Durante la batalla de Waterloo —por cierto, que yo he visitado el lugar en que se desarrolló y parece que la hubiera ganado Napoleón, no se ven más que recuerdos, efigies y postales del gran corso y nada o casi nada recuerda a Wellington—, la guardia imperial francesa mandada por el general Cambronne fue invitada por sus enemigos ingleses a rendirse:
—¡Franceses —les dijo—: ya habéis demostrado de sobra vuestro valor! Ahora rendíos. Cambronne respondió:
—La guardia muere, pero no se rinde. Pero, al final, se rindió.
Tal vez la anécdota es falsa, como tantas otras. Yo prefiero la versión de Víctor Hugo en Los miserables. A la invitación del general inglés, Cambronne había respondido:
—Merde!
Lo cual me parece más verosímil. Desde entonces, en Francia, a la tal palabra se la llama le mot de Cambronne.
Carlos I de España le dijo un día al duque de Cardona:
—Ya sé que vuestros catalanes quieren lo que vos queréis.
—Es cierto que hacen cuanto yo quiero, cuando quiero lo que ellos quieren; pero si no quiero lo que ellos, no hay hombre que quiera lo que quiero yo.
Siendo ministro de Gobernación Francisco Pi i Margall, recibió una comunicación del gobernador de una provincia en la que se decía:
«Tengo el honor de poner en conocimiento de Vuecencia, que hayer hubo un motín contra el recaudador de contribuciones, pero oy ya están calmados los ánimos».
La contestación de Pi i Margall fue:
«Me permito advertir a Vuecencia que está ignorante en cuanto a la antigüedad de la hache. La h no es de ayer, es de hoy».
Don Francisco de Zúñiga era bufón de Carlos I. Cierto día pidió audiencia al rey cierto caballero muy vanidoso, señor de una poca tierra lindando con Portugal. Vacilaba el emperador en concedérsela cuando Francesillo le advirtió:
—Conviene que Su Majestad le conceda la audiencia porque, si se enoja, es capaz de tomar toda su tierra en una espuerta y pasarse a Portugal.
El mismo Francesillo decía de un noble muy avariento:
—Éste si que es conde, es-conde.
Se tomaba el bufón grandes libertades con los componentes de la corte. De ellos no se libró ni la emperatriz, que un día le mandó llamar y se atrevió a decirle:
—No voy, porque cuando mis amigos no están en su casa no me atrevo a visitar a sus mujeres.
El célebre político francés Guy Mollet se encontraba en casa de unos amigos y vio con asombro cómo el niño de la casa se tomaba unas cucharadas de aceite de ricino sin protestar ni hacerle ascos a la pócima. El padre del niño dijo:
—Es muy dócil. Se traga todo lo que le dan.
—Pues el día de mañana será un perfecto elector —dijo el político, que conocía el paño.
El ya citado Francesillo de Zúñiga estaba a punto de morir. Fue a visitarle su amigo Perico de Ayala, bufón del marqués de Villena.
—Hermano —le dijo—. Por Jesucristo te pido que cuando estés en el cielo, como debes, niegues a Dios para que tenga piedad de mi alma.
—Mira —respondió—: para que no se me olvide, átame un hilo en este dedo meñique.
Y murió.
En realidad, el tal Francesillo murió de resultas de unas heridas que recibió en una emboscada que le prepararon gentes ofendidas por sus dichos. Lleváronle, los que le encontraron, a su casa y su mujer salió alarmada.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—Nada, señora —respondió el bufón—, absolutamente nada, excepto que han matado a vuestro marido.
Hoy día recuerdo unos versos del olvidado poeta francés E. Lebruns, que en plena Revolución francesa escribió:
L'aimable siècle où l'homme dit a l'homme
soyons frères, ou je t'assomme
(El amable siglo en que el hombre ha dicho al hombre: seamos hermanos o te aplasto).
Las cosas no han cambiado mucho en doscientos años.
Cuando el célebre poeta francés Alfonso de Lamartine quería crearse un nombre en el mundo literario, alguien le habló de un señor que presumía de ayudar a los escritores noveles. El tal señor, que incluso era diputado, al serle presentado Lamartine en un café le dijo:
—Mañana vaya por casa y me leerá alguna cosa.
Así lo hizo el poeta. Al día siguiente se presentó en casa del presunto mecenas y le leyó su poema. «La caída de un ángel», hoy considerado como una de las obras maestras de la literatura francesa. Cuando terminó, preguntó al diputado:
—¿Qué le ha parecido?
—Muy bien, joven. Yo también tengo un sobrino que escribe tonterías parecidas.
Y allí acabó el presunto mecenazgo.
Y al hilo de la anécdota anterior sigue otra.
Don Armando Palacio Valdés, gran novelista, hoy injustamente olvidado, fue elegido miembro de la Real Academia Española. Con tal motivo, los periódicos y revistas publicaron su retrato, y el caso es que yendo don Armando a tomar un café con leche al lugar que solía, el camarero, que le conocía como cliente asiduo, le preguntó:
—¿Usted es éste que ha salido en los papeles?
—Sí, éste soy.
—¿Usted escribe novelas y cosas de éstas?
—Sí.
—Bueno, bueno —le dijo el camarero—: no se apure, cada uno se gana la vida como puede.
El general príncipe de Condé se hallaba en un teatro de París poco después de haber tenido que levantar el sitio de Lérida.
Un espectador le silbó y el príncipe dijo:
—¡Prended a este hombre!
—¡Ca —dijo el otro—, a mí no me cogen, que me llamo Lérida!
Y efectivamente no le cogieron.
Chascarrillo de hace trescientos años:
Cierta devota, casada con un hombre de mal genio, hizo una novena a san Ignacio para pedir la enmienda de su marido. El tal murió a los ocho días y dijo la mujer:
—¡Qué gran santo san Ignacio! Más de lo que pedí me ha concedido.