LAS DIETAS

«Y Sancho dijo:

»—Aquel platonazo que está más adelante vahando, que parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho.

»—Absit —dijo el médico—, vaya lejos de nosotros tan mal pensamiento: no hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida. Allá las ollas podridas para los canónigos, o para los rectores de colegios o para las bodas labradorescas, y déjenos libres las mesas de los gobernadores, donde ha de asistir todo primor y toda atildadura; y la razón es, porque siempre y a doquiera y de quienquiera, son más estimadas las medicinas simples que las compuestas, porque en las simples no se puede errar, y en las compuestas sí, alterando la cantidad de las cosas de que son compuestas; mas lo que yo sé que ha de comer el señor gobernador ahora para conservar su saluda y corraborarla, es un ciento de cañutillos de suplicaciones, y unas tajadicas sutiles de carne de membrillo, que le asienten el estómago y le ayuden a la digestión.

»Oyendo esto Sancho, se arrimó sobre el espaldar de la silla, y miró de hito al tal médico, y con voz grave le preguntó cómo se llamaba, y dónde había estudiado. A lo que él respondió:

»—Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio de Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodóvar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la Universidad de Osuna.

»A lo que respondió Sancho, todo encendido de cólera:

»—Pues, señor Pedro Recio de mal Agüero, natural de Tirte— afuera, lugar que está a la derecha mano como vamos a Caracuel a Almodóvar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego de delante; si no, voto al sol, que tomo un garrote, y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula a lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que los médicos sabios, prudentes y discretos, los pondré sobre mi cabeza y los honraré como a personas divinas. Y vuelvo a decir que se me vaya Pedro Recio de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy sentado, y se la estrellaré en la cabeza, y pídanmelo en residencia; que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno; que oficio que no da de comer a su dueño, no vale dos habas». (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, 11, capítulo. XLVII).

Tras esta cita de la más genial de las novelas, seria casi de excusar cualquier otro comentario o anécdota sobre el sistema de la dieta.

El médico doctor Martín, estando casi en la agonía, dijo a varios colegas que estaban a su alrededor:

—Señores, dejo tras de mí a tres grandes médicos…

Creyendo cada uno de los que le rodeaban que el ilustre enfermo iba a nombrarle a él, quedaron todos suspensos de las palabras que de sus labios surgían:

—… el agua, el ejercicio y la dieta.

Gran palabra, gran sistema, tan pronto en la cima de la popularidad como condenado al desprecio más absoluto. Yo recuerdo que de pequeño, cuando estaba enfermo, el médico y luego de mirarme, auscultarme, etc., lo primero que decía era:

—Unos días de dieta será lo mejor.

Era igual que se tratase de un resfriado, del sarampión, la tos ferina o la difteria —he tenido las cuatro—, el resultado era el mismo.

—Un poquito de dieta será lo mejor.

Ahora, cuando mi nieto está enfermo, sea de lo que sea, la consigna es diferente:

—Sí, que coma lo que quiera, que no sea un alimento pesado, pero que coma, que coma.

Esto me recuerda el caso de una señora que consultaba al doctor Bouvard sobre un remedio entonces en boga y le pedía su parecer.

—Señora, apresúrese a tomarlo mientras cura —dijo el médico.

La dieta ha tenido entusiastas seguidores y detractores fervientes. Entre los primeros podemos contar al célebre predicador francés Bordalue.

Un médico pedía al célebre sacerdote qué régimen de vida observaba. Le respondió que no hacía más que una comida al día.

A lo que contestó el médico:

—Por favor, no propague el sistema porque nos quedaríamos sin clientela.

De donde se deduce que para no estar nunca enfermos lo mejor es comer poco, doctrina que coincide con la de aquel médico que decía:

—Nunca me han hecho levantar de noche para asistir a una persona que no hubiese cenado, al paso que es muy frecuente llamarme a altas horas de la noche para visitar a personas que han cenado demasiado.

Frase que condensa un proverbio español con las palabras: «Más mató una cena que sanó Avicena».

El médico Héquet, visitando a sus enfermos ricos, no dejaba nunca de entrar en la cocina, donde abrazaba a los cocineros.

—Amigos míos —les decía—, os agradezco los servicios que prestáis a nuestra causa; sin vosotros los que entrarían en el hospital serían sólo los médicos.

Un rey de Persia envió al califa Mustafá un médico muy hábil. Éste al llegar preguntó por la forma de vivir en la corte.

—Aquí se come cuando se tiene apetito y no se satisface del todo —se le contestó.

—Entonces —respondió el médico— me voy, pues no tengo nada a hacer aquí.

Un señor iba preguntando a todos los médicos conocidos cuál era la mejor hora del día para comer. El uno le decía a las diez, el otro a las once, el otro a las doce… Y uno, que era el más experimentado, le dijo:

—La perfecta hora de comer para el rico es cuando tiene gana; y para el pobre, cuando tiene de qué.

Por mi parte creo que la mejor solución se encuentra en el refrán español: «Ayunar, después de hartar» o «Ayunar, después de cenar», que se complementa con los de «Ayunar para bien comer, es fácil hacer» y «Comer hasta enfermar y ayunar hasta sanar», éste ya en un plan desbarrado. Y para terminar este apartado, citemos, ya que estamos metidos en refranes, que «Cura más la dieta que la lanceta», o «Dieta mangueta[21] y vida quieta y mandar los disgustos a la puñeta».

Y en fin, que «Harto ayuna quien mal come».