ANECDOTARIO

Jardín del Ateneo barcelonés. Peña de Joaquín Borralleras; en ella un contertulio muy conocido por su acre ingenio. Se habla de su reciente matrimonio con una mujer muy fea, pero muy rica.

—Pero cómo puedes estar en la cama con esa mujer tan fea? —le dice un amigo.

—Como las águilas imperiales, los cuerpos unidos y las caras separadas.

Otra anécdota del mismo protagonista y sobre el mismo tema. Se le reprocha haberse casado por interés.

—¡Que me he casado por dinero! ¡Casado por dinero! Quien se ha casado por dinero es mi mujer…, que si no lo llega a tener no se casa.

Un día una gran señora preguntó al cardenal Ferrante, gran diplomático y gran señor:

—Pero, de verdad, eminencia, ¿cree que hacer el amor fuera del matrimonio es pecado grave?

—Sin duda, señora, pero empiezo a dudarlo.

—¿Desde cuándo, eminencia?

—Desde que la conozco a usted, señora.

Ahora ya no se usa el papel secante. La estilográfica y luego el bolígrafo han desterrado este adminículo al museo de antigüedades. Pero poca gente sabe que su descubrimiento se debió a un error. Un empleado de una fábrica de Berkshire olvidó un día echar en la pasta de papel la cola necesaria. El empleado fue despedido y el papel resultante amontonado como desperdicio. Pero poco después el fabricante cogió una de las hojas e, inadvertidamente, se dio cuenta de que «chupaba» el exceso de tinta que dejaba la plumilla. Vio en seguida el negocio y vendió la partida desechada a mayor precio de lo normal. El papel secante estaba lanzado. Lo que no dice la historia es si el obrero fue empleado otra vez.

Dicen que la frase es de un socio del Ateneo barcelonés. No lo creo, pero aquí va:

—Estoy en un apuro tremendo. Mi prometida me ha dicho que no se casará conmigo hasta que haya pagado mis deudas, y yo no puedo pagar mis deudas hasta que no me haya casado.

En el siglo pasado un joven andaluz se presentó al político Romero Robledo para pedirle un empleo.

—Soy sobrino de don Fulano —aquí el nombre de un cacique gran muñidor de elecciones, a quien el político debía favores— y vengo de parte de mi tío para que usted me proporcione un destino.

Así lo hizo Romero Robledo y a los pocos meses se presentó en su despacho ministerial el joven en cuestión.

—Dice mi tío que debía usted ascenderme.

Romero Robledo para complacer al tío del pedigüeño le concedió el ascenso. La excusa se repitió varias veces y el chico hizo una carrera brillantísima.

Pasó un año o dos y el tío en cuestión fue a Madrid y, naturalmente, visitó a Romero Robledo.

—Habrá usted visto —le dijo el político— que su sobrino ha alcanzado todo lo que usted me pedía.

—¿Mi sobrino? —contestó el otro—. ¡Pero si yo no tengo sobrinos! Romero Robledo se dio cuenta de que había sido objeto de un engaño y mandó llamar al caradura.

—Usted es un sinvergüenza —espetó—. Este señor ni es su tío ni le conoce de nada.

—Este señor no es mi tío, efectivamente —replicó el otro—, pero usted, don Francisco, usted es mi padre.

Romero Robledo rió la respuesta y, desarmado ante la desfachatez de su empleado, le conservó a su servicio. Según Alfredo R. Antigüedad, «su nombre fue bien conocido y llegó a ocupar los más altos puestos de la administración española». Confieso que no he podido averiguar quién era.

Anécdota atribuida a varios niños terribles. Que cada lector escoja el suyo:

—¿Por qué te pones colorete en la cara, tía?

—Para ponerme hermosa.

—Y ¿por qué no te pones?

Generalmente, la generosidad va acompañada de la exhibición. Raro es el caso del gran pintor francés Corot, uno de los maestros del impresionismo. Sabedor de que Daumier, el gran dibujante, ciego el pobre, iba a ser desahuciado de su piso, le escribió esta carta que merece pasar a la posteridad. «Querido camarada:

»Tenía en Valmondois, cerca de Isle Adam, una casita de la que no sabía qué hacer. Se me ha ocurrido que te la podía ofrecer y como he considerado que la idea no estaba mal la he registrado ante notario. No lo hago por ti, sino para fastidiar al propietario. Cordialmente Corot».

El gran actor francés Lekain era extraordinariamente feo, casi repulsivo, pero dominaba de tal forma el arte del maquillaje y sabía tan bien interpretar sus personajes que daba el «pego» y mucha gente, especialmente femenina, le consideraba guapo e interesante.

Una de ellas, un día, le envió, con su retrato, una invitación, sin ninguna duda galante.

Lekain sin afeites se presentó ante la dama, que no pudo reprimir un gesto de repulsión, y el actor, inteligente y presuntuoso, se dio cuenta de la situación e, inclinándose ante la señora, le dijo:

—Señora, mi hermano, el actor, me ha encargado que le diga que está indispuesto y no puede tener el honor de visitarla.

Se inclinó, otra vez, galantemente y se salvó del ridículo gracias a su señorial discreción.