La mercancía perdida

La marea estaba alta aquella noche en la bahía. El cielo se confundía con las aguas oscuras que ondeaban como si aquello dependiera del capricho de alguien todopoderoso. A lo lejos, se veía una hilera de luces titilantes que anticipaba la llegada de más barcos de carga al puerto. El horizonte parecía sostener todo aquel amasijo de herrumbre que, inexplicablemente, se sostenía entre la línea que separaba al agua de la negrura. Cada cierto tiempo, sería difícil medirlo en aquel lugar, uno de los barcos abandonaba la monótona hilera y se aproximaba a la dársena, donde muchos de los mozos llevaban a cabo su esforzada tarea.

Iban ataviados con unas gruesas chaquetas impermeables cuya capucha bailaba azarosamente por acción del fuerte y artificial viento del puerto. Todos se movían de un lado a otro y parecía que no hablaban entre ellos, pero no era así. En realidad, tras años de trabajo conjunto, habían asimilado una especie de lenguaje secreto, el cual no parecía necesitar una gran cantidad de palabras, antes al contrario. Una mirada, un gesto, una voz gritada en la lejanía eran suficientes para decirle a un compañero que dejara la carga aquí o más allá, o que llamase al tío de la grúa.

El frío, además, aguijoneaba la noche. Aquél parecía no tener piedad con las manos encallecidas y los severos rostros de los hombres del puerto envejecidos prematuramente. Aun así, todos continuaban con su trabajo, el cual, mala suerte, es cierto, iba a eternizarse durante toda la noche.

A pesar de todo, Eusebio parecía ignorar todo el jaleo que se arremolinaba a su alrededor. Por supuesto, era tan sólo algo temporal: únicamente necesitaba un breve lapso de tiempo, en comparación con lo larga que iba a ser la noche, para sacar la bolsa blanda (de colores vivos, con la esquela ocupando un tercio de ella), abrirla y comenzar a desmenuzar aún más el tabaco para liar que había comprado ese mismo día. Eusebio tiritaba por el frío terrible que azotaba al puerto aquella noche, pero aquello no impedía que sus gruesos y desnudos dedos trataran con mimo los finos hilillos de color marrón.

Se apoyó en la caja que acababa de descargar de un barco pequeño (si lo comparaba con los tres anteriores). La madera protestó tímidamente ante el peso del fumador, quien se permitía un breve descanso bañado en humo. Debía ser el último antes de continuar con el pesado trabajo. Seguramente no terminaría hasta que el sol despuntara por la dársena Este. Era la más grande. Por allí venían los barcos más imponentes. Auténticos titanes. ¡Qué suerte tenían los capitanes de aquellas viejas tortugas de mar!

—¡Eusebio! —dijo uno de los habituales de aquel lugar dejado de la mano de Dios. Con ello quería transmitir un saludo escueto, conciso, aunque cargado de la confianza que da el ver durante años a las mismas gentes.

—¡Yago! —respondió el aludido levantando la mirada, parcialmente encubierta por el gorro de lana ajado.

Mientras fumaba y el humo parecía condensarse en aquel ambiente gélido (por momentos le parecía a Eusebio algo sólido, abarcable), el tiempo pasaba despacio. Aun así, cada vez que le daba una calada al cigarrillo blanco y basto, durante unos segundos parecía que aquél se acelerara súbitamente. Una nueva mirada a la caja de madera le anticipaba el futuro. Era extraño, pues se trataba de un futuro cierto y predecible, un futuro de cajas apiladas una encima de la otra en una nave enorme, casi imposible de abarcar en una sola mirada. El horizonte de barcos inacabables le parecía mucho más incierto. Y atractivo. Durante años, descargar las cajas que llegaban al puerto era la única tarea que había podido desempeñar. Aun así, no era algo indigno, claro que no, por mucho que dijera su hermano. Él era un hombre fuerte y, en cierto modo, se sentía tranquilo consigo mismo cuando obedecía las órdenes del encargado, más joven que él.

Sin embargo, últimamente, con cada caja no sólo había de acarrear con el peso de ésta, sino con el de sus propios años, cada vez menos livianos.

Esta vez, la madera era la que soportaba, no sin cierto recelo, el peso de Eusebio, mientras le daba la última calada al cigarrillo. Cuando hubo terminado al fin, se levantó y escuchó un crujido. La madera había cedido y varios clavos apuntaban insolentemente hacia el cielo nocturno de la bahía. Uno de los lados de la caja de madera no había soportado tan bien como el resto el peso de Eusebio, de modo que dejó al descubierto el contenido de la caja, el cual permanecía durmiente y resguardado del frío de aquellos débiles muros. ¿Qué es lo que había allí dentro? Eusebio miró en primer lugar a su alrededor por si Yago todavía estuviese merodeando cerca, pero no fue el caso. Tal vez las cámaras de seguridad estuviesen enfocándolo justo en esos momentos. En ese caso, la imprudencia habría sido doble, ya que también habrían grabado el descanso humeante. El disimulo ya se antojaba absurdo, pues si había alguien mirando, lo más probable es que ya se hubiese dado cuenta de todo.

Por fin, Eusebio decidió arrimar la barbilla al borde de la caja de madera, como hacía siempre para cargar y descargar las cajas que llegaban de lugares recónditos. Abrió los brazos, que abarcaban gran parte del contorno, y levantó casi en peso aquello que se había convertido de pronto en una momentánea obsesión por poder observar mejor el contenido.

—Buenas noches —dijeron unos ojos desconocidos que se hallaban parapetados tras una gruesa bufanda y un gorro que cubría cabeza y orejas. Eusebio no llegó a reconocerlo, pero hizo un leve gesto con su mirada para corresponder al saludo del compañero desconocido.

La caseta de las herramientas era el lugar más cercano para poder descubrir aquel pequeño tesoro que había encontrado procedente del mar. Evidentemente, no era igual a un viejo cofre recién rescatado de las aguas, cubierto de algas y todavía chorreante, pero de pronto había resucitado la curiosidad perdida hacía ya muchos años. Fue una manera como cualquier otra de romper la monotonía. Fue como la parada para fumar el cigarrillo, sí. Por supuesto, en todo aquello había algo prohibido. Estaba claro que se estaba saltando las normas. Aun así, también podría decir que, al abrirse accidentalmente la caja, había acudido hasta la caseta para tratar de arreglarla y de meter en vereda a los rebeldes clavos que se habían salido de su sitio.

El ruido de la vieja puerta al cerrarse hizo que Eusebio se calmase. Probablemente, nadie lo vería a través de los sucios y pequeños cristales de aquellas ventanas que hacía tiempo que nadie había abierto. Con el martillo en la mano, un último acceso de su conciencia casi hizo que desistiera de sus intenciones. Sin embargo, al final comenzó a hacer palanca para que aquel lado de la caja se despegara del resto y así dejase al descubierto el regalo que, sin quererlo, alguien había mandado a aquel desconocido estibador, Eusebio, en aquella gélida noche.

El interior quedó al descubierto finalmente y lo que vio allí dentro le llamó la atención profundamente. Se trataba de un barco pesquero a escala, como los que su padre había capitaneado hacía muchos años, pintado de color azul y con infinidad de detalles. Se hallaba sujeto a una recia base de madera y su tamaño era considerable, dadas las dimensiones de la caja que lo cobijaba. Pero si aquello de por sí ya era una sorpresa más que agradable (de hecho, se podría haber encontrado ahí dentro casi cualquier cosa: un trasto inútil, simples herramientas…), había algo más que cautivó a Eusebio: el barco era exactamente igual a uno que conocía de pequeño, hace ya muchos años. El recuerdo se encontraba sumergido muy hondo en su memoria. Tal vez, ni aun buceando con uno de aquellos modernos submarinos podría haber llegado tan lejos en el interior de ésta. Pese a ello, logró hacerlo y hasta llegó a rememorar el nombre de aquel barco hundido en sus recuerdos con el correr de los años. Se llamaba «Ciclón».

Todo aquello había sido simplemente un ejercicio de memoria superado satisfactoriamente. Las imágenes de su infancia le llegaron de pronto, a pesar de que ni siquiera había podido contemplar la maqueta en su totalidad. Cuando recorrió con la vista y con los dedos cada uno de los relieves del pequeño barco ya olvidado, vio que alguien había pintado de blanco su nombre. Sus ojos se abrieron aún más por la sorpresa y no pudo evitar exclamar en voz baja un «Dios mío». El barco en miniatura se llamaba también «Ciclón».

De repente comenzó a mirar a uno y otro lado como si hubiera cometido un acto atroz liberando aquel pequeño barco de su prisión de madera. Las ventanas entonces parecieron tornarse claras como el aire, sin restos de suciedad o humedad. Lo más probable es que Yago pasara por allí en cualquier momento y descubriera su secreto. No podía permanecer allí más tiempo. Pero, claro, tampoco podía marcharse como si nada: Eusebio tenía que dejar la caja en el lugar correspondiente y no en aquel destartalado almacén de herramientas. Volvió a coger el martillo del suelo y los bastos clavos que se apuntaban unos a otros con miradas puntiagudas. Con denuedo, y tratando de no hacer mucho ruido, comenzó a apuntalar los clavos. Había algo que tenía claro: la caja iría al lugar que le correspondía, pero no así el contenido.

Al cabo de unos días, Yago, el supervisor de área, convocó una reunión urgente en la antigua lonja. Eusebio pensó que tal vez no debía haberse llevado la maqueta de «Ciclón» a su casa. Seguramente Yago o cualquier otro estibador lo habían descubierto. Era muy difícil, sí, pero siempre cabía esa posibilidad. Acaso la reunión podría haber sido organizada para ponerlo en evidencia, o tal vez para tratar de desenmascarar al ladrón furtivo que había profanado el interior de una de las cajas que, desde hacía años o siglos quizás, llegaban al puerto. Aquello ganaba peso en la balanza moral de Eusebio. Comenzaron a asaltarle sentimientos de culpa y pesadumbre; pero, como había hecho desde hacía mucho tiempo, aquellas emociones no brotaban al exterior, sino que se quedaban muy dentro, en un lugar desconocido incluso para el propio estibador.

Finalmente, llegó a la determinación de, llegado el momento, dar un paso al frente y decir que había sido él, que por alguna extraña razón decidió abrir la caja. No diría nada más. No quería excusarse, en realidad, sino admitir su culpa y el posterior castigo. Era lo justo. Aquello se lo decía a sí mismo mientras una treintena de hombres entraba a la antigua lonja, que ya no se utilizaba como tal.

A veces le resultaba difícil mirar a los ojos de los otros compañeros. En aquellos momentos, debido al peso de la culpabilidad, ni siquiera se atrevía a hacerlo e intercambiaba miradas tan sólo con la punta de sus duros zapatos reforzados. Cuando entrara Yago lo haría, seguro. Tenía que hacerlo. No dejaría que aquel acto terrible suyo manchara a sus compañeros de trabajo.

El murmullo y las caras de incertidumbre dejaron paso a las palabras de Yago, que se elevaron sobre los asistentes a la enigmática reunión impulsadas por el eco de la amplia galería. Por un momento, Eusebio dejó de mirar hacia abajo y observó a Yago:

—Antes de nada, tengo que deciros que no os debéis preocupar —dijo con las manos extendidas. Su gesto parecía franco—. Si a alguien más le ha sucedido, que sepa que no es el único.

Eusebio se encontraba casi mordiéndose los labios antes de que el patrón hablara, deseaba confesar su culpa, pero aquellas palabras lo frenaron. ¿Estaba hablando de otros casos parecidos al suyo? ¿O era simple casualidad? Miró a ambos lados para ver la reacción del resto de compañeros y todos parecían tan expectantes como él. Cruzó sin querer la mirada con otros cuyos ojos observaban con una ansiedad parecida a la suya. El desconcierto parecía ser común a todos los asistentes a la reunión. Yago parecía saber en qué estaban pensando.

—Tranquilizaos —prosiguió—. De una manera u otra hemos tenido experiencias parecidas durante las últimas noches. Así que se puede decir que todos vamos en el mismo barco.

Las sosegadas palabras de Yago actuaron como un bálsamo en los corazones de los estibadores. Se sintieron profundamente aliviados, incluso los que, desde el principio, parecían tranquilos y despreocupados. Eusebio se quitó un peso de encima, pero en realidad no sabía muy bien por qué. En el fondo él era consciente de que había cometido un acto atroz al haber liberado aquel barco, «Ciclón», de su pequeña prisión.

—Parece que todos hemos recibido una caja con algo importante en su interior —Eusebio no podía creer lo que oía. No era el único, entonces—. Y sí, hemos hecho mal en abrirla, pero ninguno de nosotros ha podido resistirlo. Ni yo mismo he podido hacerlo.

El murmullo aumentó a medida que unos y otros hablaban con su compañero y asentían con la cabeza, con gestos evidentes de satisfacción y alivio. Eusebio miró por última vez la punta de sus zapatos, pero ésta no le devolvía ningún gesto. Se vio sorprendido de pronto cuando alguien lo agarró del hombro con un gesto firme para hablar con él. Era la robusta mano de Armando, tan arrugada como el rostro del hombretón, mucho más alto que Eusebio.

—¡Por Dios! —dijo—. Creía que esto me iba a matar de los nervios. —Eusebio contestó tan sólo con los hombros, tratando de esbozar una pregunta. Aún tenía reparos y no se fiaba de contar su historia, justo al contrario que Armando, quien prosiguió enseguida—: Yo me encontré un coche, pequeño, ya me entiendes. Era un deportivo de esos clásicos, pintado de rojo, así, de este tamaño…

—Todo esto resulta inquietante —interrumpió de pronto Yago. Su voz inundaba cada uno de los rincones de la antigua lonja. Era lógico, pues su padre había subastado pescado en el mismo lugar en que se dirigía a los estibadores. Al oírlo, todos apagaron sus murmullos nuevamente. Armando no fue menos—. ¿Por qué hemos abierto todos al menos una de las cajas que han llegado al puerto? No puede tratarse de algo casual. Tengo que reconocer que al principio me sentí culpable, pero en el fondo sentía que no había sido el único.

—¿Qué había en tu caja, Yago? —preguntó de repente alguien que escuchaba con atención.

—¿Y en la tuya? —contestó otra voz un poco insolente.

—Haya calma. Tranquilos. No hay que ponerse nerviosos —repuso Yago, pero la respuesta que obtuvo de la multitud fue tan sólo un murmullo de duda, con signos de interrogación tras las palabras dirigidas a algún lugar de la lonja.

—Yo he abierto un coche. Un deportivo rojo —dijo de pronto Armando—. Uno que vi cuando era niño. Lo decía a todos a la vez, asintiendo con la cabeza esperando un gesto de complicidad que no llegaba.

A partir de ese momento, todos los estibadores se dirigían entre sí broncos sonidos de voces varoniles y exaltadas. Si alguien con la suficiente imaginación hubiese estado observando la escena, habría visto cómo, sobre sus cabezas, se dibujaban decenas de imágenes con objetos como gaviotas, motocicletas, remos, libros, muñecos, plumas o espejos de imagen cóncava. La confusión aumentaba y la excitación se apoderaba de aquellos solitarios corazones que, de pronto, habían comenzado a dudar acerca del porqué del contenido de aquellas misteriosas cajas destinadas, al parecer, a ser abiertas irremediablemente.

—¿Por qué? —parecían preguntarse todos al unísono, bajo el disfraz de una polémica que empezaba y terminaba en el mismo punto.

—Creo que… —titubeó Eusebio, pero el resto no lo dejaba; lo atropellaban con las miradas y los gestos iracundos dirigidos a la nada.

—Es posible que tenga la respuesta —matizó ante un auditorio especialmente díscolo. Nadie le devolvió ninguna palabra, aunque Armando, que todavía se hallaba a escasos centímetros de Eusebio, sí se dio cuenta de las débiles palabras del tímido estibador.

—¡Eh, eh, silencio por favor! —gritó Armando movido por el extraño convencimiento de que tras las palabras de Eusebio se escondía una verdad perturbadora. Yago se dio cuenta enseguida (no obstante, tenía desde lo alto una mejor vista que el resto) y mostró en su rostro la seriedad propia de los que saben que algo malo se acerca.

Tras unos segundos en los que Armando trataba de hacerse oír entre tanto grito y caos, Yago, una vez que había mantenido largamente aquel gesto duro y tenso, permitió que los estibadores reunidos en la antigua lonja fueran bajando el tono de sus broncas y acallando la tensión sostenida durante demasiado tiempo.

—¡Callaos un momento! —dijo en voz alta—. Parece que alguien tiene cosas que decir.

Las miradas de los allí presentes se dirigieron primero a los ojos de Yago y después a los de Eusebio, que se encontraba sorprendido y abrumado por la gran responsabilidad que de pronto había recaído sobre él; o al menos sobre lo que tenía que decir. Pensó que ya no había marcha atrás y que nada podía hacer para escapar de las miradas que lo mantenían preso en el centro de la lonja.

—Sí… eh… —Tragó saliva y aquello le pareció ya un trabajo considerable, a pesar de que en realidad no había dicho nada—. Creo que conozco el significado. De las cajas, bueno, de lo que hay en su interior.

Los ojos de sus compañeros se mantuvieron todavía más tiempo concentrados en las palabras de Eusebio, a pesar de que en ese momento el tiempo las había transportado a algún lugar de la memoria. Eusebio se vio obligado a seguir. No había habido respuesta tácita por parte de nadie, pero todos lo deseaban. Él se había dado cuenta.

—Mi padre fue un marino —explicó echando mano de recuerdos de salitre—. Cuando yo era pequeño, un niño apenas, me llevaba a veces en su barco. Se llamaba «Ciclón». Cuando volvía, después de varios meses, siempre me decía: «¿Quieres ver el mar, niño marinero?»; y me cogía en brazos y me ayudaba a montar en el barco. Yo siempre quise ser como él, sobre todo cuando el mar se lo llevó y ya no volvió nunca más. —Hizo una pausa amarga que, muy adentro, ahogó una lágrima. Continuó—: Me hubiera gustado ver el mar como él lo hacía, subido a aquel barco que después de su muerte quedó abandonado, muriendo también poco a poco en un rincón del puerto. Me hubiera gustado ser marinero, como él, como mi padre, pero no pude serlo. Me quedé en la orilla cargando y descargando la mercancía. Nunca pude conseguirlo. Creo que la caja me ha traído el recuerdo de lo que debería haber hecho, del sueño perdido. Tal vez todos tengamos alguno y por eso nos ha llegado este regalo, para recordárnoslo, para poder cambiar las cosas…

El público no terminaba de creerlo, pero a medida que digerían las palabras de Eusebio eran conscientes de que tenía razón. El alivio se notó en muchos de los compañeros, que asentían con la cabeza y hablaban amigablemente de nuevo, como si una brisa fresca y primaveral se hubiera llevado las nubes de una tormenta incierta. Armando puso una mano en el hombro de Eusebio y le dijo en voz baja:

—Tienes razón. Nunca has tenido tanta razón. El deportivo rojo…

Yago, mientras tanto, observaba la escena con el mismo gesto. La lonja le resultaba extrañamente ajena. En su mente se vio a sí mismo solo mientras escuchaba enmudecido las risas, las palabras de confianza que se dirigían los que minutos antes habían estado a punto de dejar hablar a las manos. Para él en realidad todo se hallaba en silencio, una escena en blanco y negro donde él representaba una sombra pálida. Tal vez, la misma sensación al contemplar la caja que él había abierto quizás el primero. En la suya no encontró nada: estaba vacía.