RECETAS Y MÁS RECETAS

En la consulta de un hospital, hace ya muchos años, se presentó un hombre de los alrededores de Madrid: un tipo de «pardillo». Se quejaba del estómago. El médico le interrogó. Le reconoció y le dijo: —No creo que tenga usted gran cosa. Ahora le daré una receta con unos polvos.

Escribió la receta y echó encima de ésta, como se hacía hace años, la arenilla de la salvadera para secar la tinta.

—Tome usted esto cuando sienta dolor.

A los ocho o diez días apareció el «pardillo» y el médico le preguntó:

—¿Qué tal?

—Muy bien. Esos polvos me han venido muy bien: pero había muy pocos y ya se me han acabado.

—Bueno; pues le haré otra receta —y se la dio al «pardillo», y al tomarla preguntó éste:

—¿Y los polvos?

—En la botica se los darán a usted.

—Pero yo digo los polvos que echó usted en el papel el otro día, porque fueron los que yo me tomé y me curaron.

El profesor y los estudiantes se miraron con sorna y el profesor dijo:

—Sí, pero ahora tiene usted que tomar otros, que se los darán en la botica.

Parecida es esta otra anécdota.

Recetó un médico cierta bebida a un enfermo y, enseñándole la receta, le dijo:

—Esto es lo que debe usted tomar mañana temprano. El enfermo lo hizo al pie de la letra, se comió la receta y se curó.

Fácil sería sacar ahora la conclusión de la inutilidad de los medicamentos. Fácil y equivocada. Lo más probable, por no decir lo más seguro, es que las enfermedades no fuesen cosa del otro jueves y que la sola naturaleza bastárase para curarlas. Pero si así era, ¿para qué diablos se recetaba nada? Si no había necesidad de medicamentos, ¿por qué se prescribían?

Siempre han sido los médicos dados a recetar, y han hecho bien. Si así no lo hiciesen, el enfermo muchas veces no creería en ellos ni en la posibilidad de su curación; necesita un signo sensible, y éste es la receta.

De muy antiguo le viene al hombre el afán de recetar. La historia de la medicina antigua no es más que una colección de prescripciones más o menos absurdas encaminadas a devolver la salud al paciente. La mayoría son de extravagancia enorme, pero no nos riamos mucho de ellas.

El cáñamo, el muérdago y la infusión de adormideras ahuyentaban a los espíritus malignos del dolor. La corteza de sauce y el abedul negro calmaban los dolores reumáticos. Los retoños de cicuta, recién cogidos, curaban el escorbuto, y a los enfermos de hidropesía se les daba un sapo hervido en agua y hecho un revoltillo, como el caldo de las brujas de Macbeth, que parecía mejorarlos. ¿Que tales medicamentos eran pura fantasía? Esto es lo que los hombres de ciencia creían hasta hace muy pocos años, cuando descubrieron que en la piel del sapo hay una droga llamada bufonina, que es realmente muy eficaz para el tratamiento de la hidropesía.

De la antigua China viene la creencia de que, para librar a los niños de pecho del mal espíritu que les produce convulsiones, hay que darles pedacitos de hueso de dragón, y, aunque parezca absurdo, los tales huesos son de dinosaurio enterrados en las arenas del desierto de Gobi. Hoy día los médicos recetan calcio para ciertas convulsiones que sufren los recién nacidos, y los huesos de dinosaurio, como todos los otros huesos, contienen calcio.

¿Podría creer el lector que las cenizas de una esponja quemada aliviasen una hinchazón del cuello? Pues, de acuerdo con la antigua teoría, tales cenizas se usaban para ahuyentar al espíritu causante de la hinchazón. Ahora bien: últimamente la ciencia ha demostrado que una hinchazón del cuello llamada bocio puede producirse cuando los alimentos y el agua no contienen yodo en suficiente cantidad, lo cual sucede en ciertas regiones; o sea, que para evitar el bocio se administran pequeñas cantidades de esta sustancia, y las cenizas de esponja contienen yodo[17].

El refranero de todos los pueblos ha conservado multitud de medicamentos empíricos y caseros. Sin moverse del español, a cientos pueden encontrarse en las obras de paremiología: «De las virtudes del romero, puede escribirse un libro entero». «El can que mucho lame, sin duda sangre saca» (perniciosa creencia de la gente de campo, que los perros, a fuerza de lamer, sacan la «sangre mala» de las heridas). «El hijo muerto y el apio al huerto». (Al apio se le señalaban propiedades estimulantes, aperitivas, diuréticas y expectorantes, y por eso se aconsejaba en la debilidad digestiva, escrófula, gota y afecciones catarrales, tanto de sus hojas como de sus raíces, y entre las mujeres se aconsejaba, para disminuir la leche, la infusión de éstas. El jugo total como antipalúdico. Hoy ha quedado su aplicación culinaria, casi reducida a la utilización en ensaladas, por su grato sabor, y como todas las verduras crudas, excita el peristaltismo y facilita la evacuación intestinal). «El orégano, todo mal quita». «La hierbabuena en la guerra, ni la comas ni la siembres». (Dice el doctor Sorapán de Rieros, apoyándose en la autoridad de Aristóteles, que la razón de este refrán es porque la hierbabuena resfría los miembros y corrompe la simiente). «La mordedura del perro cúrase con sus pelos». (Erróneo. Medios repugnantes se encuentran en libros de medicina árabes como curar las quemaduras con boñiga de vaca, etc., que todavía se aplica en los pueblos). «Mala es la llaga, que el vino no sana». «Para el mal de riñones, caldo de bojardones» (setas), etc., y no debe olvidarse tampoco aquel otro refrán tan usado y que previene contra la mayoría de ellos: «Si te duele la barriga, úntala con aceite, que si no se te quita el mal, te pondrás reluciente». Es decir, la medicina por fuera, que por dentro puede dañar. Los comentarios son del doctor Castillo de Lucas.

No debe olvidarse la anécdota siguiente:

Pensaba un joven emprender el estudio de la medicina y quiso tomar consejo de Voltaire, que se interesaba mucho por él.

—¡Qué vais a hacer! —le dijo el escritor, riendo—. Vais a meter drogas que no conocéis dentro de cuerpos que aún conocéis menos.

Por ello los médicos, que lo saben, son los primeros que desconfían de sus propias recetas.

Madame Staèl encontró a su médico, el doctor Ravaud, a quien hacía mucho tiempo que no veía.

—¡Mi buen doctor Ravaud! ¡Dichosos los ojos! ¿Es cierto que estuvo usted unos días enfermo?

—Sí, señora; exactamente tres, y de la misma enfermedad que sufrió usted y que me obligó a hacerle tantísimas visitas.

—¿Y ha mejorado tan pronto? Dígame, ¿qué ha tomado, doctor?

—Nada, absolutamente nada. ¡Se lo aseguro!

Hoy la tendencia predominante es recetar poco. No existen aquellas listas enormes de medicamentos que se veían obligados a tomar los enfermos de hace unos cuantos siglos; listas que alcanzaban a 60, 70 y hasta 100 medicamentos diferentes. Claro está que hoy se ha popularizado el chiste del señor a quien el farmacéutico le dice:

—Éstas son las pastillas contra el resfriado; éstos, los polvos contra el dolor de cabeza que producen las pastillas; éstas, las gotas contra el dolor de estómago que producen los polvos; éstas, las inyecciones contra el dolor de riñones que producen las gotas. Y cuando le venga la opresión pectoral, vuelva por aquí que le recetaré el resto.

Hoy los medicamentos han perdido buena parte de su encanto. Presentación magnífica la tienen; la botellita de cristal es de calidad, parece que contiene perfume, la caja está pulcramente impresa a cuatro tintas y además va envuelta en papel celofán, desgraciadamente maculado por algún timbre móvil. Todo esto está muy bien (menos el timbre móvil, claro está, y el precio), pero le falta algo. Le falta lo maravilloso. Y antiguamente todos los remedios lo poseían.

La mandrágora era un remedio muy común entre los herbolarios. Tiene esa planta una raíz parecida en su forma a la zanahoria, que con frecuencia se divide en dos partes, de modo que, dejándose llevar de la imaginación, se le puede atribuir cierto parecido con el cuerpo de un hombre, cuyas piernas serian la raíz partida por medio; a esta forma humana se le atribuían las virtudes curativas tan grandes que poseía. Según los herbolarios, se corría gran peligro al coger esta planta porque, cuando se la arrancaba de la tierra, daba la mandrágora un chillido terrible que mataba instantáneamente a todo el que lo oía. Claro que ante esto uno no puede menos que preguntarse lo siguiente: ¿Cómo podía saberse que tal cosa sucedía, si todos los que habían oído el chillido habían muerto sin contárselo a nadie? Pero el que lleguemos a esta pregunta significa que somos más exigentes que los clientes de los herbolarios, los cuales no preguntaban, creyendo simplemente lo que se les decía, y maravillábanse en gran manera ante el poder que la tal droga tenía que poseer sobre las enfermedades. El herbolario contaba a la gente que la única manera de coger la mandrágora era atando la punta de un cordel a la planta y la otra alrededor del cuello de un perro; luego de taparse los oídos, para no oír el chillido, el dueño del perro llamaba a éste, que, al acudir corriendo, tiraba del cordel, arrancando la mandrágora, que daba el gran chillido; el dueño del perro llamaba a éste, que, al acudir corriendo, tiraba y, a consecuencia de todo ello, el perro se moría; ante todas estas dificultades, no había que maravillarse de que semejante droga alcanzara un precio elevadísimo.

La mayoría de las recetas que administraban los que pertenecían a la escuela de Galeno contenían cientos de hierbas diferentes y eran lo que el farmacéutico moderno llama «recetas de escopeta»; o sea, dispararle a la enfermedad muchas drogas distintas, con la esperanza de que alguna le toque.

Como muestra de la complejidad de las recetas antiguas. He aquí algunas fórmulas para curar el mal de piedra:

«Rècipe. Ceniza de escorpiones, dos partes; cantáridas cortadas las alas, una parte; sangre de cabrón desecada, dos; ceniza de vitro, ceniza de liebre, ceniza de coles no trasplantadas, de huevos que salieron pollos, y ceniza del ave cauda trémula, de cada cosa tres partes; piedra judaica, esponja, piedra del hígado del buey, simiente de malvavisco, de salsífraga, goma arábiga, Nilium solis, silobálsamo, espicanardo, culantro fresco de pozo»; de cada una de estas materias tomaban cantidad sabida, y todo confeccionado con miel rosada, medio cuartillo, se administraba cantidad como de dos avellanas por mañana y tarde con decocto de garbanzos negros y trébol marino.

Se comprende, ante los ingredientes que componían la mayoría de las medicinas de otros tiempos, la actitud de Quevedo según una anécdota que se le atribuye.

Dicen que un médico le recetó una purga. Él, en vez de tomarla, la arrojó al vaso de noche.

Volvió el médico, miró el vaso y exclamó:

—¡Oh, que cosa tan pestífera! ¡Qué daño no había de causar dentro de un cuerpo humano!

Y replicó Quevedo:

—Por eso no quise yo que entrara en el mío.

En el régimen Sanitaris Salernitarum se dan recetas muy curiosas:

Seis cosas, aquí expuestas, te protegen

de todo veneno con poder secreto:

pera, ajo, nuez, nabo, ruda y rábano.

Pero el ajo más que todos, y quien lo come

beberá sin miedo de quien fermentó su vino

y respirar podrá los aires infectos de continuo.

Si el ajo así te libra de la muerte,

sopórtalo con agrado, aunque tu aliento huela.

Y no te burles de él, como quien dice

que sólo hace llorar, beber y heder.

Otra muestra:

Si por azar las muelas te atormentan

por obra de gusanos que allí crían,

dolor que evitarías, si quisieras,

si te limpiases los dientes cuando harto.

Quema incienso (resina bien oliente),

échale beleño

y semilla de cebolla.

Y, por un tubo, al hueco de la muela

sóplale el humo y hallarás alivio.

Óleos, anguilas, nueces y frío en la cabeza,

fruta cruda y manzanas te dan ronquera.

Esto ya es otra cosa. Estas recetas son más comprensibles, pero no se olvide que en este mismo libro se dice:

Alegría, reposo y continencia

dan con la puerta en las narices

de los doctores y de toda su ciencia.

Y también:

Tres doctores de gran ciencia

consultarás a porfía:

tranquilidad, alegría

y el doctor don Continencia.

Hay remedios milagrosos, remedios que lo curan todo, panaceas. No sé qué literato dijo que la filosofía más consoladora era la de los prospectos de específicos, y casi casi tenía razón. Ahora, como medicamento singular, el que se anunciaba en el periódico El Noticiero Navarro en el año 1901, según Iribarren.

«Purgante de Andrés y Fabia. Corrige inmediatamente: inapetencias, afecciones nerviosas, vahídos, estreñimientos, dolores de cabeza y otros padecimientos de estómago».

También es buena el agua de Fitero, en cuyos baños viejos se leía, hace bastantes años, esta inscripción:

Esta agua todo lo cura,

menos gálico y locura.

Las medicinas tienen, en general, un defecto importantísimo: que tienen un sabor desagradable. (Inconveniente que va desapareciendo, gracias al uso cada vez más frecuente de las inyecciones y de los supositorios). Y, claro está, para usarse, uno tiene que vencer la natural repugnancia que las pócimas le producen, lo que a veces no se consigue del todo. Además, que sus precios están por las nubes. Dos razones de peso, entre otras muchas, para no tomarlas.

El actor Simpson estaba enfermo hacía unos días y su médico, Ashley, le recetó un remedio que el actor se negó a tomar, y he aquí la singular estratagema de que se valió su médico para curarle.

Harry Simpson trabajaba en no sé qué pieza en la que estaba condenado a beber veneno. Una noche, cuál fue su horror viendo que el vaso que tenía en la mano contenía la medicina en vez de la copita de oporto acostumbrada.

No podía tirar el contenido porque acto seguido de beber tenía que mostrar vacía la copa a sus verdugos. Pronunciaba con este motivo un largo monólogo.

Harry Simpson cerró los ojos y se tragó la pócima.

—Me vengaré —prometió.

Y se vengó: no pagó al médico.

Buena manera de vengarse. Supongo que tampoco pagó al farmacéutico. Bien es verdad que en Inglaterra son los propios galenos quienes preparan sus recetas. No sé si las deben cobrar aparte.

El precio de las medicinas hizo posible la reflexión narrada en la anécdota que sigue:

No había nada que hacer. Se moría el hombre. Desahuciado por el médico, estaba en su lecho. Sobre la mesita de noche, medicamentos… A un lado, el buen amigo trataba de hacerle tomar una bebida.

—¡No quiero! —decía el hombre—. Tiene un gusto horrible.

—¡No seas terco! —replicaba el amigo—. ¡Tómala! ¿O es que quieres morirte y que haya que tirar a la basura estas medicinas que tanto costaron?

Hubo de tomarlas a la fuerza.

Un médico fue llamado para atender a un niño enfermo. Recetó una pócima algo desagradable de tomar y recomendó que la tomara a la fuerza si era necesario.

—No tenga miedo —dijo la madre—; si no la toma, lo mato.

Lo cual no deja de ser un sistema.

Aunque me parece mejor el de aquel médico octogenario a quien preguntaron qué hacía para gozar de una excelente salud, y dijo:

—Vivo de mis remedios y no los tomo jamás.

—Me paso la noche en vela, doctor; no puedo dormir.

—¡Bah!… Esto está resuelto rápidamente: cada media hora disuelva una cucharadita de carbonato de cal en un poco de agua y haga gárgaras, doce o catorce veces.

—¿Y eso me hará dormir? —pregunta el paciente, sorprendido.

—No sé, pero pasará la noche entretenido.

Aunque mejor que esta anécdota me parece la que sigue:

—¿Qué toma usted para el insomnio?

—Una copa de vino a intervalos regulares.

—¿Y esto le da a usted sueño?

—No, pero por lo menos me deja satisfecho del insomnio.

Este individuo debía de ser pariente del paciente del médico aquel que preguntaba a la enfermera:

—¿Tomó ya el enfermo una cucharadita de whisky cada dos horas, como he ordenado?

—Sí, doctor; el pobre tienen tantos deseos de ponerse bien, que ha tomado adelantadas las dosis de una semana.

Esto es interés y ganas de curarse.

No puede negarse que existe gente de buena fe que no sólo cree en los médicos, sino también en la eficacia de las medicinas, lo cual ya es más de alabar. (Este reducido grupo de gente de buena fe está formado por todo el mundo, sin excepción). He aquí un caso ejemplar.

—¿Y qué —dice el médico—, siguió mi consejo? ¿Se tomó la taza de ron después del baño caliente?

—He hecho todo lo posible —responde el enfermo—, pero no pude acabar de beberme todo el baño.

Asi da gusto. Esto es un buen enfermo y lo demás son cuentos.

Así pueden hacer efecto las medicinas. Aunque a veces sin necesidad de medicamentos se pueden hacer curas portentosas.

El célebre médico Silva, en un viaje que hizo a Burdeos, fue asediado a consultas por toda la ciudad. Las más hermosas mujeres iban en procesión a quejarse de dolores nerviosos que las atormentaban. Silva no decía nada, no daba ningún remedio. Presionado para que explicase los motivos de su silencio, dijo en tono de oráculo:

—Eso no es nada nervioso, eso es la edad.

Al día siguiente, en todo Burdeos no se podía encontrar una sola mujer que se quejase de los nervios.