EMBARAZO Y PARTO

Primer paso para la muerte es el nacimiento. Camino del nacimiento es el embarazo. Y camino del embarazo es…, ¡tente puma!, que ya lo dice el refrán: «Besos y abrazos no hacen chiquillos, pero tocan a vísperas», cuya consecuencia se desarrolla en otro proverbio: «¡Ay de mí, que cuanto menos lo caté, preñada me vi».

Aldous Huxley, en su obra Un mundo feliz, habla de un Centro de incubación y acondicionamiento de la Central de Londres. El director muestra la «Cámara de fecundación» a los visitantes:

«—Éstas son las incubadoras.

»Y, abriendo una puerta aisladora, mostró una serie de ringleras superpuestas de tubos de ensayo.

»—La provisión semanal de óvulos —explicó— a la temperatura de la sangre. Aquí los gametos macho —y abrió otra puerta—, que deben conservarse a treinta y cinco en vez de a treinta y siete. La temperatura normal de la sangre esteriliza. Los carneros envueltos en termógeno no engendran corderos.

»Apoyado en las incubadoras, comenzó una breve descripción del moderno proceso de fecundación. Habló de su prólogo quirúrgico: “Operación sufrida voluntariamente en beneficio de la sociedad, sin contar que proporciona una bonificación equivalente a seis meses de honorarios”, continuó relatando el procedimiento para conservar el ovario extirpado, vivo y en pleno desarrollo; siguió extendiéndose en consideraciones sobre el óptimo de vida en cuanto a temperatura, grado de salinidad y viscosidad del medio, y prosiguió aludiendo al licor en el que se conservan separados los óvulos maduros; llevolos luego ante las mesas de trabajo y les mostró cómo se extrae aquél de los tubos de ensayo y se echa, gota a gota, en láminas de vidrio, previamente caldeadas para poner al microscopio; cómo se inspeccionan los óvulos contenidos en ellas con vistas a posibles anormalidades, se cuentan y se trasladan a un receptáculo poroso; cómo se introduce éste en un caldo tibio que contiene los espermatozoides libres —a una concentración mínima de cien mil por centímetro cúbico—, y cómo, tras diez minutos, se saca el receptáculo del caldo y se examina su contenido nuevamente; cómo, si alguno de los óvulos queda sin fecundar, se le sumerge una segunda vez, y aun una tercera, si fuese necesario».

Ya el jesuita padre Nieremberg en su Curiosa y oculta filosofía, había escrito:

«También tengo por más sospechoso lo que el Tostado dice en su primera paradoja que Arnaldo de Vilanova cogió la semilla humana en cierto vaso preparado, a la cual fomentó con proporcionados conformativos y transmutativos y que al cabo de algunos días halló que se había organizado y figurado con miembros humanos. Maravillado del caso, no quiso pasar adelante por no tentar a Dios y obligarle a que introdujese ánima en aquella materia, y así quebró el vaso y lo arrojó».

Con todos los respetos para la ciencia, prefiero el método tradicional.

En las anteriores líneas del padre Nieremberg se habla de un problema inquietante: la infusión del alma en el feto.

Antiguamente se dudaba del momento en que aquélla tenía efecto. En El porqué de todas las cosas, de Ferrer de Brocaldino, se pregunta:

«—¿Por qué no tienen alma (las criaturas) luego al punto que se conciben?

»—Porque no hay cuerpo a donde se deposite.

»—¿Por qué a los varones se les infunde la alma a los cuarenta días y a las hembras a los ochenta?

»—Porque el varón tiene repartido y perfeccionado en parte el embrión a los cuarenta días; la hembra, no hasta los ochenta.

»—¿Por qué no lo está hasta los ochenta días el embrión de las hembras?

»—Por ser muy débil y flaco, y por serlo se forma mujer, y no tiene actividad para perfeccionarse hasta los ochenta días.

»—¿Por qué no se perfecciona antes de los cuarenta días el embrión del varón y el de las hembras antes de los ochenta?

»—Porque a los seis primeros días de la concepción se está en su ser la materia generante sin inmutarse. A los seis siguientes se incrusta, se hace espesa y vuelve colorada; a los doce siguientes ya es carne, que a los veinte y cuatro desde éste, hasta los cuarenta días se forma. Lo primero el corazón, el hombro (sic) derecho, la cabeza, el pecho, los brazos, las espaldas, los muslos, piernas y pies. Las hembras necesitan de otros tantos días por su mucha flaqueza y humedad, poco calor y actividad de la materia generante».

En cambio, un autor moderno, el doctor J. Surbled, afirma que el embrión (feto, después del tercer mes) recibe su animación en el mismo instante de la concepción. En otros términos, el alma se crea en ese mismo momento y preside por sí sola la evolución del óvulo fecundado, que más tarde será un ser humano completo. Ésta es la enseñanza de la ciencia más positiva, la cual está corroborada por la razón y a la cual nos atenemos sin reserva alguna.

La concepción es el momento en que se consuma el acto de la generación, cuando el óvulo es impregnado por el espermatozoide. En él se comienza su evolución inmediatamente, evolución que es complicada y sigue sin cesar hasta la constitución definitiva del ser humano: se va desarrollando en tamaño y en perfección. Pero no crece más que porque vive, y vive porque está animado. Los maravillosos recursos del organismo y su funcionamiento, no menos prodigioso, suponen una causa directriz: el alma viviente, y sin ésta todo es inexplicable.

De estos datos se deduce una importante conclusión. Puesto que el feto está animado desde el principio de la concepción (o fase embrionaria), puede administrarse el bautismo en cualquier época de su existencia uterina; más aún, se le deberá administrar en caso de peligro de muerte, siempre que las circunstancias lo permitan.

En el Fuero juzgo, libro VI, titulo 111, se dice lo siguiente:

«De los que tollen a las mujeres que non hayan parto

I. De los que fazen abortar las mujeres por yervos

»Si algún omne diera yervas a la mujer, porque la faga abortar, o quel mate al fijo, el que faze deve prender muerte, e la mujer que toma yervas por abortar; si es sierva reciba C.C. azotes; si es libre, pierda su dignidad, e sea dada por sierva a quien mandar el rey.

II. Si el omne libre faz abortar la muier por forza

»Quien fiere muier en alguna manera, o por alguna ocasión le faze abortar, si la muier muriere, aquel prenda muerte por el omecillio que fizo. E si la muier abortare, e non obiere otro mal, si ambos eran libres el omne e la muier, e si el ninno era formado dentro peche C. a L. sueldos; e si el ninno non era formado peche C. sueldos.

VII. De los que matan sus fijos en el vientre o después que son nados

»Ninguna cosa non es peor de los padres que non an pietat, e matan sus fijos. E porque el pecado destos atales es apendudo tanto por nuestro regno que muchos varones e muchas muieres son culpados de tal fecho, por ende defendemos que non lo fagan, y establezcamos que si alguna muier libre o sierva matar su fijo, pues que es nado, o ante que sea nado prender yerbas por abortar, o en alguna manera lo afogare, el iuez de la tierra luego que lo sopiere condémpnela por muerte. E, si la non quisiere matar, ciéguela; e si el marido ie lo mandar fazer, e la sofrier, otra tal pena deve aver».

Esto decía la ley contra el aborto provocado, y he aquí lo que preconizaba la ciencia, muchos años después, contra el aborto fortuito.

El doctor Juan Alonso y de los Ruizes Fontecha, en sus celebrados Privilegios para mujeres preñadas, impresos en 1606, dice en el folio 67 vuelto:

«Sea, pues, la conclusión porque no aborten las preñadas, que tienen privilegio de poder traer cosas consigo, de las que son licitas y no huelen a superstición cuanto se entendiere por Méthodo o experiencia que lo pueden impedir: aunque traigan su cuello tan cubierto de ellos que parezca tienda de buhonero, nasar de aldea o cintura de dixes de niño, solo en casa: sus y empeyne, que parezcan tablas de navío bien breadas, y su estomago curiosa y agradable botillería».

Pasa el citado autor a señalar los objetos que, pendientes del cuello, tienen virtud de impedir el aborto, y aconseja que las señoras poderosas luzcan con profusión «ricos diamantes, esmeraldas y finas piedras de águila, haciendo en su caída descendencias y ondulaciones entre los dos pechos bajando alguna sarta e finos corales hasta dónde se hace la obra. Estas piedras preciosas, como tienen propiedad afectiva sobre el feto, puestas por encima de la madre le sujetan e impiden su salida y colocadas por debajo, en el muslo izquierdo, facilitan el parto, porque empujan al niño hacia la salida que al mundo conduce.

»Las mujeres pobres que no tienen a mano ricas joyas y valiosos collares, pueden usar el osezuelo postrero de la sarta del espinazo de la liebre, colgado al cuello, y la ceniza del erizo, polvos de ranas tostadas y los gusanillos de las hortalizas que son objetos de virtud probada y de fácil adquisición».

Por lo dicho podremos formarnos idea de lo abrumadas que irían las opulentas damas del siglo XVII, singularmente aquellas que, como las reinas, tenían interés capital en asegurar la descendencia. Y si algún malicioso o descreído lector preguntase: ¿qué tienen que ver las piedras, los huesos y demás zarandajas con el nonato?, trasladaremos la interrogación al mencionado autor, quien contesta que «las cosas que suceden por simpatía o antipatía son difíciles de explicar, aunque no por esto menos ciertos sus efectos. Si el ámbar atrae a las pajas y papeles, y el caballo advierte las asechanzas dirigidas contra el jinete, habiendo tanta distancia sustancial entre la pajuela y el ámbar, entre el bruto y el caballero; si entre el armiño y el barro existe tan grande y sabida antipatía como la que tienen los melones para el aceite; si el imán atrae al hierro y lo encuentra, lo delata y lo hace suyo donde quiera esté, ¿qué de extraordinario tiene, aunque no se explique, que las piedras preciosas ejerzan acción atrayente sobre el feto?».

«¿Hay más distancia de naturaleza entre el feto y el diamante que entre el ámbar y la paja? No; pues no ha de repugnar que las joyas atraigan al niño como el ámbar al papel».

Ésta y otras obras por el estilo nos muestran la consideración en que tenían a las embarazadas y que llamó tanto la atención a la condesa D'Aulnoy:

«Me aseguran que si una mujer en tal estado pretende una cosa y no lo consigue porque le sea negada, es víctima de una dolencia que la hace malparir, y por esto, para evitarles disgustos, se les concede el derecho de molestar a todos como les plazca.

»Las primeras veces que a mí se dirigieron no anduve con reparos, y hablé secamente a las que se proponían abusar de mi paciencia; se retiraron algunas llorosas y sin atreverse a insistir; pero, en cambio, hubo muchas obstinadas que quisieron ver mis zapatos, mis ligas y lo que llevaba en los bolsillos. Cuando me rogaban que cediera, porque si las mujeres plebeyas notaran mi proceder, serían capaces de apedrearme por el poquísimo caso que hago de lo que tan respetable les parece. Y mis doncellas vense mucho más importunadas que yo, porque aquí no tiene límites la necia curiosidad de las embarazadas.

»Hanme referido que un joven caballero de la corte, enamorado de una señora muy hermosa, para tener ocasión de hablar con ella burlando la vigilancia del marido, se disfrazó de mujer embarazada y fue a casa de su amor con el antojo de hablar a solas con la señora. El marido, sin caer en sospecha, aun cuando era celoso y no se apartaba de su mujer un solo instante, accedió a la súplica, con lo cual dio tiempo a una prolongada y sabrosa entrevista.

»Cuando las mujeres embarazadas desean ver al rey, se lo hacen saber por algún criado palaciego, y el rey sale al balcón, donde permanece mientras ellas le miran».

Claro está que por ello deben existir el refrán «La vida de la preñada es vida privilegiada» y la locución popular «Tienes más antojos que una preñada». Pero no se crea que este cuidado a las embarazadas y estas creencias en los antojos fuesen cosa privativa de España. La condesa D'Aulnoy se molestaba por costumbre y creencia que tan extendidas estaban en su patria como en la nuestra. De bastantes años después es la anécdota que sigue.

Buffon pretendía que las mujeres podían tener antojos, pero que éstos no dejan huella alguna. «Mi tío —dice la duquesa de Abrantes, que es la que narra la historia— pretendía lo contrario». La discusión se resolvió gracias a madame Buffon. Estaba embarazada y desde hacía días tenía antojo de comer fresas, aún no siendo la temporada de ellas. Los invernaderos de Montbard contenían algunos ejemplares aún verdes y madame Buffon esperaba el momento de poderlas comer.

—Ahora veremos quién tiene razón —dijo Buffon. Al día siguiente se cerraba el invernadero, se dieron las más severas órdenes al jardinero y la pobre señora fue condenada a contemplar cada día, a través de los cristales una magníficas fresas cada día más rojas.

Madame Buffon dio a luz un niño que sobre el párpado izquierdo ostentaba un antojo en forma de fresa, viva prueba para refutar un error escrito o impreso.

Es curioso que todos los antojos tengan forma de frutos que son más o menos informes. Si la mancha es redonda el antojo puede ser de naranja, manzana u otra cualquier fruta por el estilo. Si ovalado de pera, fresa o fruta similar. Aun cuando la ciencia no hubiese demostrado la falsedad de la creencia en el antojo, yo no creería en él hasta haber visto sobre la piel de un niño un antojo en forma de bicicleta o locomotora, pongo por caso, de formas bien definidas.

En Barcelona se dio un caso muy curioso. Se presentó una señora ante el médico diciéndole que estaba casada y temía haber quedado embarazada de una aventura extraconyugal con un negro. La señora estaba apuradísima. ¿Qué hacer? Si el niño era de su marido, no había problema; pero ¿y si salía negro? El médico tuvo una idea.

—Señora. ¿Conoce usted la calle del Carmen?

—Sí, doctor.

—¿Sabe usted aquella tienda de ropas que tienen como muestra un negro?

—Si…

—Pues cuando salga con su marido procure pasar por allí y fíjese en la muestra de forma que su esposo se dé cuenta de ello.

Así lo hizo la señora. La tal muestra era un reloj que ostentaba un negro gigantesco que creo daba el nombre al establecimiento. La señora pasó por allá, se fijó en el negro y desde entonces hasta el día del parto no hizo más que suspirar por el negro en cuestión. Llegó el día solemne y cuando hubo dado a luz, el doctor, muy compungido, se acercó al padre y le dijo:

—Es un niño…, pero… negro.

—Ya me lo temía —dijo el marido—; la dichosa muestra. Pero dígame, doctor, no llevará un reloj en la barriga, ¿verdad?

En nuestra patria y durante la primera mitad de la centuria decimoséptima, aconsejábase multitud de drogas y manipulaciones para avivar y facilitar los partos.

El doctor Francisco Núñez recomendó en 1621 la conducta siguiente para la asistencia de las mujeres: acostarlas en el lecho de trabajo boca arriba, refrescar la habitación en verano y templarla en invierno; poner sobre las narices y boca de la parturienta, un estornutatorio; asir a la preñada por los lados y apretarla con ambas manos hacia abajo, «entre tanto, dice, ande la parte diligente y no dexe pasar un punto sin trabajo ungiendo y ablandando la natura con aceite y huevo o sahume la matriz con unas píldoras compuestas de mirra, gálbano, castóreo y hiel de vaca, o con azufre y apopónaco arrojado sobre ascuas; también aprovechan los sahumerios de estiércol de paloma o de milano; es también cosa muy útil tomar un copo de lana remojada en zumo de ruda y meterlo en la natura de la preñada; el asafétida y el opopónado con caldo o vino aguado, si se da a la preñada hace salir la criatura, y asimismo la canela y el culantrillo en decocto». Si a esto se añaden los potajes, las grasas, caldos confortativos y cien mejunjes preconizados para arrojar las secundinas, veremos que, en aquel tiempo asistir a un parto, según Núñez, exigía no poca diligencia de parte de la comadrona y mayor resignación de la parturienta.

Damián Carbón es el autor de una obra titulada Libro del arte de las comadres o madrinas y del Regimiento de las preñadas y paridas y de los niños, obra inestimable ya que los médicos no asistían a los partos y si sólo las comadres según se desprende del texto de Carbón que dice: «Así como los médicos delegaron en los cirujanos las operaciones, vista la necesidad de las mugeres en el tiempo de su preñez y parir fue necesario por honestidad dexar estas cosas en poder de muger». Solamente cuando se trataba de extraer el feto en pedazos, la comadrona llamaba en su auxilio al cirujano, no al médico.

Del médico Wert, de Hamburgo, se cuenta que deseando estudiar el parto y no siendo permitido el que los hombres entrasen en la habitación de la parturienta, optó por disfrazarse de mujer para lograrlo, lo cual le costó que le quemasen vivo en 1522.

Damián Carbón exige a las comadronas las condiciones siguientes:

«La primera es que sea muy experta. Si miramos cuantas variedades se siguen en las preñadas en todo tiempo de su preñez y en el tiempo de su parir, claramente entenderemos no poder alcanzar sino por grandes experiencias (como tengo visto). Y por eso ha de ser la dicha comadre de todo esto muy experimentada.

»La segunda condición que ha de tener la comadre es que sea ingeniosa (es a saber) que con buen ingenio y discreción sepa examinar los partos dificultosos y malos y proveer en las cosas que daño para ello pueden traer.

»La tercera condición que ha de tener la comadre es que sea bien moderada (es a saber), que tenga buenas costumbres. Pues es menester que tenga buena casa y bien formados sus miembros, por lo que digamos de su buena complexión. No sea fantástica, no sea riñosa, sea alegre, gozosa porque con sus palabras alegre a la que pare. Sea honrada, sea casta para dar buenos consejos y exemplos, mire que tiene honestísima arte. Sea secreta que es la parte más esencial. Cuantas cosas les vienen en manos que no han de comunicar por la vergüenza y daño que se seguiría. Tenga temor de Dios. Sea buena christiana porque todas las cosas vengan en bien. Dexe cosas de sortilegios ni supersticiones y agüeros, i cosas semejantes porque lo aborrece la Yglesia Santa. Sea devota y tenga devoción en la Virgen María. Y también con los sanctos y sanctas del paraiso porque todos sean de un adjutorio».

Ya he dicho que hubo un tiempo en que estaba prohibido que los médicos asistiesen a los partos, pudiéndolo hacer solamente las comadronas.

Con todo, no debía durar mucho la prohibición, ya que en 1682, cuando vino al mundo el duque de Borgoña, vemos como comadrón al doctor Clément. Como el parto fuera algún tanto costoso y entretenido y juzgara el profesor que los órganos exteriores de la generación de la madre habían sufrido atrición, Clément dispuso una cataplasma compuesta con huevo y aceite de almendras dulces; para evitar la inflamación del vientre de la puérpera aplicó la piel, aún caliente, de un carnero negro recién desollado, para lo cual llamose a un carnicero que despojó de su pellejo a la res viva en un cuarto inmediato al que la egregia parida ocupaba, y cuéntase, a este propósito, que el desollador, temeroso de que la piel se enfriase, corrió a llevarla a la cámara de la princesa olvidándose de cerrar la puerta, y con espanto de todos los circunstantes entró la desventurada oveja desollada, sangrienta y dando balidos hasta el lecho de la alta señora.

El profesor Clément recibió de Luis XIV, por su intervención en el citado parto, 10000 libras; ganóse la confianza de la corte, mermó el prestigio de las comadronas, hizo tres viajes a Madrid para asistir otras tantas veces a la reina de España y, por fin, en 1712, el mismo Luis XIV otorgóle credenciales de nobleza en las cuales existía una cláusula según la cual no podia abandonar el ejercicio de su arte ni negar consejos a las mujeres que se lo pidieran.

No fue tan hacedero y sencillo como el del duque de Borgoña el nacimiento del rey de Roma. María Luisa, segunda esposa del vencedor en Marengo, fue asistida por el famoso tocólogo Dubois, por muerte del célebre Bandelocque.

Convencido Napoleón I de que el vino, al par que robustece a las preñadas, influye en que el producto de la generación pertenezca al sexo masculino, dio de beber a su augusta esposa más que razonable cantidad de zumo de la vid durante el embarazo; los hechos vinieron a dar, en esta circunstancia, la razón al emperador de los franceses.

El rey de Roma hizo su entrada en el mundo de suerte algo incorrecta; presentose de nalgas, lo cual, tras de dar no poco trabajo a Dubois y comprometer seriamente la vida de madre e hijo, llevó la angustia al ánimo del capitán durante algunas horas.

Dícese que, examinada la egregia parturienta por el famoso comadrón y notando éste que las cosas no venían por lo derecho, determinó poner en conocimiento de Napoleón I lo critico de la situación que amenazaba tornarse angustiosa dentro de algunos instantes.

Ciertamente que el sabio Dubois tenía motivos para quejarse de su suerte. Según afirma Merriman, sólo 48 veces entre 1.800 partos se observa aquella presentación persistente.

Halló Dubois al emperador en el baño y apenas hubo comenzado a exponer sus temores, cuando Napoleón interrumpiendo al doctor, dijo con energía: «Salvad a la madre». Dubois insistió; pintó el cuadro clínico sin agravar las circunstancias, pero manifestando sus temores, y terminó aconsejando se consultara a profesores doctos como era costumbre en parecidos trances; entonces el guerrero contestó lo siguiente: M. Dubois, si vous n'etiez pas ici, c'est vous, et vous seul qu'on irait chercher; rétournez prés de l'impératrice et traitez-lá comme vous le fariez de la femme d'un marchand de la rué St. Denis.

Estas frases, altamente halagüeñas para Dubois y que dan a conocer la penetración del emperador, fueron pronunciadas con poca diferencia, muchos años antes, por Enrique IV en ocasión parecida, dirigiéndose a la comadrona Luisa Bourgesois.

El caso fue que Dubois volvió al lado de la emperatriz, puso a contribución todos sus conocimientos y habilidad, y el parto terminó felizmente en presencia de Napoleón, angustiado por crueles dudas y tristes presentimientos. El rey de Roma debió la existencia tanto a sus padres como al comadrón; comprendiéndolo así el conquistador, nombró barón a Dubois, aumentó su sueldo y le regaló, además, y al día siguiente del parto, 10.000 francos.

Chamfort narra una anécdota que es muestra de psicología real bien diferente a la de Napoleón. Para el parto de la delfína se llamó a palacio al célebre Levrer y el delfín le dijo:

—Podéis estar contento: este parto labrará vuestra reputación.

—Si mi reputación no estuviese labrada —dijo el médico—, no estaría yo aquí.