En el siglo XVI, y más aún en épocas anteriores, entendían con harta frecuencia los tribunales en asuntos relativos a la esterilidad, como base de divorcio.
Por los años de 1590 viéronse tres pleitos de aquella naturaleza que fueron muy comentados en la corte. Se trataba en uno de juzgar si un marido era impotente, como afirmaba su esposa. Convocada junta de peritos en casa del vicario de Madrid, acudieron a ella, entre otros, Francisco Vallés (el Divino), médico del rey, y el famoso cirujano Juan Fragoso, quienes, habiendo examinado detenidamente al caballero en cuestión, se inclinaron a declararle potente en atención a que estaba bien formado y con proporcionada grandeza en sus miembros, aunque advirtiendo, muy sagazmente, que podían existir causas interiores, no visibles, que le impidieran engendrar.
En otra ocasión, una mujer acusó al marido de haberla desflorado con los dedos «y no de otra manera, porque él no era para más». Aquí los pareceres se dividieron; hubo larga discusión y el cirujano-perito informó que, «no existiendo falta en la compostura y formación de los miembros genitales del sujeto —el cual era bien peloso, crecía su miembro, puesto en agua caliente y fregándole manos de mujer, en tanto que se acortaba con el agua fría—, era de presumir que se hallaba dotado de necesaria potencia».
La tercera demanda de divorcio la interpuso una dama alegando «que su marido era impotente, no embargante que estaba preñada de él».
Encomendado el examen pericial del marido a cirujanos, mostráronse acordes en declarar potente al marido, pues encontraron sus órganos bien dispuestos para la cópula. Mas en lo de considerar doncella y preñada a la esposa, hubo contrarias opiniones. Unos aseguraban no ser ello posible, pues aunque las parteras declarasen virgen a la dama, sabido era que se conocían artificios para simular la virginidad, entre los cuales gozaban de no escaso crédito algunos polvos hechos con diversas sustancias y ciertas hierbas, como la alchimilla o pie de león, de que habla Laguna en el Dioscórides. Otros dijeron, y se tuvo por más cierto, que el caso alegado por la demandante era posible y se veía con frecuencia en sentir de médicos, filósofos, teólogos y juristas. Galeno admitió la posibilidad del hecho, y Juan de Aviñón, en su Sevillana Medicina testifica, con Avicena, «que la mujer se puede empreñar quedando virgen, porque la simiente del hombre puede pasar a través de la tela vaginal de algunas mujeres, cuando ésta es rala y floxa y muy porosa». Eran asuntos de los que se hablaba con absoluta naturalidad.
Hoy, en cambio, existe un pudor especial que impide hablar de estos problemas y enfermedades con la misma libertad con que se habla de las afecciones del estómago, pongo por caso. Y aun se extiende esta costumbre a actos tan normales e importantes como son los embarazos y los partos. ¡Dios nos libre de hablar de estas cosas en según qué casa o reunión! Afortunadamente, nuestros antepasados tenían otro concepto de la vergüenza, y podemos gozarnos en la lectura de saladísimos episodios de la vida de los siglos pasados. (De todos modos, este apartado, como otros que se refieren a problemas sexuales, contiene más datos históricos que anécdotas chistosas. El terreno es resbaladizo y fácilmente se quebrantan en él las normas del buen gusto).
Grey de médicos estulta
de Pilar juzgaba el llanto,
y después de gran consulta,
decide la turbamulta
que lavativas al canto.
Y dijo el de cabecera:
—¿Quiere que se les eche yo?
Pilar con voz lastimera:
—Por un lado bien quisiera,
pero por el otro no.
El doctor Ricord examina a una paciente.
—Usted no tiene nada; pero creo que ya está en la edad en que una señorita tiene necesidad de casarse.
—Pero, doctor, ¡si estoy casada desde hace seis meses!
—Entonces, divórciese.
El cronista Sandoval dice que por el mes de marzo del año 1543 enfermó el rey Católico en Medina del Campo, viniendo de Carrioncillo, «porque la reina su mujer (doña Germana de Foix), con codicia de tener hijos, le dio no sé qué potaje ordenado por unas mujeres, de las cuales dicen fue una, doña María de Velasco. Dominóle tan fuertemente la virtud natural que nunca tuvo día de salud, y al fin le acabó este mal», y otro historiador asegura que como doña Germana tuviese tanto deseo de tener generación, principalmente un hijo que heredase los reinos de Aragón, le hizo dar a su marido algunos potajes hechos de turmas de toro y cosas de medicina que ayudaban a hacer generación, porque le hicieron entender que se empreñaría luego.
El rey de Aragón y conde de Barcelona, don Martín el Humano, ofrece ejemplo parecido al que acabamos de mencionar. Dicen Marichola y Manrique, en su celebrada Historia de la legislación (tomo V), que la muerte de don Martín, rey de Sicilia, fue muy sentida en todos los reinos de Aragón no sólo por sus altas prendas, sino porque no teniendo el monarca aragonés del mismo nombre otros hijos y hermanos preveían los males que acaecerían en la sucesión del reino y quisieron evitarles con el matrimonio del monarca don Martín y la joven y hermosa doña Margarita de Prades. Más, aunque en demanda de sucesión se agotaron todos los recursos de la ciencia y del charlatanismo, quedó la reina tan intacta como antes de casarse, a pesar de no tener don Martín más que cincuenta y un años.
Diego Monfar, cronista de los condes de Urgell, afirma que se atribuyó la dolencia postrera del rey de Aragón y conde de Barcelona, don Martín el Humano, a pestilencia (glánola o peste bubónica), pero la más común opinión fue que murió de las comidas y unciones que le daban las mujeres, sin consejo de los médicos, para engendrar, y que esto se certifica porque, después de muerto el rey, hallaron en su aposento una arquilla repleta de semejantes ungüentos y confecciones.
Otro cronista, Lorenzo Valla, asegura que don Martín no pudo realizar el matrimonio con doña Margarita, pues no era apto para el acto carnal, para el que no tenía virtud, a pesar de los auxilios de arte médico y de ingeniosos artefactos.
El doctor Andrés Ferrer de Brocaldino se pregunta: «¿Por qué son estériles muchas mujeres?». Y se responde: «Por destemplanza de la matriz. Por la desproporción de los humores del marido y mujer; por cálidos o por demasiado fríos; por falta de virtud generante o recipiente».
«¿Por qué las mujeres públicas son estériles? Por la diferencia de los generantes y porque la materia de uno destruye la del otro. El gran remedio para concebir la estéril es tomar en polvos, deshecha, la matriz de la liebre».
A pesar de este «gran remedio», los autores continuaron buscando otros y elaborando teorías para explicar la esterilidad.
En la Partida IV del Libro de las Siete Partidas se trata de los impedimentos masculinos para la consumación del matrimonio. «Impotencia, en latín, tanto quiere dezir en romance como non poder. Este non poder yazer con las mujeres», distingue según sea temporal, como sucede en los niños, o definitivo. Lo último acontece «por flaqueza de corazón o de cuerpo de orne, o de ambos ayuntadamente», también habla de que viene por fallescimiento de natura: «assí como el que es tan de fría natura, que no se puede esforzar, para yazer con las mugeres». Como causa femenina admite que «la muger ha su natura cerrada, que non puede el varón yazer con ella».
El doctor Lobera de Ávila propone varios experimentos para saber si la esterilidad es de origen masculino o femenino:
«Echen en agua la mujer su simiente y el hombre la suya y la simiente que non baxare, sino que anduviere en lo alto de la agua nadando, aquélla es en la que está el defecto de no engendrar: y este experimento lleva razón: porque es señal que no está bien digesta aquella simiente, y que tiene ventosidad que la hace andar nadando».
Recuérdese que se admitía que la mujer producía un semen o líquido germinativo igual que el hombre: «La mujer tiene también simiente como el varón, salvo que la de la mujer es flaca respecto a la del varón». Se aceptaba que el semen femenino se producía en los ovarios, los testículos femeninos, como los llaman algunos autores, y por medio de sus conductos, las trompas, se vertían en el útero; aunque también creían que, en realidad, el semen se originaba como un resultado del metabolismo de todo el cuerpo; es más, para algunos, el principal lugar en que comenzaba su elaboración sería el cerebro y en el ovario no habría más que una especie de almacenamiento.
Otra prueba de Lobera de Ávila sería «que orinen ambos, cada uno en una lechuga, y orinen encima: el que primero secase su lechuga es del que tiene la falta en no engendrar, y este experimento, en parte es conforme a razón, porque significa gran calor y abundancia de humores adustos en aquella lechuga que primero se secase».
También de tipo biológico es la siguiente prueba: «Que tome siete granos de trigo y siete de cebada y siete de habas y los ponga en un vaso en un barreño con tierra y otro tanto en otro y orinen el varón en un vaso y ella en otro, y dejarlos estar allí siete días y en el vaso donde se hallase vacías las simientes o granos, es señal de aquel cuya es aquella orina no tiene defecto, sino que es hábil para engendrar».
Finalmente, en la siguiente prueba algún autor humorísticamente ha querido ver una especie de exploración de la permeabilidad tubárica: «Que tapándola bien (a la mujer) con un vestimento, la pongan por bajo sahumerios de cosas aromáticas, como de mirra y estoraque y otras semejantes o dándole sahumerios con una caña el olor de los aromáticos y un fumigio subir por dentro del cuerpo a la boca y las narices, es señal que el defecto de engendrar no está en ella —añadiendo—: Lo mismo se hace poniendo por debajo de la madre un ajo, y si la mujer siente el sabor en la boca, es señal que el defecto no está en ella, sino en el varón».
La poquedad del coito o esterilidad, dicen graves autores de la Edad Media, es una imperfección del ser, ya que éste no puede engendrar semejante a sí. La poquedad aludida viene en el hombre «por yacer con mujer de pocos años, o vieja, o porque está en la menstruación, es tiñosa, sarnosa, hediendo o de aborrecible acatamiento. También puede sobrevenir por ser el varón niño, decrépito, borracho o tragón o estar doliente, débil, cansado o poseído de ira o temor grandes, cosas que amenguan el calor natural»; la mala disposición de la verga y de los testículos o su falta eran causa de esterilidad señaladas en libros vetustos, así como las enfermedades de estos órganos.
«Para remediar la poquedad y finchimiento de la virtud generativa» prohibían en primer término, «todas aquellas circunstancias que traen accidentes de la ánima tristosos» y «evitaban las sustancias que enfrían la complixión», como las lechugas, adormideras, opio, mijo y sus semejantes; que la calientan como la ruda, Agno casto, y proscribían los purgantes, sangrías, baños, etc.
Si la esterilidad dependía de enfermedades, aconsejaban curarlas; si de cortedad de la verga, indicaban la conveniencia de levantar las nalgas de la mujer para que la semilla cayese en el fondo de la madre, y si el defecto nacía de excesiva longitud del miembro, «entonces el macho o la hembra tengan la raíz de la verga apretada con toda la mano, porque no metan toda la verga y porque la simiente en el camino no se enfríe».
El doctor Comenge, de quien son estos párrafos, añade en una nota: «Un erudito profesor y urólogo de fama cuyas aserciones me merecen entero crédito, díjome que el rey Fernando VII tenía el miembro viril de dimensiones mayores que de ordinario, a lo que atribuyóse el no haber tenido sucesión en sus tres primeras mujeres.
Sabedora doña Cristina de aquella circunstancia nada consoladora para los intereses del trono, discurrió, o le aconsejaron, que usara don Fernando una almohadilla perforada en el centro, de tres o cuatro centímetros de espesor, por cuyo orificio introducía el pene antes del coito y durante él; así se hizo y alcanzaron sucesión; esto mismo hacía el marido de una actriz de estos tiempos, y el doctor Suénder aconsejó, con éxito, tan sencillo artificio a varios clientes.
Para combatir la debilidad generativa recetaban la nuez moscada, menta, alimentación nutritiva y leche de vacas. Gozaban de gran estimación en tales casos las unciones en el espinazo, ingles, testículos y plantas de los pies, con aceite de pimienta blanca y con ungüento hecho de estorque, almizcle, asafétida, cebolla albarrana, mirra, pimienta y castóreo.
Como heroico remedio contra la esterilidad y gran excitador de la sensual potencia, recomendaban un emplasto hecho con testículos de raposo, meollos de los pájaros y flores de palma.
En Escocia, de donde procedía dicha fórmula, decíase que tal medicina tenía la propiedad de «facer desfallecerse a la mujer debajo del varón». Creían los autores médicos del siglo XV, y con ellos el vulgo, que el vergajo de toro, los testículos de raposo, el jengibre con leche de vacas, canela y clavo, hacían al hombre fecundo y facilitaban grandemente el embarazo.
Con lo dicho podremos formarnos algo más que aproximada idea de los potajes que tomaban y diabluras que hacían nuestros antepasados para lograr sucesión y deducir el régimen a que fueron sometidos o pudieron serlo don Martín y don Fernando por voluntad de sus esposas.
Como complemento a lo escrito damos una fórmula en la cual se comprendían los conocimientos de los médicos antiguos en lo referente a la fecundación. He aquí tan curioso documento, encaminado a enseñar el modo de que resulta fecunda la cópula:
«Después de la medianoche e ante del día, el varón deve despertar a la fembra: fablando, besando, abrazando e tocando las tetas e el pendejo e el periteneon, e todo aquesto se face para que la mujer cobdicie: que las dos simientes concurran juntamente: porque las mujeres más tarde lanzan la esperma. E quando la mujer comienza a fablar tartamudeando: entonces devense juntar en uno e poco a poco deven facer coito e deve se juntar de todo en todo con el pendejo de la mujer en tal manera que el ayre non pueda entrar entre ellos. E después que haya echado la simiente deve estar el varón sobre la mujer sin facer movimiento alguno que no se levante luego e después que se levantase de sobre la mujer deve estender sus piernas e estar para arriba e duerma si pudiese que es mucho provechoso e non fable nin tosca…». (Libro de Medicina. Lib. VII, fo. CLXIII).
Seguramente que tan detallada prescripción en libro de universal renombre indica, en nuestro sentir, que se publicó con objeto de facilitar respuesta a las interrogaciones que, a menudo, dirigiesen a los médicos sus clientes, singularmente aquellos que cifran en la descendencia su mayor felicidad; también es verídico que innúmeros matrimonios se sujetaron, en actos camales, a los consejos de autor tan reputado.
Infiérese de la lectura de libros médicos, anteriores a 1450, que la esterilidad y la impotencia, con todas sus gradaciones y especies, fueron conocidas con la común denominación de «poquedad del coito» o «flaqueza de engrandar», aunque supieron distinguir las causas médicas, quirúrgicas y fisiológicas.
En el siglo XVI perfeccionáronse mucho tales conocimientos, según puede verse en el Libro de las declaraciones, de J. Fragoso. Véase cómo las practicaba un monarca portugués.
Era don Juan V de Portugal, como el sombrío Luis XI en Francia, hemipléjico del lado derecho, mas, de tal suerte, que la parálisis no le impedía montar a caballo, correr aventuras y satisfacer caprichos no siempre laudables. Harto aficionado a los placeres venéreos, según rezan las crónicas, solía entregarse a ellos con pasión desenfrenada; no obstante la torpeza e incoordinación de sus movimientos en los actos carnales.
Por una de sus amantes mercenarias, que declaró en el célebre y escandaloso proceso incoado por el obispo de Targa, se sabe que el lujurioso monarca no podía valerse de sus remos para la cópula y, así, la citada testigo tenía que bajarle los calzones, ayudarle para colocarle en situación conveniente y conducir las cosas al lugar oportuno, como suele hacerse en algunos establecimientos para el fomento de la cría caballar.
Multitud de fórmulas se conocían entonces, a las que se atribuyó singular virtud para reforzar el poder genérico; nosotros únicamente diremos que entre los ingredientes preferidos en la confección de las recetas sobresalientes por milagrosas, principalmente en lo que al varón se refiere, se contaban, aparte las glándulas seminales de toda especie, las avellanas, nueces, almendras, lenguas de ave, piñones, yemas de huevo, corazón de liebre, el marfil, polvo de araña y sustancias muy olorosas.