Cualquiera diría que, siendo la justicia cosa tan extraordinaria, grave e importante, deberían ser sólo los hombres sus sujetos. Así es, en la actualidad, con sólo unas escasas excepciones.
En febrero de 1935 fue ajusticiado en Atenas un papagayo, perteneciente al propietario de uno de los restaurantes más importantes de la ciudad, que tenía la costumbre de gritar «¡Viva Venizelos!» y que no había querido o sabido callar o cambiar el nombre una vez triunfante la revolución que derribó al político heleno.
En Rusia, la GPU fusiló a unos loros que cantaban canciones capitalistas y zaristas. Sus maestros de música sufrieron la misma suerte.
Es conocida la historia actual de aquel alemán que, después de la derrota de los ejércitos hitlerianos y en los comienzos de la ocupación, hizo poner el siguiente anuncio en uno de los principales periódicos de la zona occidental:
«El doctor Otto Kraus hace saber que no responde de las ideas políticas de su papagayo».
Y no hace mucho un juez inglés sentenció a muerte a un perro por haber mordido y herido gravemente a dos niños. Como el propietario del can se resistiese a matarlo, fue detenido y juzgado por desacato al tribunal, multado, y el animal entregado a los miembros de la policía del condado para que fuese ejecutado.
Antiguamente los curiales no se contentaban solamente con hacer comparecer ante ellos a los delincuentes de dos pies, sino que encerraban en el proceso judicial a las bestias de cuatro patas.
El animal, autor de un delito, ya fuese buey, asno o caballo, era detenido, encarcelado y juzgado con todas las formalidades, y si a ello había lugar, era públicamente ejecutado, en castigo de sus fechorías. Lo mismo sucedía si el animal era asna, vaca o cerda, puesto que el bello sexo no estaba exceptuado.
El procedimiento era distinto para cada especie de animal sometido a las diligencias.
Si se trataba de un cuadrúpedo, se le emplazaba personalmente —si se me permite la palabra— y se le trasladaba ante el tribunal de lo criminal ordinario. Si eran insectos, hormigas, langostas u orugas, se procedía diferentemente, pues su número y su exigüidad los hacía incaptables.
En efecto, ¿qué podían los medios ordinarios contra las invasiones de miríadas de animalillos? Era forzoso recurrir a un poder superior y conjurar a la divinidad. El tribunal eclesiástico —es decir la curia eclesiástica— era el llamado a fallar y hacer lo necesario para exterminar tales plagas.
Para ello se excomulgaba a la plaga, pero se daba a los animales la oportunidad de defenderse.
Las poblaciones que tenían que quejarse de los daños causados por los insectos nombraban un agente para que los representase ante los tribunales. Seguidamente dirigían a los jueces eclesiásticos un escrito que contenía la designación de los lugares invadidos, especificando la naturaleza de los daños causados, describiendo con precisión la forma y color de los animales culpables. Esta descripción tenía que ser escrita, para que nadie pudiera sufrir error.
El juez ordenaba entonces la comparecencia de los animales devastadores y enviaba a los sitios ocupados por los insectos a un alguacil que les ordenaba comparecer en el día y hora señalados ante el magistrado con el fin de oír la condena de desalojar, en breve plazo, los parajes usurpados, bajo las penas que en derecho incurrían.
Los depredadores de cosechas seguían sordos, como ya se comprende, a estas órdenes y llegado el día del juicio se esperaba en vano su entrada en la sala de audiencia. Pero como todo sucedía dentro de las normas establecidas, se renovaba hasta tres veces el señalamiento, conformándose en esto a la práctica de los tribunales que no declaran la rebeldía sino después de tres citaciones regulares.
Los demandados seguían sin presentarse. Desde aquel momento se nombraba un curador para los bichos, un defensor de oficio, quien juraba cumplir sus funciones «con celo y propiedad» adjuntándole ordinariamente un abogado.
En estas clases de asuntos se ponían en juego todos los resortes de la controversia y de la discusión: sobreseimientos, excepciones dilatorias, prórrogas, vicios de nulidad, todo se invocaba, conforme a las leyes de un procedimiento excesivamente formulista.
El día 10 de enero de 1457 se administraba justicia en los días[10] celebrados en Savigny «bajo la presidencia del escudero Nicolás Quareillan», juez del lugar; la querellante era la «noble señorita Catalina de Bernault, señora de Savigny. El procurador de la señorita era Huguenin Martin, demandante, el cual declaró: que “el martes antes de Navidad, últimamente pasado, una cerda[11] y sus seis lechones, al presente presos, fueron cogidos en flagrante delito de asesinato y homicidio en la persona de Juan Martín”… Con lo cual se dictó la siguiente resolución…
Nos, juez, hemos dado nuestra sentencia definitiva de este modo: Decimos y pronunciamos que la cerda de Juan Bailly, por razón de asesinato y homicidio por ella cometido y perpetrado en la persona de Juan Martin sea confiscada para ser castigada y condenada al último suplicio, y ser colgada por las patas traseras de un árbol en la justicia de las señoras de Savigny… Respecto de los lechones de la dicha cerda, por cuanto no está probado que comieran del dicho Juan Martin, nos contentamos con devolverlos a Juan Bailly, mediante caución de devolverlos si resulta que comieron del dicho Juan Martin…». «Y la dicha cerda, conducida en una carreta, ha sido ahorcada por las patas traseras en cumplimiento de dicha sentencia, por Esteban Poinceon, ejecutor de la justicia, que vive en Chalons-sur-Saone».
Otros procesos contra cerdos: El 4 de junio de 1034, Juan Levoinier, licenciado en leyes, mayor de edad, «condena a un cerdo que había devorado al niño de Lenfaut, vaquero del censo de Clermont, a ser estrangulado en una horca de madera». En 2 de marzo de 1552 el cabildo de Chartres, después de practicada una información, condenó «a un cerdo por haber matado a una muchacha, a ser ahorcado» en una horca colocada en el sitio mismo del delito.
¿Por qué se condenaba a animales estúpidos? ¿Se les creía acaso responsables de sus actos?… Es probable que el sentimiento que sugería esos increíbles procedimientos era el mismo que exigía que la casa de los criminales fuera arrasada o quemada para borrar el recuerdo escandaloso que en todos despertaba. Quizá también el animal acusado «de asesinato o de sangre» era considerado impuro o acaso endemoniado… De todos modos, la sentencia tenía por objeto retirar del comercio la bestia «culpable» o, al menos, causa de desgracia. En fin, conociendo las discusiones que apasionaban a jurisconsultos y a teólogos a propósito «del alma de los animales y de su supuesta resurrección, a fin de que se administrara justicia íntegra», se inclina uno a admitir que los magistrados de aquellas ingenuas audiencias debieron decirse: «El crimen es grave y está probado; ¿quién sabe, después de todo, si el animal culpable está absolutamente exento de malicia propia? Por consiguiente, condenémoslo».
«Anno Domini 1519, en el día de santa Úrsula, compareció ante el juez de la aldea Flurus, Simón Fliss, vecino de Stilfs, declarando que deseaba intentar acción judicial, en nombre de los habitantes de la aldea de su vecindad, contra los ratones del campo, tal como lo prescribe la ley. Y puesto que, según lo prescrito en tales casos, “los ratones necesitan un abogado defensor”, solicitó que el juzgado les nombrase uno de oficio, para que no pudieran tener motivo de queja. Atendiendo a dicha solicitud, el juez nombró abogado defensor de los ratones del campo a Hans Grienebner, ciudadano de Flurus, confirmándole en este cargo “según prescribe la ley”. Después de la cual, Simón Fliss nombró a un acusador, por parte de los habitantes de la aldea de Stilfs, contra dichos ratones, en la persona de Minig von Tartsch». Parece que el pleito se prolongó, o bien que no se celebraban juicios más que dos días cada año, pues la vista final no se verificó hasta 1520, el miércoles siguiente al día de los santos Felipe y Jacobo.
«Juez, Conrad Spergser. (Este magistrado había servido como capitán a sueldo en el ejército del condestable de Borbón). Asesores votantes… [siguen los nombres de diez ciudadanos].
»Minig von Tartsch, acusador encargado por toda la población de la aldea de Stilfs, dijo haber llamado a juicio para dicho día a Hans Grienebner defensor de los animales irracionales llamados ratones campestres, sobre lo cual el antedicho Hans Grienebner se presentó, en nombre de los ratones.
»Minig Waltsch, vecino de Sulden, al ser oído en calidad de testigo, explicó que desde hace dieciocho años suele pasar regularmente por las tierras y campos de Stilfs, habiendo observado que los ratones son causantes de daños considerables en los mismos, de forma que a la población apenas le quedaba heno.
»Niklas Stocker, vecino de Stilfs, declaró que ayudaba a trabajar en los campos de su aldea, y que podía observar siempre cómo tal clase de animales, cuyo nombre ignora, causaban grandes daños a los agricultores; lo había observado sobre todo en otoño, al segar el heno.
»Vilas von Raining, que habita en la actualidad en las cercanías de Stilfs, habiendo sido con anterioridad vecino de dicha población durante diez años, declara que puede confirmar en todo las declaraciones de Niklas Stocker y que incluso puede decir mucho más, pues a su vez había visto muy a menudo a los ratones.
»Después de lo cual, los testigos corroboraron sus deposiciones mediante juramento».
(Como se ve, el juzgado omitió escuchar a los campesinos interesados de la misma aldea de Stilfs, por ser acusadores, haciendo gala de su imparcialidad por el hecho de oír única y exclusivamente a testigos objetivos y desinteresados: dos ciudadanos de las cercanías y un jornalero de la localidad).
«Acusación:
»Minig von Tartsch acusa a los ratones campestres de los daños producidos por los mismos, y expone que esto no puede seguir, y que en el caso de no alejar de allí a dichos animales dañinos sus poderdantes se verán imposibilitados de pagar sus impuestos, teniendo que cambiar de residencia».
«Defensa:
»Replicando a la acusación, Grienebner declara: Que ha comprendido la acusación, mas es del dominio público que sus defendidos son la causa, asimismo, de determinadas ventajas, puesto que destruyen las crisálidas de insectos, de modo que confía en que el tribunal no les retirará su protección. Si a pesar de ello así sucediera, solicita que el tribunal obligue a la acusación a que designe para sus defendidos otro territorio, en donde puedan vivir en paz;
otrosí: que les delegue suficiente fuerza armada que los proteja contra sus enemigos, los perros y los gatos, durante su éxodo;
otrosí: que en el caso de que alguna de sus defendidas se hallase preñada, se le conceda un tiempo de protección justo, para que pueda dar a luz a sus vástagos, llevándolos consigo».
«Sentencia:
»Después de oír la acusación y la defensa, así como a los testigos, se ha dictado sentencia. Los animales dañinos llamados ratones campestres están obligados a desalojar los campos y los prados de la aldea de Stilfs dentro de un plazo improrrogable de catorce días, quedándoles vedado el regreso a perpetuidad; en el caso de que algunas de las hembras de entre dichos animales se hallasen preñadas, o fuesen incapaces de emprender el viaje a causa de su corta edad, para dichos animales se asegurará protección durante otros catorce días; no obstante, todos los animales capaces de viajar deben marcharse dentro de catorce días».
Como puede verse, las formas jurídicas fueron guardadas escrupulosamente, y el tribunal se mostró tan imparcial al dictar sentencia como lo había sido al escuchar a los testigos. Era preciso condenar a los ratones, pues unos testimonios fidedignos atestiguaban que su conducta era dañina. Sin embargo, frente a determinados «condenados» mostrábase especial indulgencia, en consonancia con la práctica judicial de aquella época, la cual confería a las mujeres embarazadas determinados privilegios. En cambio, se rechazaba terminantemente la propuesta del abogado defensor, encaminada a que se asignase a los ratones un nuevo lugar de residencia, limitándose a expulsarlos sin más ni más de las cercanías de la localidad, para que se fuesen a donde mejor les pareciera. ¿Se quedaron? ¿Obedecieron la orden de expulsión? Lo ignoramos[12].
Dice el historiador J. Miret y Sans que en sus investigaciones por los archivos civiles y eclesiásticos de Cataluña no ha podido encontrar ningún proceso de anatematización de animales. Seguramente —dice— hubo y hay exorcismos contra orugas y otras plagas de la agricultura, a instancia siempre de los agricultores, pero el sacerdote lo ejecutaba con sencillez sin las pomposas formalidades que hemos visto en otras naciones y sin la necesidad de un proceso con procurador y abogado de los animales y con citaciones a éstos.
El doctor Gaspar Navarro afirma que «excomulgar la langosta, ratones, pulgón y otras sabandijas es superstición» y añade «esta disputa he movido, porque aurá más de veynte años[13] que vi en cierta Diócesi hazer processo, poniendo el Oficial Eclesiástico Procuradores contra la langosta, y hacer sus demandas, y respuestas, llevar lite formado… El fundamento que tienen los que excomulgan estos animales, es lo que trae Bartholomé Casaneo in Consilio donde refiere quatro sentencias de excomunión de Vicarios Generales y Provisores en Francia por las quales se libraron de la molestia, y daño de semejantes animales, y lo prueba el dicho Autor en el lugar citado, gastando más de quinze hojas para su provança; edto se confirma ser assí. De lo que se refiere Navarro en el consejo 5 num. 22 de aquel Obispo, que mandó a los ratones con pena de excomunión, que se saliessen, y se salieron todos, nadando por el mar».
Como se ve, el doctor Navarro cree supersticiosa y «blasfema» la práctica de la excomunión de animales. Se extiende a lo largo de ocho páginas en demostrar que no puede ser excomulgado quien no pertenece a la Iglesia, como sucede con los animales, que no han sido ni pueden ser bautizados y acaba diciendo que «porque ay remedios naturales contra estas sabandijas sin peligro de superstición, pondré aquí algunos», cosa que efectivamente hace.
Yo creo que el origen de estos sumarios contra animales tiene su base en un texto bíblico. Se lee en Éxodo:
«Si un buey cornea a un hombre o a una mujer y se sigue la muerte, el buey será lapidado, no se comerá su carne y el dueño será quito. Pero si ya de mucho antes el buey acorneaba y requerido el dueño no lo tuvo encerrado, el buey será lapidado, si mata a un hombre o a una mujer, pero el dueño será también reo de muerte. Si en vez de la muerte le pidieran al dueño un precio como rescate de la vida, pagará lo que se le imponga. Si el buey hiere a un niño o a una niña, se aplicará esta misma ley; pero si el herido fuese un siervo o una sierva, pagará el dueño treinta siclos de plata al dueño del esclavo o de la esclava, y el buey será lapidado». (Éx. 21,28-32.)
Y para terminar con un caso moderno copio el citado por el doctor Oliver Brachfeld en una nota a su traducción del libro de Rath-Vegh. En el número de junio de 1948 de la revista londinense Lilliput se narra la historia de dos perros setters irlandeses, a los que un abogado de Los Ángeles les legó en su testamento una cantidad equivalente a 1500 libras esterlinas. Después de tres semanas de debates, el juez citó a los afortunados canes, mas, por no poder contestar razonablemente a sus preguntas, les denegó la herencia. (Rath-Vegh, 145.)