Se me ha dicho repetidas veces que soy hombre amante de la buena cocina. Ello no es totalmente exacto; lo que yo amo es el buen comedor. Quiero decir que el reino de las ollas, las perolas, sartenes, cacerolas y demás adminículos me es casi totalmente desconocido. A mí me gusta comer bien y beber mejor.
Claro está que me place saber qué como y en muchos restaurantes he solicitado del chef explicaciones sobre la receta o datos sobre un determinado plato, y creo que ello debe ser regla indispensable para todo aquel que quiera apreciar en su justo punto un plato de su gusto. Pero aunque conozca las recetas, no me atrevería a meterme en una cocina para practicarlas; prefiero que lo hagan los profesionales o los aficionados de categoría que, como mi hermano Luis, saben perfectamente guisar primero y saborear después.
Sé que, desde estas páginas, como antes desde el micrófono, invado terreno en que son maestros mis amigos Néstor Luján y Luis Bettonica. De antemano les pido perdón o les ruego que perdonen mi osadía en gracia a mi interés por el tema.
Tengo ante mí dos libros, uno español y el otro francés, firmados con el mismo seudónimo: Savarin. El primero, titulado Críticas gastronómicas, es original de Francisco Moreno de Herrera, conde de los Andes, y contiene muchos de los artículos que publicó sobre el tema en el diario madrileño ABC. Está editado por Prensa Española, Madrid, 1971. El segundo se titula La vraie cuisine française, y el verdadero nombre del autor me es desconocido. Cito la traducción castellana que con el título de Mi cocina fue publicado en Barcelona por Ediciones Daimon en 1964. Esta edición española es recomendable, pues está revisada y completada por el maestro culinario Juan Cabané, al que conocí cuando era chef del hotel Colón de Barcelona, y que lo adaptó al gusto español.
Otro libro recomendable es 1080 recetas de cocina, de Simone Ortega. Es libro de bolsillo. Alianza Editorial, Madrid.
Dice Brillat-Savarin, en el aforismo 20 de los que prologan su libro La fisiología del gusto, que convidar a alguien equivale a encargarse de su felicidad en tanto esté con nosotros. Éste es el primer deber de todo buen anfitrión.
Pero ¿qué es un anfitrión?
Según Casares, es el que tiene convidados a su mesa. Aunque el origen del nombre es griego, su significación actual nos viene del francés. Veamos cómo.
En la mitología griega Anfitrión, hijo de Alceo y de Hipponoma y nieto de Perseo, estaba casado con una mujer muy bella llamada Alcmena, mujer de extraordinaria belleza, de la que Júpiter se enamoró. Aprovechando la ausencia del marido, general tebano, el dios tomó su apariencia y Alcmena, creyendo acostarse con su esposo, lo hizo con Júpiter o Zeus, que es su nombre griego. De este episodio Plauto, hacia el año 214 a. de J. C., escribió una comedia y Molière, en 1668, otra en la que al final, en el curso de un banquete que reúne a todos los héroes de la pieza, Sosia, servidor de Anfitrión, exclama:
… le veritable Amphitryon
est l'Amphitryon où l'on dîne.
(El verdadero Anfitrión
es el Anfitrión en casa del cual se cena).
La frase tuvo éxito, y en Francia se comenzó a usar el nombre propio como nombre común en el sentido que tiene hoy en día también en castellano y en otras lenguas.
Sobre la historia del general Tebano se han escrito varias obras, entre las que recuerdo en este momento una de H. von Kleist en 1807 y otra de Jean Girandoux, que se estrenó en 1939, con el titulo de Amphitryon 38.
Pasemos a otra cosa.
¿Saben ustedes que la salsa bechamel debe su nombre a un personaje histórico? Pues sí, señores, Louis de Bechameil, marqués de Nointel, fue quien la inventó o por lo menos así se dice, aunque hay quien, con más fundamento, cree que fue su cocinero el descubridor de la salsa en cuestión. No hacen mucho honor al ilustre marqués aquellos cocineros que sirven con su nombre un engendro inconfundible o una especie de diarrea blanca repugnante a la vista y al paladar. Si la bechamel o besamela, como se llamó un tiempo en España, es buena, se le añaden unas rodajas de trufa, auténtica, no de plástico, y ya me dirán luego qué piensan de ello.
Y va de anécdota.
Un señor pide en un restaurante un chateaubriand.
—Pero muy hecho, por favor; que no sangre.
—Si no sangra, no será un chateaubriand —responde el maître.
—Usted déjese de crítica literaria y sírvame la carne como se la he pedido.
Los que conozcan las obras del romántico vizconde François René de Chateaubriand comprenderán la ironía de la respuesta. Atala, René, Los mártires del cristianismo, Los Natchez y sobre todo sus Memorias de ultratumba representan la corriente romántica en su mayor apogeo. Fue un cocinero, Montmireil, quien un día ofreció a su amo un gran trozo de carne cuando era embajador de Londres. El Chateaubriand «es un filete grueso de lomo bajo asado a la parrilla o salteado». En algunos lugares de España, el filete es el bisté, y al Chateaubriand o al tournedo se los califica de solomillo, pero, como dice el Savarin francés, que entrecomillo, «el solomillo es la parte de la vaca (o del buey, añado yo) que va de la punta de la cadera a las primeras costillas y está formado por el lomo alto y el bajo. El solomillo, para merecer este nombre, se ha de asar entero». También dice el libro citado que «el solomillo es la parte más estimada de la vaca (o del buey). Asado entero recibe el nombre de rosbif, cortado en lonchas los de filete o bisté si son normales; Chateaubriand, si son gruesos y tournedo si, a pesar de ser gruesos, son pequeños».
¿Está claro?
Y como postres, ¿qué les parece unos melocotones Melba?
En 1894, la cantante australiana Nellie Melba, cuyo verdadero nombre era Helen Porter Mitchell, estaba en Londres, donde cantaba Lohengrin en el teatro del Covent Garden. En el hotel Savoy de la misma ciudad dirigía las cocinas el gran artista culinario francés Auguste Escoffier. La cantante envió al cocinero dos butacas para una representación y, en la cena que siguió a la misma, Escoffier cogió un gran bloque de helado de vainilla al que dio la forma del cisne de Lohengrin y a su alrededor colocó unas copas del mismo helado con melocotones cubiertos con una capa de puré de frambuesas y coronados con azúcar hilado y crema chantilly. Así surgió el postre, que recomiendo vivamente, que creo que gustará a todos y que, naturalmente, no es apto para diabéticos.
Para terminar, fruta. Unas ciruelas Claudias, por ejemplo, ayudarán la digestión; los horticultores franceses del siglo XVI bautizaron así a una nueva especie de ciruelas, al parecer procedentes de Persia, en honor a la reina Claudia, esposa de Francisco I y ex prometida de Carlos I de España.
Y si a pesar de la comida que les he ofrecido, sienten que pueden terminar con un grog, aunque es más recomendable a media tarde en época de resfriados, se mezcla ron caliente, agua azucarada a punto de hervir y limón. En 1740, el almirante Eduard Veron, nacido en 1684, y más conocido por su sobrenombre de Oíd Grog, decidió obligar a los marineros bajo su mando a reducir su ración habitual de ron. Como los pobres marineros tenían frío, idearon la citada mezcla, que bautizaron con el mote del almirante. ¡Que aproveche!