LAS CONFERENCIAS

Se cuenta del ilustre actor italiano Enrico Novelli que cierto día se le acercó un joven pidiéndole consejo para saber cómo debía presentarse en una conferencia.

—Señor Novelli, no sé exactamente cómo hacerlo. ¿Qué es lo que tengo que hacer para empezar y lo que tengo que hacer para terminar la conferencia? Para que usted pueda aconsejarme con seguridad se la voy a leer.

—¡Hombre, no hay necesidad! ¡Por Dios, no se preocupe usted; será perfecta!… ¡Bueno: léala! ¡No hablemos más!

Y quieras que no le endilgó la tabarra que llevaba preparada. Naturalmente, aguantó el chaparrón como pudo y, al fin, le dio el consejo pedido.

—Mire usted, al entrar saluda con una pequeña inclinación de cabeza; no exagere; mire al auditorio y empiece a hablar. Al terminar termine usted rápidamente, hace una inclinación de cabeza lo más ligera posible y echa a correr si todavía le dan tiempo.

Llevo muchos años dando conferencias por esos mundos de Dios. Desde Dublín hasta Moscú y desde Upsala a Messina, creo que he recorrido todo el mapa europeo. Hablo, pues, con conocimiento de causa.

Nada más terrible que el conferenciante aficionado que se pirra por someter a un imaginario público —siempre más escaso del que había supuesto— al tormento de unas cuartillas leídas monótonamente y compiladas a base de fichas terminadas el día anterior. La mayoría de los conferenciantes no se dan cuenta de que demuestran —a veces— estar informados, pero no están todavía formados.

Un conferenciante, a mi entender, es un actor que recita su propio texto. Como autor debe tener algo que decir, como actor debe saber decirlo; lo demás son zarandajas.

Se cuenta que cuando Ortega y Gasset dio su primera conferencia en Madrid, después de sus años de exilio, lo hizo ante una multitud expectante. Leía, pero leía muy bien y, en un momento dado, se le cayeron las cuartillas que estaba leyendo; hizo un gesto para recogerlas y luego, encogiéndose de hombros, lo dejó estar, continuando como si tal cosa.

En este momento se oyó una voz femenina con acento porteño.

—¡Igual, igualito le pasó en Buenos Aires y en este preciso momento!

Ignoro si la anécdota es auténtica, pero bien pudiera ser. Ortega y Gasset era un gran conferenciante y algo de teatro ponemos siempre los que hablamos en público.

Eugenio d'Ors, relatando una de sus conferencias, dijo:

—Hubo entusiasmo, aunque no indescriptible.

¿Cuánto tienen que durar las conferencias? Creo que lo ideal reside en los cuarenta y cinco minutos. Como decía un célebre obispo catalán a sus predicadores:

—Hablad brevemente. Los sermones cortos mueven el corazón, los sermones largos mueven el culo, con perdón.

Se refería, claro está, al movimiento de los cuerpos en su asiento cuando empiezan a estar cansados.

Las conferencias deben ser como las faldas de las mujeres: suficientemente largas para contener algo y suficientemente cortas para despertar el interés. Y no hay género de duda que una minifalda interesa más que una maxifalda. A no ser que se vea compensada por un generoso escote.

A propósito de escotes. Sabido es que la emperatriz Eugenia poseía un bello rostro, pero un busto más bien feo. Su rival en los amores de Napoleón III era la condesa de Castiglione, que, aun siendo hermosa de cara, estaba mejor favorecida en cuanto a envases lácteos se refiere.

Un día la condesa se presentó en un baile de corte con un vestido extraordinariamente escotado. La emperatriz se lo hizo notar, a lo que respondió la condesa:

—Majestad, cada uno exhibe su cara allá donde la tiene.

Pero volvamos a las conferencias.

Una vez dos conferenciantes hablaban de sus experiencias:

—Lo terrible es cuándo los oyentes miran una y otra vez el reloj.

—Peor es cuando ves que, luego de mirar el reloj, lo llevan al oído creyendo que está parado.

Los antiguos romanos ya daban conferencias. En el foro precisamente. Allí se congregaban los aficionados a la intelectualidad o los esnobs de aquel tiempo, y oían a los que creían que tenían algo que decir; los más ricos llevaban con ellos a su público y algunas gentes que, previamente pagadas, se dedicaban a aplaudir y a alabar las frases del orador. Eran una premonición de la claque.

Mi amigo Andreu Avelli Artís, Sempronio, relata en uno de sus libros, Quan Barcelona portava barret, las tarifas de la claque en algún teatro. Antonio Gil y Corraliza, jefe de la claque del Liceo barcelonés, procedente del Teatro Real de Madrid, tenía la siguiente tarifa:

«Aplausos corrientes al final de cada acto, 10 pesetas. Por gritar “Tú solo” al final del segundo acto, 125 pesetas. Por cada subida de telón, 20 pesetas. Por cada “Chist” reclamando silencio, 15 pesetas. Por un “Admirable”, 50 pesetas, y así sucesivamente».

Una vez, en el Ateneo barcelonés —hace de ello mucho tiempo— un conferenciante se encontró con que sólo había una persona en la sala para escucharle; se dirigió al oyente y le dijo:

—Aunque sólo usted haya venido, a usted dedicaré mis palabras y procuraré ser breve.

—No importa —dijo el otro—, sea tan largo como quiera. Yo soy el cochero que le ha traído aquí y como cobro por horas…

Para muchos, quizás el mejor método para terminar una conferencia sería el sistema que usó una vez un mal cómico que oía silbar cada día una perorata suya en una obra dramática. Un día el pobre infeliz no pudo más y, cuando empezaron los silbidos, se adelantó a las candilejas y dijo:

—Respetable público. Si no dejan de silbar y no aplauden, lo repito.

La ovación fue inenarrable.