Fíjense mis lectores cómo la mayor parte de las anécdotas tienen lugar en juicios ante jurado. Nunca he podido comprender cómo en una nación civilizada que tiene establecida la institución de la magistratura se puede aceptar la del jurado. ¿Es que se considera que tres o seis años de bachillerato, cinco o seis de carrera, dos o más de preparación de judicatura y los que sean de oposiciones, los magistrados tienen necesidad de ser aconsejados por doce individuos cualesquiera que a lo mejor no conocen más legislación que la que rige el fútbol? ¿De qué sirve la toga del juez si está a merced de la voluntad del jurado? Y no se me diga que éste no tiene más cometido que asesorar al juez, pues peor es la excusa.
Hace un tiempo, Ivonne Chevalier mató de dos tiros a su esposo, que acababa de ser nombrado ministro de uno de los innumerables gobiernos de Francia. El jurado, para hacer absolver a la acusada, contestó de tal forma a las preguntas del presidente del tribunal que el resultado fue que Ivonne Chevalier había disparado los tiros, los tiros habían muerto a su marido, pero madame Chevalier no había muerto a nadie.
Cuando el jurado fue instituido en Italia, el profesor de derecho penal de la Universidad de Pisa, Carmignani, dejó de informar en signo de protesta y el célebre abogado francés, Jouffroy, le apostrofó diciéndole:
—Usted salva la lógica, pero mata a la libertad.
¡Valiente libertad esa cuya existencia es incompatible con la lógica!
Feroci recuerda que más de una vez se dio el caso de jurados que protestaron la sentencia del presidente, que respondía en todo al veredicto por ellos votado, y Carrara cita que en una de sus actuaciones dos jurados no votaron sobre los atenuantes, creyendo que habían absuelto cuando en realidad habían condenado; y en otro caso concedieron los atenuantes creyendo haber condenado cuando en realidad habían absuelto.
Y Manzini (Trat. Der. Pen. IV, 359) explica que en cierta ocasión, en que el acusado había confesado, los jurados habían negado la culpabilidad. Este autor define al jurado como «arcaico sanhedrín de incompetentes obtenidos por sorteo». También se ha dicho que «el jurado es una especie de condenado a trabajos forzados de hacer justicia durante quince días».
Cierta vez el jurado por igualdad de votos negó la existencia del delito de asesinato; el presidente del tribunal dijo que en este caso debía votarse a continuación por la existencia de un delito de homicidio, advirtiendo a los jurados que habían votado por el asesinato que descartado éste no podían volver a votar por él. Pues bien, por igualdad de votos fue descartada también la existencia del homicidio, con lo que se tuvo que proceder a nuevo juicio, pues resultaba que había un muerto, un acusado convicto y confeso, y no existía en cambio delito en la opinión de los doce honrados miembros del jurado.
Un jurado, entusiasta cazador, votó siempre de acuerdo con la tesis del fiscal, pues había quedado entusiasmado por la precisión en que dicho señor había hablado sobre los límites de los vedados y de los tiempo de veda.
—Un hombre que tiene una claridad de conceptos tan grande —decía— no puede equivocarse.
Y en cambio, otro jurado votó en contra del fiscal por parecerle que éste en su requisitoria, no había explicado, con suficiente claridad, la diferencia entre las diversas clases de café.
Y aun se ha dado el caso de un jurado que no vaciló nunca en votar en blanco, fuera lo que fuera lo que se le preguntase, ya que, según después explicó, lo hizo así para seguir en un todo los consejos evangélicos de no juzgar para no ser juzgado (Mat. 7, 1).
El jurado se presta a más trucos oratorios que el juez. Éste debe ser impresionado por argumentos jurídicos que no sentimentales y para él sólo cuentan códigos y disposiciones legales. No obstante, el ingenio del abogado puede, a veces, influir en forma extrajurídica en el ánimo de los jueces.
El abogado Fournoy, estando informando un día, advirtió que el presidente estaba distraído por la conversación de sus compañeros de sala.
Entonces, levantando bruscamente la voz, Fournoy, exclamó de pronto:
—Pido a la sala me conceda cuanto menos un favor.
—¿Qué desea? —le preguntó el presidente, muy sorprendido.
—Pido a la sala que, con el fin de justificarme ante mi cliente, se sirva darme un certificado de que juzga este pleito sin oírme.
Desconcertado, el presidente concentró su atención y le permitió informar hasta el final. Ganó el pleito.
Camus, en el siglo XVIII, en sus cartas sobre la profesión de abogado, deplora «esas interrupciones que, en algunos parlamentos, se hacen con frecuencia a los abogados, en el transcurso de su informe, para advertirles que concluyan pronto: interrupciones muy enojosas y muy desagradables que molestan mucho al abogado y que no hacen honor al presidente».
Menciona algunas respuestas afortunadas de los abogados interrumpidos en forma tan desconsiderada.
—Letrado, concluid —decía un día el presidente al abogado Dumont, que no había terminado su informe.
—Estoy dispuesto a concluir en el acto —replicó éste con audacia— si la sala entiende que he dicho bastante para ganar el pleito con las costas; en caso contrario, tengo que exponer razones esenciales de las cuales me es imposible prescindir sin faltar a mi deber y a la confianza con que me honra mi cliente.
El presidente no insistió y el abogado pudo concluir tranquilamente su informe ante la sala, que, a partir de aquel instante, concentró en él de nuevo su atención.
Pero qué hacer cuando un presidente exclama, como lo hizo, según dicen, cierto magistrado contemporáneo:
—¡Basta ya, señor letrado! ¡El tribunal ya no entiende nada de todo eso! Va a pronunciar su sentencia.
Cléry, ingenioso y mordaz, replicó a un presidente impaciente que le hacía esta oferta seductora:
—No informe, letrado, y no habrá prisión. Con estas sencillas palabras: —No es culpable, eres buen juez; absolverás. Por último, para que sirva de remate a todos estos incidentes, mencionaremos esta frase de un abogado a quien un presidente recordó con brusquedad el respeto debido a la magistratura, y que se limitó a contestarle con dignidad:
—¡Sin duda, la magistratura tiene derecho a nuestro respeto, pero la abogacía tiene derecho a vuestras consideraciones!
No siempre son los abogados los autores de frases, sino también los jueces aportan material para el anecdotario.
En un reciente asunto en el Palacio de Justicia una joven y bella abogada pide un aplazamiento. El juez se niega. La abogada insiste:
—Precisamente en el día fijado tengo ciertos asuntos…
Y el juez dice muy serio:
—Es posible, señorita, que usted tenga para tal día ciertos asuntos, pero el tribunal tiene también ciertas reglas.
Un abogado hace mucho tiempo que está hablando. Su perorata es cada vez más pesada y aburrida. En un momento dado el abogado dice:
—Perdonen si grito demasiado, pero es que esta sala es un poco sorda.
Y el presidente dice bajito al juez, que se halla a su izquierda:
—¡Qué suerte tiene!
En un tribunal de la Toscana, en una tarde de julio, se discutía cierta causa cuya defensa estaba encargada a un prolijo y aburrido abogado.
Éste, cuando llegó su turno, empezó a hablar y había pasado ya una hora y aún no daba señales de terminar, pasó otra hora y una media más. El presidente empezó a dar señales de cansancio que, advertidas por el defensor, hicieron que parase su perorata y dijese:
—Antes de continuar, agradecería al señor presidente que me asegurase que la sala sigue mi argumentación.
Y el presidente, bonachón, respondió:
—Crea, señor letrado, que este tribunal ha seguido hasta aquí con vivo interés su oración forense y que le seguirá de la misma manera de aquí en adelante; pero por mi parte debo advertir al señor letrado que sólo podré hacerlo por poco tiempo, pues en noviembre espero la jubilación.
En una vista fue llamado, entre otros, un testigo, que, no hacía mucho, había salido del manicomio. El abogado de una de las partes a quien la declaración del tal testigo era perjudicial observó:
—¿Cómo se puede dar crédito, señores, al testimonio de este señor que hace sólo tres meses que ha salido del manicomio?
—Es exacto —dijo a éste el testigo—, hace poco que he salido del manicomio; pero en realidad, ello quiere decir que soy el único de los que se encuentran aquí que puede presentar un certificado que me declara sano de mente.
Lo cual quiere decir que no sólo a los abogados y los jueces les está permitido tener ingenio.
Había un fiscal célebre por su costumbre de desconcertar y confundir a los testigos en la audiencia.
—¿A qué distancia se encontraba usted del lugar del hecho? —preguntó cierta vez a uno de ellos.
—A siete metros y treinta y nueve centímetros.
—¿Y cómo lo sabe con tanta precisión? —dijo el fiscal, estupefacto.
—Porque ya supuse que alguien me haría una pregunta imbécil de este calibre y tomé las medidas exactas.
Aunque quizá el mejor de los rasgos de ingenio que conozco es el de un abogado defensor a quien el fiscal oponía constantemente la autoridad de la cosa juzgada. A cada argumento peligroso para la acusación el fiscal interrumpía con vehemencia:
—Perdone el letrado, pero a este respecto la autoridad de la cosa juzgada…
Pero al final, a una nueva interrupción, el abogado se irrita y extendiendo la mano hacia el crucifijo que preside la sala, exclama:
—¡Señor fiscal, he aquí la autoridad de la cosa juzgada!