Drácula. A comienzos del siglo XV vivió en la región de la Valaquia un déspota llamado Vlad Dracul, que, en 1436, se autotitulaba «Vlad, hijo del difunto príncipe Mircea, voivoda de las regiones transalpinas». Voivoda o vaivoda, del eslavo vaivod, príncipe, es el título que ostentaban los príncipes soberanos de Moldavia, Valaquia o Transilvania. En 1437 se hizo proclamar «Cristo Dios, muy fiel amante autócrata de Cristo Jesús, gran voivoda y soberano dominador de Hungro-Valaquia y de las regiones ultramontanas». Casi nada.
Pronto se hizo célebre por su crueldad. A sus enemigos, y se los creaba continuamente, los hacia empalar introduciéndoles un hierro en el ano que, con el peso de su víctima penetraba en las entrañas y hacía que el pobre torturado muriera entre atroces sufrimientos. Como en la agonía los empalados giraban sobre sí mismos y ello hacía más rápida la introducción y la subsiguiente muerte, les clavaba las manos y los pies en un madero para solazarse con el martirio que resultaba más duradero. Un día hizo hervir vivo a un gitano acusado de robo e hizo que la familia comiese su cuerpo. En Schylta, en 1462, hizo matar 25000 personas y en otra ciudad 30000. Hacía decapitar a los prisioneros turcos y servía luego las cabezas a otros cautivos antes de decapitarlos a su vez. Una concubina suya pretendió estar embarazada y le hizo abrir el vientre para comprobarlo. No lo estaba, pero la pobre mujer no se pudo enterar de ello. Como ven, un angelito.
Drac en rumano significa diablo, diablillo, y draci poseído por el diablo, y la palabra Drakul, entre los moldavos, se aplica a los vampiros que, según la leyenda, se alimentan de la sangre humana.
El novelista irlandés Bram Stoker, fascinado por el personaje, le hizo protagonista de la novela Drácula, que obtuvo un gran éxito, refrendado luego por las innumerables versiones cinematográficas. En ellas, el Vlad Drakul se transforma en un vampiro. No consta en la historia que bebiese la sangre de sus víctimas; pero, si no lo hizo, era muy capaz de hacerlo.
Frankenstein. En 1811, un trío de amigos ingleses decidió que cada uno de ellos escribiría una novela fantástica. Los tres amigos eran Percy Bysshe Shelley, George Gordon, más conocido por su aristocrático título de lord Byron, y la esposa del primero, Mary Shelley, de soltera Mary Wollstonecraft. Sólo esta última cumplió lo pactado y escribió una obra que tituló Frankenstein o el moderno Prometeo. Fue publicada en 1818. Tenía entonces la escritora 21 años. En la novela, Frankenstein es un estudiante de 19 años, inscrito en la Universidad de Ingolstadt, en Baviera, ciudad no inventada, a orillas del Danubio y que, efectivamente, tiene gran importancia universitaria. El citado estudiante construye un hombre artificial a base de fragmentos de cadáveres. El monstruo potente y consciente sufre por el miedo que causa a los que le ven y, por otra parte, desea amar, cosa que le es imposible. Por su origen se ve condenado a la soledad y se venga de los hombres destruyéndolos, empezando por su creador. Al final huye hacia el Ártico, donde desaparece.
Esta fantasía romántica no se ve plasmada en las versiones cinematográficas de la obra —recordemos la impresionante versión de J. Whole, en 1931, interpretada por Boris Karloff—, que, además, con sus repetidas continuaciones —El retorno de Frankenstein, etc.—, han hecho que la gente confunda el nombre del creador del monstruo con el monstruo mismo. Frankenstein es el estudiante, no doctor; su creación es innominada en la novela.
La papisa Juana. Hay leyendas que, como la serpiente de mar o el monstruo del lago Ness, aparecen de vez en cuando sin saber cómo ni por qué. Una de ellas es la referente a la papisa Juana, una mujer que, según la fábula, ocupó el trono pontificio en el siglo IX. Lo siento por las feministas, porque ¡ahí es nada! ¡Un papa mujer! Qué bello argumento, lástima que sea falso. Veamos primero la leyenda qué dice.
A la muerte del papa León IV, el año 855, fue elegido papa Juan VIII, que en el año 857, en el curso de una procesión, se encontró enfermo. Apoyado contra una pared dio a luz un hijo, con lo que se vino a descubrir que el tal papa era una mujer y pecadora, pues había quedado embarazada. La papisa murió durante el parto y su cuerpo, atado a la cola de un caballo, luego de haber sido arrastrado el cadáver por las calles de Roma, fue enterrado en el mismo lugar en que se descubrió el fraude. El padre de la criatura, Lamberto de Sajorna, embajador en Roma, tuvo tiempo de escapar.
Ésta es la leyenda. ¿Qué dice la historia? Pues bien. Efectivamente, en 855 murió el papa León IV, pero el mismo mes de su fallecimiento fue elegido su sucesor Benedicto III, que reinó hasta el 858, en que le sucedió Nicolás I el Grande, hasta el 867, en que murió. De todo ello hay constancia fidedigna. Así las cosas, ¿cómo se pudo inventar patraña de tal magnitud? Aparece por primera vez en el siglo XIII y tiene como origen la llamada sedia stercoraria, una silla con un agujero en su centro que, como su nombre indica, servía de retrete ambulante. La leyenda se apoderó de la tal silla y dijo que el agujero se utilizaba para que los cardenales pudieran palpar los órganos genitales del papa elegido y asegurarse así de que no era mujer. Boccaccio habla de la «historia» en una de sus obras, y un capellán de Urbano V le dio cabida en una historia del papado; Torquemada creía en la leyenda y en el proceso que se siguió contra Juan Hus, que había afirmado su creencia en la papisa Juana; se le acusó de múltiples herejías, pero no salió a colación su ingenuidad histórica. No obstante, Leibniz, en una obra publicada en 1698, ya negó la existencia de la papisa, y el filósofo alemán no era ningún clerical, e incluso una obra tan anticristiana como la Encyclopédie francesa del siglo XVIII afirmaba «la inanidad de la leyenda de la papisa Juana no deja lugar a dudas, y hoy ya no se puede discutir su origen». Pero aún hay ingenuos ignorantes que…
En 1886, el escritor griego Emmanuel Royidis publicó una obra titulada La papisa Juana, que fue condenada por la Iglesia ortodoxa como blasfema y calumniadora. El libro tuvo éxito y, en 1939, un amigo se la recomendó a Lawrence Durrell, el célebre autor del Cuarteto de Alejandría, quien la tradujo al inglés con el título de Pope Joan. Parece que con algunas supresiones del original, que no conozco, debidas al exagerado anticlericalismo decimonónico. El amigo de Durrell calificó al libro, lo dice el propio Durrell en el prólogo de su traducción, como «travieso, un libro griego, lleno de diversión, mal gusto, hilaridad e irreverencia». Repito que no conozco el texto griego, pero la versión de Durrell confirma la opinión de su amigo.
La reina de Saba ¿Es éste un personaje de ficción? La Biblia, en el libro I de los Reyes, cap. 10, versículos 1-10, lo da como histórico, pero luego la leyenda ha tejido una serie de detalles tales que puede la reina de Saba figurar en esta galería de «personajes». He aquí el texto bíblico:
«Llegó a la reina de Saba la fama que para gloria de Yahvé tenía Salomón, y vino para probarle con enigmas. Llegó a Jerusalén con muy numeroso séquito y con camellos cargados de aromas, de oro en gran cantidad y de piedras preciosas. Vino a Salomón y le propuso cuanto quiso proponerle; y a todas sus preguntas respondió Salomón, sin que hubiera nada que el rey no pudiera explicarle. La reina de Saba, al ver la sabiduría de Salomón, la casa que había edificado, los manjares de su mesa y las habitaciones de sus servidores, sus cometidos y los vestidos que vestían, los de los coperos, y los holocaustos que se ofrecían en la casa de Yahvé, fuera de sí, dijo al rey: “Verdad es cuanto en mi tierra me dijeron de tus cosas y de tu sabiduría. Yo no lo creía antes de venir y haberlo visto con mis propios ojos. Pero cuanto me dijeron no es ni la mitad. Tienes más sabiduría y prosperidad que la fama que a mí me había llegado. Dichosas tus gentes, dichosos tus servidores, que están siempre ante ti y oyen tu sabiduría. Bendito Yahvé, tu Dios, que te ha hecho la gracia de ponerte sobre el trono de Israel. Por el amor que Yavhé tiene siempre a Israel, te ha hecho su rey para que hagas derecho y justicia.” Dio al rey ciento veinte talentos de oro, una gran cantidad de aromas y de piedras preciosas. No se vieron nunca después tantos aromas como los que la reina de Saba dio al rey Salomón».
¿Qué dicen a esto los comentaristas bíblicos? He aquí la opinión de los profesores de Salamanca en su Biblia comentada (BAC, vol. II, página 418):
«La reina de Saba (Sheba) encaminóse a Jerusalén acaso movida por una doble finalidad: preparar un tratado comercial y admirar la sabiduría del soberano. Las naves hebreas y de Tiro que surcaban los mares ponían en peligro el comercio que se efectuaba hasta ahora entre pueblos y continentes por medio de las famosas rutas caravaneras. La reina de Saba, viendo mermados sus intereses, dirigiose a Jerusalén para pactar con Salomón y llegar a un acuerdo comercial. Se coloca el país de Saba en relación con Kus y Etiopía y con Dedán. Ambos pueblos no están lejos de Tarsis.
»La reina presentose con numeroso séquito y con camellos cargados de aromas, oro y piedras preciosas. Gustaban mucho los orientales de proponer y solucionar enigmas. Emplea la reina una fórmula de bendición corriente en la que se emplea el nombre de Yahvé, lo cual no quiere significar que reconociera a Yahvé por único Dios, sino expresar que Israel estaba bajo la protección de un Dios muy activo y solícito de su nación, en comparación con otros de otras naciones. Cristo alude a la visita de la reina de Saba a Salomón para condenar la incredulidad de los judíos de su tiempo. Antes de marcharse hizo la reina cuantiosos regalos a Salomón.
»Ciento veinte talentos de oro equivalen a tonelada y media.
»En Etiopía a la reina se la llama Makeda y se asegura que cohabitó con Salomón y de dicha unión nació un hijo llamado Menelik, fundador de la dinastía abisinia. Recordemos que este nombre lo llevaron dos soberanos de aquel país, uno de ellos en tiempos modernos. Menelik II murió en 1913 en Addis Abeba y derrotó en 1896 a las tropas italianas del general Baratiei en Adua. Señalemos también que en dicho país reinó en 1270 una dinastía llamada de los salomónidas, porque pretendían descender del rey Salomón.
»En las leyendas árabes, a la reina de Saba se la llama Balkis y cuentan que le habían dicho a Salomón que tenía pies de cabra. Salomón hizo que el suelo de su salón real fuera cubierto con espejos y por ellos pudo ver que la afirmación era falsa. En cuanto a lo referente a las relaciones íntimas entre los dos reyes es muy posible que existieran. Ricciotti, en su Historia de Israel (vol. I, pág. 320) —cito estos datos para que no digan que exagero— dice: «Un índice del poder de un monarca en Oriente era el harén y la tradición contó en el harén de Salomón: 1000 mujeres, de las cuales 700 eran esposas de primera categoría y 300 de segunda; una voz de índole diversa, que el contexto sugiere referir al Salomón de la tradición, hablaba tan sólo de 60 mujeres de primera categoría, 80 de segunda y de una tercera categoría de adolescentes sin número, es decir, de aspirantes que aguardaban».
¡Vaya, vaya, con el rey Salomón! ¡Con razón le llamaban el sabio!
Robinson Crusoe. En 1719, Daniel Defoe publicó un libro titulado La vida y las extrañas y sorprendentes aventuras del marinero Robinson Crusoe. La obra tuvo un gran éxito, pues, como dice su autor, «su invencible paciencia en la peor miseria, su trabajo infatigable y la indómita resolución en las circunstancias más descorazonadoras que se puedan imaginar» hacen de su héroe el símbolo de la salvación por el trabajo; lo es también de la lucha del individuo contra la soledad. El hecho de que en la obra no aparezca ninguna mujer y que se mencione a Dios de vez en cuando hizo que esta obra fuese recomendada en los colegios religiosos que la daban a leer a sus alumnos a pesar de que el encuentro de Robinson con el salvaje Viernes no sea precisamente una apología de la igualdad entre los hombres y de que la obra en general sea, como la llamó Rousseau, «el más bello tratado de educación natural».
Pero el libro se basa en un hecho real. En 1704, el navío Five Ports, al mando del capitán Strading, llevaba como contramaestre a un tal Alejandro Selkirk. A consecuencia de discusiones entre ellos, el capitán decidió abandonar a Selkirk en la isla de Juan Fernández, en el océano Pacífico, hoy perteneciente a Chile. Se llamaba isla de Juan Fernández en honor del explorador español que la descubrió; más tarde se llamó «Más a Tierra» y actualmente se denomina Robinson Crusoe, homenaje de Chile al novelesco personaje. Tiene unos 700 habitantes y se encuentra unida al continente por una pequeña línea marítima y un minúsculo aeropuerto. Pero sigamos con nuestra historia. Selkirk no fue encontrado hasta cinco años más tarde por un barco mandado por el capitán Woodes Rogers, alertado éste por los marineros que habían visto una hoguera en la isla que creían desierta. Rogers, en su diario de a bordo, escribe sobre Selkirk: «En los primeros momentos que pasó entre nosotros su alegría era inmensa, pero en la soledad había casi olvidado su lengua y nos costó mucho comprenderle; pronunciaba las palabras lentamente y con gran espacio de tiempo entre una y otra y sin conexión entre ellas. Al cabo de tres días empezó a recordar su vocabulario… Declaró que le costó mucho trabajo, durante los primeros ocho meses, combatir la melancolía que le acosaba y que durante mucho tiempo no podía soportar el horror de su soledad».
El capitán Rogers le enroló en su buque y Selkirk volvió a Inglaterra en 1711. Según parece, Defoe oyó de sus propios labios el relato de su alucinante aventura y ello le proporcionó la base de su excepcional novela.
El preste Juan de las Indias. Hacia el siglo XI apareció en Europa la noticia de que en Asia, no se sabía exactamente dónde, había un reino cristiano, regido por un sacerdote, obispo o cosa parecida. Se localizaba este reino al sur del lago Baikal, en la China. Otros «viajeros» —viajeros sobre el papel— aseguraban que se encontraba en lo que hoy llamamos Irak, Irán y regiones limítrofes y, en fin, había quien lo situaba en la actual Abisinia. Sea como fuere, la leyenda de este rey, a quien se le llamó «Preste Juan», se hizo popular, y reyes y papas quisieron comunicarse con él. El papa Eugenio III, en 1145, se dirigió a los armenios, pues le habían dicho que el Preste Juan, al que, con el desconocimiento de la geografía propia de la época, se le había añadido «de las Indias», era un descendiente de los obispos nestorianos que, allá por el siglo V, hubieron de abandonar Bizancio al ser condenada su doctrina. Según las noticias que habían llegado al sumo pontífice, el Preste Juan gobernaba desde un trono de esmeraldas 100 tribus y tenía a sus órdenes 12 arzobispos y 20 obispos. Se decía también que era descendiente de uno de los reyes magos sin especificar cuál. La carta del papa Eugenio III no tuvo respuesta, como tampoco la que, tiempo después, dirigió al Preste Juan el papa Alejandro III, en la que invocaba la unidad del cristianismo. Marco Polo habló de un tal Uang-Jan, que tal vez se hubiera transformado en Juan al pronunciarse. Recordemos de paso que la palabra Khan —Aga Khan, Ali Khan, Gengis Khan— debe pronunciarse con el sonido de la j española.
La grafía Khan nos viene del inglés, que al no poseer el sonido j, y si el de la h aspirada, refuerzan la aspiración anteponiendo a la h una k. De todos modos, este argumento sólo puede aplicarse a la lengua castellana, ya que en latín se la llama Ioannes, en francés Jean, etc. En el siglo XV, el rey de Portugal envió a Etiopía a unos mensajeros suyos y allí fueron en 1541 Pedro Covillan y Alonso de Paiva, que trajeron la noticia de que existía una comunidad cristiana importante. La religión oficial era, y es aún ahora, o por lo menos en tiempo del Negus, la cristiana copta. Pero del Preste Juan de las Indias nada más se supo.