De un viejo libro —de 1866— copio esta anécdota.
Confesábase una señora y se acusó de que se pintaba el rostro.
—¿Y por qué se pinta? —le preguntó el cura.
—Porque se me figura que me hace más hermosa.
—Y ¿se ha pintado esta mañana?
—Esta mañana no, porque no he querido acudir con afeites al tribunal de la renitencia.
El cura salió del confesonario, la miró a la luz de una lámpara y le dijo:
—No vuelva usted a pintarse, señora; está usted tan hermosa así que, en cuanto usted acabe… me voy a confesar yo.
Ya he dicho que el libro es antiguo. Hoy a ninguna mujer se le ocurriría confesarse por haberse maquillado.
En la primera representación de La Gazza Ladra, el público de Milán se entusiasmó extraordinariamente, aplaudió y vitoreó a su autor, Rossini, de modo que éste se vio obligado a salir muchas veces a escena para saludar a los que le aplaudían.
—¡Qué noche tan gloriosa para vos, maestro! —le dijo un músico de la orquesta.
—¡Y qué dolor de riñones! —le replicó Rossini, que siempre hizo burla de su gloría.
Esta anécdota la he recordado leyendo en el periódico que el tenor Plácido Domingo, en la Ópera de Viena, tuvo que salir a saludar durante los tres cuartos de hora que duraron los aplausos con que premiaron su actuación.
Narra Balzac que cierto lord Catesby sospechaba las relaciones de su mujer con cierto caballerete. Salió un día con varios amigos con el pretexto de ir de viaje, pero al poco tiempo volvió atrás y sorprendió a su esposa en la galante compañía que pensaba. Como era hombre de fuerza descomunal, cogió al galán y, por encima de la tapia del jardín de su casa, lo echó a la calle. Luego se dirigió a su atemorizada esposa:
—Has hecho mal, querida MIA, en no advertirme que querías ser amada por partida doble. De ahora en adelante, los días pares te amaré por mí cuenta y los días impares por cuenta de ese señor que te he quitado de encima.
Y lo cumplió.
He aquí una anécdota que se atribuye a varios eruditos: Duval, Magliabecchi, Menéndez y Pelayo, etc.
Un individuo se acerca a él, en la biblioteca que dirigía, y le preguntó sobre cierto libro o materia:
—No lo sé —contesto el sabio.
—Pues se os paga para que lo sepáis.
—Perdón: a mí se me paga por lo que sé, que si se me hubiera de pagar por lo que no sé, no habría en el mundo dinero suficiente.
En una cena donde se hallaba Alejandro Dumas, se brindó mucho por la libertad, el progreso y por los principio políticos de 1793, fecha clave de la Revolución francesa.
Un rico banquero, no queriendo parecer reaccionario, dijo:
—Yo, aunque aristócrata y millonario, soy el más amante del 93…
—¡…Por ciento! —le interrumpió Dumas.
Estando en conflicto la República de Venecia con el papado, el sumo pontífice dijo al embajador veneciano que deseaba ver el acta o escritura por la que los venecianos eran dueños del mar Adriático. El embajador respondió:
—Santidad, se encuentra al dorso de la donación hecha por Constantino a la Iglesia romana.
Como tal donación no existe, el papa se calló.
La falsedad de la donación de Constantino fue demostrada por Lorenzo Valla en 1450.
En el siglo XVII había en Barcelona un loco que aseguraba ser la Santísima Trinidad. Era muy conocido en toda la ciudad, que reía de su locura. Una noche la ronda le detuvo y el alguacil le preguntó quién era.
—La Santísima Trinidad —respondió el loco.
—Pues no lo parece por lo roto y descosido que vas.
—Claro —respondió el orate—, como no hay más que un vestido y somos tres a estropearlo[15].
Una anécdota también atribuida a varios personajes.
Fueron dos comisarios de una comunidad a pedir cierta merced a Felipe II. Uno de los enviados era muy charlatán; habló el primero y ensartó un larguísimo y pesado discurso que puso de mal humor al rey. Al terminar su arenga, preguntó Felipe II si tenían algo más que añadir y el otro comisionado dijo:
—Señor, nuestros superiores me han encargado que si Vuestra Majestad no nos concede lo que le pedimos, mi compañero repita su discurso desde la primera letra hasta la última.
La cosa hizo gracia al rey, que concedió lo que le pedían.
A Filipo, rey de Macedonia y padre de Alejandro Magno, se le acercó un individuo diciéndole:
—Señor, andan diciendo mal de ti.
—Déjalos.
—Debes hacer que sean castigados.
—No; si lo que dicen es mentira, lo hacen para probar mi paciencia, y yo tengo paciencia sobrada. Si lo que dicen es cierto, ¿por qué he de castigarlos?
Una célebre actriz francesa —dicen que Edwige Feuillére— visitó el estudio de cierto pintor muy «moderno». Éste le enseñó un cuadro en el que sólo se veían líneas inconexas y manchas de color incomprensibles.
Es mi retrato —dijo. Luego le enseñó otro por el mismo estilo—. Es el retrato de mi mujer.
—¡Menos mal que no han tenido hijos! —contestó la actriz.
Esto me recuerda una anécdota, no sé si cierta, de Picasso. Estaba, éste en la estación de Austerlitz, en París, en compañía de Matisse, esperando a un amigo. De pronto, el gran pintor malagueño dijo:
—¡Mira que si ahora descendiese del tren una mujer como las que pintamos!
Según una leyenda china, hacia el año 2600 antes de Cristo, una princesa china, Si-Lin-Chi, vio, paseando por el jardín, un gusano que se estaba encerrando a si mismo en un envoltorio de color de oro. Curiosa, miró a su alrededor y vio otros gusanos haciendo lo mismo. Cuando no había más que envoltorios pendientes del árbol, con gran cuidado cogió algunos de ellos y llegó a descubrir el hilo con el que se cubrían. Ideó cultivar estos gusanos y obtener un hilo más resistente uniendo varios de ellos; luego consiguió tejerlos, y así nació, según la leyenda, la fabricación de la seda. Los antiguos chinos elevaron a Si-Lin-Chi a categoría de diosa.
Don Antonio Cánovas del Castillo era jefe del Gobierno español. En ocasión de una recepción en que varias señoras le habían estado solicitando algunas mercedes, una de ellas le dijo:
—Don Antonio, debe usted estar harto de nosotras, que no hacemos más que pedirle cosas.
—Señora —respondió Cánovas—, a mí las mujeres no me molestan por lo que me piden, sino por lo que me niegan.
Frase maravillosa la de Calonne, ministro de Luis XVI de Francia, a la reina María Antonieta:
—Señora, si lo que me pedís es posible, está hecho: si es imposible, se hará.
Por cierto que el nombre de María Antonieta está equivocado. El femenino de Antonio —Antoine— en francés es Antoniette. Luego, el nombre exacto de la reina en puro castellano sería María Antonia, sin diminutivo, que no existe en el idioma de nuestro vecino país. Pero contra la costumbre no hay quien pueda. María Antonieta se ha dicho y María Antonieta se dirá.