla y me acerqué a Jennifer, que tenía un «macroestuche» con infinidad de productos de papelería, bolígrafos con colores que mis ojos nunca habían llegado a percibir y extraños instrumentos traídos de Oriente o de lugares más lejanos.

Por fin tocó el timbre de las tres menos diez, el cual señalaba el final de las clases. Todos salimos corriendo como si se tratara de la sirena que anunciara el hundimiento del Titanic. Cuando llegué al pasillo de entrada, justo al lado de conserjería, vi cómo un grupo de profesores charlaba silenciosamente y con cara de preocupación.

—Es terrible. No sé cómo ha podido suceder algo así… —acerté a escuchar mientras trataba de caminar lo más lentamente posible para no llamar su atención.

Fue inevitable llegar hasta la calle. Curiosamente, en la acera no había casi ningún alumno, lo cual era muy raro, ya que lo normal era que se quedaran algunos para charlar, dejarse algo de tabaco (u otras cosas peores o mejores, según se mire) o hacerse de notar con compañías algo indeseables. Vi a lo lejos que unos compañeros de mi clase iban corriendo a toda prisa hacia el descampado que se encontraba a algunas calles de distancia del instituto. No pude evitar sentir el morbo de la situación, pues todo apuntaba a que allí habría un montón de personas.

En efecto, comprobé que una ambulancia se encontraba rodeada de varios policías que trataban de empujar al centenar de curiosos que se agolpaba en torno a un bulto tapado con una sábana de esas amarillas (o naranjas, no sabría decirlo exactamente), que parecen papel de plata, aunque del color del oro. Tal vez había sido demasiado impulsivo aquella mañana. Todo buen asesino debe planear mejor sus crímenes y, por supuesto, no olvidar el arma (en este caso, un lápiz) clavada en el ojo de la víctima. Cualquiera que lo viese diría que el asesino había sido muy poco sutil y algo despistado.

No había cometido ese error con los anteriores.