Recojo aquí una serie de anécdotas que he ido colocando en mis programas radiofónicos. De algunos citaré la fuente, de otros no porque la he olvidado.
A Alejandro Dumas le acusaban de plagiario y él contestó: «Yo, como Shakespeare, tomo lo bueno donde lo encuentro». Yo hago lo mismo, aunque no pueda repetir como él «el plagio es perdonable a condición de que vaya seguido del asesinato», indicando con ello que la obra resultante del plagio ha de ser superior a la plagiada. Shakespeare tomó su Romeo y Julieta de una novela de Mateo Bandello, escritor italiano del que pocos se acuerdan. Es un ejemplo que yo no puedo seguir. No hago una obra de creación, sino que, humildemente lo confieso, voy espigando en mis lecturas aquello que creo que puede interesar a mis oyentes, hoy mis lectores.
No quisiera que me pasara lo que a un predicador inglés que tenía la costumbre de tomar frases de otros. Creo que la anécdota la refiere Alfredo R. Antigüedad.
Un anciano estaba sentado bajo el pulpito del predicador. Apenas éste había comenzado su sermón cuando el viejo dijo en voz alta:
—Esta frase es de Sharlok.
El predicador se asombró, pero continuó su sermón. Al cabo de un rato se oyó la voz del interruptor:
—Esto es de Tillotson.
Más enfado por parte del clérigo. Pausa y continúa. Nueva interrupción del viejo…
—Esto es de Thompson.
Indignado, el predicador no pudo aguantarse más:
—¡Si no calla de una vez, le echo a la calle! El viejo le miró impávido y dijo en alta voz:
—Por fin ha dicho algo original.
Esto de escribir es algo especial, a mí se me da mejor hablar. Hablar ante un auditorio, cuanto más numeroso más fácil es, o hablar ante un micrófono como hago todos los días. Escribir me cuesta más, no sé si por incapacidad o por pereza. Y no olvidemos que la pereza no es un pecado. Los teólogos la llaman «asidia», que es la pereza ante la actividad espiritual que nos pueda llevar hacia Dios. La pereza física o material no puede ser pecado, pues nos impide cometer otros.
Se cuenta que María Guerrero y su esposo Fernándo Díaz de Mendoza habían invitado a don Benito Pérez Galdós a pasar una temporada en Barcelona, donde ellos actuaban.
La anécdota que voy a referir me parece que no sucedió en la Ciudad Condal, sino en Sitges, pero para el caso es lo mismo.
Don Benito estaba casi ciego y tenía necesidad de un amanuense que escribiese lo que él le dictaba.
Una tarde, María Guerrero dijo a una criada que le dijese a Galdós no sé qué cosa. La doncella volvió diciendo:
—No he podido decirles nada porque están escribiendo uno de estos dramas que ellos hacen.
La Guerrero corrigió:
—No, quien escribe es don Benito.
La criada, que había visto a Galdós dictando, dijo maliciosamente:
—No lo crea, señora. Don Benito no hace más que hablar, quien escribe es el otro.
También dictaba don Manuel Fernández González, quien una vez quería escribir una novela cuya acción se desarrollaba en la época de Felipe II. Pidió a un amigo suyo, bibliotecario de la Nacional que le separase «todos» los libros que tratasen de dicho rey que hubiese en la citada biblioteca, pues los quería consultar.
El amigo contestó que era imposible separarle «todos», y al final quedaron que a la semana siguiente Fernández González pasaría por la Nacional a consultar los que le hubiere separado. Así lo hizo. Entró en la habitación donde se encontraba más de un centenar de libros que hablaban de Felipe II.
El novelista los miró durante un rato y luego salió. En la puerta se encontró a su amigo.
—¿Ya los has leído todos?
—No, pero los he olido y para mí ya es bastante.
Claro está que si cultura histórica hacía que el Cid Campeador contemplase la catedral de Burgos, siglo antes de edificarse. Para explicar el anacronismo, afirmaba después que la había visto por espejismo.
Pues bien: este Fernández González dictaba a su secretario el capitulo VIII de una de sus más leídas novelas. Al terminar un párrafo de una escena truculenta en la que un villano maltrataba a una débil mujer, dictó:
«Leopoldo, espada en mano, se precipitó en la habitación con la violencia del huracán».
—Pero, don Manuel —le interrumpió el secretario—, ¿no recuerda usted que Leopoldo murió en el desafío del capítulo quinto?
—No importa. Termine el capítulo y empiece el noveno con el título «De cómo Leopoldo, que resultó muerto en el capítulo quinto, logró escapar con vida del lance»… —y siguió dictándole. Y que conste que entre sus amanuenses se encontraban Tomás Luceño y Vicente Blasco Ibáñez.