EL VIOLINISTA DIABÓLICO

El 27 de octubre de 1782 nacía en Génova un genio de la música. Se llamaba Niccolò Paganini. En algunas enciclopedias figura el año 1784 como el de su nacimiento. Pero ello poco importa. El caso es que el pequeño Paganini era un niño prodigio. A los cuatro años conocía perfectamente los rudimentos de la música. Su padre le compró un violín de segunda o cuarta mano, y con él el pequeño Niccolò descubría aspectos insospechados del arte musical.

Tenía doce años cuando su padre le mandó al maestro Alessandro Rolla para que siguiese sus lecciones. A los pocos días el maestro vio que Paganini seguía a primera vista un concierto, harto difícil, y no pudo menos de decirle:

—Has venido para aprender; pero no tengo nada que enseñarte. Era, como he dicho, un niño prodigio. Ustedes, amigos lectores, saben que, generalmente, estos niños son enormemente repugnantes y repipis. Niccolò no era de ellos. Jugaba y se divertía con sus amigos; pero su ansia y su afición era la música y especialmente el violín.

A pesar de ello, en 1801, contaba sólo diecinueve años de edad, se enamoró de una rica señora, bastante mayor que él, y quiso abandonar la música para dedicarse a la agricultura. Afortunadamente, la fiebre erótica le duró poco y la música ganó un genio.

Su habilidad en tocar el violín era extraordinaria. Tenía largos dedos y largos brazos lo que le permitió hacerse construir un arco más largo de lo normal y abarcar más espacio en las cuerdas.

En aquella época, inicios del siglo XIX, los intérpretes intercalaban en sus conciertos números que hoy nos parecerían inadmisibles. Testimonio de ello es la siguiente anécdota.

En Ferrara, una tal Pallerini, de oficio bailarina, había cantado en sustitución de la soprano Marcolini, ídolo del público, que se encontraba indispuesta; los espectadores la silbaron y Paganini, a quien le tocaba actuar inmediatamente, decidió vengarla. Ante el público y con su violín imitó el trino de diversos pájaros, el grito de diferentes animales y por fin el rebuznar del asno, y dijo:

—Ésta es la voz de aquellos que han silbado a la Pallerini.

La que se armó fue de órdago. Paganini tuvo que presentar excusas y no volvió a tocar en Ferrara.

Era tan extraordinaria la habilidad de Paganini al tocar el violín, que se creyó que no era posible haberlo alcanzado por medios naturales y se creó una leyenda a su alrededor. Se dijo que Paganini había matado a un rival y condenado por ello a presidio y que en él había pactado con el diablo entregándole su alma a cambio de la libertad y la maravillosa técnica violinista que mostraba. El vulgo creyó en la leyenda y no faltó quien asegurase que, durante un concierto, había visto con sus propios ojos al diablo al lado del violinista ayudándole en los momentos difíciles.

Tuvo fama de avaro, y no era verdad. No fue dispendioso, pero tampoco avariento, como lo prueba el caso de Berlioz, que era entonces un desconocido, y que a duras penas consiguió que en un concierto se ejecutara su misa. En la sala se encontraba Paganini, quien se dio cuenta en seguida del valor del joven compositor. Cuando terminó el concierto fue a verle, se arrodilló a sus pies —no se olvide que se estaba en la época romántica y estas efusiones hoy risibles eran corrientes entonces— y le dijo que era el rey de los músicos. No contento con esto, aquella misma noche hizo llegar a Berlioz un pagaré de veinte mil francos contra la Banca Rothschild para ayudarle económicamente.

A Paganini le molestaba mucho que le invitasen a comer para luego tener que ejecutar algunas piezas gratis ante sus anfitriones. Cuando le invitaban y le decían: «No olvide el violín», respondía invariablemente:

—Mi violín no come nunca fuera de casa.

Se unió sentimentalmente —como ahora suele decirse— a una cantante llamada Antonia Bianchi, de la que tuvo un hijo al que llamó Aquiles.

Un día, cuando estaba en Milán, pasó por una calle y un tentador olor a pescado frito le llamó la atención y se dispuso a entrar en el local cuando el dueño del mismo, señalando el estuche de su violín del que casi nunca se separaba, le mostró al mismo tiempo un letrero fijado en la puerta: «Prohibida la entrada a los músicos ambulantes». Y aquel día Paganini no comió pescado frito.

Durante su estancia en París, en 1831, en la cual cosechó triunfos muy sonados, tuvo una noche que alquilar un coche de punto para que le llevase a la sala donde debía dar el concierto. Al llegar allí le preguntó al cochero:

—¿Cuánto le debo?

—Veinte francos.

—¿Veinte francos? ¿Tan caros son los coches en París?

—Mi querido señor —respondió el cochero, que le había reconocido—. Cuando se ganan cuatro mil francos en una noche por tocar con una sola cuerda, se pueden pagar veinte francos por una carrera.

Paganini se enteró por el portero de la sala del precio justo y volvió al coche.

—He aquí dos francos, que es lo que le debo; los otros dieciocho se los daré cuando sepa conducir el coche con una sola rueda.

Era vanidoso, pero se reía de su propia vanidad. Un día, conversando con un pianista, éste le dijo que, en un concierto que había dado, el gentío era tan numeroso que ocupaba los pasillos del local.

—Esto no es nada —replicó Paganini—: cuando yo doy un recital hay tanta gente que hasta yo debo estar de pie.

Sobre su muerte corrieron muchas versiones. Una de ellas aseguraba que el sacerdote que le atendía en sus últimos momentos, influido por la leyenda demoníaca que aureolaba al gran músico, le preguntó qué contenía, en realidad, el estuche de su violín. Paganini se incorporó en el lecho gritando:

—¡El diablo! ¡Esto es lo que contiene, el demonio! Y tomando el violín en sus manos lo empezó a tocar hasta que lo lanzó contra la pared, expirando al tiempo que el instrumento se rompía.

La historia es falsa. El violín de Paganini se conserva, según creo, en el museo de Génova.

Lo cierto es que, aquejado de laringitis tuberculosa, el músico se trasladó a Niza y de allí a Génova. Vuelto a Niza, murió allí el 27 de mayo de 1840. Tenía 56 años. Pero también es verdad que su fama de endemoniado le persiguió después de su muerte.

El obispo de Niza le negó la sepultura eclesiástica y tuvo que ser enterrado en el cementerio del lazareto de Villefranche. Su cadáver fue trasladado después por su hijo Aquiles a varias poblaciones hasta encontrar definitivo reposo en el cementerio de Parma.