ANECDOTARIO

Abauzit fue un célebre escritor y teólogo protestante francés, nacido en 1679 en Uzés y fallecido en Ginebra en 1767. Se había refugiado en esta ciudad huyendo de la persecución católica contra los hugonotes. Un día contrató una sirvienta nueva que tomó tan a pechos su cometido que quiso poner en orden todas las cosas de la casa, empezando por el despacho del escritor. Tal lo hizo que Abauzit le preguntó:

—¿Qué has hecho con los papeles que estaban encima de esta mesa?

—Pues, señor, los encontré tan sucios y polvorientos que los eché al fuego y en su lugar puse estos que están limpios.

Abauzit la miró unos momentos y, sobreponiéndose, le dijo:

—Has destruido el resultado de veinte años de trabajo. En adelante no toques ningún papel.

Y eso fue todo. Un gran ejemplo de paciencia cristiana.

Alejandro Magno increpaba a un pirata que había capturado echándole en cara su profesión.

—Soy pirata —se oyó responder— porque no tengo más que un barco. Si tuviera una flota, sería un conquistador.

Alejandro le dejó en libertad.

Se reprochaba a Cicerón que a sus sesenta años se casara con una joven chiquilla.

—Pero si es una niña —le dijeron.

—Mañana será mujer —respondió.

Esta anécdota me recuerda otra de Paracelso —su verdadero nombre era Felipe Aurelio Teofrasto Bonbast de Hohenheim, lo que ya es bastante para un hombre solo—, médico, alquimista, químico, filósofo y mago suizo-alemán, que vivió a comienzos del siglo XVI. Se cuenta que un día estaba meditando sentado en el pretil de un puente cuando acertó pasar por allí una muchacha.

—Buenas tardes, niña —le dijo Paracelso.

Dos horas más tarde la muchacha estaba de vuelta. Paracelso la miró.

—Buenas tardes, mujer —la saludó.

Con una sola mirada había adivinado lo sucedido en aquel par de horas. Menos mal que este don de adivinación no se da en todos los padres. ¡La de disgustos que se llevarían!

Luis XV de Francia preguntó un día a Caraccioli, embajador de Nápoles en París:

—Y aquí, en París, ¿hacéis el amor?

—No, señor; lo compro hecho.

Hallándose en México el gran poeta José Zorrilla entró por curiosidad en un teatro donde estaban representando el Tenorio. Los actores lo hacían tan mal que no pudo aguantar más y se levantó diciendo:

—¡Bandidos! ¡Esto no es el Tenorio ni nada que se le parezca!

—Usted, cállese.

—No me da la gana. Eso es una porquería.

—Cállese de una vez. Usted no tiene idea de lo que es el Tenorio.

Zorrilla quedó un momento cortado.

—¿Que no? Si lo he parido yo. Soy Zorrilla, el autor de la obra que ustedes están asesinando.

La historia no dice cuál fue la reacción de los comediantes.

Del general Valeriano Weyler y de su tacañería se han contado multitud de anécdotas. Transcribo dos que, aunque las he visto atribuidas a otros personajes, me fueron contadas por su nieto del mismo nombre y apellido, cuando, en 1939, hacíamos el servicio militar en Cartagena.

Un día, uno de sus hijos le pidió dinero para comprarse unos pijamas.

—¿Pijamas? ¿Y qué es eso?

—Es para dormir.

—Para dormir, lo que se necesita es sueño. Y no soltó una peseta.

Otro día otro hijo, o el mismo, le envió una carta en la que le pedía 500 pesetas. La contestación fue: «Te envío las 50 pesetas que me pides y te advierto que cincuenta se escribe con un solo cero».

Un escritor inglés —¿Wells?— entró en un restaurante y pidió un cuarto de pollo. Al pedir la nota vio que le cargaban un pollo entero. Llamó al maitre.

—Oiga usted. He comido un cuarto de pollo y me cobran un pollo entero.

—Es la costumbre de la casa.

El escritor se lo tomó con filosofía.

—Menos mal que no he pedido un plato de ternera.

Creo haber encontrado en un libro del siglo XVIII el origen de un chiste célebre. El duque de Guisa, que no ignoraba el hecho de que su esposa mantenía relaciones amorosas con otro cortesano, se enteró de que tenía un segundo amante. Al encontrar al primero en el Louvre le dijo:

—Querido amigo, creo que mi mujer nos engaña.

Otra anécdota del galante siglo XVIII francés. El marqués de Roquemont, que tenía una esposa muy frívola, se acostaba cada mes con ella una vez. Al terminar le decía:

—Ya he cumplido. Ahora quien llegue que plante.

Don José Sánchez Guerra, el conocido político de los tiempos de Alfonso XIII, era hombre muy sincero y, al propio tiempo, de una refinada galantería.

Un día, en una cena advirtió al otro lado de la mesa a un personaje con el que había mantenido unas acres discusiones políticas. Dejándose llevar por su franqueza, le dijo a la señora que estaba a su lado:

—Aquel individuo que está allí es uno de los que más odio.

—Caballero —dijo la señora—, aquel señor es mi marido.

Y arreglando la plancha, respondió Sánchez Guerra:

—Lo sé, señora. Precisamente por ello le odio.

Y la señora no tuvo otro remedio que sonreír.

He aquí la arenga que el entonces aún no duque de Wellington dirigió, por escrito, a sus tropas antes del combate de Torres Vecras, en Portugal:

«Soldados. Estáis bien mantenidos. Así, el que falte a su deber será fusilado. Vuestro general, Wellesley».

Ernest Psichari, el célebre escritor católico francés, autor de El viaje del centurión, en el que narra el proceso de su conversión al catolicismo, era nieto de Ernest Renán y de Anatole France. Éste le presentaba a sus amigos diciendo:

—Les presento a Ernest Psichiari. Es nieto mío y de Renán. Naturalmente es un joven reaccionario.

El papa León X recibió un día la visita de un alquimista llamado Aurelio Augurelli, que le dedicó un poema, pues también se las daba de poeta, titulado Chrysopoeia, que es el nombre griego que los antiguos alquimistas daban al arte de fabricar oro. El papa hojeó el libro y, cuando su autor se las prometía muy felices pensando en la recompensa que recibiría, oyó que el pontífice le decía:

—¿Conque sabes fabricar oro? Pues mando que te den un gran saco vacío para que puedas llenarlo con él.

En un teatro madrileño se estaba ensayando una obra de Sinesio Delgado, que, por desgracia, no era ningún portento. Actuaba como protagonista el actor Juan Bonafé, hombre chistoso y encantador, pero que en aquellos ensayos no daba pie con bola. Sinesio Delgado se lo reprochó:

—¡Hombre, Bonafé! ¿Cómo es que tú que en la vida corriente eres tan chispeante y gracioso y aquí estás tan desangelado? —Verá usted, Sinesio, es que en la vida el texto es mío.

Un célebre ganadero sevillano fallecido hace tiempo y que respondía a las iniciales F. U. era tan obeso que su gordura era proverbial en la ciudad. Un día se encontraba en el Círculo de Labradores de Sevilla, viendo pasar a la gente, cuando una gitana se paró frente a la cristalera del Círculo mirándole atentamente. F. U. se amoscaba poco a poco viendo a la gitana embobada contemplándole. Iba ya a decirle algo cuando la gitana, dando un golpe al vidrio, le dijo:

—Oiga usted. Este cristal ¿es de aumento?