Por no saber Juan qué hacer
a periodista se echó
y el público le leyó
por no saber qué leer.
El epigrama no es nuevo. Hoy, aunque sucede lo mismo, para ser periodista es menester pasar por la universidad —Facultad de Ciencias de la Información— y después probar suerte. Ahora bien, el público es el mismo del siglo pasado cuando Miguel Agustín Príncipe escribió los versos citados al comienzo de este capitulillo.
También es de Miguel Agustín Príncipe:
Se queja de padecer
dolor de cabeza Irene,
más no acierto a comprender
cómo le puede doler
la cabeza que no tiene.
Y vaya ahora uno que parece muy moderno, surrealista, ejemplo magnífico del humor por el absurdo.
Un gato y un ratón se convinieron
y recíprocamente se comieron.
¡Efecto de la gula! Vicio feo
del cual debes huir, ¡oh Timoteo!
Son versos que merecerían haber sido publicados en La Codorniz, la revista de humor gloriosamente fenecida, pero son de Miguel de los Santos Álvarez (1817-1892), el romántico compañero de Espronceda y de Zorrilla.
Se acabó de confesar
la sobrina del vicario
y empezó contrita a orar
al pie del confesionario
y aunque el padre repetía:
«La castidad te interesa…»,
que ella al tiempo decía:
«Me pesa, Señor, me pesa».
Es de Juan Martínez Villegas, como el que sigue en el que, mutatis mutandis en vez de cesante poniendo jubilado, por ejemplo, y en vez de bula un documento oficial cualquiera, se puede ver que la sociedad en siglo y medio no ha cambiado mucho.
Una viuda y un cesante
fueron por la bula juntos.
No hizo más el despachante
que mirarles el semblante
y se la dio de difuntos.
Y otro:
Bramó el gato de una viuda
en enero y el porqué
pregunto una niña aguda.
La madre dijo: «No sé;
dolor de muelas sin duda».
Quejose ella cierto día
de la viudez sin cautela,
y su niña que la oía
dijo triste: «—Madre mía,
¿le duele a usted alguna muela».
Otro más aplicable, por fin, en España:
«Ya en México han proclamado
el matrimonio civil,
mirad si hemos progresado»,
gritaba el soltero Gil.
Pero el casado Pascual
se lamentaba y decía
que más progreso sería
declararlo criminal.
He aquí otro sacado de Los pechos privilegiados, de Juan Ruiz de Alarcón. Es una definición de la santidad, un tanto especial.
Quien bien come, bebe bien,
quien bien bebe, concederme
es forzoso que bien duerme;
quien duerme, no peca; y quien
no peca, es caso notorio
que si bautizado está,
a gozar del cielo va
sin tocar el purgatorio.
Esto arguye perfección:
luego, según los efectos,
si los santos son perfectos,
los que comen bien, lo son.
De Gabriel del Corral es este otro:
A su mujer ofendido
«cabra» un marido llamó
y ella se desagravió
con llamarle… su marido.
Lope de Vega escribió para la sepultura de un médico:
Enseñé, no me escucharon;
escribí, no me leyeron;
curé mal, no me entendieron;
maté, no me castigaron.
Ya con morir satisfice
¡Oh, muerte!, quiero quejarme;
bien pudieras perdonarme
por servicios que te hice.
Y, para terminar, he aquí un delicioso epigrama de Cristóbal de Castillejo:
Dame, amor, besos sin cuento,
asido de mis cabellos
y mil y ciento tras ellos
y tras ellos mil
y ciento y después
de muchos millares, tres;
y porque nadie lo sienta
desbaratemos la cuenta
y contemos al revés.