Un médico había sido llamado para certificar el fallecimiento de una de sus clientes que, a pesar de todos sus cuidados, no había podido salvar.
Queriendo demostrar la superioridad de su tratamiento, redactó el certificado en los siguientes términos:
«El infrascrito doctor X certifica que la señora X ha fallecido a consecuencia de una enfermedad desconocida, de la que la había curado, pero de la que, dada su avanzada edad, no ha podido resistir la convalecencia».
El honor estaba a salvo y, como dice Nicocles, según Valerio Máximo: «Los médicos tienen la suerte de que el sol ilumina sus triunfos y la tierra oculta sus faltas».
Esto, claro, favorece al charlatanismo del que no faltan altos ejemplos que lo justifiquen, ya que, según el doctor Cortezo (discurso de ingreso en la Real Academia Española), Aristóteles lo fue en el sentido más riguroso de la palabra, pues vendió drogas, según testimonio de Epicuro, por las ferias, para poder vivir y reparar en algo la pérdida de su patrimonio derrochado durante su juventud. Este charlatanismo transitorio, ejercido por quien luego educó al rey más poderoso de su época y dictó un sistema filosófico que durante siglos fue acatado por el mundo sabio, demuestra la indiferencia que el grande hombre tenía respecto al daño que sus drogas pudieran hacer, cuando él estimaba lícita su venta para ganar el sustento.
Todo ello justifica los dos epigramas de Nicarco harto conocidos; dice el primero:
«Fedón no me administró ni lavativas ni fricciones, pero teniendo la fiebre me acordé de su nombre, y héteme muerto».
Y el segundo:
«Socles ofreció enderezar al jorobado Diodoro; colocó tres pesadas piedras cuadradas sobre su espina dorsal. Diodoro murió, pero quedó más recto que una regla».
Y los dos consejos de Quevedo en el Libro de todas las cosas: «Para que cualquier mujer u hombre, que bien te pareciese, sea hombre o mujer, luego que te trata muera por ti: Sé el médico que le cures; y es probado, pues cada uno muere del médico que le da el tabardillo, o mal que le dio.
»Para no morirse jamás: no seas necio, que estos solos son los que se mueren, que a los desgraciados mátanlos las heridas; a los enfermos mátanlos los médicos; y los necios sólo se mueren a sí mismos».
Y va otra vez Quevedo:
Cura gracioso y parlando
a sus vecinas el doctor;
y siendo grande hablador
es un mátalas callando.
A su mula mata andando
sentado mata al que cura
a su cura sigue el cura
con réquiem y funeral
y no lo digo por mal.
Un médico testarudo estaba diciendo en una casa que acababa de curar a cierto enfermo. Entró en aquel momento un amigo de visita
y dijo que el enfermo había muerto.
—¡No puede ser! —exclamó el médico.
—Sí, acabo de verlo ahora…
—Pues bien, ha muerto curado.
Y, en verdad, ¿quién podía llevarle la contraria? Quién sabe de qué moriría aquel pobre señor.
Hablando de un célebre médico, Guy Patín escribió a su amigo Falconnet: «Monsieur Bouvard, primer médico del rey Luis XIII, está enfermo de una fiebre continua, una fluxión pectoral y de 83 años».
Dado el caso de que el doctor Bouvard muriese, ¿a qué podría atribuirse su defunción? ¿A la fiebre, a la fluxión, a la edad o… al médico?
Cierta vez una aguda bronquitis puso en peligro la vida del gran pintor y eminente literato Santiago Rusiñol, y él, dada la poca fe que tenía en los médicos, se negaba a dejarse visitar por ninguno de ellos. Al fin, a fuerza de ruegos, de insistir y de batallar, la familia convenció a don Santiago, y un facultativo entró en la casa.
Días después le visitó el vicepresidente del Círculo Artístico y, claro está, le preguntó cómo se encontraba.
—Mire usted —contestó el enfermo—. Antes tenía bronquitis, pero ahora tengo bronquitis y médico.
Hermano espiritual de Santiago Rusiñol, debía ser el protagonista de la siguiente anécdota:
Dos amigos hablan de una irreparable desgracia sufrida por otro conocido suyo.
—¿Y qué médico le visitaba?
—Ninguno. Ha muerto por sí solo.
Esta respuesta me recuerda una historia oriental.
Hallábase en oración al salir el sol un derviche, en los alrededores de El Cairo, y como viese un fantasma que se dirigía a la ciudad se acercó a él, preguntándole:
—¿Quién eres?
—Soy la Peste —respondió.
—¿Adónde vas?
—A El Cairo.
—¿A qué?
—A matar quince mil hombres.
—¿No hay medio de impedírtelo?
—No. Así está escrito.
—Marcha, pues; pero cuidado que mates uno más de los quince mil que has dicho.
Cuando hubo desaparecido el contagio, volvió a repetirse el mismo encuentro y el derviche volvió a comenzar su interrogatorio, diciendo:
—¿Vuelves de El Cairo?
—Sí.
—¿Qué has hecho allí?
—Maté los quince mil hombres.
—Mientes, porque los muertos fueron treinta mil.
—Es verdad; pero yo no maté más que quince mil; los otros quince mil murieron de miedo.
Y es que se puede morir de aprensión, como se puede curar por sugestión.
La condesa de Esclignac era una de las señoras más aprensivas, «vaporosas» y afectadas de los nervios de París. El doctor Bouvard, que conocía perfectamente la índole de los males de la vieja condesa, le tenía prescrito un régimen sencillísimo consistente en tomar un vaso de agua clara al levantarse y, media hora después, una jicara de chocolate seguida de otro vaso de agua. Cierto día se olvidó de tomar el primer vaso de agua, no reparando en tal olvido hasta después de haber tomado el chocolate con un vaso de agua detrás. Grande fue, con este motivo, el desconsuelo de la condesa; se agita, se desespera y manda llamar al médico. Éste la encuentra realmente desazonada y con algo de fiebre, nacida de la agitación misma. Enterado de lo sucedido, dice a su enferma:
—El caso es grave, pero tiene fácil arreglo. El objeto fundamental de mi régimen es mantener el chocolate entre dos aguas, a fin de que no se le haga pesado. Hoy, según parece, ha tomado usted lo primero el chocolate y encima un vaso de agua; ahora sólo falta el agua debajo; pues bien, tome en seguida una ayuda de agua clara y nada habremos perdido.
La condesa comprendió la fuerza del razonamiento, se dio una ayuda de agua clara y al punto quedó restablecida.