El político se encontraba ante los medios que cubrían la noticia. Demasiados pares de ojos escrutándolo con la mirada y censurándolo con el bic. Exceso de silencios en su intervención que se traducían paradójicamente en multitud de garabatos escritos sobre las libretas cuarteadas o los ordenadores portátiles. No había nadie apostado en ninguno de sus flancos que pudiera defenderlo. Realmente no había un enemigo fijo, pues su mayor punto débil era, en aquellos momentos de crisis, él mismo: su ojos perdidos en el horizonte cercano de la sala de prensa, sus manos frotándose una y otra vez y los titubeos en la voz quebrada desde hacía un rato.
—No me ha respondido todavía a la pregunta, señor ministro… —dijo una voz que se apagaba a medida que se aproximaba a los pensamientos del citado.
Pasaron de este modo unos cuantos segundos más en los que, evidentemente, los mismos ojos escrutadores se tornaron incrédulos testigos de lo inaudito.
Finalmente, el señor ministro firmó una tregua consigo mismo y por fin acertó a decir:
—Me temo, señores periodistas, que no tengo ninguna explicación a lo que acaba de suceder. Yo…
El murmullo de los inquisidores vació el espacio que le correspondería a las preguntas y respuestas maquinales de todos los viernes, que era cuando el portavoz del partido respondía a los periodistas ávidos de titulares para sus diarios.
—Yo —prosiguió frotándose esta vez las sienes— tengo que reconocer que nos hemos equivocado. Es más… les diré que me he equivocado. Les he fallado no sólo a ustedes, que están aquí realizando su trabajo, sino a todos los ciudadanos.
Tamaño atrevimiento tendría consecuencias, es cierto, pero en aquellos momentos de incertidumbre a nadie de los presentes le importaba el estado de ánimo del señor ministro. Nadie se preocupaba de las emociones angustiosas que debían de estar aislándole del resto de habitantes de la sala e, incluso, de sus compañeros de partido, de sí mismo.
Alguien al fondo de la sala, vestido con riguroso traje negro a rayas blancas y corbata de color rojo, se levantó airado y desapareció entre la multitud de periodistas que, movidos por una especie de instinto predador, se lanzaron desde sus cómodos asientos y se dirigieron hacia el político. Los flashes comenzaron a reflejarse en el sudor que recorría la frente del ministro mientras trataba de mantener la compostura con un gesto aprendido a lo largo de los años. Durante ese tiempo había contestado con evasivas, quiebros y hábiles recursos retóricos.
El revuelo periodístico terminó por precipitar un final ya anunciado desde que el político se había sentado (una eternidad desde su punto de vista). Éste se incorporó, ordenó sobre la mesa unos papeles que de poco le habían servido y trató de zambullirse en aquel mar de cámaras digitales, bolígrafos, golpes y empellones. Los miembros de seguridad irrumpieron en escena y protegieron al señor ministro, como si, de algún modo, trataran de evitar una agresión física. En el fondo, sabían que el mayor daño ya estaba hecho.
Los guardaespaldas lo llevaron en volandas hasta el exterior de la sala de prensa, hacia un lugar donde sólo cabía el personal autorizado.
—Ya es suficiente. Soltadme. Nadie va a hacerme daño, por Dios.
El político se ajustó el nudo de la corbata y se planchó la americana marina con la húmeda palma de la mano. Los ecos de sus pasos resonaron por los solitarios pasillos del edificio. Los vigilantes lo vigilaban desde lejos con un gesto de estupor en el rostro. Poco a poco la figura encorvada los fue dejando atrás. Al parecer, el señor ministro se dirigía a uno de sus despachos.
Al plantarse delante de las puertas pulidas del ascensor, vio un reflejo cansado de sí mismo. «Seguramente se estarán preguntando por qué lo he hecho», se dijo contemplando su propia imagen.
Cuando hubo recorrido los interminables corredores que lo conducían como si en realidad caminase sobre una cinta transportadora, se plantó ante la puerta de nogal de su despacho, la cual se hallaba entreabierta. Sólo una fina línea de luz escapaba desde allí dentro.
—¿Por qué lo has hecho? —inquirió el hombre con la corbata roja, aún de espaldas.
El político entró en su despacho y dejó cerrada la puerta tras de sí. Al fondo, la persiana se encontraba bajada casi por completo y las cortinas estaban echadas.
—¿Un chivas? —se ofreció de pronto el señor ministro. La contestación se la tomó el hombre de la corbata con paciencia. También llevaba a sus espaldas muchos años de flema bien digerida.
—Con mucho hielo, por favor.
El silencio se hizo dueño del despacho, muy al contrario de lo que había sucedido minutos antes en la sala de prensa. Tan sólo se escuchaba el tintineo de los cubitos contra las paredes de cristal.
—Los dos lo sabemos —espetó de pronto el político tras todo el ritual.
—No te pregunto acerca de la información, sino el porqué de tu sinceridad.
—¿De verdad puedes pronunciar esa palabra?
La corbata roja se movió al tiempo que su dueño tragaba algo de saliva. Posiblemente ahí mismo se tragaba las palabras que podría haber dicho pero que por decoro se reservaba.
—Tal vez olvidamos lo que somos —prosiguió y levantó suavemente el vaso con la bebida invitando a un brindis.
—¡Por favor! No eras tan dramático cuando te conocí. —Su interlocutor hizo un gesto con el vaso, pero sin llegar a tocar el del señor ministro.
—Hoy he envejecido en realidad.
—Lo que has hecho no es envejecer, sino tirar tu carrera por la borda.
—Tal vez. No me importa. Me quedaban pocos años. —El político mojó sus labios largamente, incluso más tiempo del que necesitaba para tragar el whisky.
—Nos has jodido a todos.
—No es cierto. Sólo me he jodido yo.
—¿Qué esperas que ocurra mañana? ¿Qué digo mañana? Dentro de unos minutos. Corral estará frotándose las manos y fumándose un puro en nuestro honor mientras escribe su editorial en el diario digital.
—Nosotros podríamos brindar por él. Sería equitativo.
—¿Dónde se ha visto que un político de carrera, como tú, diga eso ante los medios? El partido confiaba en ti. Eras su voz, el vínculo con los antiguos tiempos, los buenos tiempos.
—Pronto me desahucias. Hablas en pasado. —El político esbozó una leve sonrisa antes de ocultarla tras el filo de aquel vaso de whisky. El hombre de la corbata lo miraba incrédulo y, sin embargo, no probaba ni una gota de su vaso.
—Claro que lo hago —dijo—. ¿Acaso has perdido la noción de la realidad?
—El partido es el culpable.
—Buena manera de echar balones fuera.
La respuesta del político ni siquiera la esperaba el hombre de la corbata roja. El señor ministro arrojó de golpe el vaso contra la pared del fondo. Los hielos huyeron del proyectil antes incluso de que éste se estrellara contra el cristal de la ventana. La persiana logró detener el golpe, pero no impidió que los cristales cayeran al suelo como hojas de guillotina.
—No me des lecciones de moralidad —dijo el político con el rostro desencajado—. La propuesta fue tuya en un principio.
—Cierto. Y la apoyaste.
—Todos tuvimos que hacerlo. No había alternativa.
—¿Y qué es lo que ha cambiado ahora? —preguntó inquisitivamente el hombre del partido.
El político no contestó.
—Dime: ¿qué ha operado en tu interior? Contéstame.
El señor ministro se sentó en su cómoda butaca del despacho. Al hacerlo, el roce de su traje con el cuero fue lo único que se escuchó en la habitación.
—Estás fuera, ¿me oyes?
A la derecha, en el cajón superior de los tres que había, descansaba un bloc de notas, muy parecido a los que portaban los feroces periodistas. Ante los ojos atónitos del ignorado hombre de la corbata roja, el señor ministro comenzó a garabatear unas notas, indescifrables desde donde se hallaba su más directo observador.
El convidado de piedra finalmente cobró vida y abrió la puerta que lo llevaría al exterior. No dijo ya nada más.
El político escribió durante unos minutos de manera continuada. Sabía exactamente qué es lo que iba a dejar escrito, aunque era solamente él quien conocía aquel relato.
Cuando hubo puesto la tapa en el bolígrafo, se acordó de su teléfono móvil. No lo había mirado desde hacía un par de horas. Abrió la tapa y apareció ante sus ojos un mensaje con multitud de llamadas perdidas. Era su mujer.
Los tonos sonaron entonces muy cerca del oído del señor ministro. Lo hicieron varias veces, haciéndose de rogar, mientras él se levantaba y paseaba por el amplio despacho.
—Estaba preocupada —dijo ella al otro lado del teléfono tratando de ahogar un sollozo—. ¿Estás bien?
—No te preocupes. Todo va bien.
—Están diciendo muchas cosas… No sabía nada de ti… Te he visto. No me creo que estés bien. No paran de hablar de ti por la televisión.
—Apágala, hazme caso.
—Dime lo que ocurre, por favor. —Desde allí el político pudo sentir la humedad en los ojos de ella.
—Ya está todo dicho. —Tras una larga pausa, prosiguió—: ¿Cómo están las niñas?
—Están bien. Las he acostado pronto. Tengo que verte.
—No va a ser posible.
—Por Dios, ¿qué te pasa? —Al otro lado, la voz se rompió en medio de un llanto apagado.
—Te quiero. Tengo que colgar.
El sonido de la tecla al pulsarla hizo de breve e insuficiente epílogo. El político cerró la tapa y depositó el móvil encima de la mesa, junto a la nota que había escrito. Se quedó mirándola largo rato, ignorando la luz que el móvil, en silencio, iluminaba en su rostro.
Afuera, dos de los miembros de seguridad que lo habían rescatado de las fauces de los periodistas se lavaban las manos en uno de los múltiples servicios del edificio. Lo hacían con cuidado, de modo que el agua no manchara sus impecables trajes. Uno de ellos se había quitado la chaqueta y dejaba al descubierto una camisa blanca a rayas.
—Va a ser un día largo —dijo.
—Ya es de noche. Mañana será peor.
El de la camisa pasó por detrás de su compañero, que se lavaba las manos con insistencia, para llegar hasta el secador. Cuando estaba a punto de darle al botón de encendido, chocó con él y la pistola cayó al suelo. Hizo un ruido que sonó a plástico barato, como si se tratara del juguete de un niño. La pistola la tenía enfundada en la cintura.
—Ten cuidado, por Dios.
—Yo me estoy lavando las manos todavía —contestó el otro.
Entonces un pensamiento se le pasó por la cabeza. No esperó ni un momento a que se le secaran las manos, que todavía chorreaban. Se echó mano al cinto que llevaba, al igual que su compañero, pero allí no había nada.
Su compañero de la camisa enseguida leyó el rostro de preocupación y congoja del otro, quien buscó alrededor como si a él se le hubiera caído también la pistola.
La alarma sonó en sus cabezas y comenzaron a buscar frenéticamente el arma desaparecida. Abrieron las puertas de los limpios váteres; arrimaron el rostro al suelo recién fregado; no se encontraba por ningún sitio. El guardaespaldas, con las manos todavía húmedas, había perdido la pistola.
De pronto, el de la camisa a rayas salió disparado por la puerta del aseo. Casi sin mirar hacia atrás, donde su compañero todavía dejaba caer sus miradas por el suelo, dijo:
—¡Rápido! ¡Al despacho del ministro!
El otro no lo dudó un instante y de repente comenzó a verlo todo mucho más claro. El pánico parecía correr junto a él mientras seguía los pasos acelerados del guardaespaldas sin chaqueta. Aunque no corriera como lo estaba haciendo en aquellos momentos, su corazón seguiría igual de rápido, a punto de salírsele por la boca. De pronto le entraron ganas de llorar. ¿Cómo había podido haber pasado? ¿En qué momento se la quitó? Su carrera había terminado en el mismo instante en que asió del brazo al señor ministro cuando los periodistas lo asaltaron tras su confesión pública.
—¡Señor ministro, abra! —exclamó el guardaespaldas con la mano al cinto una vez que se hubieron plantado delante de la puerta de nogal—. Ve llamando a una ambulancia. ¡Señor ministro!
El que había perdido la pistola sólo era capaz de ver la sombra de su propio rostro desencajado y pálido en la pulida superficie de la puerta.
La señora ministra sonreía afable ante las cámaras, los micrófonos y los móviles de los periodistas que cubrían las dos noticias: la indisposición del señor ministro y la que, en origen, había de ser la noticia del día, la que había llevado al político ante la prensa unas horas antes. Se encontraban todos hacinados en uno de los pasillos que daban al congreso de los diputados. Apenas se podía respirar allí. A la señora ministra no le importaba lo más mínimo tal presión mediática (realmente se podía entender en sentido literal y figurado). Demostrar algún signo de debilidad o molestia habría significado un destierro similar al sufrido por su antiguo compañero, sólo que únicamente coincidiría en las formas y no tanto en el fondo.
—A la primera pregunta responderé que el señor ministro se encuentra indispuesto. Está en estos momentos descansando en su casa. —Cada pocas sílabas dedicaba una cálida sonrisa a su auditorio.
—¿Y qué me dice de sus palabras? —preguntó una voz que apenas conseguía asomarse tras el móvil que sostenía una de sus manos.
—Nada puedo decirle, porque el asunto depende de los médicos que lo están tratando.
—La ley, ¿saldrá adelante? —Esta vez se trataba de una voz femenina, ahogada entre hombros y empujones.
La señora ministra sonreía con la mirada a cada uno de los periodistas allí congregados. Podría haber dicho la verdad, ser sincera, fiel a sí misma, a su conciencia y así expresar sus emociones justo como había hecho su antiguo amigo y correligionario.
No lo hizo.