Tres meses después de morir Fernando VII, la reina María Cristina de Borbón casó en secreto con Agustín Fernando Muñoz, de humilde linaje de Tarancón. Una hija de dicho matrimonio, Josefa, casó con el príncipe Ladislao Czartoryski, del que tuvo un hijo, Augusto.
A la muerte de la reina María Cristina surgieron algunas desavenencias en torno al testamento que implicaban, como principal heredera, a la reina Isabel II, destronada entonces y residente en París. También exiliado se encontraba en la capital francesa el insigne abogado don Nicolás Salmerón, que después de haber sido uno de los cuatro primeros presidentes de la Primera República Española, vivía de su profesión de abogado, que lo era y eminente, al servicio de los españoles residentes o inmigrantes en Francia.
La familia Czartoryski encargó un asunto a don Nicolás y, al saberlo la reina Isabel II, se lamentó ante su amigo Tomás Rodríguez Rubí, de la Embajada española en París, de no haberlo hecho ella antes.
Rodríguez Rubí estuvo conforme en la honestidad y el saber de Salmerón, aunque hizo ver a la ex soberana que quizá no sería conveniente que Isabel II se pusiese en manos del gran jurisconsulto sin hablar con él, ya que era abogado de la parte contraria y republicano por añadidura.
—Lo que falta es que Salmerón quiera encargarse del asunto —dijo la reina por toda respuesta.
Rodríguez Rubí hizo las gestiones necesarias y pocos días después don Nicolás Salmerón se dirigía al palacio de Castilla, residencia en París de la ex reina de España. Al ser recibido por ella no pudo menos de advertirle:
—Señora, soy republicano; no seré, pues, el abogado de una reina, sino que tendré una cliente española.
Isabel II, que tuteaba a todo el mundo, según costumbre real, le atajó y le dijo:
—El que sea usted o no republicano, es cosa que le atañe a usted y no a mí; yo he llamado al abogado más eminente y al hombre más honrado de España.
—Señora, el modesto abogado está a sus órdenes —contestó Salmerón.
Es fama que fue la única vez que Isabel II trató de «usted» a alguien.
Salmerón cumplió con su deber a maravilla, solucionó el caso y no quiso cobrar minuta alguna. Al enterarse de ello Isabel II, le envió un retrato suyo con marco de plata en el que estaban engarzadas perlas y piedras preciosas. Salmerón se quedó con el retrato y devolvió el marco con una carta de agradecimiento.
Poco tiempo después y con ocasión de una desavenencia con su marido, Francisco de Asís, Isabel II tuvo que recurrir otra vez a un abogado, que fue en esta ocasión don Manuel Cortina. Solucionó éste también el conflicto y como minuta solicitó de la reina un retrato suyo; pero, acordándose de lo sucedido con Salmerón, precisó:
—Pero, Majestad, que sea sin joyas.
A los pocos días, don Manuel Cortina recibía un retrato de Isabel II con una expresiva dedicatoria que terminaba: «… y, como ves, sin joyas».
Y, efectivamente, en el retrato aparecía la reina sin brazaletes, collares, anillos ni pendientes, absolutamente sin ninguna joya.