Muchos son los que saben que al servir el vino es recomendable verter un poco en su propia copa antes de servirlo a los demás. La explicación es lógica. Al abrir la botella, algunas partículas de corcho pueden haber caído en el interior de la misma y, por ello, el anfitrión debe evitar que pasen a la copa de sus invitados y preferir que queden en la suya.
Hay otra razón. Lo conveniente es que al servirse primero el anfitrión, antes de ofrecer el vino, lo cate y saboree. Así está seguro de ofrecerlo en buenas condiciones y no picado, agrio o estropeado de cualquier otra manera.
Y por fin hay una tercera razón, histórica ésta, que hace que tal costumbre tenga raíces muy antiguas. En tiempos pasados, cuando no se usaba el corcho para tapar las botellas, se vertía aceite en las ánforas para preservar el vino de las perturbaciones del tiempo y del transporte. El aceite sobrenadaba en el cuello del ánfora, y por ello quien servía el vino debía verter la primera copa en el suelo o en un recipiente para eliminar el aceite del vino que se iba a servir.
El vino se enviaba desde muchos sitios a Roma, de la Galia, de Hispania. De Grecia llegaban navíos cargados de ánforas a la urbe imperial. Claro está, durante el trayecto muchas de las ánforas se rompían y debían ser desechadas a su llegada al puerto. Los trozos eran depositados en un lugar que aún hoy se llama el Testaccio, y que es una colina de unos 30 m de altura formada por millares de pedazos de ánfora que harían las delicias de muchos museos del mundo.
El nombre Testaccio viene del latín Testa o Testu, respectivamente ladrillo, teja, pedazo de teja o vasija y vasija de barro. Por la semejanza de la calavera con una vasija o con sus trozos, si se presenta con los huesos separados, se llamó «testa» a la cabeza. De ahí la palabra «testarudo» y otras parecidas. En italiano se llama tescchio a la calavera, y en francés tête, a la cabeza.
Recuerdo que una vez en París una buena mujer, española ella y con muchos años de residencia en la capital francesa, y que hablaba mal el francés y peor el español, me decía refiriéndose a su hija:
—Es que es una entetada.
Es decir, entetée, en francés, testaruda; pero quien conocía a la hija y la recordaba con abundantes ubres, y que era de aquellas que pueden ducharse sin mojarse los pies, la frase le hacía una gracia especial.
Una amiga mía, francesa de nacimiento, viuda de un gran escultor español nacido en Maella y fallecido en Reus, me decía un día:
—Mi hija no ha podido venig. Está en camá con un mal de tetá que no se aguantá; le tocás la tetá y la tiene calienté, calienté.
La palabra «teta» es de origen desconocido; se encuentra en muchos idiomas y no sólo románicos, sino de otras familias lingüísticas. Según los filólogos, debe ser de origen infantil, y ya es sabido que todos los niños piensan igual y hablan con las mismas onomatopeyas.
Y aprovecho esta ocasión para advertir que no se debe hablar de los senos de una mujer, así en plural. «Seno» equivale a hueco, hendidura y se refiere no sólo al interior del cuerpo —por ejemplo: «lleva un niño en su seño»—, sino también a la hendidura que existe, o debe existir, entre las dos mamas de la mujer «metió la carta en su seno» decimos y no «entre sus senos». Es un plural muy singular.