Constantino VIII, emperador de Bizancio, tenía dos hijas. Ambas, Zoé y Teodora, se habían retirado a un convento. Constantino, al sentir próxima su muerte, mandó llamar al prefecto de Constantinopla, Romano Argiros y le ordenó que se casase con Zoé. Romano no podía hacerlo, pues estaba casado; pero el emperador le obligó a divorciarse. Zoé tenía cincuenta años, pero aún era muy hermosa. Se casaron, pues, Romano y Zoé, pero si ésta contaba con medio siglo, su esposo había pasado ya de los sesenta.
A pesar de ello decidieron tener hijos. Romano se atiborró de drogas que le recetaban los médicos de la corte imperial. Zoé se dedicó a llevar amuletos y a someterse a conjuros y exorcismos que no dieron ningún resultado. Romano se resignó, pero no así Zoé, que se dedicó, con entusiasmo digno de mejor causa, a buscar un sustituto a su marido. Le encontró en un tal Miguel, hermano del eunuco mayor del palacio imperial. La relación fue escandalosa, y el único que no estaba enterado de ella era el pobre marido cornudo. Como tantas veces pasa.
Ahora bien, lo más difícil de esconder es un incendio y la pasión de la emperatriz era un fuego voraz y ardiente. Un día el emperador se enteró por su hermana Pulquería de lo que sucedía, pero no lo quiso creer del todo. Por la noche, cuando estaba acostado con su esposa, mandó llamar a Miguel, para que, como solía hacer frecuentemente, le hiciese cosquillas en las plantas de los pies. Y lo que narro es rigurosamente histórico.
En lo mejor de su faena, Miguel fue interrumpido por Romano, quien la preguntó bruscamente si era el amante de su mujer. El pobre hombre lo negó y juró que no lo era. El emperador lo creyó o hizo ver que le creía y las cosas siguieron como estaban.
Pero Romano murió, se dice que envenenado, y Zoé quiso casarse con Miguel. Éste, lleno de remordimientos, confesó su perjurio y se retiró a un convento para hacerse monje. Allí murió, mientras Zoé suplicaba a las puertas del edificio que le permitiesen verle por última vez. Él rehusó verla y su último deseo fue que le dejase en paz.
Muerto Miguel, Zoé, que contaba ya sesenta y cuatro años, se dedicó a conquistar a Constantino Monomacos, «hermoso como Aquiles». Pero Constantino tenía una amante llamada Esklarena, a la que no quería abandonar. Zoé le propuso entonces que se casase con ella y que conservara a su amante, las habitaciones de Constantino fueron instaladas teniendo a su derecha a las de la emperatriz y a su izquierda las de Esklarena.
Y un mal día ésta murió y el emperador se consoló con una circasiana de «estrechas caderas, inmensos ojos y piel de ninfa».
Zoé murió a los ochenta y cuatro años. Cinco años después moría Constantino, que, hay que decirlo todo, sintió mucho la muerte de la emperatriz. Se ignora qué fue de la circasiana.