Empecemos con uno de Alonso J. de Salas Barbadillo:
Hace, don Luis, tu vecina
mucha fuerza en que es doncella
y yo no acierto a creella
ni a tal mi estrella me inclina.
Alumbra más que a la esfera
de diamantes adornada;
calle tan bien empedrada
por fuerza que es pasajera.
y otro, más corto todavía, de Alvaro Cubillo de Aragón:
El marqués y su mujer
contentos quedan los dos.
Ella se fue a ver a Dios,
y a él le vino Dios a ver.
¡Cómo sería el tal matrimonio! Como tantos, claro.
El conde de Rebolledo —Bernardino de nombre— supo que una vecina suya iba cada día a la iglesia a pedir a no sé qué santo el poder quedar preñada. El conde le escribió:
Tus ruegos se lograrán,
Cloris, sin cuidado tanto,
si lo que pides al santo
pidieras al sacristán.
El siguiente epigrama de Salvador Jacinto Polo de Medina recuerda al hidalgo hambriento de El Lazarillo de Tornes:
A un hombre que se limpiaba los dientes sin haber comido.
Tú piensas que nos desmientes
con el palillo pulido
con que, sin haber comido,
Tristán, te limpias los dientes;
pero la hambre cruel
da en comerte y en picarte
de suerte que no es limpiarte,
sino rascarte con él.
Entresaquemos de una comedia de Agustín Moreto y Cabaña lo que sigue:
¿Qué es amor?
En el mundo es un licor
que hace lo mismo que el vino:
pues cuantos aman entiendo
que están borrachos; a igual;
y con su dama es un mal
que se les quita durmiendo.
¿Precisamente durmiendo?
He aquí unos finísimos versos de Juan de Iriarte:
El imposible mayor
que halla Ovidio, es que del fuego
nazca el agua, yo lo niego
que he visto llorar de amor.
Del mismo es también el célebre epigrama tantas veces repetido:
El señor don Juan de Robres,
con caridad sin igual
hizo este santo hospital,
y también hizo los pobres.
¿Existió en realidad don Juan de Robres o es un nombre obligado por el consonante? No he podido averiguarlo. Otro del mismo autor:
Es amor un sustantivo
en cuya declinación
sólo hay dos casos, que son:
el genitivo y dativo.
Ahí van tres epigramas muy conocidos, todos ellos de Nicolás Fernández de Moratín.
Uno:
Ayer convidé a Torcuato;
comió sopas y puchero,
media pierna de carnero
dos gazapillos y un pato.
Doyle vino y respondió:
«Tomadlo por vuestra vida,
que hasta mitad de comida
no acostumbro beber yo».
Dos:
De imposibles santa Rita
es abogada; y Filena,
con devoción muy contrita
reza a la santa bendita
a fin de que la haga buena.
Tres:
La calavera de un burro
miraba el doctor Pandolfo
y enternecido decía:
«¡Válgame Dios lo que somos».
Vaya uno de José Cadalso, el que murió en el sitio de Gibraltar:
El que está aquí sepultado,
porque no logró casarse,
murió de pena acabado;
otros mueren de acordarse
de que ya los han casado.
En el siglo XVIII se puso de moda el ir con las faldas cortas; es decir, enseñando el tobillo. Véanse algunos retratos de la época de Goya, por ejemplo. Iglesias de la Casa satirizó la moda escribiendo:
«¿Por qué tienes —le dije a Inés—
tanta pata descubierta,
si están una y otra tuertas?
Tápalas por tu interés».
Respondióme: «No te azores;
porque, como moda fuera,
piernas al aire anduviera,
aunque ellas fueran peores».
y, efectivamente, así ha sido.
¿Recuerdan los peinados de aquel siglo? Las grandes damas, especialmente las francesas, llevaban unos tocados que, a veces, medían un metro de alto. María Antonieta por ejemplo. Dijo Iglesias:
Yo vi en París un peinado
de tanta sublimidad,
que llegó a hacer vecindad
con el ala de un tejado.
Dos gatos que allí reñían,
luego que el peinado vieron,
a reñir sobre él se fueron.
Y abajo no los sentían.
Y ahora otro del mismo autor. Es un epigrama que me recito con gusto cuando alguien habla de mi memoria.
Hablando de cierta historia
a un necio se preguntó:
«¿Te acuerdas, tú?», y respondió:
«Esperen que haga memoria».
Así Inés, viendo su idiotismo,
dijo risueña al momento:
«Haz también entendimiento,
que te costará lo mismo».
Y aún, menos mal, que éste lo podía hacer, que otros no lo lograrán nunca por más que se empeñen.